En este momento, muchos años después de esa tarde en que se despidieron ambos con un parco “nos vemos, pues” y un sabor de inconclusión que no los abandonaría en semanas, tecleo la historia desde una laptop con la vista de una playa paradisíaca frente a mis ojos. Una bebida ambarina con hielos me hace los honores. Siempre me ha caído mal el sol, pero en ocasiones como ésta vale la pena dejarse arder hasta que duela. #MásGordoElAmor es polvo en el viento; todos los acontecimientos encontraron un desenlace; los personajes, un final bien merecido; la vida, una continuidad satisfactoria. El Pollo también, por si alguien se lo preguntaba. Y Simón… bueno, Simón…
Hay tipos que se merecen una casa de dos pisos, una familia de anuncio comercial, un jardín con asador y un perro, porque han soñado con eso toda su vida. La mayoría de las personas se permitirá soñar, cuando lo hacen, con una gran fortuna —finalmente soñar no cuesta nada—, y ya que están en eso, acariciar la idea de poseer, ¿por qué no?, una gran mansión con sirvientes, piscina y Rolls-Royce. Pero hay tipos que, desde que adquirieron la capacidad de futurear posibilidades, se ven a sí mismos asando una carne en el jardín, su mujer sirviendo la limonada, los niños jugando con el perro, un rock clásico sazonando la tarde.
Simón siempre fue uno de ellos.
Creo que esta historia vale la pena de ser contada sólo por eso, porque Simón quería poco en la vida.
No, permíteme enmendar eso. Quería lo que todo individuo se merece. Ni más ni menos. Ni abundancias ni escasez. Y acaso por eso es que la vida, un día, repentinamente, se le dejó ir encima con todo su bagaje de posibilidades.
Tal cual.
Pero el relato a su justo ritmo. Como una buena rola de Hank Williams.
El Pollo conocía a Simón desde la secundaria. Desde el primer grado. Y se puede decir que fueron amigos desde entonces.
Fue un lunes como cualquier otro que iniciaron las clases en la secundaria 17, aquel año de principios de los ochenta, pero es seguro que el Pollo no se fijó en Simón hasta el viernes siguiente, cuando lo apañaron los gemelos Barba en el recreo. Y eso que iban, él y Simón, en el mismo grupo, el 1º B.
—A ver, cabeza de cerillo, tenemos un trato que hacer contigo.
Los gemelos Barba iban en tercero. Eran altos, eran peleoneros y eran vecinos de Simón. La mamá de los gemelos, buena amiga de la mamá de Simón, había amenazado a su par de encantos en cuanto supo que Simón iría a la misma secundaria que ellos: tenían que ver por Simoncito en la escuela o se la verían con ella. Pero los Barba tenían una reputación que cuidar.
—Tú cuidas a Simón Jara y nosotros no nos metemos nunca contigo.
—¿Quién?
—Ese enano que va en tu salón.
El Pollo supo que había sido elegido por su tamaño y complexión. Y aunque no lo volvía loco la idea de ser el cuidador de nadie, tampoco quería tener nada que ver con ese par de tipos que, se notaba a años luz, podían volverse una pesadilla si te dejabas. En principio creyó que no tendría en realidad nada que hacer por Simón, ni que la secundaria fuera una jungla salvaje. Pero lo era. A la segunda semana, dos de segundo quisieron arrojar a Simón de cabeza a un bote de basura. Los prefectos, por cierto, siempre hacían la vista gorda ante este tipo de incidentes.
—Oigan, idiotas… déjenlo.
—¿O si no qué?
—O si no, los llevo a ambos de los pelos al baño y los ahogo en un escusado.
El tamaño importa. Y la actitud. El Pollo no estaba tan seguro de poder cumplir su amenaza, pero no sería la primera vez que le plantaba cara a algún abusón rezando por dentro que no tuviera que llegar a las manos. Le preocupaba lastimarse en serio y no poder tocar la guitarra nunca más en toda su vida.
—No necesito de tu ayuda, Flánagan.
Chilló Simón. Eso le gustó al Pollo. Al menos no era un bebé llorón. Y, además, lo conocía; o al menos su apellido. Pero igual era un debilucho con anteojos.
—A lo mejor no, Jara, pero son dos contra uno. Y eso es una chingadera hasta en las películas de karatazos.
Involuntariamente el Pollo pensó en Bud Spencer y Terence Hill, dos tipos que no hacían otra cosa que usar los puños en sus películas, supuestamente cómicas. A su abuelo le fascinaban. De pronto él hubiera podido ser Spencer, el grandote, aunque sin barba y con uniforme verde olivo.
Los dos de segundo desistieron. Y de ahí no pasó. O no hubiera debido pasar. Porque a la salida, cuando ya iba en camino para su casa, alguien lo increpó a lo lejos, a sus espaldas.
—No necesito tu ayuda, pinche gordo. Que te quede claro.
Se detuvo. Lo esperó. Iban en la misma dirección. Volvió a pensar en Bud Spencer y Terence Hill; si mal no recordaba, así habían iniciado su bella amistad: dándose de cates. Tal vez no fuera mala idea.
Fue la segunda vez que hablaron en su vida. Bajó su mochila. Lo esperó y lo midió.
—Cálmate, Jara. Te estaba haciendo un favor, güey.
—Vele a hacer favores a tu pinche madre.
Le volvió a gustar que esa espina de pescado tuviera tan mal carácter. No se arredró ni cuando ya estuvieron frente a frente.
—¿Dónde vives?
—Qué te importa.
—Cálmate. Era una pinche pregunta.
—Pues vele a hacer preguntas a tu pinche madre.
El Pollo pensó en los gemelos Barba. Prefirió no agarrarlo a mamporros ahí mismo. Ya ni le preocupaba la posible pérdida de sus precarias habilidades musicales. Pero igual lo dejó ir. Lo vio avanzar sobre la calle, en dirección al supermercado de Juristas, antes de avanzar él mismo hacia su casa, a una cuadra de ahí, diciéndose a sí mismo que no valía la pena.
Pero a la semana siguiente, uno de su mismo salón quiso agarrar de bajada a Simón. Y ardió Troya. La maestra de Biología había tenido que salir y dejó encargada a una niña que, según esto, debía apuntar en el pizarrón el nombre de los que se levantaran de su pupitre. El tipo en cuestión era un tal Higinio Torres y se sentaba detrás de Simón.
Hay una regla universal que dice que en todos los salones de secundaria del mundo hay un retrasado mental, un individuo que no sabes cómo le hizo para llegar tan lejos si es incapaz de distinguir la diferencia entre un mapamundi y un fémur de tiranosaurio, un individuo que disfruta molestando a todos y que es el único al que le parecen graciosas sus tonterías. En el 1º B era Higinio Torres. Esa mañana, le empezó a rebotar una pelota de tenis en la cabeza a Simón en cuanto salió la maestra. Como a la cuarta ya se había puesto de pie Simón y le había mentado la madre hasta quedarse sin saliva. Torres, por respuesta, le aventó la pelota en la cara. Terminaron dándose con todo. El Pollo intervino al poco rato: por una parte porque Torres era bastante más grande y tenía sometido al chaparro en el suelo pero, por la otra, porque Simón no dejaba de gritar “a’i muere” y el otro no paraba de golpearlo. Cuando volvió la maestra, encontró al Pollo rompiéndole la cara a Torres contra la pared, a Simón a gatas escupiendo sangre, a una horda de chiquillos gritando entusiasmados y el pizarrón completamente lleno de nombres.
Los suspendieron por tres días pero, a partir de entonces, se hicieron buenos amigos. Sobre todo porque el Pollo descubrió que había intervenido en la pelea, no pensando en los gemelos Barba, sino en el puritito coraje que le daba estar presenciando una jodida injusticia. Por su parte, Simón tuvo que admitir que el Pollo había sido el único en meter las manos por él sin tener necesidad alguna.
Simón cocinó su venganza como debe hacerse, a fuego lento. Un día le recortó el trasero del pantalón a Higinio sin que se diera cuenta. Otro, le puso purga al agua de tamarindo de su cantimplora. Otro, le llenó los útiles de miel. Otro, hizo dibujos supuestamente satánicos en sus cuadernos. Finalmente, le hizo creer que estaba loco y que para cierto día iba a conseguir una pistola, advirtiéndole que no temía ir a la cárcel por lo que estaba a punto de hacer. El día marcado, Higinio Torres no se presentó a la escuela. Pero al lunes siguiente fue con sus padres a la oficina del profesor Vela, el director, y Simón fue llamado a comparecer ante ellos. Su actuación fue digna de un Oscar. O eso es lo que él le contó al Pollo cuando volvió al salón, libre de cargos a falta de pruebas. En todo caso, dos cosas no volvieron a ocurrir a partirde entonces. Simón Jara no volvió a necesitar de ningún tipo de protección e Higinio Torres le perdió el gusto para siempre al agua de tamarindo.
O, mejor dicho, tres: el Pollo y Simón jamás volvieron a hacer el camino de regreso a su casa solos.
Vivían relativamente cerca. Uno en circuito Juristas, el otro en Dramaturgos. Y antes de seguir hacia su casa, Simón pasaba unos minutos en la del Pollo. A veces se invitaba a comer. A veces hasta a dormir. Y así nació entre ellos esa complicidad que habría de cuajar poco a poco hasta volverse más sólida que el concreto, a pesar de las más naturales desavenencias. La primera y más importante, la llegada de Majo a la escuela dos años después, en tercero de secundaria.
Para ese año, el dúo ya se había transformado en trío. Everardo Molina se les había unido desde finales del segundo año. En aquel entonces aún no sabían que era homosexual. De hecho es posible que el mismo Molina no lo supiera. O, mejor dicho, es más probable que no lo quisiera admitir todavía. En esos días sólo era un tipo raro, un moreno de pelo ensortijado, bastante nerd, con un sentido del humor muy ácido y montones de conocimientos deportivos: era capaz de decir quién había metido qué gol en qué minuto prácticamente de cualquier partido de todas las copas del mundo. Y así con el americano o el beis. Prodigioso. Todavía, de hecho, lo hace con bastante soltura en su edad adulta. Por qué alguien con tal capacidad de retención de datos termina de ejecutivo de cuenta bancario es uno de los más grandes misterios de la humanidad. Así como por qué alguien cuya mayor pasión es tocar música country termine vendiendo sistemas administrativos o que aquel que soñaba con hacer cómics toda su vida se vea de pronto atendiendo escuincles problema a doscientos cincuenta pesos la hora.
En los días en que llegó Majo a la Escuela Secundaria Federal No. 17, el Pollo, Simón y Molina eran inseparables. Se encontraban en el receso de veinte minutos y arreglaban el mundo con filosofía amateur mientras daban cuenta del sándwich y el refresco. Luego, por las tardes, hacían lo mismo en la casa de cualquiera de los tres. Molina vivía en circuito Misioneros y, como los otros, también tenía bicicleta, así que el punto de reunión era lo de menos. Pasaban las tardes viendo caricaturas en la televisión o jugando maquinitas en cualquier farmacia. No eran muy dados a los deportes, ni siquiera Molina, a pesar de su enorme afición, y podían extender el ocio comentando una película, programa policiaco o disco de rock hasta que los sorprendía la noche. De los tres el único que había tenido novia era el Pollo, dos niñas de su calle que terminaron odiándolo por avaro. Los tres eran absolutamente vírgenes, aunque no tenían empacho en rolarse entre sí la colección de Playboy, Penthouse, Él y Caballero que el abuelo le había heredado en vida al Pollo; aunque el menos entusiasta era siempre, claro, Molina.
Así las cosas aquella mañana en que, a mitad de la clase de Física, el profesor Vela, el director de la escuela, abrió la puerta sin llamar y pidió al maestro que recibiera en el salón a una niña de ojos vivaces, nariz respingona y sonrisa fácil, cabello negro lacio y piel lechosa, bastante bonita aunque con cuerpo de flauta, llamada María José Tuck.
Entre las múltiples disertaciones en las que perdían el tiempo los tres mosqueteros de Ciudad Satélite durante las tardes o noches o fines de semana, una de las favoritas era el futuro. Las más típicas, que bien hubieran podido ser sacadas de un libro de pasta blanda y hojas amarillentas con marcianos y naves espaciales en la portada:
—En el futuro habrá autos voladores y robots que te hagan de todo.
—Ya deja de ver películas pendejas, Molina.
—Y teléfonos portátiles.
—Ajá, como el zapatófono del Agente 86. No jodas.
Pero también desde otro punto de vista:
—Yo voy a ser comentarista deportivo del canal cinco. Voy a vivir en una casa de pocamadre en Chiluca, frente al campo de golf, y voy a tener mayordomo. Cada año me voy a ir de safari al África y voy a tener hasta cabezas de león en la sala.
—Yo voy a tener mi propia banda supertriunfadora, voy a tener como veinte discos de platino y voy a vivir en Estados Unidos en una casa con tres albercas. A México sólo voy a venir a visitarlos a ustedes, pinches jodidos. Para regalarles una limosnita, y eso porque fueron mis cuates cuando estaba chavo.
—Ajá, güey. Con tu música country, en este país, no vas a pasar de tocar en bodas culeras y fiestas infantiles.
El Pollo jamás olvidaría que, ese día que Majo fue presentada con sus compañeros del 3º B y llevada por el director al pupitre que había de ocupar, Simón estaba haciendo monos en su cuaderno, sin importarle en lo absoluto quien hubiese entrado por la puerta o lo que hubiera dicho el director. Habría podido ser Olga Breeskin o un rinoceronte morado, él estaba en lo suyo.
—¿Y tú, Charro?
—Yo nomás quiero tener mi propia historieta como el cuate ese que escribe la Familia Burrón, nada más que de superhéroes oscuros y sanguinarios.
—Sí. Y vas a vivir en un pinche departamento en Cuautitlán todo culero.
—No sé, idiota. Y no me importa. Si hago lo que me late, me vale madre. De todos modos, qué, ¿te vas a bañar tú en tus tres albercas al mismo tiempo?
—No, pero las voy a tener todas llenas de viejas buenas. Y encueradas.
No lo dijo, pero sé que Simón hubiera podido afirmar, sin más, sin levantar la voz ni ponerse intenso: okey, si de veras tengo que decidir, con una casa de dos pisos, un jardín con asador y un perro ya estaría chido. Ya con eso estaría chido.
En todo caso…