–Es tu sueldo —le dijo Melisa, malhumorada, al Pollo cuando se sentaron a comer, luego de poner sobre la mesa un sobre amarillo, abultado de billetes.
—¿Mi sueldo?
—Sí. Por los días que trabajaste aquí. Y de una vez puse también el de Molina. A Simón no le pago nada porque nunca hizo nada… bueno, al menos aquí dentro.
El Pollo aprovechó que tenía la boca llena de mariscos para pensar su contraataque. Dio un trago a la cerveza. Se limpió la boca.
—Tampoco soy una aprovechada —escupió. Ella ya iba en el postre—. Lo que chambearon tú y Molina es más que lo que les pasaba de comida y hospedaje. Además… ni que se le pudiera llamar hospedaje a tres colchonetas en una bodega llena de cucarachas.
—Nunca nos salió una.
—Da igual.
—O sea que me estás corriendo.
—Yo no. Pero seguro que ya estás por irte. ¿O no? Ya nada te detiene aquí.
El mal genio de Melisa era cómico en cierto sentido.
—Sí hay algo que me detiene aquí… —dijo el Pollo después de otro bocado y otro trago—. Y mucho.
Comían frente a frente. Y Melisa le sostuvo la mirada hasta que él la levantó de su plato y ella decidió que sería mejor desviarla hacia otro lado. Hacia Eloy, que atendía la caja mientras ella comía. O hacia los cuadros de los piratas. O la red en el techo. O lo que fuera.
—Pero tampoco me gusta andar de aprovechado. Así que… preferiría volver después. En otros términos.
—¿Qué términos?
—Económicamente más estables… pongámoslo así.
—No vas a volver —sentenció ella, molesta.
—Y tú qué sabes.
—Lo sé.
—Pues no. No sabes ni madres. Voy a volver. Y cuando lo haga, o me llevo conmigo a eso que me anda deteniendo aquí, o me quedo para siempre.
—Tendrías que quedarte para siempre, porque no sabes si eso que dices que te anda deteniendo aquí se iría contigo.
—Sí, sí sé.
—No, no sabes. No sabes ni madres.
El Pollo le sostuvo la mirada. Ella a él no. Prefería detenerse en las barbas de ese tal Francis Drake que adornaba uno de los pilares, el color de su barba, el lustre en sus botas…
—Pero de que vuelvo, vuelvo. Trepado en un carrazo negro. Con botas de piel de víbora y sombrero original de Nashville. Irreconocible. Vas a saber que soy yo nomás por la hebilla de oro de veinticuatro quilates de mi cinturón. Y las letrotas grabadas en él de eso que me anda deteniendo aquí.
—Es el detalle más naco que he oído en mi vida.
—No. Es de una balada country que compuse en estos días.
—Mentiroso.
—No.
—Tú no compones, me lo dijiste.
—No componía. Empecé aquí.
—¿Y por qué aquí?
—¿Y por qué no?
—Es una ciudad como cualquier otra. Nomás que con un mar y una muralla.
—Tampoco la canción es la gran cosa, no te creas.
—Pero es tuya.
—La mitad. La otra… bueno, tendrías que oírla. O ver la hebilla de oro, cuando vuelva.
Se echó a la boca el trozo de pulpo que mantenía en vilo. Seguía mirándola. Ella, en cambio, luchando contra eso que no le parecía justo sentir porque tenía casi cuarenta años y puras relaciones fallidas, sucias de tristeza y abandono. No, no era justo. Pero no podía tampoco sacudírselo o negarlo. No va a volver, se decía y, al mismo tiempo, se vacunaba contra otro desengaño. Al menos éste nunca me tocó, se decía. Y acaso por eso es que más deseaba que volviera, con detalles nacos o sin ellos, que volviera, la tocara y ya después que se largara. Creyó que lloraría y se puso de pie.
Al tiempo en que, tres de la tarde y minutos, Simón salía del azoro.
El pequeño icono circular del mundo, en la parte alta de la pantalla del Facebook, se iluminaba con un insignificante adornito: un número 1 rojo. Seleccionó el icono por reflejo; ya había ocurrido varias veces ese mismo día y siempre habían sido invitaciones impersonales a eventos o a juegos de celular, nada de importancia. Por eso le costó trabajo creerlo cuando lo vio.
Y salió por completo del azoro.
“Majo ha aceptado tu solicitud de amistad.”
Sintió el sudor acudiendo a las palmas de sus manos como si le hubieran avisado que tenía cinco minutos para desarmar una bomba.
Ahí estaba. En algún lugar del mundo. Sosteniendo un mouse o un celular en su mano. Aceptando su solicitud y pensando…
… pensando…
—Puta madre. A lo mejor me aceptó por reflejo y no sabe ni quién soy.
… pensando…
¿Qué podría estar pensando?
La frente también se le perló de puro desasosiego.
—Puta madre. Ahora sí me siento como un imbécil.
Un minuto. Dos. Tres. Comenzó a ensayar aproximaciones. No podía quedarse así después de haber pasado por tanto y durante tanto tiempo. Algo tendría que decirle. Aunque fuese un “Hola, ¿qué haces?” y terminar con un “luego nos vemos”.
Se sintió como si tuviera quince años.
Cuatro. Cinco. Seis minutos.
Y entonces, otro número uno. Ahora encima del símbolo de los mensajes. No en el chat sino en los mensajes.
Se animó a entrar en el muro de Majo para descubrir más de ella antes que develar su saludo. Pero no había fotos. Al menos no las usuales, la de la comida en casa de los compadres, la del niño en su primera comunión, el selfie de la torre Eiffel. Nada de eso. Había fotos de memes y otras tonterías, pero nada que la mostrara en la actualidad o en algún momento de su vida. Lamentó que su propio muro sí estuviera plagado de fotos. Algunas, incluso, con Judith. Se imaginó a Majo entrando a curiosear, sacando conclusiones.
—Puta madre…
Se limpió el sudor de la frente. Fue al icono de los mensajes. Le dio un clic.
OLA K ASE.
Decía el mensaje.
Simón se tardó en reaccionar. Lo suficiente como para que ella añadiera:
JAJAJAJA..
Sólo se le ocurrió añadir un emoticón. Una carita feliz.
:)
Y entonces ella:
TE TARDASTE.
¿Me tardé? Pensó Simón. ¿Me tardé?
NADA MÁS TREINTA AÑOS
Era ella. No podía ser sino ella. Esa era la buena noticia. Acaso no hubiera más buenas noticas ya, pero esa al menos parecía lo suficientemente buena.
La búsqueda había terminado.
TE PUSISTE GUAPO.
¿Me puse guapo? Pensó lo que valdría la pena teclear. No es cierto; seguro que tú también; no es precisamente lo que han pensado mis últimas parejas…
Se tardó demasiado.
NO ME ACUERDO QUE FUERAS TAN CALLADO CUANDO ESTÁBAMOS CHICOS.
¿Qué correspondía entonces? Literalmente se había quedado sin palabras. No sabía para dónde llevar las cosas. Se sentía verdaderamente estúpido. Había cocinado esa ansiedad por demasiado tiempo, el horno ya estaba haciendo humo y el guisado era una porquería. Tenía que relajarse o terminaría por incendiar la estufa completa, la cocina, el edificio…
PERDÓN. ¿CÓMO HAS ESTADO?
NO ME QUEJO. ¿Y TÚ?
TAMPOCO.
Y volvieron a temblarle las manos. Ella no tecleó nada. Él tampoco. Y no se veía empujando una plática que había imaginado de frente a través de la cibernada, tecleando de a dos deditos. ¿Qué pregunta, la primera? ¿Qué has hecho de tu vida? ¿En qué trabajas? ¿Te casaste? ¿Te casarías conmigo?
Pasaron dos minutos. Simón tuvo que imaginarse que ella estaba en algo importante mientras él estaba encerrado en una oficina prestada dándole toda la atención de su vida a esa plática porque la había perseguido por todos lados.
Tres minutos. Cuatro.
No se le ocurrió qué otra cosa teclear. Pero al menos era sincera.
ME GUSTARÍA VERTE, MAJO.
Cinco. Seis. Siete minutos.
¿PARA?
Se cubrió el rostro. Se imaginó parado en un andén, frente a las vías del metro, suspirando, aguzando el oído para detectar el momento en que el convoy entrara a toda velocidad a la estación, haciendo en su cabeza una cuenta regresiva…
NO SÉ. PARA PLATICAR.
El metro se alcanzaba a escuchar ya a la distancia. O cuando menos el suelo del andén retumbaba como si así fuera.
NO CREO QUE SEA BUENA IDEA.
¿POR QUÉ?
NO SÉ. HA PASADO MUCHO TIEMPO.
NADA MÁS ES PARA PLATICAR.
El ruido del tren era ensordecedor. La estación podría empezar a desmoronarse. Pero el convoy no ingresaba. Y no ingresaba. Y los pasajeros se asomaban con precaución al negro hueco por el que debía entrar. Se preguntaban qué demonios pasaba. Algunos veían con enfado al tipo ese de los lentes que sudaba como un maldito condenado a muerte porque sólo lograba ponerlos más nerviosos.
Cada golpe de tecla era una roca de diez toneladas empujada cuesta arriba.
BUENO. PERO ME DA GUSTO SABER QUE ESTÁS BIEN.
GRACIAS. A MÍ TAMBIÉN ME DA GUSTO SABER QUE ESTÁS BIEN.
Otro minuto. Pinche metro de mierda. Seguro Majo estaría en una llamada telefónica, una real con una persona real y que le preocupaba y le interesaba realmente, no un jodido fantasma del pasado. Seguro estaría quedando para algo. El cine. El parque. El amor. Y uno aquí empujando una piedra inmensa cuesta arriba.
Pero igual da una piedra que veinte o treinta si ya se está en esa ingrata y sísifa tarea.
¿QUÉ FUE DE TU VIDA?
Diez minutos exactos. Creyó que ya lo había cortado. El jodido tren seguro había abierto un túnel alterno y se había largado por ahí. Qué poca consideración con la gente ya no digamos que quiere llegar a su casa después de un arduo día de actividades laborales sino que quiere recibir a la muerte con un golpe de acero en pleno rostro. Qué poca y jodida consideración de mierda. Pero a los diez minutos justos:
PUES QUÉ TE DIGO. BOTÉ LA ESCUELA. ME CASÉ. TUVE HIJOS.
ME FUI LEJOS. PESO 127 KILOS. O SEA… LO NORMAL.
Un hombre se arroja a las vías ante las miradas atónitas de varios compañeros de andén. El tren, por cierto, entra como una ráfaga. De hecho es un tren infinito. Los vagones pasan y pasan y pasan. Y no se detienen en lo absoluto. Algunos de esos cansados hombres de pie en el andén piensan en la ráfaga como eso que llaman golpe del destino. Y se atreven a afirmar entre sí, que éste, en particular, ha atacado con toda la alevosía y toda la mala leche posible.