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cap08

Fue hasta el tercer o cuarto día que Simón le dio importancia a su presencia.

—¿Cómo se llama la nueva? —le preguntó al Pollo.

—No me acuerdo.

Bajaban él y el Pollo al patio, confundidos entre la horda de estudiantes. Majo se había instalado cómodamente en un grupito de niñas del 3º B que iba delante de ellos.

—¿Por qué el interés?

—Por nada.

Pero la verdad es que Majo, a partir del día siguiente a su llegada, no le quitaba la vista de encima a Simón. Se sentó a un par de butacas de la suya y, siempre que podía, lo miraba. Lo miraba y se esperaba a que él le devolviera la mirada. Luego, sonreía y volvía a lo suyo. Para alguien que no es un galanazo y que no está acostumbrado a ese tipo de acechos, algún tipo de interés debía despertarse. Y ese día, Simón estuvo más distante que de costumbre.

—Es por la nueva —explicó el Pollo a Molina, quien se había reunido con ellos en el rincón del patio donde solían leer cómics, apostar, filosofar y dar cuenta de sus lunchs.

—¿Cuál nueva?

—Una chava que entró apenas a la escuela. Lo trae pendejo a éste.

—¡Claro que no!

—¿Por qué? ¿Está buena? —preguntó Molina.

—Tiene lo suyo —dijo el Pollo con medio sándwich en la boca—. Pero está flaca como un popote.

Simón, por su parte, prefería no admitir que sentía curiosidad.

A la semana siguiente detonó la bomba. No podía pasar más tiempo. Majo era así.

Pasaba de la una y media de la tarde, hora de la salida. La calle estaba pintarrajeada de verde olivo, color del uniforme masculino, y rosa, azul y guinda, colores del uniforme femenino, dependiendo del grado. Por lo menos unos mil doscientos alumnos tomaban rumbo hacia su casa. Simón estaba comprando un “veneno”, es decir, un preparado de zanahoria, jícama y chile como para ulcerarle el estómago al mismísimo Satanás, cuando alguien le tocó el hombro.

—Hola.

Así, de cerca, su piel blanquísima y cubierta de pequeñísimas pecas, sus ojos vivaces, su nariz respingona, su cabello negro y su sonrisa insolente, tenían un efecto más poderoso. Una Winona Ryder sin pechos y sin cintura.

—Hola —respondió Simón, delatando un leve temblor en la voz.

El Pollo lo esperaba a unos pasos, lejos del tumulto que peleaba por un sitio en torno al carrito del señor de los venenos.

—¿Te puedo decir una cosa, Simón?

—¿Qué cosa?

—Una cosa.

—A ver.

—Aquí no.

—¿Dónde?

—Allá. Ven.

—Es que…

—¿Es que qué?

Miró Simón al Pollo, quien torcía la boca. No hay camarada que se alegre de las conquistas de un amigo. Al menos a esa edad. Es una de las múltiples formas que adquiere o puede adquirir el abandono. Ser cambiado por una mujer, por otro lado, es una de las leyes no escritas de la vida. Ha de ocurrir tarde o temprano. El Pollo puso los ojos en blanco y negó. Y se recargó en un poste, a la espera, brazos cruzados y todo.

—Nada. Vamos.

Ella caminó hacia un gran pirul que se encontraba ahí cerca, donde el mar de adolescentes era bastante menos denso. Simón la siguió con la mochila a la espalda, el veneno en la mano, la mirada puesta aquí y allá, los pensamientos todos a la expectativa.

—¿Qué onda? —dijo Simón, sintiendo más calor que el que probablemente hacía.

—¿Qué tanto me ves todos los días en clase?

La temperatura subió. Uno o dos grados celsius.

—¿Qué? Yo no te veo. Tú me ves.

Majo sonrió, incrédula. Abrió grandes los ojos, incrédula.

—Yo te veo porque tú me ves. ¡Deja de mirarme!

—¡Yo no te veo!

—¡Sí me ves!

—¡Claro que no!

—Ay, Simón…

Dijo Majo por primera vez en su vida. Y él, negando con la cabeza, confundido, súbitamente acalorado, le dio la espalda y fue a refugiarse con el Pollo para encaminarse hacia su casa.

—Qué. ¿Te llegó o qué onda?

—Cállate. Está loca. Bien pinche loca.

—¿Por qué? ¿Qué te dijo o qué?

Lo cierto es que los siguientes días, efectivamente, Majo dejó de buscarle la mirada en clase. Y él, en cambio, incapaz de ocultar su consternación, sí miraba hacia ella de vez en cuando, temeroso de ser descubierto. Un par de veces ocurrió. Ella lo sorprendió mirándola y, como si tuviera diez años más y fuese una dama hecha y derecha, sólo sonreía, negaba y seguía en lo suyo. Al final de cierto día le hizo llegar un papelito.

“¿Ves? Me ves” era todo lo que decía el mensaje con letra fea, desordenada y una cara infantil mostrando la lengua.

Simón, más acostumbrado a pasar desapercibido, dejó de mirarla. Primero esforzándose, pero luego, por simple olvido o por un simple dejarse llevar de vuelta a la rutina. Al día siguiente que lo consiguió, fue interpelado por ella en el centro mismo del confort de sus reuniones con el Pollo, Molina y uno que otro improvisado que se sumaba a los juegos de baraja, dominó, lectura o recitación de chistes pelados.

—¿Te puedo decir una cosa?

—A ver.

—Pero aquí no.

Con el pesar de las miradas puestas en su espalda, la acompañó a través de juegos de futbol, corretizas, jaloneos y conversaciones altisonantes a una zona menos concurrida del patio de recreo.

—¿Y ahora qué? Ya no te veo en clase.

—Qué bueno —resolvió ella como si no tuviera la menor importancia—. Es que me gusta uno del salón.

—Y a mí qué.

—Que quiero que me ayudes a que me haga caso.

—…

—No eres tú, ¿eh? Para que no pienses cosas.

—Ni que me importara.

—Qué bueno. ¿Me ayudas?

—No.

—Ándale. Es que tú te llevas más con él.

—No.

A partir de ese día no pudo evitar vigilarla, intentar descubrir, por su comportamiento, a quién se refería. Primero pensó en el Pollo, pues parecía lo más natural que por ello se hubiera acercado a él como primera opción, pero no tardó en descartarlo cierta vez que tuvieron un roce en el salón, al salir corriendo a la salida.

—Fíjate, gordo.

—Tú fíjate, popote.

No había que hurgar demasiado en los ojos de Majo para darse cuenta de que no había ningún amor oculto por el Pollo ahí. Pero tampoco por nadie más. De hecho, no delataba ningún interés evidente por nadie. Ni siquiera por los dos guapitos del salón quienes, desde luego, tenían novia, ambas de preparatoria y con bastantes más curvas que Majo.

Una mañana, lo agarró a la entrada de la escuela con una cámara Polaroid.

—Ándale, ayúdame.

—¿Qué quieres?

—Quiero que le saques una foto.

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—¿Y por qué no se la sacas tú?

—Porque no puedo.

—No entiendo. Qué chiste tiene o qué.

La explicación fue somera. Y bastante perturbadora. Necesitaba saber qué tan bien estaba dotado para el sexo el chico al que le había echado el ojo.

—O sea, quieres que lo acompañe a hacer pipí y saque la cámara y le tome una foto mientras hace.

—Sí.

—Estás loca.

—Ándale.

—No jodas.

—Te pago.

—Púdrete.

Simón sintió una especie de conmoción interna. Como la única vez que descubrió a sus papás teniendo relaciones. Eran las tres de la mañana y se paró al baño cuando escuchó los ruidos. Se asomó a la recámara de sus padres. Se habían confiado por lo tarde y por un par de copas que se habían tomado antes de dormir. Desde luego, Simón ya sabía que la cigüeña era un fraude y hasta había visto algunas revistas en casa de sus primos, pero eso era distinto. Las piernas de su madre sobre los hombros de su padre, los rostros congestionados, el rechinido del colchón. Estuvo dos semanas sintiéndose mal del estómago. Y ahora tenía una reminiscencia de esa sensación, tan solo de imaginar a María José dándole tanta importancia al sexo cuando sus cuadernos estaban forrados todos de Hello Kitty.

A la salida no pudo más y la buscó, antes de que pasara por ella su mamá.

—Ja. No conseguiste tu foto.

—¿Qué te pasa? ¿Crees que eres el único que puede hacer un favor? Tengo mi foto.

—Mientes.

—Está bien. Miento.

—¿Quién es?

—Qué te importa.

—¿Quién te ayudó?

—Qué te importa.

Quería preguntarle si estaba, en verdad, bien dotado para el sexo, pero temió que la respuesta lo enfermara tanto como aquella ocasión. Anduvo todo el camino de regreso a su casa, en compañía del Pollo, en silencio. Afortunadamente su amigo había tenido una diferencia de opiniones con otro compañero respecto al último mundial de futbol en España, que si había estado bien que México no fuera, que si se lo merecía por hacer trampa, que si tienes más sangre irlandesa que mexicana, que te voy a romper la madre a la salida, pendejo. A la mera hora ninguno quiso llegar a los puños pero el Pollo se fue despotricando todo el camino hacia su casa. Ni siquiera advirtió el silencio de Simón.

Al otro día, después de hacer base en el rincón de siempre, se disculpó con sus amigos para ir a comprar algo a la cooperativa y buscó a Majo. Estaba sentada con varias niñas del salón, dibujaban Barbies en un cuaderno.

—¿Te puedo decir una cosa?

—Qué cosa.

—Pero no aquí.

Las amigas de Majo comenzaron un rumor de burla. Simón enrojeció. Majo sonreía como si tuviera veinte años más y ni valiera la pena el trabajo de escucharlo.

—¿Entonces dónde?

—Allá.

—Ahorita vengo.

Lo siguió a otra zona que, aunque concurrida, al menos no había ningún compañero del salón. Se cruzó de brazos sin borrar su sonrisa. Recargó el peso en una sola pierna de calceta desguanzada.

—Qué.

—¿Para qué quieres saber si el chavo que te gusta lo tiene grande?

—Qué te importa.

—A poco ya quieres hacerlo con él.

De pronto era como si Majo tuviera no sólo veinte años más sino también diez de práctica sexual activa. Sonreía. Y no contestaba.

De los conocidos de Simón, el único que había perdido la virginidad era Óscar Loyo, un chavo de 3º F a quien su propio padre llevó a un sexoservicio al cumplir doce. El señor, burócrata del gobierno, era un ferviente partidario de quitarle el espanto del sexo a los niños arrojándolos a la alberca del conocimiento aunque no supieran nadar. Lo cierto es que Óscar Loyo había quedado un poco traumado y en lo único que pensaba era en sexo y en cuándo podría juntar los domingos suficientes para poder repetir la experiencia. Fuera de él, nadie que Simón conociera había pasado de primera o segunda base. No obstante, Majo era nueva, nadie sabía ni en qué escuela había estado antes. De hecho nadie sabía nada de ella. A lo mejor hasta tenía diecisiete años y no se le notaban.

—¿Quién es?

—Qué te importa.

—¿Y sí lo tiene muy grande?

Majo puso una mano frente a la otra. Claro, sin borrar la sonrisa de su cara.

—No es cierto.

—Okey. No es cierto.

Majo comenzó a caminar por el patio, en dirección a sus amigas. Simón se quedó anclado al patio. Ese sinsabor no lo dejaba. Casi casi lo atormentaba. Con la mirada clavada al suelo, escuchó a Majo hablarle nuevamente. Había vuelto a su lado sin que él se diera cuenta.

—Me voy a casar con él. Por eso tengo que saber desde ahorita si va a ser buen amante.

—Y a mí qué chingados me importa.

—Ay, Simón…

Una risa y, ahora sí, de vuelta con sus amigas. Corriendo. Feliz, aparentemente. Dejando a Simón con ese horrible sinsabor del que no sabía desprenderse.

Fue como a la semana que, durante el receso, mientras esperaba en la fila de la cooperativa, Majo se puso a platicar con uno de otro salón. Uno al que le decían el Rata. Una cosa de nada. Una plática informal. Pero Simón y el Pollo pasaban por ahí. Y el Charro de Dramaturgos vería algún brillo en la mirada de ella. Y pensaría que hasta en eso le había mentido porque el Rata iba en el C y no en el B. Fue algo simplemente involuntario.

—Qué me ves, pendejo.

—¿A ti quién te está viendo, enano?

—Tú, pendejo, qué me ves.

—Cálmate, pinche Jara. Te alocas.

Y como loco se puso. Se le fue a los golpes. El Rata respondió como pudo. No pasó a mayores nada más porque había varios de otro salón de tercero haciendo guardia, un prefecto y dos profesores. Como no hubo sangre ni huesos rotos, mandaron al Rata a su salón y a Simón al suyo. Luego les pasarían el reporte de mala conducta que deberían firmar sus padres. Pero para Simón casi fue un regalo del cielo haber sido enviado al salón en pleno receso.

En cuanto estuvo solo, fue a la mochila de Majo y se puso a hurgar en su interior por todos lados.

No encontró una foto Polaroid. Ni dos. Ni tres. Sino siete. Apretadas con una liguita. La primera y la última estaban de dorso, así que tendría que desatarlas para atestiguar la evidencia de lo que capturaban.

Pensó que, si en verdad era cierto, sería lo más enfermo del mundo…

Lo más…

Y entonces rompió la liga.

Un torbellino de emociones se adueñó de él.

Su propia cara. Replicada siete veces.

A la distancia, en el salón, en el recreo, a la hora de la salida. Su propia cara. Sonriente, triste, enojado. Él y no otro. En algunas hasta salía el Pollo. O Molina.

Apenas había pasado un mes desde que la niña nueva había pisado el mosaico del 3º B. Un mes apenas. Y ese fue el tiempo, días más, días menos, que le tomó a María José Tuck García sacarle el corazón del pecho a Simón Jara Oliva y echárselo en la bolsa goteando sangre, herido de muerte, flechado de una vez y para siempre.