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Eran las nueve y diez minutos cuando un hombre con mucho aroma a loción y el cabello engominado se presentó en la sucursal bancaria más famosa de los últimos días. Iba solo. Se presentó directamente con Valentina Iris, la guapa reportera; de hecho, le dijo que siempre había admirado su trabajo y que le fascinaba el color de su cabello. La guapa reportera tardó en salir del asombro. Lo mismo Lorena, quien lamentó no haberse dejado el maquillaje durante toda la noche, pasada a la intemperie y a puros cabeceos recargada contra un árbol. La transmisión por internet y por aire fue inmediata y se propagó como onda de choque.

Augusto estaba seguro de que era el mejor día de su vida. No le importaba que saliera su rostro en la televisión. Antes, al contrario. La fama y la fortuna de un solo golpe. De hecho, estaba dispuesto a negar sus verdaderas preferencias sexuales sólo por ese día con tal de participar como protagonista en la charada.

—Y díganos… ¿dio con ella? ¿Con su novia de antaño?

—No —respondió él. Y dejó escapar un suspiro bastante bien ensayado—. Pero hay que decir que no perdí la esperanza hasta el final.

Lorena se sintió pésimamente mal con la noticia, pero se sintió aún peor con la actitud del Romeo incidental, tan pagado de sí mismo, tan decidido a abandonar la lucha. En seguida pensó en publicar su primer tweet con un nuevo hashtag: #CompletaDecepción. Y aunque no le importaba meterse en problemas legales con sus socios de franquicia, prefirió esperar. No fuera a ser. De cualquier modo, mientras duró la entrevista, se mantuvo al margen, sonriendo a la fuerza, pensando cuán rápido puede una frase romántica volverse asquerosamente ridícula si se le manosea con tanta frecuencia y tanta mercadotecnia.

Fue una entrevista rápida. En seguida pasaron al interior de la sucursal, acompañados por directivos del banco, el gerente de la sucursal, artistas de la tele, patrocinadores y, naturalmente, gente de la empresa gubernamental encargada de los concursos para la asistencia pública. Los flashes de las cámaras no dejaban de destellar, al igual que la sonrisa de Augusto. En cierto momento, al centro, con las ventanillas de las cajas como escenario, se le pidió que mostrara el boleto premiado y el exnovio de Molina lo sacó y levantó por encima de su cabeza como si fuera un trofeo. Aplausos, gritos y acordes de la canción más exitosa de la temporada: “Más gordo es el amor”.

—En este momento nuestro querido ganador pasa el boleto al interventor de la Secretaría de Gobernación y al director de la empresa encargada de los sorteos… —dijo la guapa reportera, haciendo una fiel crónica de los acontecimientos.

El primero revisó el boleto por trámite, asintió y se lo extendió a su colega, encargado de constatar la veracidad y corrección del trámite.

La sonrisa que tenía en el rostro, y que pintaba bastante bien en televisión, se fue volviendo un gesto de amargura y desconcierto.

Todo el mundo se calló. La música siguió, no obstante, sonando en el trasfondo.

Algo detectó, por supuesto, Augusto. Porque su sonrisa también se fue por el mismo hoyo negro por el que se había ido la de todo el mundo a su lado.

—Este… ¿pasa algo? —dijo con un temor bastante genuino. O al menos más genuino que el boleto que acababa de entregar.

Minutos antes, en las oficinas centrales de la instancia gubernamental encargada del sorteo, a unos cuantos kilómetros de la sucursal bancaria, se presentaba una muchacha. Preguntaba directamente en la recepción si podía cobrar ahí mismo un premio. La mujer que la había recibido asintió con una sonrisa estudiada.

—Claro. ¿Es un premio de más de cinco mil pesos?

La muchacha que acababa de llegar, por cierto con un atuendo que le venía bastante bien a pesar de sus dieciséis años, extrajo un boleto con seis números ganadores.

—Es de un poquito más.

Lo mostró. La dama de la recepción cotejó la información y levantó la vista. En cierto modo agradeció que ese asunto terminara así. Por alguna razón la chica pelirroja le había simpatizado desde que la vio entrar y todo ese jelengue mediático de amores gordos la tenía un poco harta. Ya tendría tiempo de preguntarle por qué se había esperado a cobrar el boleto un día antes de que se cumpliera la vigencia. Sonrió ampliamente.

—¿Trae una identificación oficial?

—Sí —contestó la muchacha, que hasta tacones se había puesto. Extrajo del bolso que llevaba al hombro una credencial de elector con su sonriente cara pecosa.

—Acompáñeme, por favor —dijo la recepcionista, poniéndose de pie y mostrándole el camino hacia el interior de las oficinas.

—Priscila —dijo Simón.

El sol ya les pegaba de lleno en el rostro pero esto, de algún modo, les parecía toda una bendición. Se encontraban recargados contra el Grand Marquis, al que se le había acabado la gasolina apenas cinco minutos después de que lo hubieran arrancado de nuevo, la noche anterior. Y por ese camino de terracería aún no pasaba nada ni nadie. Pero había sol. Y el cielo estaba limpio.

—No chingues —exclamó el Pollo.

—Me di cuenta cuando estábamos en Campeche. Que el boleto que traía conmigo no era el original. Los números coincidían, pero el número de sorteo no. Alguien me lo había cambiado. Y, haciendo memoria, recordé que a la única persona que se lo había permitido tocar, después de ti, había sido a tu hija Priscila.

—No entiendo. ¿Cómo lo hizo?

Era un sol benévolo, hasta eso. Uno de esos que se agradecen porque cobijan, entibian el cuerpo y el espíritu. A lo lejos, en un sembradío, se escuchaban ruidos indefinidos de la vida. Motores. Voces. Algún ladrido. La fuerza no les había dado para ir a buscar ayuda. El celular del Pollo se había quedado sin batería. Pero el sol los calentaba. Y el día, en cierto modo, parecía promisorio.

—Ya tenía el plan hecho, la cabrona chamaca —dijo Simón, extrañando un cigarro más que un buen desayuno—. Cuando le mandaste la foto del boleto fue a jugar los mismos números, pero al nuevo sorteo, el que correspondía a esa semana. Luego, hizo el intercambio aquella vez que me subí a la azotea de tu casa a platicar con ella.

—¿Para qué? ¿Para chingarnos?

—Para protegernos, güey. Tu hija sabía que podían pasarnos un millón de tonterías, que podríamos perderlo o podrían robárnoslo o que terminaríamos apostándolo a los gallos. Priscila se quedó con él para que nada de eso fuera a pasar. Pero igual estaba convencida de algo.

—¿De qué?

Deliberadamente miraban al oriente, ambos sentados en la grava, con las espaldas puestas en las lisas llantas del auto.

—De que ese dinero tenía que ser cobrado. A pesar de lo que yo dijera. Así que, en cuanto me di cuenta del engaño, me comuniqué con ella. Y le di permiso.

—¿De cobrarlo?

—Y de quedárselo.

—¡QUÉÉÉÉ!

Simón sonrió con los ojos cerrados.

—Es tu hija, cabrón. Deberías estar agradecido. Además, me dijo que lo va a usar para poner una reserva, un refugio para animales en vías de extinción. Así que también deberías estar orgulloso.

Al interior del auto, en el asiento trasero, comenzaron a escucharse ruidos. Alguien se quejaba.

—¿No debería ser mayor de edad para poder cobrar el premio? —refunfuñó el Pollo.

—Sí. Debería —dijo Simón, aún sonriente.

Se escucharon toses. Y luego, groserías. Mentadas de madre en toda forma.

—¿Vas a guacarear otra vez, pinche Molina? —dijo el Pollo, pensativo.

Ahora el ruido de motor venía directamente del camino. Hacia ellos. Un camión de carga que, muy probablemente, podría llevarlos a la carretera. Así tuvieran que ir entre cerdos, al Pollo le pareció que el día en verdad se mostraba promisorio.

—Me duele todo, cabrones —dijo la voz al interior del Grand Marquis—. Y ustedes ahí sentadotes tomando el sol como si nada.

Simón apretó los ojos. Y la sonrisa.

A diferencia de, por ejemplo, Rosa. O de su novio Manolo. O de los otros casi sesenta que miraban la televisión sin parpadear en la casa del Pollo. O de los millones que también la miraban en algún punto de la ciudad o el país. La guapa reportera decía que aún les quedaban ese día y el siguiente para que apareciera el verdadero ganador, que no había que perder las esperanzas, pero el desinflón que había sufrido la gente fue de tal magnitud que todo el mundo supo que ése era el fin. O al menos lo adivinaron.

A las doce de la tarde la empresa gubernamental encargada del sorteo anunció, en un escueto comunicado, que el premio ya había sido cobrado y que se mantendría en secreto la identidad del ganador por políticas de privacidad. El azar quiso que los socios de Augusto sólo vieran este anuncio y no el de la mañana, cuando éste había sido sacado casi a las patadas de la sucursal. Ambos gordos, convencidos de que el exnovio de Molina había sido quien cobró el premio, fueron tras él. Y me permitiré decir, simplemente, que eso terminó mal, en efecto. Bastante mal. Entrar en detalles sería de mal gusto, sobre todo porque Molina tardó un rato en curarse de las heridas del corazón. Las otras, las físicas, hasta eso, no tanto. Pero sí diré que, de los tres secuestradores, sólo quedó uno de pie, uno que actualmente purga una larga condena en el Reclusorio Oriente.

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La canción y todo lo relativo a #MásGordoElAmor se apagó como si bajaran el switch del alumbrado del país entero, justo después del comunicado de que el premio ya había sido entregado. Lorena puso un crespón negro en su blog con una sola disculpa: “Yo también creí que al final triunfaría el amor. Lo siento”. Los trolls hicieron escarnio del blog de tal forma que parecía un ataque de Anonymous. Gorda cursi fue lo más inofensivo que le dijeron, así que Lorena prefirió cerrarlo a las cuarenta y ocho horas. La misma tarde que renunció para siempre a ser Corazón de Chocolate, pidió algunos días de vacaciones al licenciado Yépes, quien se los concedió de buena gana. Finalmente, creo que es justo decir que Arturo Lara, el cajero que siempre le había gustado, le mandó un mail con un corazoncito cuando ella volvió al trabajo, días más tarde.

Para las siete de la noche del día del desinflón, la ciudad parecía tener otro rostro, uno más triste, pero también más genuino.

Priscila invitó a su novio a tomar una cerveza a un bar de la colonia Roma donde sólo suenan guitarras con distorsionador. Le hablaría de su proyecto de irse del país para crear un refugio de vida salvaje en alguna parte. Si la quería acompañar, bueno. Si no, con la pena. Mientras se encontraba aguardando a que éste llegara, recibió una sola pero necesaria llamada.

—Felicidades.

A la que contestaría, no sin cierta emoción.

—Gracias, papá.

—¿Estás bien?

—Sí.

—No me importa lo que pienses hacer con el dinero. Si Simón te lo dio, es tuyo. Pero sí quiero pedirte un préstamo.

—De hecho no pienso dejarte fuera, papá, cómo crees. Simón mismo me lo pidió cuando se dio cuenta; me pidió que no los dejara fuera ni a ti ni a Molina.

—No sé. Es tu cosa. Pero por lo pronto sí voy a necesitar que me hagas fuerte.

—Claro.

—Necesito lana para comprarme un carrazo negro y un atuendo de poca madre. Un sombrero original de Nashville. Unas botas de piel de víbora… en fin, cosas así. Pero la más importante es que quiero mandar grabar una hebilla de oro de veinticuatro quilates con el nombre de una chava, y eso sí va a salir caro. A lo mejor hasta más caro que el carrazo.

—No importa.

—Por otro lado… pienso dejar la ciudad.

—…

—Pero no voy a desatender a tu mamá y a tus hermanos, ¿eh? Que quede claro.

—No te preocupes por mi mamá y mis hermanos, pa. Ya les abrí un fideicomiso. Y pienso abrir otro para ti.

—Naaah… no me sentiría a gusto. Pero sí agradeceré que me llames de vez en cuando, por si necesito lana para pagar una apendicectomía o algo así.

—Está bien.

—También creo que es justo que le pases algo de lana a Simón. Acuérdate que se quedó sin chamba y sin casa y sin vida por todo este desmadre.

—No quiere un solo centavo. Le hablé hace rato.

—¿Al Charro? ¿Ya reactivó su número celular?

—Ya. Y me dijo que lo que yo hiciera con el dinero sería lo mejor porque soy la persona más sana y responsable que conoce.

—Bueno… creo que si alguien puede decirlo es tu pinche psicólogo.

—Puede ser.

—Y lo último: No te pierdas, chiquilla. Me haces falta.

—Y tú a mí, papá.

El Pollo colgó sintiendo una horrible desolación. Tenía frente a sí lo que había quedado de su casa, repentinamente abandonada. No había una sola guitarra de una pieza, una sola prenda que pudiera ponerse. Lo único que se mantenía intacto era la televisión, que había sido el medio de supervivencia principal de sus inquilinos durante su ausencia. Fue a uno de sus bafles de 600 watts y le arrancó la parte trasera. Se congratuló con la suerte. Sacó de ahí los siete volúmenes de las tiras de Juventina y una botella de whisky de una sola malta, dieciocho años. Abrió la botella. Dio un trago y se sentó sobre la mesa de metal, de frente a la ciudad, como si fuera su rey, su soberano.

Trajo a su mente el día que recién se desdibujaba. El momento en que subieron a aquel camión de heno, el momento en el que, sobre la carretera, pudieron pagarle a un hombre para que los llevara de vuelta a la ciudad, el viaje en taxi, la despedida frente a su edificio, en la colonia Roma.

El Molina no tenía ningún hueso roto ni daños de gravedad. Aquella llamada que hiciera en un grito había sido el resultado de que los dos gordos le arrancaran mechones de cabellos sin miramiento alguno. A ambos lados de su cráneo aparecían las muestras de tal agravio, pero fuera de eso, no había habido nada de qué preocuparse. En cuanto se repuso de la intoxicación por gases, volvió a ser el mismo de siempre. Por eso el Pollo decidió ponerlo en un taxi a la casa de sus papás. Aún le quedaba algo de dinero y ése era uno de esos gastos incuestionables.

Hubo un momento, antes de despedirse, cuando el taxi estaba con la puerta abierta, en que el Molina se quedó callado y, sin mirar ni a Simón ni al Pollo a los ojos, se atrevió a abrir la boca por primera vez en el día sin escupir una queja o un lamento.

—Lou Gehrig fue un beisbolista formidable de la primera mitad del siglo veinte —exclamó con gravedad—. No sólo fue el mejor primera base de todos los tiempos sino que también tenía un promedio de bateo impresionante, además de que por muchos años se conservó imbatible su récord de juegos consecutivos.

Simón y el Pollo creyeron que había perdido la chaveta. Era un buen momento, de hecho, para volverse completamente loco. Pero ninguno dijo nada. Ni siquiera el taxista que lo aguardaba; a lo mejor porque había echado a andar el taxímetro.

—Su carrera se vio truncada por una horrible enfermedad degenerativa. Le dio algo que se llama esclerosis lateral amiotrófica, lo mismo que tiene Stephen Hawking. El caso es que le hicieron un homenaje en el estadio de los Yankees dos años antes de que muriera y Lou Gehrig, en el discurso de aceptación, dijo que se consideraba a sí mismo el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra. Lo curioso es que en su discurso no habló de sus logros en el deporte para sustentar esto… habló de sus amigos y su familia.

Y, dicho esto, se subió al automóvil y dio la orden de ser llevado para el norte, para Ciudad Satélite, para la casa en la que alguna vez había sido un chico de quince años con un montón de futuro por delante y muy poca certeza sobre cómo acabaría viviéndolo.

Después de un rato de rumiar la escena en sus cabezas, el Pollo y Simón dejaron escapar un suspiro simultáneamente.

—¿Subes? —preguntó el Pollo, aún con la vista fija en el punto por el que había dado vuelta el taxi de Molina.

Simón simplemente negó.

—¿Y a dónde vas a ir, si se puede saber? —lo cuestionó el Pollo—. No tienes casa, por si no te acuerdas.

Simón le apretó un hombro y se perdió en las calles; el sol, aquel sol benévolo, había iniciado su descenso y prometía una tarde buena, aunque taciturna. Por alguna razón el Pollo supo que no tendría que preocuparse por él, por el Charro de Dramaturgos, su camarada de tantos años. Tal vez porque tenía otro rostro. Más triste pero también, como la ciudad, más genuino.

El Pollo sintió, mientras traía a su mente todo esto, con la ciudad frente a sí a través del ventanal de su casa, antes estudio de baile, que valía la pena levantar la botella de whisky como si ofrendara un brindis. Por todo. Por el pasado, por la amistad, por el pendejo amor, por la suerte.

Por la suerte.

Dijo salud y pensó que todavía, milagrosamente, le había quedado dinero para un boleto de avión a Campeche. Uno solo. Viaje sencillo.

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