Estuve hasta que anocheció en el monte de los Olivos y no me dejaba de pasar por la cabeza el padecimiento de Jesús; el sufrimiento de aquel hombre al saber lo que le esperaba y al verse abandonado por sus amigos. La soledad y el estrés tan grandes que llegaría a sentir para llegar a exudar sangre y el desamparo y la impotencia de no poder hacer nada, aun siendo quien era.
Dos lágrimas resbalaron silenciosas por mis mejillas mientras pensaba en todo aquello y me refugié en un abrazo con un tocón de olivo, seguramente milenario, que —quién podía saberlo—, quizás le sirvió al maestro de consuelo en aquellas horas tan cruciales.
Jerusalén en la noche, seguramente por el toque de queda, pareció apaciguarse del continuo ir y venir de gente, coches y motos. Me despedí triste de aquel monte, aunque sintiendo la presencia del maestro, y tomé el autobús de regreso al hotel. Nuestro alojamiento distaba poco de la estación de tren, un tren que al día siguiente nos llevaría a Cachemira, pero hubo cambio de planes… Íbamos a viajar de Tel-Aviv a Delhi en avión. Así me lo hizo saber mi viejo colega cuando llegué al hotel; me dio sus razones y no me pude negar:
—Mira, Drepum, aparte de que ahorraremos tiempo, también dinero. Según los gastos que realizamos, no podemos posponer mucho más la expedición. Hablé con el secretario personal de su santidad el dalái lama, y nos recogerá en Delhi para llevarnos a Dharamsala.
—De acuerdo —apunté—, me hubiera gustado visitar Cachemira, pero si eso es lo que hay, ¡a por ello!
Cenamos en la misma habitación y nos dormimos temprano. En la vida había montado en avión; sería una experiencia nueva. En honor a la verdad, no éramos ricos y había llegado el momento de ir al grano.
Con tantas emociones apenas me acordaba de por qué estábamos allí y qué era lo que habíamos venido a hacer, pero no me culpo; todas esas experiencias las estaba viviendo intensamente, y eso es lo que cuenta en el camino de la vida.
Fuera de filosofías, el avión me pareció cómodo, eso sí, al principio, pero luego me empezaron a molestar los oídos cuando tomó altura —siempre he padecido otitis crónica—, hasta que ya al fin se estabilizó. Recuerdo que me pusieron cierta objeción a la hora de presentar el pasaporte, pues, al parecer, me parecía a un terrorista en busca y captura…, esto solo podía pasarme a mí… La cuestión es que me mostraron la foto del sujeto y sí, teníamos cierto parecido: barba al estilo hippie, casi la misma complexión física, pero, en cambio, yo tenía y tengo la barba y el cabello lisos y largos. En fin, que después del malentendido, subimos al avión y despegamos rumbo a la India. Nos esperaban unas cinco horas de vuelo y más de cuatro mil kilómetros, así que tendríamos tiempo de organizarnos para nuestra inminente llegada a Dharamsala, donde residía el dalái.
Una vez que llegáramos, deberíamos ponernos en contacto con el Gobierno chino y pedir un permiso especial para una expedición «arqueológica». Sí, por supuesto, teníamos que mantener en riguroso secreto el objeto de aquel viaje por razones obvias.
Nadie, excepto nosotros y el dalái lama, sabía para qué íbamos a los Himalayas. Legalmente, buscábamos unas antiguas ruinas y unas cuevas que antaño fueron usadas como casas-refugios por los nativos tibetanos. Legalmente también, los dos éramos arqueólogos en prácticas.
Nunca me hizo gracia mentir, pero nuestro posible descubrimiento no lo podía saber nadie, ni tampoco nuestras verdaderas intenciones. Si no encontrábamos nada, al menos habríamos estado en un lugar impresionante, pero ¿y si hallábamos la Ciudad de la Luz?, solo el dalái podría ser informado del hallazgo y luego, esperar…
Volviendo al avión, mi compañero dormía plácidamente, mientras yo me maravillaba de poder ver las nubes entre nosotros y la mar, una mar tremendamente azul salpicada aquí y allá de puntitos plateados —reflejos del sol— que parecieran estrellas o lejanas galaxias, ¡fascinante!
No sabía aún cuánto duraría nuestra estancia en la India, pero no me importaba; desde que en el pasado estudiara los Vedas, me propuse visitar el país en cuanto pudiera, y ahora iba a hacerlo. Otro sueño cumplido.
India era la patria madre de mi muy admirado Gandhi, de Tagore y de tantos autores que leí y releí en mi juventud durante mi preparación de filosofía espiritual. Fue una disciplina que me impuse para conocer mejor al ser humano, su pensamiento y su forma de discernir y analizar el medio que le rodea.
Siempre he sido curioso por naturaleza y he perseverado en buscar el porqué de cada cosa, de cada pensamiento y sentimiento, de cómo se desenvuelve la mente y cómo reacciona ante aquello que vive. Siempre busqué el sentido más profundo de la vida dentro del respeto y la comprensión a los demás y a todas las múltiples formas de vida que nos acompañan en el camino de la existencia.
Nunca perdí la capacidad de asombro que poseía desde niño, ni siquiera al hacerme adulto. Es algo que no deberíamos perder jamás, porque hace que el fenómeno de la vida sea más interesante. No tuve maestro, todo lo hice por mí mismo. Mi disciplina consistía y consiste en experimentar con la verdad y no solo en estudiarla; en vivir la vida a tope, porque el misterio de la vida es ese: vivirla…Vivirla y sentirla como si fuese tu último día en la Tierra, o mejor, el primero. Ver que no hay problemas, sino soluciones y aceptar la vida como lo que es; un regalo, una oportunidad única de aprender de forma constante y llenarse de ella a cada instante.
Bien, después de mi sermón —acostumbro a decir lo que pienso y siento—, volvamos a la historia que estaba contando:
El vuelo no se me hizo tan largo como pensaba; supongo que ensimismado en mis pensamientos y reflexiones, el tiempo —¡gran desconocido!— pasó más rápido, como una exhalación. Mientras que mi amigo seguía durmiendo plácidamente, yo volví al mundo de mis pensamientos. Recordé la gratísima compañía de mi ya fallecido perro cuando me acompañaba por los campos de mi pueblo, y también rememoré algo que me había ayudado mucho en la vida: haber realizado varios retiros espirituales en completa soledad perdido por los montes de Málaga. Aquella experiencia me ayudó sobremanera porque es en la soledad donde uno se enfrenta a sus más escondidos miedos o temores. Ahora, sin embargo, que es lo que importaba, perseguía un mito, una leyenda, un misterio, el sueño de todo aventurero.
Cuanto más profundamente me encontraba sumergido en estos pensamientos y recuerdos, la voz del comandante por megafonía avisaba del próximo aterrizaje y las azafatas nos daban las pertinentes instrucciones… Es curioso, pero cuando estamos lejos, añoramos lo que siempre hemos tenido cerca.
Y aterrizamos. Después de la correspondiente burocracia, salimos del aeropuerto y allí nos esperaba un pequeño y delgado monje que lucía un hábito similar al de mi amigo, a saber: túnica roja y una banda amarilla y roja sobre el hombro izquierdo y un rosario enrollado en su muñeca izquierda más unas sandalias de cuero viejo pero fuerte.
—Drepum —dijo mi compañero después de una larga reverencia al monje—, este es el secretario personal de su santidad.
lo saludé de igual manera y este hizo otro tanto sonriendo.
La perpetua sonrisa de mi viejo compañero de aventuras se agudizó nada más pisar suelo indio.
Al montar en el coche, un utilitario que había vivido tiempos mejores, yo, que siempre observo, me percaté de lo que tantas veces viera en la televisión: la más miserable pobreza atormentando al pueblo indio, y dos lágrimas volvieron a surcar solitarias mis mejillas.
Mi amigo me comentó, poniéndome su mano en mi hombro a modo de consuelo, que esa miseria estaba por todas partes y que no tendría más remedio que acostumbrarme a ella, al menos, mientras estuviéramos allí, pero mi espíritu rebelde y guerrero no podía concebir que aquella injusticia fuese así.
Entonces contrasté mentalmente la profunda espiritualidad de aquella tierra con su falta de justicia a los más desfavorecidos tan solo por haber nacido parias. Más lágrimas resbalaron por mis mejillas sin poderlo remediar…
En fin, cambiando necesariamente de tema, en lo que respectaba al idioma, era mi amigo quien se encargaba de todo, porque ya dije que yo más que chapurrear el inglés, lo masacraba.
Observé mucha religiosidad que yo, personalmente, no compartía. Nunca he pertenecido a ninguna religión, pero se podría decir que he bebido de las aguas de cada fuente religiosa; siempre he creído en la unidad en la diversidad y en el entendimiento y la comprensión por encima de todo, por eso acepto y aprendo de todas las creencias y personas.
Llegamos a Dharamsala ya anocheciendo y nos ofrecieron una habitación bastante austera pero cómoda, sobre todo después de tantas horas de viaje y kilómetros que llevábamos recorridos hasta la fecha. Nos acomodamos y cenamos una especie de sopa de tomate picante acompañada del obligado té y frutas. Mientras apurábamos la última taza, nuestra conversación se centró, como tantas veces, en el rumbo de la humanidad, en los libros releídos sobre Shambala y, sobre todo, en nuestra próxima y cercana expedición.
Dharamsala era una ciudad fronteriza en el noroeste de la India, en la que residía no solo el dalái lama, también cientos si no miles de tibetanos exiliados a causa de la ocupación por parte de China. Mi amigo me explicó cómo sería nuestro viaje:
—Una vez que lleguemos al puesto de guardia y tengamos sellado el permiso de estancia y de expedición del Gobierno chino, nos iremos aclimatando a la altitud pernoctando en tiendas de campaña aislantes y en los tres monasterios que hay de paso según el mapa. Iremos en todoterrenos hasta donde nos sea posible y el resto lo haremos a pie o con mulas y yaks. —Como vacas peludas totalmente aclimatadas para el medio ambiente en el que viven—. Nos hemos preparado bien en las Alpujarras, pero deberemos tener en cuenta que podríamos alcanzar los cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar, por tanto, razón de más para ir aclimatándonos poco a poco.
—Lo dejo en tus manos —manifestó—. Tú eres mucho más previsor que yo, que siempre vivo y voy a la aventura y confío plenamente en los designios de Dios…
La noche se cerró y nos fuimos a dormir para, al día siguiente, entrevistarnos al fin con el dalái. Todo me parecía increíble; India es un país que siempre soñé visitar, y ahora estaba allí…
La mañana nació algo cálida, quizás un poco calurosa para mi gusto, pero era un día espléndido al menos para quien esto escribe. La reunión con el dalái lama se produciría al mediodía, así que después de desayunar pudimos pasear por los alrededores y contemplar su belleza:
El horizonte estaba plagado de pequeñas construcciones que, siendo muy humildes, eran profundamente bellas, pero nada tenían que ver con las edificaciones de la ciudad. De pronto, a eso de las once y media, hora española, un sudoroso monje llegó corriendo a nuestro lado y en inglés le comunicó a mi compañero que en el templo se iba a celebrar la ceremonia que él había solicitado para su padre.
Lógicamente, fuimos rápidos y veloces al citado templo donde ya estaban listos los pertinentes preparativos y todo dio inicio. Escuché por primera vez varios fragmentos del libro tibetano de los muertos o Bardo-Thodol que mi amigo me traducía de boca del lama oficiante. Decía:
—¡Oh, hijo de noble familia!, ahora te ha llegado la muerte; no desees, no ansíes esta vida… Cualquier cosa que aparezca es tu propia proyección… Las imágenes no vienen del exterior, sino de ti mismo; existen desde toda la eternidad en las facultades de tu mente; reconócelas en su naturaleza… Piensa en la tierra pura y en un instante puedes estar allí. Entra en la luz azul de los humanos o en la dorada de los dioses… El árbol que realiza los deseos tiene por raíz una disposición de espíritu separada del Samsara, la rueda de los nacimientos y muertes, que solo aspira a liberarse. Fe y compasión forman su tronco. El abandono del mal y la práctica del bien son sus ramas; todas las virtudes, sus hojas. Sus flores son la realización de los puntos esenciales de las fases de desarrollo y culminación de la meditación. De ellas nace su fruto, el perfecto estado de Buda, el nirvana. ¡Om mani padme hum!, que quiere decir algo así como: adoro a la joya en el loto.
¡Dios!, habían sido las palabras más bellas que hasta entonces escuché. Todavía hoy, cuando las leo, me llegan al corazón.
Después de la ceremonia, vi a mi compañero más tranquilo, pues, según me explicara más tarde, el alma del difunto era guiada por esas palabras hacia la luz de su liberación, la del final del túnel…
Después de que mi colega agradeciera de corazón, como solo los budistas saben hacerlo, al lama su bello gesto para con su padre y con él, paseamos el resto del tiempo que nos quedaba por la ciudad y nos perdimos por sus mercados llenos de mujeres bellísimas que te deslumbraban con su negra y profunda mirada. Mi camarada me advirtió de que sujetara bien la cámara de fotos y el móvil, no solo por los ladrones humanos, sino porque las tribus de monos que vivían en las cercanías robaban con la facilidad y el descaro de un carterista cuando tenían oportunidad de hacerlo. De hecho, presencié en varias ocasiones cómo saqueaban a los pobres turistas como auténticos piratas, incluso prendas de vestir.
A eso de las dos del mediodía, retomamos la senda de vuelta al templo de Dharamsala, no sin antes adquirir algún recuerdo en el mercado. Yo compré por unos dos euros una estatuilla de bronce que conservo, que representaba al Buda Siddharta en posición meditativa, poniendo a la Tierra de testigo, tocándola con los dedos de su mano izquierda en el momento en el que alcanzó la iluminación.
Pero siguiendo con la historia, almorzamos al llegar a nuestra habitación y como aún quedaba una media hora para nuestra entrevista con el dalái lama, mi amigo me enseñó el monasterio, desde las habitaciones de los monjes, hasta el templo en el que se celebraban ceremonias religiosas, presidido por una representación de Buda bastante grande y recubierta de oro y adornada con joyas. No pude evitar ante tal espectáculo de opulencia pensar en los más pobres de la India y en el hambre que se les podría aliviar con todo ese oro. Aquí, en occidente, pasa lo mismo con la Iglesia católica, que pregona la pobreza y la humildad, pero no da ejemplo… Como decía el maestro Jesús: «Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen…».
Yo, personalmente, creo que la verdadera espiritualidad y satisfacción se encuentran en ayudar a los demás, no en sentarse a meditar en las cosas buenas, sino en hacerlas, por eso siempre he admirado a la madre Teresa de Calcuta o a Vicente Ferrer, porque los que son como ellos, hacen el reino de Dios aquí en la Tierra…
Por cierto, nuestro almuerzo fue el mismo que el de todos los monjes: frutas variadas, té —como siempre— y cebada tostada y molida mezclada con manteca, a la que llamaban en tibetano: tsampa. Tras el almuerzo, que los monjes realizaban en completo silencio sin apartar la vista del cuenco de comida, estuvimos hablando con un joven hermano occidental, francés, para más reseñas, que nos comentó que había estado en los centros budistas de las Alpujarras y de Madrid y que le había encantado nuestro país. Nos dijo que aquella parte de Andalucía se parecía mucho al Tíbet y que había enamorado su corazón.
En lo más interesante de la conversación, un monje se acercó a mi amigo y le comunicó que el dalái lama nos esperaba ya en la sala de recepciones, así que nos levantamos apresuradamente y nos dirigimos hacia allí.
Cuando llegamos a la estancia, un servicial monje nos condujo a una habitación de grandes ventanales adornados con motivos budistas. Luego abrió una gran puerta de madera preciosa y en el fondo de la habitación a la que daba paso vimos un monje escondido tras unas grandes gafas que se aproximaba sonriente a nosotros.
Era el dalái lama, la encarnación del Buda Avalokiteshvara, protector del Tíbet en persona.
El papa del budismo nos recibió con un tashi delek y colocó a nuestro cuello un paño blanco en señal de saludo. El dalái estrechó mi mano con humildad y sin perder en ningún momento la sonrisa, me examinó curioso de arriba a abajo. Un extranjero de barba y pelo largos, vestido con una camisa remangada de explorador y un pantalón vaquero rematado con sandalias de cuero…
El monje-rey nos indicó en un extraño inglés que lo acompañásemos a la habitación contigua y tomásemos asiento frente a él. Antes de acomodarnos, otro monje nos servía té y pasteles, y tras los saludos, comenzó la conversación entre mi viejo amigo y el dalái:
—¿Cómo estáis?, ¿habéis disfrutado de la estancia? ¿Y el viaje?
—Como verá, santidad —formuló mi compañero—, hemos tardado algo más de lo acordado —me miró—, pero estamos bien, aunque algo cansados.
—Sé que partiréis a los Himalayas, pero eso será dentro de cuatro días… Querría ver el mapa del que me hablaste.
¡Tonto de mí!, con la emoción de la entrevista, olvidé el mapa en mi cuaderno de campo…
Se lo hice saber a mi compañero y fui apresuradamente a la habitación; lo tomé y salí corriendo ante las sorprendidas miradas de los monjes. Llegué medio asfixiado, y luego de realizar una reverencia al dalái, le entregué el sobre y lo abrió con el entusiasmo de un niño pequeño cuando abre su regalo de cumpleaños. Después de hojearlo y leer el sánscrito nos miró sonriente y nos informó:
—Amigos, sabed que os hemos conseguido en la frontera los mejores guías sherpas que hemos conseguido. Si encontráis la ciudad perdida, haréis historia no solo en el budismo, también en la historia misma de la humanidad. De Shambala vino el Mahatma Morya, y muchos sabios de todos los tiempos han dedicado su vida a la búsqueda de este misterio. —Se detuvo unos segundos—. Ahora vosotros tenéis la oportunidad de encontrar la Ciudad de la Luz y contáis con mi bendición, que os daré el día que partáis a mis amados Himalayas. Dispondréis de dos vehículos y de todas las provisiones que necesitéis, incluida la ropa de abrigo.
—Santidad —se apresuró mi colega—, ¿qué ocurrirá si no encontramos lo que buscamos?
—Vuestra búsqueda será igual de meritoria ante los ojos de todos los tibetanos, porque todo el que hace lo que cree que debe, lleva a cabo lo correcto. el protector del Tíbet será vuestro compañero de viaje, por tanto, no temáis fracasar en vuestra tarea. Por mi parte, os entregaré una bandera de oraciones escrita por mí para que la depositéis en la sagrada ciudad cuando la halléis, porque sé que lo conseguiréis…
El jefe político-religioso del Tíbet sonrió y nos saludó con las manos unidas sobre su pecho. Resumiendo: fue una grata conversación en la que el dalái nos explicó las distintas leyendas que rodeaban a Shambala, como dragones voladores que surcaban los cielos de la ciudad, y que había una piedra que concedía todos los deseos o que un elixir de vida manaba de una fuente maravillosa. Decía el dalái que, según la leyenda, ni la pobreza, ni la enfermedad, ni la violencia existían en aquel lugar, y nos contó que un gran obelisco presidía la ciudad y que muchos de los grandes profetas procedían de allí.
Nos informó, además, que el tercer panchen lama, de un monasterio llamado Tashi lumpo, había escrito una obra titulada: La ruta hacia Shambala, en la que constaban mapas y rutas marcadas y que, muy posiblemente, nuestro mapa perteneciera a tal personalidad del budismo, por cómo estaba escrito —tibetano arcaico— y la forma del mapa en general.
El dalái lama prosiguió explicándonos que la Tierra, como todo ser vivo, poseía ciertos puntos energéticos y que Shambala sería el más importante de ellos. También supimos que en todo el mundo existían puntos de acceso a la capital del reino de Agartha, como túneles que atravesaban los Himalayas y el sur de América en su totalidad; galerías y pasadizos secretos a través de las montañas.
Muchas personas decían haber visto gente extraña por la zona del desierto de Gobi, altas, con sandalias o descalzos en medio del duro clima, incluso nos comentó el monje-rey que el célebre explorador Nikolái Roerich había escrito:
«En los contrafuertes del Himalaya existen muchas grutas y se dice que de estas cavernas parten pasadizos subterráneos que van lejos bajo las montañas. Algunos han visto la puerta de piedra que jamás ha sido abierta, ya que los tiempos aún no han llegado… Estos profundos pasadizos conducen al espléndido valle de Shambala…».
Y prosiguió el dalái:
—Dice la leyenda, amigos, que el que no ha sido llamado a entrar en la Ciudad de la Luz, no debe ni aproximarse a sus tierras prohibidas. Vosotros habéis sido llamados, porque ese mapa ha llegado a través de los siglos a vuestras manos, por tanto, no debéis temer. El señor Roerich cuenta, además, en su libro: «Como un diamante resplandeciente, así es la torre de Shambala; allí está incansable Rigden Gyeppo, el rey del mundo siempre vigilante de la causa de la humanidad. Sus ojos nunca se cierran y en su espejo mágico se reflejan todos los eventos de la Tierra. El poder de su pensamiento penetra hasta los más apartados lugares. La distancia no existe para él. Su potente luz puede destruir toda oscuridad. Sus inmensas riquezas están preparadas para ayudar a todas las necesidades de aquellos que se ofrezcan a contribuir en la causa de la rectitud. Él puede cambiar el karma de las criaturas humanas…».
Y después prosiguió:
—Hay gente que dice que la ciudad de Shambala es un reino subterráneo, y otros, que solo podremos marchar seguros por el sendero de Shambala, el cual está oculto en un valle sobre una plancha de oro. Muchos opinan que la legendaria ciudad está en la mente o en el corazón de todo hombre, en lo más profundo del ser, en donde es llamada: la ciudad de la luna azul…
Mi compañero lo interrumpió con una reverencia y le preguntó:
—Santidad, ¿no se sabe qué antigüedad puede tener la ciudad en caso de que sea algo físico y palpable?
—En los escritos antiguos —indicó—, se dice que fue fundada a comienzos del Kali-yuga, la época actual que ahora vivimos, o sea, más de seis mil años; en aquel entonces y según dichos escritos, fue bautizada con el nombre de Agartha, capital de los mundos subterráneos. Shambala sería su centro principal y, a la vez, una ciudad doble, tanto física y estructuralmente, como espiritual. O sea, que si encontráis dicha ciudad perdida en los Himalayas, solo sería el reflejo físico de la auténtica celestial y, aunque hay quien afirma que la ciudad está habitada por una civilización superior, no os puedo asegurar nada al respecto…
¡Apasionante! Mientras escuchaba estas palabras que mi buen amigo traducía, creí estar en otra realidad. Sí, me condujeron mentalmente a ese espléndido reino y verdaderamente me sentía allí. Cuando terminamos la charla, nos despedimos del innegablemente sabio monje-rey y paseamos largo rato por la zona norte del patio del monasterio. Todo lo oído nos motivó en lo que respecta a nuestra aventura, creo que ninguno de los dos esperaba que el tema fuese tan profundo.
Hablamos de todo ello en compañía de un viejo monje que cenó con nosotros y nos contó muchas más leyendas sobre la ciudad santa y sus pobladores no menos legendarios. Estuvimos descansando hasta el anochecer entre los monjes y mi amigo me confirmó su fe en que encontraríamos lo que buscábamos, y yo lo hice también.
¡Por fin una noche de sueño sin preocupaciones!; a decir verdad, no había dormido tan tranquilo desde que comenzara nuestra aventura. La noche fue espléndidamente adornada por un cielo rebosante de estrellas, tan solo salpicado aquí y allá por pequeñas formaciones nubosas o el cercano vuelo de algún pequeño murciélago cazador. Una enorme estrella fugaz cruzó el cielo rápida, como huyendo de su prisión, seguida de una majestuosa cola blanca-verdosa, que iluminó el patio del monasterio.
A las cinco de la mañana en punto, sonó la campana que anunciaba la primera oración del día; quise asistir, pero el cansancio me pudo más. De todas formas, me levanté a eso de las ocho de la mañana, porque el estómago me pedía «combustible» y me encontré con mi camarada tomando té y tsampa.
—Escucha, Drepum —comenzó mientras me aseaba y me vestía—, he estado pensando y me gustaría que paseáramos por la ciudad; podíamos almorzar en un restaurante del centro, ¿qué te parece la idea?
—De acuerdo —respondí con la boca llena de tsampa—, así aprovecharé para comprar otro cuaderno de campo.
Salimos y una vez allí, observé que la ciudad estaba preciosa; al parecer, se debía a la celebración de una fiesta local en la que participaban grandes elefantes cuidadosamente adornados y pintados de blanco. Según mi amigo, se conmemoraba el nacimiento del Buda Siddarta, el fundador del budismo, y el elefante blanco lo simbolizaba a él. La leyenda decía que a la reina Maya, la madre del principe Siddarta, se le apareció un elefante blanco en sueños que se metió en su cuerpo por un costado y de esa forma quedó encinta del príncipe…
Una vez en el restaurante, y después de haber comprado tres cuadernos de notas, coincidimos en lo importante de nuestra misión y en lo profundas que fueron las palabras del dalái lama. Sentimos que sobre nosotros recaía una responsabilidad aún mayor que antes. ¿Y si encontrábamos gente viviendo en la ciudad?, ¿y si la ciudad ya no existía? No podía evitar que estas y más preguntas similares cruzaran mi mente como la estrella que atravesó el cielo la pasada noche, pero todos tenían fe en que lograríamos nuestro objetivo y yo no podía dejarme llevar por el pesimismo, sobre todo ahora, que iba a comenzar nuestra odisea. Así que fortalecí mi optimismo y me dejé llevar sin más.
En la calle pude observar cómo un gran grupo de gente adoraba y hacía reverencias a una gran estatua de un dios con cabeza de mono. Mi amigo, de seguro observando mi sorpresa y mi curiosidad, me comentó que la estatua representaba al dios Hanuman y que sus seguidores alimentaban a las tribus de monos que pirateaban por la ciudad. Hasta me comentó también que cuando un mono moría, se celebraba un crematorio como si fuese un humano más. Yo no podía comprender cómo aquellas gentes se preocupaban así de los monos, mientras muchas personas morían tirados en la calle en la más absoluta de las miserias, tan solo por ser considerados intocables, pero yo era un extraño y tenía que respetar aquellas costumbres y creencias aunque, por supuesto, no las compartiera.
Los hindúes eran algo reservados en lo que concernía a sus creencias, pero muy abiertos a los extranjeros. Las mujeres me encantaban por su innata belleza adornada por dos negros ojos que calaban el corazón, y los chiquillos se pegaban a nosotros para ver si podían sacarnos unas limosnas. Recuerdo que llenaba mis bolsillos de rupias y caramelos para la ocasión y que disfrutaba cuando veía sus lindas caritas sonrientes cuando cada uno recibía su parte correspondiente. Mi amigo, que disfrutaba mirándome entre los niños, me bautizó como «el padre Tereso», apodo que me hacía mucha gracia, pero a mí me alegraba el corazón ver a aquellos niños sonreír.
Pasado el mediodía, volvimos al templo para darnos un buen baño de agua fría que nos refrescara del agobiante calor tropical y practicar meditación durante toda la tarde, pero en vez de meditar, lo que hice fue charlar con mi compañero.
—¿Sabes?, creo que por mucho que viajes por el mundo, nunca llegas a comprenderlo ni a conocerlo en su totalidad.
—Tienes razón, Drepum. La vida es una continua marcha hasta que al fin se llega al objetivo último: la liberación del ciclo de nacimientos y muertes. Y la muerte, amigo, tiene tan segura su victoria que te da de plazo toda una vida…
—Amigo mío, me encanta hablar contigo porque lo mismo sabes escuchar que hablar. Cuando compartimos una conversación o un té, mi corazón rebosa de alegría, porque sabe que eres un gran hombre y que Dios está contigo.
—Cómo puedes saber tú eso —dudó.
—Lo sé porque hay cosas que se ven con los ojos y otras con el corazón, pero que conste que a mí me gustan las mujeres, ¿eh?
Entre risas brindamos con el té y continuamos compartiendo vivencias y conocimientos. La charla de la tarde se convirtió en nuestro momento favorito del día, pues aprendíamos más entre nosotros que de los libros y los escritos.
Al tercer día de nuestra estancia en el monasterio de Dharamsala, el dalái lama nos convocó a una reunión, al parecer, de carácter urgente en la sala de recepciones. Por supuesto, asistimos inmediatamente y cuando entramos, vimos al dalái en compañía de un viejo tibetano de rostro tostado y surcado por unas implacables arrugas. Después de los saludos de rigor, tomamos asiento a petición del anfitrión y este se dirigió a nosotros:
—Amigos, este es Mingyar Tsering, un buen amigo mío refugiado en la frontera de Pakistán. Yo le comenté en confianza el motivo de vuestra expedición y me dijo que tenía que hablar con vosotros. Adelante —indicó el dalái al anciano animándole a hablar.
—¡Tashi delek!; bueno, su santidad me comentó lo que vais a hacer y he querido hablar con vosotros. Veréis, durante mi viaje al exilio, creo que fue a los cuatro días de camino, escuché en un valle cercano donde acampé una música como celestial acompañada de un grato perfume de incienso. Seguí el rastro de ambos valle abajo y me topé con lo que parecía ser la entrada a una cueva. Me asaltó la curiosidad y me aproximé hasta que pude ver unos pilares labrados en la misma roca y que soportaban el peso de una gran plancha metálica dorada, en la cual estaban escritas unas letras extrañas que creo que era sánscrito antiguo. Fue toda una sorpresa para mí, pero mi mayor sobresalto ocurrió cuando toqué las rocas del interior de los pilares y mi mano desapareció dentro de la piedra… ¡Por el diente sagrado de Buda!, cuando vi lo que me ocurrió, salí corriendo del lugar despavorido, como un ciervo delante del cazador…
Todos nos quedamos sin palabras… Lo que ese hombre nos había descrito de forma tan elemental y sencilla, bien podría corresponder a lo que en física cuántica se conoce como portal dimensional, o bien un holograma, pero ¡era increíble!
Me explico: cabía una enorme posibilidad de que lo que ese hombre encontró fuese un pliegue del espacio- tiempo que podría conectar bien con otro lugar o, incluso, otra dimensión… La cosa se ponía cada vez más interesante…
—¿Está usted seguro, buen hombre, de lo que vio? —le preguntó mi compañero.
—Tan seguro, joven, como de que soy tibetano de nacimiento y de que Siddarta es un Buda. Sentí terror porque estaba solo ante algo que no había visto nunca y me marché corriendo, no sé si me entendéis…
¡Desde luego que lo entendía!; yo había sido estudioso de la parapsicología y de los fenómenos anómalos, pero ni mis estudios me hubieran impedido echar a correr también de haberme visto en el lugar del anciano. Esto cambiaba mucho nuestra concepción de la expedición, porque nos enfrentábamos a algo que escapaba a toda lógica y razón.
Ahora la pregunta era: ¿qué habría detrás de esa puerta y hacia dónde conducía?; ¿era un acceso a otro lugar o quizás a otra dimensión? Le extendí al anciano un papel y un bolígrafo y le pedí a mi colega que le dijese que dibujara un mapa de la zona en la que vivió su aterradora experiencia. Así hizo, y guardé el papel entre las páginas de mi cuaderno de campo.
El dalái se encargó de responder a las cuestiones antes formuladas:
—Sabed, amigos, que existen escritos antiguos que describen esa puerta, en los que consta que es una de las muchas entradas a los reinos subterráneos. Comprenderé que, después de lo que habéis sabido hoy, si decidís no marchar, porque yo también lo pensaría. Vosotros tenéis la última palabra…
Mi compañero me miró y la decisión fue unánime:
—Santidad, iremos hasta el final, para eso hemos venido.
Entonces, el dalái puso a nuestra disposición la biblioteca del monasterio para que ampliásemos nuestra información concerniente al objeto de nuestra más que próxima expedición. Era una biblioteca impresionante que constaba con infinidad de manuscritos y libros contemporáneos que hablaban no solo de Shambala, también de los misterios espirituales como los viajes astrales, los poderes místicos y la telepatía, entre otros muchos. Recogimos bastante información sobre la misteriosa puerta y, de ese modo, descubrimos que tras ella probablemente hallaríamos otra puerta de acceso a un gran túnel que, según se podía leer, nos llevaría a la ciudad sagrada. Hasta pudimos encontrar un mapa del susodicho túnel, en el que se marcaba la salida al reino como una réplica de la entrada.
Al día siguiente, mientras almorzábamos en el bar del centro de la ciudad, solo podíamos hablar del tema de la puerta dimensional que, posiblemente, fuese la que se encontraba en el valle que marcaba nuestro plano. Aquello era algo que escapaba a nuestra mente y a todo razonamiento lógico y convencional, a todo cuanto conocíamos, pero estábamos dispuestos a enfrentarnos a ello y a conseguir nuestro objetivo.
Por mi parte, lo anotaba todo en mi fiel cuaderno de campo para componer y escribir un libro —este que estáis leyendo—, en el que contaría al mundo todo lo que vivimos en nuestros viajes, pero no podía dejar de preguntarme si el mundo estaba preparado para aquello; si lo comprenderían o nos tomarían a los dos por locos. Lo que estaba claro era que debíamos hacerlo, y la opinión del mundo no importaba nada.
Mi amigo estaba cada vez más entusiasmado con la expedición, la cual daría comienzo dos días después, si esa era la voluntad de Dios, de modo que, en los días precedentes, deberíamos ultimar los más ínfimos detalles.
Recuerdo que escribí y llamé por teléfono a mi familia para informar de que me encontraba bien y de que íbamos a comenzar en breve la expedición. Por supuesto, no quise comentarles lo de la puerta dimensional por razones obvias… Miré el reloj y eran las seis de la tarde, por lo que decidimos volver al monasterio no sin antes echarme al gaznate un par de whiskys…
El día de la marcha se iba acercando mientras nosotros descansábamos y nos preparábamos en el monasterio, donde, además, pude aprender técnicas de respiración abdominal para aplacar los nervios.
El mundo del budismo era real y verdaderamente apasionante, porque no solo era una religión en sí, una profunda filosofía y un modo de vida basado en la humildad y en el amor incondicional y el respeto a toda criatura sintiente… Fue muy hermoso vivir allí…
Y llegó el gran día; como prometió el dalái lama, nos citó a primera hora de la mañana en el recibidor del monasterio para impartirnos su bendición y entregarnos la bandera de oraciones que deberíamos depositar en tierra sagrada. Cuando llegamos, todos los monjes estaban sentados con las piernas cruzadas en fila formando un largo pasillo hasta el trono del monje-rey, quien nos invitó a tomar asiento antes de comenzar a hablar:
—Amigos, sé que vuestro objetivo no es fácil de cumplir y que será una dura prueba, pero también sé que poseéis el arrojo y el valor de un guerrero y que no fracasaréis. Sabed que Shambala no es solo la ciudad santa de los Himalayas, sino que lo es de todo el mundo, porque simboliza la vida del planeta y el fin del sufrimiento; incluso sería comparable al páranirvana budista o a la Jerusalén celestial del cristianismo. Pero, aparte de todo eso, aquí, en oriente, siempre hemos sabido de su realidad y que no es una ficción. Ahora vosotros, amigos de occidente, tenéis la oportunidad de demostrar al mundo la realidad de la Ciudad de la Luz, de Shambala, Shangri-La, Agartha o como se la quiera llamar. Deseo, y sé que el buda Avalokiteshvara os acompañará en vuestro camino y disipará vuestros temores y dudas. Como también sé que conseguiréis llegar a ver la capital de los mundos subterráneos, porque vuestro corazón es limpio y vuestros deseos, legítimos. Por tanto, acercaos a mí para que os dé mi bendición y os desee suerte…
Mi compañero fue el primero; cuando llegó a los pies del trono, el dalái lama colocó un paño de seda blanco sobre su cuello, juntó suavemente su frente a la de mi amigo tomándole la cabeza con las manos y le dijo algunas palabras en tibetano.
Cuando me aproximé hizo lo mismo conmigo y me dijo en un extraño español mezclado con un no menos raro inglés:
—Ten suerte, amigo Drepum.
Me sorprendí al escuchar en vez de mi nombre el apodo con el que me llamaba mi amigo, pero juntando las manos sobre mi pecho y con una gran sonrisa, saludé al monje-rey como a cualquier otro tibetano.
Después salimos al patio del monasterio en donde nos aguardaban dos todoterrenos, con todo nuestro equipaje a bordo; nos llevarían hasta donde les fuera posible y luego, como acordamos, avanzaríamos a pie y al encuentro de los dos guías sherpas dispuestos por el dalái lama.
Era el principio de la aventura más formidable que íbamos a protagonizar en nuestra vida y, ¿por qué no?, en la historia moderna…