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cap06

Todavía no llegaban a la primera caseta y Simón ya había recalcado la promesa de no salir jamás de su depresión porque no tenía sentido. A fin de cuentas, ¿qué seguiría? ¿Otra novia con la que terminaría igual o parecido? ¿Y luego? ¿Otra y otra y otra? Probablemente con alguna se haría la ilusión de haber encontrado, al fin, a su media naranja. Acaso hasta tendrían un hijo que acabaría por joderles la existencia a ambos. Sobre todo porque era probable —muy probable, de hecho— que alguna vez llegara a su casa sin llamar a la puerta y se encontrara otra escena porno a la mitad de su propia sala. Pensó en los festines de sangre que se daban los leones con las gacelas y los mecanismos de la sabia madre naturaleza. Tal vez habían sido los mensajes en su buzón (veintisiete) los que lo pusieron en esa dirección. En cuanto se subió al coche conectó su celular al cargador universal con el que contaba el Pollo y se puso a escuchar la voz de sus pacientes, las mamás de sus pacientes, su propia mamá, el director de la universidad patito mandándolo al diablo, el Pollo, un bufete de cobranza y su casero. Todos interpretando su muy personal queja a causa de su desaparición. Y en realidad se había animado a recorrer esa ignominiosa senda porque un sueño le había hecho creer que tal vez Judith había intentado comunicarse sin éxito. “Perdóname, te amo, fui una tonta”.

—¿Ustedes me quieren, cabrones?

Dijo repentinamente. Molina aún no se despabilaba. Apenas abrió la boca, por primera vez en el viaje, para escupir:

—Chinga tu madre.

—¿Y tú, cabrón? —le preguntó al Pollo, sin apartar la vista del paisaje.

—Yo también te amo —respondió el pelirrojo.

Fue todo lo que dijeron, con música de Kitty Wells puesta a todo en el estéreo, hasta que se quejó el Pollo de morir de hambre y se detuvieron a comer unas quesadillas en el camino.

La estampa era peculiar. Un vaquero metrosexual (cuando tocaba y cantaba era el único momento en el que el Pollo daba verdadera importancia a su apariencia, no permitía que nada ensuciara la gamuza del chaleco u opacara el brillo de la hebilla del cinturón), un sujeto con barba y tufo de trece días y un ejecutivo de cuenta bancario aún con el traje y la corbata y el desencanto puestos. Comieron sin decir palabra. Sólo a la hora de pagar rompieron el silencio.

—Yo no traigo efectivo. Ni un peso —dijo Simón, mostrando el interior de su cartera, desde donde asomó apenas aquel boleto anaranjado del sorteo del corazoncito que había comprado el día anterior.

—Y a mí me lo descuentas de lo que me debes —dijo Molina.

—Uta, de haber sabido los dejo pudrirse en su propia mierda, par de ingratos. Ahora resulta que hasta los tengo que patrocinar.

—Yo te pago en cuanto lleguemos a un cajero —gruñó Simón.

—Y a mí ni me digas, que YO te patrociné el Jeep. Según mis cuentas todavía me debes más de cuarenta kilos.

—Le debo al banco. Y huevos a los dos.

De vuelta al auto. De vuelta al silencio. Cada uno a sus pensamientos. De vez en cuando el Pollo se unía a los coros que se desprendían del estéreo, pero nada más.

La boda era a la una de la tarde. La representación de “Billy Montero”, a las 2 y media, pretexto para que algo sonara en el trasfondo mientras la gente llegaba, se acomodaba, se saludaba, comía algún bocadillo. Los novios ni siquiera verían a Billy Montero, estarían tomándose la foto y, si se los permitían, adelantando la luna de miel en algún cobertizo de la mentada hacienda que les habían prestado para el retrato. Los tres pasajeros del Jeep llegaron a las 2 en punto al salón. El Pollo, como otras veces, les arrojó sendas camisetas negras con la cara de Billy Montero (su cara con sombrero y anteojos oscuros y sonrisa de un millón de dólares) por enfrente y la palabra “Staff” por detrás. Como otras veces, ambos camaradas se pusieron las camisetas para poder entrar al evento sin ser cuestionados. Ayudaron al vaquero a conectar el amplificador, la caja de ritmos, montar el pedestal del micrófono y ecualizar el sonido, antes de irse a confundir con la gente de la boda.

Los acordes de “Don’t leave her”, de Neil Young, dieron inicio al guateque. O algo así. Por detrás de Billy Montero (el cowboy romántico), Los Julianes (el grupo versátil) ya armaba su desmadre, batería, congas, teclados, bajo, dos liras, dos cantantes, tres bailarinas y factura como de diez veces lo que cobraba el pelirrojo que amenizaba el piscolabis.

—¿Y a ti qué te tiene tan jodido?

—Troné con Judith.

—Uta. ¿Quieres hablar?

—No.

—¿En serio la encontraste cogiendo con otro güey encima del abs-toner?

—Pinche Molina. ¿Si ya sabías para qué preguntas?

Sin pudor alguno se armaban de mini croissants con atún y mini hojaldras con mole en la misma mesa en la que la emperifollada mamá de la novia untaba caviar a una galleta Ritz, un poquito entonada con el vino blanco.

—¿Y tú? ¿Por qué te peleaste con Augusto?

—La misma pendejada de siempre. Me cela y me trata como pinche trapo.

—Déjalo. Te lo hemos dicho un millón de veces.

—Sí, ya sé, pero no fue nada más eso. Mi padrino también me trae jodido.

Terminó la canción y los dos miembros del staff aplaudieron. Era la consigna. Billy Montero los tenía bien amenazados. Siempre que lo acompañaban a algún evento tenían que aplaudir y repartir tarjetitas o se regresaban caminando. La gente aplaudió. Billy Montero agradeció. Aprovechó para felicitar a los novios, a los papás de los novios, y ahora esto de Kenny Rogers que se titula…

—Ayer estuve hasta las once de la noche en la sucursal. Bueno, yo y otros dos ejecutivos. Aguantando caca de mi padrino y del director regional.

—¿Por eso sigues disfrazado de Godínez?

—En realidad ni fui a dormir a la casa. Me fui a chupar con los compañeros. Iba metiendo la llave en la puerta del edificio esta mañana cuando se estacionó el Pollo a mis espaldas. Quería que le prestara unos anteojos oscuros porque a los suyos se les sale uno de los lentes. Yo me le pegué porque no tenía ganas de ver a Augusto.

Molina ya se había hecho de una copa de vino. Y brindaba ocasionalmente con algún familiar. Más aplausos. Más bocadillos. Más agradables palabras del vaquero romántico.

—Ya en serio, Charro, ¿qué tienes? Antes has tronado con otras viejas y no te has puesto como te pusiste. ¿Todo bien? ¿Necesitas lana? Puedo sablear al banco si es necesario. Total, si le presté al Pollo, que ya está moroso el cabrón…

—No. Gracias pero no.

—¿Entonces?

¿Entonces? Simón se descubrió pensando que una desolación como la que sentía era completamente inédita, una necesidad de renuncia y olvido absolutamente nueva. Si existía un remedio, no lo sabía o no lo quería saber. A dos semanas de haber tocado fondo, estaba convencido de que la idea del suicidio no era un berrinche o un arrebato; era lo único que le alegraba el día. Y estaba a unos cuantos miles de pesos de conseguirlo. Curarse para siempre de esa enfermedad maldita por la que alguna vez se imaginó en una casa con jardín, asador y un perro, los niños en los columpios y él y su esposa encerrándose en la alcoba con seguro, música de rock clásico y puros números negros en su balance general corporativo.

—Entonces nada. Ya se me pasará.

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