–Si se estuviera incendiando la casa y estuviéramos atrapados el Pollo y yo, a quién rescatarías primero.
—A ti.
—Y si estuviéramos tu hermana y yo.
—A ti. Y luego me regresaría a echarle más gasolina al fuego.
—Y si estuviéramos tu mamá y yo.
—La aventaría a ella por la ventana y luego me regresaría a rescatarte a ti.
Comenzó entre Simón y Majo un noviazgo de película cursi con ciertos toques medio de cine negro, algo así como si le hubieran dado el guion de Melody a John Carpenter o a Brian de Palma. Majo insistía en que terminarían casándose y por eso tenían que estar superseguros de que el asunto no iba a tronar. Sobre todo y principalmente por un detalle muy importante.
—Antes de que terminemos la secundaria nos vamos a acostar.
Había dictado sentencia como si fuera la única juez posible de sus destinos. Hasta sabía el dónde y el cómo, sólo faltaba decidir el cuándo.
—No quiero llegar virgen a la prepa —le dijo a Simón una vez, tirados en el pasto del parque donde siempre se veían.
Y a Simón le pareció lo más natural del mundo. Incluso se lo confió al Pollo y éste, aunque celoso al principio, después se encargó de que supiera todo lo que había que saber, incluso le consiguió condones y le prestó algunos libros más explícitos que la colección porno del abuelo. De cualquier manera, para llegar al día de la “prueba definitiva”, como la llamaba Majo, había que pasar por otras pruebas. Y ahí es donde John Carpenter metía la mano hasta el codo y se regodeaba en ello. Por ejemplo, la vez que Majo aventó un chicle recién masticado a la espalda de la maestra de Biología mientras ésta dibujaba en el pizarrón la tarea para la siguiente clase.
—¿Quién fue? —se volvió completamente hecha una furia.
Y, como suele ocurrir en esos casos, primero impera cierto modelo de ética grupal donde todos esperan que el culpable se delate a sí mismo antes que tener que delatarlo. El nivel de tensión es muy similar al que operaba en la Edad Media cuando la inquisición pedía, antorcha en mano, que se le señalase una bruja de entre varias candidatas, incluyendo niñas y viejitas.
—¡Dije que quién fue!
Para mayor sazón de la travesura de Majo, ella sabía que todos, con excepción de los de las filas de adelante, la habían visto perpetrar el crimen, pues se había puesto ligeramente en pie para no errar. Y hay que decir no sin cierta admiración que, de haber estado en un juego de feria, se habría llevado a casa el peluche más grandote.
La profesora supo que tendría que escalar al siguiente nivel, donde la ética grupal podría comenzar a fisurarse.
—Dime, Roxanna, ¿quién fue?
—No vi, maestra.
—¡Cómo no vas a ver! ¿O no estás copiando la tarea del pizarrón?
—Sí, pero de veras no vi, maestra.
—Gerardo Flánagan. Quién fue.
—Yo tampoco vi, maestra. Se lo juro.
La profesora negó, malhumorada. Se empujó los anteojos con el índice. Fue a su escritorio y abrió la lista.
—Voy a empezar a poner ceros en el periodo.
Una mirada sutil de Majo a Simón y estaba hecho. El infeliz comprendió que era una de esas casillas que tenía que avanzar en el tablero del juego siniestro inventado por Majo para poder ser llevado, al final del curso, a la casilla con el letrero “Felicidades: eres el primero de todo 3º B en tener sexo real”.
La maestra puso un dedo en la lista, al azar, y preguntó.
—Mariana Suárez. Por tu calificación en el periodo, dime quién fue.
La escuincla ocupaba un lugar de la última fila. Se puso de pie. Sudó frío. Tartamudeó. Para su fortuna, la salvó una voz a pocas butacas de distancia.
—Yo fui, maestra.
Una involuntaria exclamación de asombro surgió de las cuarenta y ocho gargantas que conformaban el alumnado. Bueno, en realidad, ese peculiar sonido, parecido al que emite la audiencia en un circo cuando el trapecista está a punto de caer, salió sólo de cuarenta y siete gargantas. Majo, en ese momento, miraba al interior de su mochila, como buscando cualquier cosa cuando en realidad ocultaba su sonrisota de la vista de todos.
Suspendieron al Charro cuatro días, pero sobrevivió. Cuando volvió a la escuela, Majo lo citó por primera vez en su casa, un inmueble de dos pisos, jardín y cochera en una calle de Circuito Navegantes. Simón se presentó puntual en la tarde y Majo, con el pretexto de un trabajo de equipo, se lo llevó a su cuarto después de presentarlo a la carrera con su mamá.
—Este es tu premio —le dijo. Y, justo después de ponerle seguro a la puerta, se quitó la ropa sorprendentemente rápido.
Simón pudo comprobar algunos hechos que ya había imaginado. Majo era igual de blanca por todas partes. Ya tenía senos, lo cual era de agradecerse, pues Simón había temido que, dado que había mucha distancia entre su novia y las mujeres de las revistas con las que se había estado entrenando, a la hora de la verdad tuviera problemas de erección. También pudo constatar que sus muslos apenas engordaban llegando al pubis, y pensó sin querer en el apodo que le había puesto el Pollo. Notó asimismo que ya tenía vello donde había que tenerlo. Y pudo, finalmente, confirmar que sus temores de sufrir de impotencia pueril eran completamente infundados: la sola imagen de Majo desnuda le produjo una feliz y dolorosa erección en toda forma.
—Van a crecer —dijo Majo mirándose el pecho—. Y también se me van a agrandar las caderas, estoy segura, porque mi mamá tiene cadera.
Simón creyó que era lo que correspondía y se quitó también la ropa. Casi con la misma velocidad.
Majo sonrió.
—¿Te gusta lo que ves, Simón?
—Sí. ¿Y a ti?
—También, pero si das un solo paso te doy con un zapato. Y donde más te duela.
Bueno. Era un avance. Simón sabía que aún no llegaba a la última casilla del tablero, por eso no se molestó. Hicieron la tarea sin siquiera incurrir en besos o manoseos, luego vieron la tele y, finalmente, se despidieron. Como los novios más Melody de toda la historia de las historias empalagosas.
Y el juego siguió.
Una o dos semanas después ocurrió algo nuevo, pero que no tomó por sorpresa a Simón en lo absoluto: una chava de segundo le llegó. Así, sin más, en pleno recreo, se acercó a él y le dijo que le gustaba y que si quería ser su novio.
—Te pagó Majo.
—¿Qué?
—Sí, no te hagas. Te pagó Majo. María José Tuck. Una niña de tercero.
—Estás loco.
Una niña bastante guapa. Más guapa al menos que Majo. Y se lo pidió enfrente de todos: el Pollo, el Molina, Luis Méndez y otro que andaba por ahí.
—O sea, ¿quieres o no quieres? —dijo la niña.
—Qué te pasa, pinche Charro —lo urgió el Pollo—. Una oportunidad como esta no se desaprovecha.
—Es que tengo novia —dijo en su defensa, mirando a la chava.
—Truena con ella y anda conmigo. Ándale.
—No te hagas, te pagó Majo.
—¿Quién es Majo? ¿Tu novia? ¿Y por qué me iba a pagar por llegarte? No seas menso.
Lo tomó de la mano. Pero, por alguna razón, supo el muy ladino que se trataba de una prueba más.
Y lo era.
Su premio, esa misma tarde, fue poder tocar lo que había presenciado días antes. Le gustó. Sobre todo porque ella también quiso tocar. Y ese sentimiento de abandono que lo había acometido el primer día que se besaron se hizo patente de una manera incontenible, físicamente insoportable. La quiso besar así, desnudos, y ella lo cacheteó.
—Todavía no.
—Chale.
Al igual que la otra ocasión, se vistieron y se portaron como personajes de teleserie animada. La señora les sirvió galletas con chocolate y té frío. Y lo único que le llamó la atención a Simón de ese primer contacto con la mamá de Majo fue que era una persona triste e inexpresiva. Bonita pero con una poderosa carga de melancolía.
Hubo algunas pruebas todavía, a menos de un mes de los exámenes finales. La más digna de mención es cuando ella le pidió a Simón que la acompañara a Plaza Satélite y, mientras pasaban por el puente subterráneo para cruzar la autopista, Majo se robó un par de chocolates Pancho Pantera de uno de los puestos que se ponían en el pasaje. El puesto lo atendía un grandulón al que le faltaban tres dedos de la mano izquierda. Ella pudo correr. Simón no. Quién sabe si tomado por sorpresa o porque sabía que con Majo todo era una prueba, el caso es que fue capturado por el grandulón que, afortunadamente, se conformó con zarandearlo, cobrarle, y propinarle una buena patada en el trasero. Esta vez, no obstante, no hubo más premio que una barra de chocolate, probablemente porque Majo parecía estar afinando nada más los detalles de su veredicto final. Después de esa prueba ya todo fueron cuestionamientos verbales.
Si de grandes se te antoja otra mujer, qué harías. Si me enfermo de gravedad. Si tú te enfermas de gravedad. Si me pongo gorda como balón. Si somos muy ricos. Si somos muy pobres. Si yo quiero ponerle Pascacio al primero de nuestros hijos. Si no puedo tener hijos. Si no puedes tener hijos. Si te pido que me acompañes al Amazonas. Si me da por esquiar en la nieve. Si ronco. Si roncas.
Simón empezó a pasar las tardes completas en su casa. A veces llevaba al Pollo por abierta invitación de Majo (si no me caen bien tus amigos, si no te caen bien mis amigas). Y más allá de que el pelirrojo no dejaba de decirle Popotitos incluso en su cara (ella le decía Gordo cabeza de cerillo), parecía que el asunto de la incompatibilidad con terceros había quedado zanjado. A veces veían la tele los tres, a veces leían historietas de La pequeña Lulú o Archie, a veces jugaban baraja o Turista, a veces el Pollo simplemente se disculpaba y se marchaba antes que Simón para que éste pudiera tener sus quince minutos diarios de cachondeo en el sofá del cuarto de la tele, espacio al que nunca subía la mamá. O al menos nunca sin hacer ruido. Al señor, por cierto, nunca le vieron ni el polvo, aunque Majo tenía una fotografía de él en su cuarto, joven y sonriente. Majo decía que siempre estaba de viaje, aunque la única vez que lo mencionó, dijo que lo quería con todo el corazón y que sería capaz de dar la vida por él, circunstancia que utilizó para hacer la pregunta de rigor.
¿Darías la vida por mí?
Majo tenía una curiosidad por toda clase de asuntos poco usuales que igual rayaba en el encanto como en el enfado. Adoraba a dos poetas chilenos, Pablo Neruda y Nicanor Parra. Se sabía los 20 poemas de amor al derecho y al revés. Igualmente no podía dejar pasar una noche sin luna para subirse a ver las estrellas con un telescopio que era su mayor orgullo. Le encantaban las novelas de piratas y tenía cierta fijación con el mar puesto que, a sus catorce, aún no lo conocía. Era la única niña de su edad que conocía y disfrutaba la música de Violeta Parra, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Y era absolutamente incapaz de comer pasas, nueces o piñones. Si se encontraba uno en algún pedazo de tamal o de pastel, le daban arcadas de vómito ahí mismo y tenía que correr al baño. Todo lo que oliera a milicia le producía una reacción parecida; era el único momento en el que se le salían las groserías como accionadas por un resorte. Pinches milicos de la mierda, decía y callaba.
A las dos semanas de que terminaran las clases, cuando Simón tenía quince y ella estaba a punto de cumplirlos en verano, citó al Charro en el parque de siempre. Esta vez con una Kodak 110. Tres días antes le había dado el veredicto final de las mentadas pruebas y, aunque había aprobado “con mención honorífica”, Simón aún sentía que restaba algo. No por esa pregunta que Majo había preferido no hacer por miedo a su posible respuesta, sino porque todavía no le ponía fecha a lo único que estaba aguardando —como buen adolescente— que ocurriera lo antes posible.
El parque de siempre y una cámara Kodak.
—Quiero guardar un recuerdo de cómo éramos antes de.
—Antes de qué.
—Antes de crecer.
Se lo dijo con los ojos a cinco centímetros de los suyos, hambrientos, luminosos. Fue el primer y único momento en que Simón, después de esos cuatro meses, pudo sentir que era cierto, que no era un capricho de Majo, que en verdad estaba enamorada. Ni siquiera lo había sentido tres días antes, cuando le confió su “veredicto” y lo calificó con un 9.8. No. Ese fue el primer y único momento en que él mismo sintió que, de ser sometido a todas sus preguntas de nueva cuenta, ya no respondería desde la estudiada necesidad de contestar correctamente sino desde la víscera, desde el alma. Claro que daría la vida por ti. Hoy y siempre. Faltaban quince días para que terminara el tercer año de secundaria. Y Simón sabía lo que brillaba en el horizonte y por qué, según Majo, crecerían irremediablemente. Se sentía ansioso, dolorosamente feliz, indefenso, con ganas de correr hasta hundirse en el mar o hasta ser fulminado por un infarto. Le apretó con todas sus fuerzas la mano mientras un señor que paseaba a su cocker spaniel les tomaba las tres fotos que quedaban en el rollo de veinticuatro.
Él llevaba una playera de Tom y Jerry, pantalones de terlenka, zapatos decatlón de cuatro franjas; ella llevaba la falda de la escuela, las calcetas de la escuela y los zapatos de la escuela, pero además una blusa azul de tirantes y el cabello suelto. Y una perenne sonrisa que contrastaba con la orfandad que se cargaba el Charro para todos lados.
Ese mismo día se lo dijo, cuando llevaron el rollo a revelar.
—El último viernes de clases mi mamá cree que vamos a ir a celebrar con el grupo, así que se va a ir con una tía mía. Y no va a volver hasta la noche. Podemos hacerlo donde queramos, aunque yo preferiría que fuera en el cuarto de mis papás, porque la cama es bien grande y el colchón rebota bien padre.