Capítulo 3
Viaje en barco

Con el brazo morado y dolorido por las «santas» vacunas, me acerqué aún de noche donde mi compañero tomaba té y unas tostadas con mantequilla. Recuerdo que me pedí para desayunar lo mismo, pero yo lo rematé con un par de copas de anís dulce y un puro para celebrar la partida.

Una vez listos, tomamos un taxi hasta el puerto y nos colocamos en la cola de la ventanilla. Allí pude observar la variada fauna que nos acompañaría durante el viaje: desde hippies de pelo rasta y largos cabellos como el que escribe hasta bohemios en busca de hacer mundo y aventuras. Una vez verificados todos los trámites burocráticos, tomaron nuestro equipaje sellado y clasificado y seguí a mi compañero hasta el exterior.

¡Increíble!, el barco en el que íbamos a subir era inmensamente grande; a mí me pareció como un pueblo flotante. Bienaventuranza se llamaba para más señas. Subimos por una larga escalinata adornada a los lados con guirnaldas y sendos bolardos con cordones de terciopelo azul.

Ya en la enorme cubierta, yo estaba maravillado; era la primera vez que me hacía a la mar…

Una piscina central gigante estaba rodeada por rocas de imitación, tumbonas hasta donde se perdía la vista y hasta un chiringuito en el que más tarde tomaría cócteles y whisky. Mi colega me miraba sonriente, supongo que ante mi cara de alucine, y me dijo:

—Escucha, Drepum Tsering, he podido conseguir los billetes para este crucero, pero solo nos va a llevar hasta Jerusalén; partiendo de allí, viajaremos en tren hasta Cachemira y luego al norte de la India, que es donde se encuentra la residencia de su santidad el dalái lama.

Aún me impresioné más porque iba a visitar la ciudad que dio cobijo al hombre que más admiro del mundo: mi querido Jesús de Nazaret… Adoro viajar, pero este parecía ser un viaje iniciático y, el tiempo me demostraría que no me equivocaba.

Bajamos a nuestro camarote y no pude evitar reír al recordar la mítica escena de los hermanos Marx. El barco era como un hotel flotante y el camarote, muy amplio y acogedor.

Teníamos a nuestra disposición un minibar que pronto atraqué sirviéndome un par de whiskys con hielo, mi amigo no bebía, así que más para mí… Después de almorzar mi colega se durmió y yo aproveché para salir a cubierta. Ya mar adentro, experimenté lo que probablemente sintieron los muchos navegantes de antaño.

La paz y la brisa de la mar me acompañaban con el suave vaivén del barco, una paz interrumpida por unos gritos bajo la proa. ¡Eran delfines!; qué hermoso fue ver cómo escoltaban el barco e impresionante los saltos y las piruetas que hacían.

Quien me conozca, sabe que me apasiona viajar, pero la experiencia de navegar me gustó mucho. Al fin cumplía mi sueño gracias a mi compañero.

Soy muy bohemio y entre mis amores están la luna, la vida, la libertad y la mar. Y admirando el agua estaba cuando alguien tocó mi hombro y me sobresalté. Era mi colega que me invitó a tomar té en la cubierta y a conversar.

—¿Cómo crees que nos irá en esta aventura? —preguntó mirándome a los ojos.

—Pues bien, ¿cómo nos va a ir?; nos hemos preparado concienzudamente para esto, ¿no?

—Sí, supongo que tienes razón… —Adornó su rostro con una interminable sonrisa y prosiguió—: Además, contamos con el respaldo del dalái lama. Una vez que estemos en Dharamsala, sabes que nos ha solicitado una entrevista y, seguro, nos dará su bendición. Así que he hablado con su secretario personal, tiene enormes deseos de conocernos personalmente y un gran interés por ver el mapa que hallaste. Cuando estemos allí con su santidad, pondrá a nuestra disposición cuanto necesitemos para la expedición.

—Bueno, ¿tú cómo lo llevas? —quise saber.

—Como sabes, Drepum, hace un año que murió mi padre y quiero pedir a los monjes de Dharamsala que oficien una ceremonia religiosa en su honor, aunque él no era budista, y mis planes, si descubrimos algo, son informar de todo al dalái lama y, posiblemente, escribir un libro de nuestra aventura, ¿qué te parece?

—Perfecto, hermano, yo había pensado también escribir un libro narrando este viaje extraordinario…

De ese modo, quedamos en usar mi cuaderno de campo junto con nuestros recuerdos e impresiones. Al atardecer, estuvimos hablando con varios pasajeros, pero sin mencionar el auténtico motivo de nuestro viaje. Decíamos ser monjes que iban a visitar al dalái como árabe que fuera a la Meca o como peregrino en Tierra Santa.

Es maravilloso ver ponerse el sol en el horizonte de la mar y admirar después a mi amada luna, fuente de inspiración de mis innumerables poemas, cómo tiñe de plata las aguas con su misteriosa luz… Ya en el comedor del barco, que también era inmenso, nos acompañó el capitán para la cena; se acercó a cada mesa y preguntó muy cordialmente cómo lo estábamos pasando y si todo iba bien.

Era un hombre entrado en años que lucía una barba blanca espesa y un bigote a lo Nietzsche. Me recordó al capitán del Titanic y recé porque no tuviéramos la misma suerte que su tripulación. Se mostró muy amable en todo momento y siempre llevaba en la mano derecha una pipa apagada que a veces se llevaba a la boca.

Deduje que mi amigo había hablado con la tripulación porque nos pusieron un menú vegetariano para chuparse los dedos: queso de cabra fundido sobre verduras al horno acompañado de zumos y frutas tropicales.

Tras la copiosa cena, fui al bar y me pedí un whisky doble con hielo y salí a la cubierta a fumar. Solía hacerlo en pipa o bien puros. Me senté en una tumbona y disfruté de nuevo del estrellado —estrelladísimo— firmamento que los cielos marítimos me ofrecían. Y de nuevo otro fenómeno anómalo: un escuadrón de varias luces rojas volando en completo silencio casi a nuestra par. Y una vez más, mi compañero no estaba presente ante el fenómeno. No entendía por qué vivía aquellos fenómenos, pero lo presentía… Intuía quiénes podían estar detrás de eso, pero no quiero adelantar acontecimientos ni conclusiones.

Ya de madrugada volví al camarote y dormí como hacía mucho tiempo, con la ilusión de mi sueño marinero cumplido después de tantos años. Y soñé con esas luces y con la Ciudad de la Luz.

Al día siguiente, cuando desperté, era la una y veinticinco del mediodía. Mi amigo estaba ausente y deduje que se encontraría hablando con la tripulación. Personalmente, me fastidiaba levantarme tan tarde porque solía —y lo sigo haciendo— madrugar para salir a caminar bajo las estrellas. Pero supongo que el cansancio y las emociones vividas me arrastraron a ese sueño tan profundo y, a la vez, reparador.

Después de realizar mis estiramientos matutinos y ducharme, desayuné algo típicamente americano: huevos fritos con panceta y salchichas… Estos sí que saben cómo empezar el día… Encontré a mi compañero más tarde en cubierta y más concretamente, a la popa del barco. Lo saludé bajo un cielo nublado y amenazante de lluvia, encendí mi pipa y comenzamos a hablar:

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —cuestioné.

—Haremos escala en el puerto de Tánger para bajar pasajeros y recoger algunos otros, y más adelante cruzaremos Grecia e Italia hasta llegar al golfo de Israel.

Cruzar por Grecia, ¡guau!, la cuna de la filosofía y la democracia. De tantos filósofos que había estudiado en mi más temprana juventud…

Este viaje era ya, sin duda, iniciático, nada en la vida pasa por casualidad; lo he comprobado miles de veces. Todo cuanto es en sí, tiene un sentido y un porqué, aunque no podamos comprenderlo. El destino siempre siempre juega sus cartas independientemente de lo que nosotros deseemos o busquemos; es algo que hay que experimentarlo para ser conscientes de ello. Somos más grandes de lo que pensamos o creemos ser…

Las siguientes etapas del viaje —no quiero aburrir al hipotético lector de esta ¿novela?— pasaron entre fiestas y países maravillosos, y fueron para mí unos siete días increíbles. Conocí árabes que me hablaron de que ni el Corán ni el islam tienen nada que ver con el extremismo islámico, conocí, de lejos —eso sí—, la cuna de Sócrates, y en Italia disfruté comiendo pasta en el puerto mientras el barco se reabastecía de víveres y combustible.

Mi viejo camarada sacaba fotos de todos los lugares que veíamos desde el barco y cada vez que hacíamos escala en algún puerto. Yo, por mi parte, tomaba notas en mi cuaderno de campo para su posterior revisión. Nuestro desembarco no estaba lejos en el tiempo, así que quería aprovechar al máximo mi experiencia de navegante y elegí como mi lugar favorito la popa del barco donde esporádicamente veía delfines y gaviotas sobrevolándome.

Por las noches, mientras mi amigo recitaba sus oraciones antes de dormir, yo seguía estudiando sobre Shambala y la gente que estuvo buscándola en el pasado. ¿Sería verdad lo de la Tierra hueca y lo de ese reino intraterreno? Bueno, para eso íbamos de expedición.

El capitán del barco anunció por megafonía que en una hora llegaríamos a Tierra Santa, así que organizamos el equipaje y, después de desvalijar el minibar, me puse en camino con mi compañero a cubierta, donde los pasajeros celebraban la llegada con silbatos y confeti.

Una vez en suelo firme y sellados los pasaportes, buscamos un hotel y nos alojamos en la habitación número seis. Sobre el mediodía, y mientras mi compañero preparaba los pasajes del tren para la próxima jornada, le hice saber que tomaría un autobús para visitar el lugar en el que siempre quise estar: el monte de los olivos.