La escena fue más o menos así, según palabras del directamente afectado y de acuerdo a como lo relató después.
“Iba llegando a la casa. Bastante animado, la verdad. Había quedado con Tito de vernos temprano para ir al cine o a cenar o a bailar. En un día así nos habíamos conocido y queríamos celebrarlo. Cuando digo un día así me refiero a que también estaba lloviendo a cántaros. Él mismo me llamó a la oficina y me dijo: Moli, quiero que llegues temprano, hay que celebrar. ¿Celebrar qué?, le dije. Y el muy romántico que me la suelta: que nos conocimos en un día como éste, tonto. Me encantó que se acordara de ese día en el que, debajo de un parabús, esperábamos los dos a que llegara el pesero y nos gustáramos de inmediato. Me encantó. Así que mandé a mi padrino al demonio. Quería que me quedara después de mi hora a checar con él unos números. Pero me esperé a que entrara al baño y que me doy a la fuga. Total. De todos modos yo, y nadie más, le resolvería sus broncas de metas del semestre. Y chance del año. Así que dije, al demonio. Y me fui. Pasé todavía a comprar chocolates, que ya ves que le encantan a Tito. Pero al llegar a la casa, todo ensopado porque ni paraguas llevaba, en cuanto metí la llave en la cerradura de la puerta del edificio, que me apañan dos tipos por detrás y que me empujan hacia adentro. Ya en el edificio, me apretaron del cuello y me amenazaron con un cuchillo en la espalda. No hagas pendejadas y no te pasa nada, cabrón. Casi me cago del miedo porque, además, nadie había prendido la luz de las áreas comunes del edificio. Odié a la pinche portera. Me empujaron escaleras arriba, se veía que sabían dónde vivo. No tengo dinero, les dije. No queremos dinero. Bueno, no el tuyo. Y, ya que llegamos al cuarto piso, que me avientan contra la puerta. Abre, me dijeron. Pensé que si tocaba, Augusto podría abrir, pero se iba a morir del susto, así que saqué mis llaves y dije, todo lo fuerte que pude, para que Augusto se previniera y se escondiera: sí pero no me lastimen, por favor, se los suplico. Me pegaron en la nuca. No seas escandaloso, pinche maricón, ándale, abre. Total que abrí, nada más estaba puesta la chapa de en medio, o sea que Tito sí estaba pero se había escondido, pensé: ojalá que llame a la policía. Me aventaron al sofá y hasta ese momento les vi la cara. Eran dos güeyes grandes y gordotes, uno de ellos pelón y con las narices de boxeador, el otro con los pelos chinos y cara de niño, los dos como de veintitantos. El de los pelos chinos me la echó: los datos del cliente que se sacó el gordo y no te cortamos los huevos, cabrón. ¿Qué?, les dije. Los había oído bien pero no me cayó el veinte luego luego. ¿Qué? Que nos des el nombre y los datos del cliente que se sacó el gordo y no te cortamos los huevos para ponértelos de corbata, cabrón. Uta, pensé. Pinche Lorena pendeja, pensé. Si no ella, ¿quién? No se veían muy listos, la neta, pero tampoco quería arriesgarme demasiado. Pues no me los sé. ¿Cómo que no te los sabes? No me los sé. ¿Por qué iba a sabérmelos? Cara de bebé me arreó un chingadazo en la cara. Me hizo saltar la sangre de la nariz. Pinche Lorena, pensé de nuevo. Oh, aguanta cabrón, le dijo Narices de boxeador a su compinche. Da igual, dijo después. Ya viste que sabemos dónde vives. Y que no estamos jugando. Si llamas a la policía nos metemos con tu güey o con tus jefes, que sabemos que viven en Satélite, así que no intentes nada. Para mañana en la noche queremos los datos de ese cabrón. No te pedimos más. Nosotros nos encargamos, pero queremos los datos de ese cabrón. Y tú nos los vas a dar. Si no cumples, se mueren tus jefes, tu güey y luego tú, en ese orden. Otro chingadazo, ahora de Pelos chinos. Y, sin más, se fueron sin siquiera cerrar la puerta. Me quedé pendejo, escurriendo sangre al mosaico del suelo. Se abrió una rendijita de la puerta del baño y se asomó Augusto, cagado del miedo. ¿Ya se fueron?, dijo. Y entonces se escuchó la voz de Cara de bebé, cuatro pisos abajo. ¡Oiga… señor del banco… que si nos abre! Augusto volvió a encerrarse y yo me tuve que parar a accionar el timbre del interfón. ¡Gracias!, gritó Cara de bebé antes de que se cerrara la puerta del edificio. Me puse una servilleta contra la cara. Y volvió a salir Augusto de su encierro. Se puso a llorar, me llenó de besos, los llamó brutos, bárbaros, cabrones, hijos de la chingada, brutos otra vez… y me dijo que no jugara con esos cabrones, que les diera lo que pedían y ya, que no lo hiciera por él sino por mis papás, que qué culpa tenían. Y yo pensé que estaba bien cabrón inventarse una mentira. Una buena.”
En todo caso, dicho reporte no llegaría a Simón y el Pollo hasta un par de días después. Por lo pronto, nueve de la mañana del día siguiente, se encontraban frente al teléfono del cuarto del hotel, mirándolo como un lobo miraría la entrada a la madriguera de un conejo, esperando a que salga, todo confiadote, para poder zampárselo.
La buena noticia.
El atribulado poeta que solía firmar como B. L. se las transmitió hasta que pudo poner en orden a los enconados actores de la madriza, asunto que no le llevó mucho tiempo, pues era algo que ocurría con bastante regularidad y que tampoco le quitaba mucho el sueño pues no había que cuidar demasiado el mobiliario o la cristalería, dado que hasta el mismo dueño clasificaba todo eso como “porquerías por las que no das un peso”.
La buena noticia. Que la casa de Circuito Navegantes había estado en poder de su familia desde los años setenta. Su padre, el mismo que le había heredado el inmueble algunos años antes de morir, tenía varias propiedades. Le había dejado una casa a cada uno de sus hijos. La buena noticia era que el hermano mayor siempre le había ayudado a su padre en la administración de dichos inmuebles. La mala noticia (otra, pues) era que vivía en España (el hermano) desde hacía quince años. La buena (otra, sí) era que tenía una memoria envidiable aunque, a sus setenta, nunca se sabe. La mala (la última) era que a veces se iba de vacaciones a Canarias hasta por un mes y no había modo de dar con él.
Así que eso era. Una cadena de malabarismos con la suerte que ya le parecían tan inverosímiles al Pollo que prefería no cuestionarlos. Afortunadamente estaba crudo cuando llamaron a la recepción del hotel y se sentaron, con la vista en el aparato, a esperar, cada uno en su propia cama individual, a que sonara.
Para entonces tenían dos mudas de ropa extra cada uno, aunque mismo estilo de siempre: jeans, playeras de cuello redondo, bóxers. Habían ido a empeñar nuevas joyas a los montepíos de Querétaro para hacerse de efectivo. Hasta habían mandado imprimir tarjetas de presentación que decían “Bufete jurídico” debajo de sus nombres. La camarera ya los tuteaba y hasta hacía la limpieza con ellos dentro. Una vez se había sentado a ver la televisión un rato, se había descalzado, el Pollo hasta se le había insinuado.
El teléfono sonó. Y Simón, después de dos timbrazos, puso el altavoz.
—Señor Jara… —dijo la operadora—. Está lista su llamada a Madrid.
—Gracias.
—¿Diga? —saludó una voz femenina.
—Buenas tardes. Quisiera hablar con el señor Ernesto López.
—¿Quien lo busca?
—Simón Jara Tuck. Un amigo de su hermano Bernardo. Le llamo desde México.
—¿Está bien el tío Ber?
—Sí. No se preocupe. Es por otro asunto. ¿Está Don Ernesto?
—Sí.
Un desinflón al unísono. El Pollo sintió que se le iba para siempre la resaca.
—¡Papá! ¡Teléfono!
Aguardaron, mirándose.
—¿Sí?
—¿El señor Ernesto López?
—Servidor.
—Qué suerte. Creímos que tal vez estaría en Canarias.
—No. Hasta mañana nos vamos. ¿Quién habla?
Una nueva mirada cómplice. Un día más que se hubiera demorado esa llamada y…
El Pollo prefirió no pensar más en ello. Las acrobacias del destino se ponían cardiacas. Se levantó, nervioso. Finalmente el de la voz cantante era Simón.
Con el pretexto del transplante de médula, que requería menos explicaciones, Simón (Jara Tuck) hizo el relato de la búsqueda de María José Tuck García. El señor López lo escuchó todo con interés. Cuando Simón hizo la específica pregunta de aquellos años, esos cuatro meses en particular, se hizo un mínimo silencio. Luego, al fin habló aquel que, en algún lugar de Madrid, tenía en sus manos ese nuevo giro de la suerte, el destino, la fatalidad.
—Pues… tengo que comenzar por decirle algo que le va a resultar muy triste. Pero es mi obligación hacérselo saber antes que ninguna otra cosa.
“Puta madre”, pensó el Pollo, y miró a Simón. Se llevó las manos a la nuca, completamente seguro de que el señor no sólo había recordado sino que sabía la verdadera razón de la desaparición de Majo. Casi hasta pudo oírlo antes de que lo dijera: “siento decirle que la niña y sus padres murieron en un accidente”.
—Siento decirle que… —hizo una pausa para aclararse la garganta—. Siento decirle que su búsqueda es totalmente infructuosa.
“Puta madre”, insistió el Pollo en su cabeza. Los ojos de Simón se agrandaron. ¿Lloraría?
Puta madre.
—Y le voy a decir por qué —insistió el señor López—. Recuerdo muy bien a esa familia de la que habla. Se hospedó en la casa de Circuito Navegantes unos meses apenas. El caso es que… ellos… no se apellidaban Tuck García, como usted piensa. Esos eran apellidos inventados.
Un nuevo silencio, que el señor en Madrid aprovechó para pedir, a los gritos, que le bajaran a la televisión.
—Lo sé porque fui yo quien hizo el contrato de arrendamiento. El señor no me mostró ningún documento que avalara su identidad. Yo le creí porque… escuche esto… me pagó un año completo de renta por adelantado. Y me da mucha pena hacerle saber que eran apellidos inventados porque eso significa que usted no está en realidad relacionado con ellos… señor Jara Tuck. Me apena en verdad.
En cambio, Simón sintió que la sangre volvía a correr por sus venas, que el corazón se reanimaba.
—¿Qué tan seguro está de esto, señor López? El hombre no le mostró ningún documento de identidad, pero eso no necesariamente significa que le haya dado un nombre falso.
—Tiene razón. Eso lo supe después, cuando habían abandonado la casa sin decir ni hasta luego. Llegó una carta dirigida a otra persona… pero yo supe que se referían a él, al mismo tipo que nos arrendó tan misteriosamente. No me acuerdo de los nombres pero eran distintos.
Ahí la razón de que no dieran con ninguna María José Tuck en Facebook, en Twitter, en el internet entero: porque era un nombre ficticio. Simón no pudo contener un conato de esperanza, uno que contagió al Pollo también, porque en ambos nació una mínima posibilidad: la de dar con Majo ahora sí, de una vez y para siempre.
Simón lanzó la pregunta.
—Esa carta… ¿la tendrá aún consigo?
—Bueno… conmigo no. No me traje nada a Madrid. Pero es probable que la tenga mi hija Luisa. Ella tiene en su casa todos los expedientes y los archivos viejos de la contabilidad de mi papá. A lo mejor en la caja de los papeles de la casa de Navegantes está la mentada carta.
—¿Podría darme los datos de su hija, por favor?
—Déjeme decirle algo. El señor ése andaba en cosas raras. Siempre supe que andaba huyendo. Yo creo que estaba metido en algún lío con la justicia. Por eso se manejó siempre tan misteriosamente. Y cuando se fueron sin dejar ni una miserable nota, lo confirmé. A partir de eso, mi papá me exigió que siempre pidiera referencias a los inquilinos, antes de rentar.
—Entiendo. Aún así… ¿cree que podría contactarme con su hija?
—Pues… sí, pero no entiendo. ¿Para qué, si ya no tiene caso? Yo que usted buscaba algún pariente más cercano por otro lado. En su caso, el tiempo es oro. Se lo digo yo, que me operé de la próstata el año pasado.
La suerte cambiaba de casilla. Ahora dependía de una nueva llamada y de la existencia de una carta. Simón se vio a sí mismo tecleando en un recuadro de búsqueda de internet el verdadero nombre de Majo. Vio la cara de aquella niña, convertida en mujer, apareciendo en la pantalla. Sintió una nueva forma de excitación, de miedo, de congoja.
—Señor López… regáleme algunos minutos más. Le voy a contar la verdad de todo esto. Creo que se la merece.
Y el Charro de Dramaturgos contó, por enésima vez, la historia de amor perdido que ya blandía como una bandera.