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–Uta. ¿Cómo pasó?

Iban en un taxi a la dirección indicada por los secuestradores. Y de pronto ya no parecía importante que los oyera nadie. Ni siquiera un chofer de taxi con cara de desvelo y varias décadas encima de ruletear trepado en un Volkswagen.

—Para qué nos hacemos —respondió el Pollo, consternado—. Estábamos tan hartos del asunto, que banalizamos aquello por lo que acababa de pasar el Molina. Era obvio que los ojetes lo iban a esperar en su casa. O que al menos lo iban a vigilar.

—¿Pero cómo supieron que…?

—Mejor ni preguntes.

Y no, Simón no preguntó. Pero como el silencio fue tan ominoso, con la vista del chofer más fija en ellos que en el camino, el Pollo sintió que debía hablarlo o se le iba a pudrir alguna entraña.

—Le rompieron la madre. De hecho me lo pusieron al teléfono. Él fue el que me pidió que lleváramos el boleto.

Así que volvió el silencio. Simón estuvo seguro de que nunca había visto al Pollo tan afectado. Ni de chico ni de grande. Le temblaban las manos, le temblaba la voz, parpadeaba exageradamente. Miraba y no miraba.

—Lo traes, ¿verdad?

Simón, por respuesta, sacó su cartera. Y, de ésta, un boleto anaranjado con seis números.

—¡Ay, cabrón!

Fue la exclamación del chofer, tanto por el peligro de casi chocar contra un auto cuyo carril invadió involuntariamente como por el reconocimiento de lo que acontecía al interior de su vehículo.

—¿A poco es usted el señor ese del boleto gordo que anda en las noticias?

A eso siguió, mientras avanzaban por Insurgentes, una diatriba en contra de los secuestradores, en favor del amor verdadero, que poco a poco se fue tiñendo de lo mal que se la ven los taxistas en su paso por la vida, y de la posibilidad de hacerse de unos cuantos pesos, no regalados, claro, sino prestados, porque el señor se ve buena gente y no quiero ser mala onda pero yo que usted dejaba a su amigo a su suerte, ni modo, a lo mejor hasta es una trampa y quién quita y hasta está coludido con los tipos esos porque mire, yo, la verdad, seré muchas cosas pero rata nunca, y quiero proponerle que nos asociemos porque tengo una idea retebuena a la que nada más le hace falta un socio capitalista, se lo juro por est

El Pollo y Simón, de mutuo acuerdo, abandonaron el taxi en la primera luz roja que se los permitió. Echaron a correr del otro lado de Insurgentes y se metieron en una calle perpendicular para detener otro taxi, no sin dejar de oír a la distancia, mientras corrían, las mentadas de madre del sujeto que, minutos antes, ya se hacía el tipo más afortunado del mundo. O al menos el segundo más afortunado del mundo.

Al siguiente ruletero sólo le pasaron la dirección en la que debían presentarse, por allá por la carretera México-Puebla, en los lindes de la ciudad.

La plática entonces siguió otro derrotero.

—¿Cómo te fue con Majo?

—No sé. Mal, supongo.

—¿Por qué?

—Pues porque no me fue bien —resopló con resignación—. Eso seguro.

Una hora después fueron dejados enfrente de un taller mecánico cerrado, sobre una calle a orillas de la autopista, a varios kilómetros de todo, de la Roma, la Narvarte, la Lindavista. No había alumbrado público. No había gente. No había animales. Apenas había un par de casas que parecían abandonadas. Y un camino hacia ninguna parte. Las luces y ruidos de la carretera, a doscientos metros de ahí, eran el último contacto con la vida. O así les pareció a ellos.

El taxista incluso les preguntó si de veras querían quedarse ahí y, a lo mejor porque ya peinaba canas y seguro hasta tenía una buena tropa de nietos, les echó una buena bendición antes de volver a la carretera, la otra, la pavimentada, la que llevaba de regreso a la ciudad.

—Qué pinche manera tan jodida de que esto haya terminado, ¿no? —dijo el Pollo.

Simón se sentó en un par de llantas de tráiler. El Pollo se recargó en un poste vencido.

—Ni Majo ni premio ni nada —añadió el Pollo—. A ver si no hasta terminamos con un pinche tiro en la cabeza.

—Lo más seguro es que sí —resolvió Simón, en forma siniestra.

—Uta madre, qué pinche optimista, cabrón.

—Soy realista, cabrón, que es distinto.

—No lo puedes saber, güey.

—Sí, sí puedo.

—No, no puedes.

—Sí puedo.

En ese momento vieron cómo un auto grande, un viejo Grand Marquis, dejaba la autopista para tomar esa misma calle en la que aguardaban. Detrás de éste, un Seat negro. Ambos se enfilaron hacia ellos.

—No puedes.

—Sí puedo. Lo sé. ¿Y sabes por qué sé que nos van a volar la cabeza? Porque el boleto que traigo no es el boleto ganador.

El Pollo hubiera gritado un ¿QUÉÉÉ?, pero la proximidad de los autos se lo impidió. De hecho, apenas pudo abrir la boca con perplejidad. La luz del Grand Marquis les pegó en la cara. Al volante iba un hombre gordo con cara de bebé; a su lado, otro igualmente obeso pero aún más malencarado y con los pelos chinos. En el Seat negro venía conduciendo Augusto. A Molina no se le veía por ningún lado. Se detuvieron a pocos metros de ellos.

—Qué poca madre, Augusto —fue lo que dijo el Pollo cuando éste se bajó. Los gordos se quedaron al interior del coche. Ni siquiera lo apagaron, de hecho.

—Sí, sí —dijo Augusto en cuanto se aproximó—. ¿Y el boleto?

—¿Y Molina?

—Primero el boleto.

—Primero Molina.

—El boleto, pendejo.

A este argumento ya no pudo replicar el Pollo, porque Pelos Chinos ya le apuntaba con una escuadra a la cara.

Simón sacó la cartera y, de ésta, el boleto anaranjado. Se lo pasó a Augusto, quien lo puso frente a las luces de su auto, aún encendidas.

El Pollo y Simón se miraron.

Largamente.

Una gota de sudor cayó de la nariz del Pollo hacia el suelo. Simón apartó la vista, la dirigió hacia el interminable y oscuro llano al que conducía ese camino de terracería. No pudo evitar ver aglomerarse, frente a sus ojos, un montón de imágenes del pasado, como si fuese una presentación de Power Point pasada a toda velocidad. Se vio a sí mismo y a su hermana Mónica en la playa, se vio en un partido llanero de futbol, se vio en los brazos de Majo y sosteniendo una apuesta estúpida con el Pollo, se vio riendo en un cine con Molina, bailando en una fiesta, en su primera boda, en la segunda, se vio en Nueva York con Judith, recordó la nota exacta de cierto cantante en cierta comedia musical que presenciaron cierta noche que todo parecía perfecto, se vio aconsejándole a un paciente que no se tomara la vida tan en serio, dándole un abrazo y dándole de alta, se vio frente a un andén de una estación de metro y frente a una disyuntiva de vida o muerte.

—De poca madre —dijo Augusto, jubiloso—. De poca madre.

El corazón del Pollo volvió a funcionar. El de Simón, apenas. Un sístole por cada tres diástoles.

—Ni se les ocurra reportar el robo porque, bueno, no hay modo de demostrar que el boleto es suyo, ¿verdad?, así que nada ganarían —dijo Augusto con una sonrisa de más de quinientos millones de pesos—. ¡Vámonos, cabrones!

Los gordos subieron los vidrios de las ventanillas y se bajaron del Grand Marquis. Sin dejar de apuntarles con el arma, fueron a meterse al Seat.

—Siempre me cagaste los huevos, pinche Tito mamón—dijo el Pollo.

—Y tú a mí, pendejo —dijo Augusto.

—Bueno. Ya eres ultramillonario. ¿Me vas a decir ahora dónde está el Molina?

—Ah, sí. Ese pequeño detalle que casi se nos olvida. ¿Verdad?

Sin dejar de caminar de vuelta hacia su auto, sin dejar de mirar el boleto en su mano, sin renunciar a la sonrisa, habló sin ganas, sin convencimiento.

—Lo dejamos tirado por allá —y señaló al punto en el que se fundía el camino con la negrura—. Pero no se sientan mal. Por eso les vamos a dejar ese coche, para que no digan que no hicimos un trato justo. Échenle ganas y tal vez todavía lo encuentren vivo.

Subió al auto. Besó el boleto. Se largó rechinando llantas, levantando nubes de polvo.

El Grand Marquis ronroneaba como un animal obediente.

—Puta madre —dijo el Pollo—. Y corrió al interior del coche.

Simón siguió el mismo impulso. Se sentó en el asiento del copiloto, sobre la vestidura desgarrada. Tuvo que echarse para adelante para no terminar acostado, pues el respaldo estaba vencido.

El Pollo hizo el cambio de velocidades. Aceleró. Volvió a mentar madres. Puso las luces altas. Notó que el indicador del tanque de la gasolina estaba señalando a la reserva. Volvió a mentar madres. El auto, aunque de ocho cilindros, por los años ya no subía a más de ochenta kilómetros por hora. No obstante, en ese despoblado y sobre ese camino inoperante parecía como si fueran a doscientos.

—Maldita porquería —dijo Simón, comenzando a toser.

—Sí. Cochinada de mierda —consintió el Pollo, quien también empezaba a sentir un horrible malestar en las vías respiratorias.

Tuvieron que abrir las ventanas para no asfixiarse, pues parecía que todo el humo del escape se estuviera yendo hacia el interior de la carcacha.

No se alcanzaba a ver nada. Sólo el delgado camino volviéndose aún más delgado, los insectos que iban a estrellarse contra la parrilla, el acre olor de la tierra, los pelados árboles y la pelada llanura.

Al menos no nos metieron un tiro en la cabeza, pensó Simón sin apartar los ojos del terreno. Si encontramos al Molina todavía con vida, hasta podría decirse que no fue tan mala aventura, se atrevía a imaginar. El Pollo, por su parte, se aferraba al volante, sin atreverse a acelerar por completo, temeroso de encontrarse al Molina tirado justo frente a ellos y terminar pasándole por encima. Pisaba el acelerador y luego apartaba el pie. Pisaba y apartaba, produciendo que el auto reparara como haría un jamelgo que reconoce el temor e inexperiencia de su jinete.

Y veía el indicador de la gasolina.

Y cómo los faros apenas mordían un pedacito de la noche.

Y se limpiaba el sudor a ratos.

Y se imaginaba lo peor.

Y decía, por lo bajo, puta madre no vamos a llegar.

Y quería reconsiderar el momento en que se volvió ateo para poder rezar y pedir que el Molina estuviera cerca, que estuviera vivo, que…

Entonces, como una descarga de cinco mil voltios en la espina dorsal.

La ocurrencia lo hizo paralizarse, así que dejó de acelerar.

Acaso porque esa escena lo había perseguido en su juventud. Y se podía decir que era como cerrar el círculo, puesto que ni siquiera estarían ahí si no hubiese sido por aquel sueño que tuvo cuando aún vivía en Ciudad Satélite, aquella promesa incumplida, aquella llamada a medianoche de Simón cuando él estaba intentando arreglar el coche de su hija.

Frenó intempestivamente.

—Puta madre —exclamó.

—¿Qué pasa?

Pero el Pollo no dejaba de decir puta madre puta madre puta madre mientras apagaba el coche y sacaba la llave y se bajaba a la carrera. El Charro se apeó también.

—¿Qué pasó, cabrón? ¿Qué pasó?

Y ahora el Pollo pasaba a un no, no, no, no, no, no, no… mientras intentaba insertar en la cajuela la llave, buscando a tientas la chapa en esa negrura interminable que se comía al mundo entero, pues ningún foquito se encendió al interior del auto cuando dejaron las puertas abiertas, nada, apenas las indolentes estrellas y el resplandor artificial de la ciudad en el horizonte los iluminaba malamente.

No no no no no no no no no.

Pudo al fin meter la llave. Girarla. Abrir la cajuela.

Meter las manos porque, a falta de luz…

—¡Nooooo…!

Su grito hizo que Simón comprendiera. Y que también metiera las manos a la cajuela. Y palpara. Y ahogara su propio lamento…

Y pensara que hasta eso habría sido un buen final, Majo y premio gordo aparte, si…

… si…

Prefirió no hacerse falsas expectativas. El Pollo ya había encendido la lucecita de su celular y él, lo primero que contempló, por mera coincidencia, fue el agujero por el que los secuestradores habían insertado el tubo del escape, desviando el flujo natural de los emisores contaminantes hacia la sucia y espaciosa cajuela.