«Acuérdense de vez en cuando de este pequeño condotieri del siglo XX», escribió el Che Guevara a sus padres en marzo de 1965, antes de embarcarse hacia Bolivia, la estación final de su singular aventura. La revolución que contribuyó decisivamente a realizar; la utopía comunista que a fuerza de voluntad quiso y no pudo construir; los dos, tres, muchos Vietnames que soñó y no pudo encender; la emulación de su trayectoria por parte de miles de jóvenes que marcharon a la sierra para construir al «hombre nuevo» o encontrar el martirio; la secuela de desolación y sangre que dejaron las guerrillas y los ejércitos que las combatían, todos eran trazos vagamente inscritos en la historia mucho antes del 25 de noviembre de 1956, día en que Guevara partiera de costas mexicanas, junto con Fidel Castro y un puñado de compañeros, rumbo a Cuba. La historia hispanoamericana anunciaba –casi en el sentido religioso del término– a un personaje como Guevara. Y el personaje llegó a la cita, en el lugar y el momento oportunos. A partir de entonces, no sólo la América hispana, sino el mundo entero tendría amplias razones para recordar a aquel condotiero del siglo XX.
Aquellos años revolucionarios no pueden concebirse sin el antecedente del antiamericanismo en América Latina. El resentimiento no era idéntico en todo el subcontinente. En el Cono Sur, tras la lectura del Ariel de Rodó, se trataba de una ideología formulada como un conflicto de culturas: la América hispana contra la sajona, Ariel contra Calibán. En cambio en Centroamérica y el Caribe, donde la presencia militar, política y comercial de Estados Unidos, sobre todo a partir de 1898, fue creciente y hasta abrumadora, el conflicto se planteaba en términos prácticos: cómo lidiar con ese poder, cómo canalizarlo, limitarlo y eventualmente combatirlo. Y quizá ningún otro país vivió este drama con mayor profundidad que Cuba.
De acuerdo al historiador liberal mexicano Daniel Cosío Villegas, desde el arranque del siglo hasta los años cincuenta la memoria colectiva de muchos cubanos quedó marcada por diversos agravios objetivos (la presencia de los marines, la Enmienda Platt, etc.), pero el problema de fondo era la homologación total y vergonzosa que llevaban a cabo Estados Unidos de sus intereses diplomáticos y comerciales. Aun el presidente Roosevelt había consentido que en su gabinete hubiera tres ministros con intereses económicos directos en Cuba. No era casual que en 1922 un periodista cubano hubiese advertido: «el odio hacia los yanquis será la religión de los cubanos». Con esos antecedentes, Cosío Villegas lanzó en 1947 una sorprendente profecía que 12 años después se volvería realidad:
Por eso, en la América Hispánica hay dormida, quieta como agua estancada, una espesa capa de desconfianza, de rencor contra Estados Unidos. El día en que al amparo del disimulo gubernamental se lancen no más de cuatro o cinco agitadores en cada uno de los principales países hispanoamericanos a una campaña de difamación, de odio, hacia Estados Unidos, ese día toda la América Latina hervirá de desasosiego y estará lista para todo. Llevados por el desaliento definitivo, por un odio encendido, estos países, al parecer sumisos hasta la abyección, serán capaces de cualquier cosa: de albergar y alentar a los adversarios de Estados Unidos, de convertirse ellos mismos en el más enconado de todos los enemigos posibles. Y entonces no habrá manera de someterlos, ni siquiera de amedrentarlos.
En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, acosados por dos extremos igualmente desdeñosos de todo lo que representara la llamada «democracia anglosajona», los liberales latinoamericanos eran casi una especie en extinción. Si bien la política del «buen vecino» y el breve episodio del panamericanismo (propiciados ambos por Roosevelt) ganaron fugaces simpatías, con el advenimiento de la Guerra Fría comenzó a darse un nuevo fenómeno de convergencia ideológica, similar al que se había operado en el siglo XIX: ahora la derecha germanófila, vencida en la guerra, se amalgamaba con la izquierda marxista en el terreno común del nacionalismo hispanoamericano.
Los Estados Unidos –como incesantemente había advertido Martí– no tuvieron ojos para conocer (no se diga respetar) a sus vecinos, y por eso desdeñaron a sus aliados potenciales, los líderes demócratas de la región. Entre ellos, ninguno más notable que Rómulo Betancourt. Desde 1929 había luchado por la democracia en su país, Venezuela, que desde tiempos de Bolívar hasta 1947 no había conocido una sola elección libre. Presidente de su país por un trienio (1945-1948), Betancourt había promovido la candidatura del escritor Rómulo Gallegos, que en efecto ganó y tomó posesión, pero al poco tiempo fue depuesto por un golpe militar. Estados Unidos, predeciblemente, apoyó al general Marcos Pérez Jiménez (Eisenhower lo premió en 1958 en Washington por sus «servicios a la democracia») y no cesó de acosar a Betancourt como un supuesto comunista. Esos atropellos no ocurrían sólo en el ámbito político. En 1953, Cosío Villegas razonó el peligro inminente de una «revolución nacionalista tardía», y en una conferencia preparada para la Universidad Johns Hopkins (que no pudo leer por habérsele negado la visa) sostuvo que el comunismo obraba en «América Latina en condiciones ideales».
El cerco de odio se cerraba sin que los Estados Unidos lo advirtieran claramente. O, si lo advirtieron, actuaron de manera contraproducente, como en Guatemala en 1954. Con el apoyo abierto de la CIA, el coronel Carlos Castillo Armas depuso violentamente al gobierno legítimo –nacionalista y reformador– de Jacobo Arbenz. En las calles de Guatemala, en los sindicatos y las aulas, se prendió la chispa definitiva que años después estallaría en la Revolución cubana. Y es allí justamente cuando un médico argentino de 26 años, incorporado a las brigadas de auxilio, observaba cuidadosamente los hechos y lamentaba que no se hubiese armado al pueblo y que el gobierno de Arbenz cayese «traicionado por dentro y por fuera [...] igual que la República española». «Es hora de que el garrote conteste al garrote –concluía–: si hay que morir que sea como Sandino y no como Azaña.» Se refería al caudillo nicaragüense de la primera guerrilla antiimperialista en América Latina (asesinado por el dictador Somoza) y al último presidente de la República española (muerto en la Francia ocupada por los nazis, tras su renuncia).
El doctor argentino venía de un larguísimo peregrinar por la América hispana. Estaba convencido de que «algún día serían derrotadas las fuerzas oscuras que oprimen al mundo subyugado y colonial». Le producía una «indignación creciente la forma en que los gringos trataban a la América Latina». Aunque no leyera a Ariel, en el microcosmos cultural de la ciudad de Córdoba bebió las fuentes de su antiamericanismo esencial. Esa actitud se fincaba en el desprecio cultural por los yanquis (Guevara usaba la palabra «gringos», aún más derogativa). Otra fuente original de su postura fue la atmósfera que respiró en su casa durante la Guerra Civil española. Tenía apenas 10 años de edad, pero trató refugiados españoles. Y el esposo de su tía materna era corresponsal de guerra en España. Tenía una versión de primera mano de los hechos.
II
Ernesto Guevara de la Serna nació el 14 de junio de 1928. Sus padres pertenecían a la clase acomodada. La madre, Celia de la Serna, adorada siempre por el Che, provenía de ancestros virreinales y heredó un monto sustancial a la edad de 21 años. El padre, Ernesto Guevara Lynch, descendía de linajes españoles e irlandeses y era bisnieto de uno de los grandes potentados argentinos. Aunque la fortuna familiar había mermado, en la década de los veinte las perspectivas económicas de la pareja parecían favorables. A pesar de su origen, la familia (sobre todo la madre) tenía simpatías de izquierda. Admiraba a Alfredo Palacios, aquel abogado socialista que en el Parlamento y en su bufete defendía a los trabajadores.
La familia siguió un destino itinerante debido a las azarosas aventuras empresariales del padre que, en un momento, se hizo de una vasta propiedad de yerba mate en la selva. Los indios de la región lo recordarían como «un hombre bueno», pero el negocio quebró, entre otras cosas, por mala administración. Los efectos de la crisis de 1929 incidieron también sobre la herencia de Celia. Y, para colmo, el horizonte económico y emocional se nubló desde un principio debido a una seria enfermedad que, tras una inmersión en un sitio de agua helada, contrajo Ernesto, su hijo mayor. Esa enfermedad, el asma, sería su permanente condena y su acicate. Desde muy pequeño, los ataques lo ponían al borde de la asfixia, lo forzaban a recostarse inmóvil sobre el pecho de su madre. Temerosos de la posible muerte de su hijo, los padres se mudaron a Córdoba, lugar de clima más propicio, donde Ernesto creció, entre inyecciones e inhalaciones, acudiendo a la escuela de manera irregular. De los forzados retiros que le imponía su trastorno respiratorio, Ernesto se liberaba viajando por los libros de viajes: Stevenson, Jack London y 23 obras de Julio Verne.
Pero el joven Ernesto no se resignó jamás a las limitaciones que le imponía su mal. Eligió escapar de su condición física con el solo impulso de su voluntad. Y para ello practicó el rugby, deporte predilecto de las clases altas argentinas (también jugaba golf, ya que la familia, para cuidar su salud en un clima benigno, vivió por un tiempo en unas villas adjuntas a un club). El Che editó y publicó la primera revista de rugby en Argentina, Tackle, y firmaba con el seudónimo de «Chang-Cho» (en alusión a «chancho», por su poco apego al baño). Jugaba en el San Isidro Club. Al paso del tiempo, su pinta «bohemia», tan diferente a la elegante rigidez que lo circundaba, le atrajo no pocas simpatías femeninas.
Por la intensidad de su juego, sus compañeros de rugby lo apodaron «Furibundo Serna». El rugby combina la resistencia del futbol soccer con la explosividad del americano. Es extraordinariamente cansado. El jugador de rugby requiere mucho mayor musculatura que el de soccer y menos que el de americano, pero mayor resistencia. Es decir, requiere el tipo de cuerpo del que carecía Ernesto Guevara –que era bajito y enclenque, por su asma–. El golpeo no es tan brutal como en el americano, aunque es mucho más constante, de modo que el peso corporal cuenta mucho y la disciplina para mantenerlo es muy intensa. Por otra parte, el rugby es un juego de equipo que demanda accountability: uno debe estar en la posición asignada siempre. Si uno falla, alguien se lleva las costillas rotas. Esta disciplina engendra un espíritu de equipo y una forma muy peculiar de la lealtad. Es un deporte que demanda jugar con dolor o adolorido. Sobreponerse al dolor es un requerimiento. En el rugby, un jugador debe ir más allá de lo que el cuerpo puede dar. Es un deporte sucio, lodoso, de hombres honorables y valientes. Compañerismo, disciplina y obediencia. Seguir peleando, más allá de dedos rotos o costillas quebradas, y poner el cuerpo aunque el adversario sea evidentemente más fuerte. Eso aprendió el Che.
Lidiar con los problemas mediante la sola y desnuda fuerza de voluntad se convertiría en un lema vital para Guevara. La sombra constante de su propia enfermedad, la larga y estoica lucha de su amada madre contra el cáncer, su propia impotencia en el lecho de muerte de su abuela, todo ello contribuyó seguramente para que Guevara eligiera la profesión de médico. Su desempeño fue suficiente pero sin mayor aplicación. Su pasión era leer y para ello tomaba libros prestados de la casa de su amigo Gustavo Roca, una amistad que duraría toda la vida. Gustavo era hijo de Deodoro Roca, aquel teórico de la reforma de 1918 en la Universidad de Córdoba, que acuñó la teoría del «hombre entero». Sabemos que Ernesto Guevara compartía lecturas con su amiga Tita Infante y que ella le dio a leer Humanismo burgués y humanismo proletario: de Erasmo a Romain Rolland de Aníbal Ponce, una de las más indelebles influencias en el posterior pensamiento guevariano. Ponce afirmaba que es responsabilidad del socialismo «la construcción de una nueva subjetividad», y predicó la necesidad de concebir al socialismo y al comunismo como una construcción permanente de «una nueva cultura y un hombre completo, íntegro, no desgarrado ni mutilado, un hombre absolutamente nuevo». Esta idea entusiasta de renovación individual debía articularse con la otra parte del impulso: la necesidad de conocer, de expandir los horizontes y hacerse de la experiencia de nuestra América.
* * *
Aunque seguía viajando por los libros –no sólo de viajes, sino ya decididamente literarios, poesía y novela en español y francés–, muy joven comenzó a viajar de verdad, acompañado de un amigo y en motocicleta, por el norte y oeste de Argentina. Más tarde amplió su radio de acción en buques de carga a Brasil, Trinidad y Tobago, Venezuela. Llevaba puntualmente un cuaderno de viajes, escribía con soltura frecuentes cartas a sus padres y a sus amores. Tuvo novias hermosas, pero también de ellas propendía a escapar («el sexo –escribió alguna vez–, es una pequeña molestia que necesita distracciones periódicas, porque si no abandona su lugar y llena todos los momentos de la vida y joroba de lo lindo»). Sus viajes y sus estudios tenían un denominador común: confrontar o aliviar el dolor humano. Visitaba y trabajaba en leprosarios. Soñaba con volverse un alergista célebre. En uno de esos recorridos tempranos escribió una frase desconcertante: «Me doy cuenta de que ha madurado en mí algo que hace tiempo crecía dentro del bullicio cotidiano: el odio a la civilización.» Se refería, desde luego, a la civilización materialista. Pero lo que finalmente poseería su imaginación y voluntad sería su personal descubrimiento de la América hispana, de su vastedad y miseria comparadas con el arrogante Coloso del Norte.
A principios de 1952 emprende un viaje aun más ambicioso. Su turismo es cada vez menos contemplativo que médico e ideológico. Quiere conocer y curar el mapa del dolor en la América hispana. En Bolivia (país que, curiosamente, vivía su primer reparto de tierra con Paz Estenssoro) advierte la persistencia de un «absurdo sentido de casta». En los caminos de Machu Picchu apunta: «Perú no ha salido del estado feudal de la Colonia: todavía espera la sangre de una verdadera revolución emancipadora.» Como es su costumbre, trabaja apasionadamente en leprosarios y flagela su enfermedad nadando cuatro kilómetros en el Amazonas.
En Perú conoce al doctor Hugo Pesce, que dirige una institución oficial para atención a leprosos. Amigo de Mariátegui y militante comprometido con sus ideas (colaboraba en Amauta, fue uno de los enviados de Mariátegui al Congreso de la Comintern en Argentina en 1929 y fundó con él el Partido Socialista Peruano), Pesce sería una de las influencias directas en el desarrollo intelectual del Che Guevara. Años después, Guevara le enviaría un ejemplar de La guerra de guerrillas, con esta dedicatoria: «Al Doctor Hugo Pesce, que provocara, sin saberlo quizás, un gran cambio en mi actitud frente a la vida y la sociedad, con el entusiasmo aventurero de siempre pero encaminado a fines más armoniosos con la necesidades de América.» Pesce le acercó las obras de Mariátegui y Guevara quedó seducido, no tanto por el marxismo sino por el peculiar acercamiento al indio, a la propiedad comunista de los primeros propietarios de las tierras, y a la raza como promesa de la nueva civilización.
La estancia peruana resulta, a la postre, uno de los procesos más decisivos para Ernesto Guevara. Es notable, por ejemplo, que el joven médico argentino haya arrancado su viaje con la intención de convertirse en un gran alergólogo o clínico y, sin embargo, en sus diarios personales no hay casi nada sobre la práctica médica. Habla de su asma, pero apenas menciona la lepra y no se hace preguntas de orden clínico sino político. Varias veces se refiere a las conversaciones con el doctor Pesce, pero el hombre que bullía adentro era un revolucionario, no un médico. Por lo demás, la lectura de Mariátegui lo cura de su involuntario racismo: «El negro, indolente y soñador –apuntaba el joven Che– se gasta sus pesitos en cualquier frivolidad o en “pegar unos palos”, el europeo tiene una tradición de trabajo y de ahorro que lo persigue hasta este rincón de América y lo impulsa a progresar, aun independientemente de sus propias aspiraciones individuales.» Nunca más se vería asomo de racismo en sus escritos.
Al cabo de aquel viaje, Guevara hizo un breve y desagradable tránsito por Miami. De vuelta en Argentina, se apresuró a terminar sus estudios de medicina y partió definitivamente hacia la «América». Tras la caída de Arbenz en Guatemala, Guevara se encontraba, sin saberlo, en las puertas de su destino. En aquel tiempo comenzó a frecuentar de manera más sistemática la bibliografía marxista y a abrigar una admiración (que con el tiempo acotaría) por la Unión Soviética. Para entonces, Guevara no sólo sentía conocer de primera mano la enfermedad social que asfixiaba a la América Latina sino también a su agente directo –«los rubios y eficaces administradores, los amos yanquis»– y la única posible cura: una revolución nacionalista y social apoyada por campesinos armados como la que entrevió en las calles de La Paz. En la zona bananera de Costa Rica escribe:
Tuve oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruit convenciéndome una vez más de lo terribles que son esos pulpos capitalistas. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no descansar hasta [verlos] aniquilados.
Cuando conoció casualmente a Rómulo Betancourt, el político liberal venezolano, Guevara formuló la pregunta obligada durante la Guerra Fría: en caso de guerra entre Estados Unidos y Rusia, ¿por quién optaría? Betancourt se inclinó por Washington y Guevara lo tildó allí mismo de traidor. Betancourt, el personaje al que el gobierno americano consideraba comunista.
* * *
La experiencia de Guatemala es un antecedente clave para entender su espíritu guerrero. Odió que se rindiera la plaza sin pelear. Reclama armas. Se siente frustrado. Entre los jóvenes radicales atraídos por la Guatemala de Arbenz, estaba Hilda Gadea, exiliada peruana, quien se convertiría en su primera esposa. Hilda era tres años mayor y tenía más experiencia política, pero carecía de la pasión de Ernesto. En abril de 1954, le escribe a su madre: «desarrollo unas interminables discusiones con la compañera Hilda Gadea, una muchacha Aprista a quien yo con mi característica suavidad trato de convencerla de que se largue de ese partido de mierda. Tiene un corazón de platino lo menos». Era una relación intelectual y política entre un hijo remoto del radical Mariátegui y una hija del moderado Haya de la Torre. Guevara quería ponerle Vladimir al primer hijo que pensaba concebir con Hilda. Tras la caída de Arbenz, México –fiel a su tradición de ser puerto de abrigo para los perseguidos políticos– le otorgó asilo. En México lo esperaba la cita que definiría su vocación histórica. Estaba llamado a ser uno de esos «cuatro o cinco agitadores» que harían estallar el «hervidero» de desasosiego y odio en Latinoamérica. Poco antes había reconocido ya el escenario de su destino:
América será el teatro de mis aventuras con carácter mucho más importante de lo que hubiera creído; realmente creo haber llegado a comprenderla y me siento americano con un carácter distintivo de cualquier otro pueblo de la tierra.
«Guevara tenía entonces un aire bohemio, un humor suficiente, provocador y argentino andaba sin camisa, era algo narcisista, trigueño, de estatura mediana y fuerte musculatura, con su pipa y su mate, entre atlético y asmático, alternaba Stalin con Baudelaire, la poesía con el marxismo.» La descripción perfecta es de Carlos Franqui, periodista enviado a México por el movimiento opositor cubano «26 de Julio» para tomar contacto con Fidel Castro, el líder exilado en México tras el legendario y frustrado ataque al cuartel Moncada. Años después, Franqui jugaría un papel muy importante en la vida cultural cubana durante los primeros años de la Revolución.
El Che había llegado a México a fines de 1954 y permanecería hasta fines de 1956, cuando el Granma zarpó desde el puerto de Tuxpan. Durante los Juegos Panamericanos que tuvieron sede en México, trabajó de fotógrafo deportivo; más tarde ejerció su profesión como alergista en el Centro Médico. Sus compañeros lo recuerdan escaso de conocimientos pero rebosante de pasión médica. Sus enfermos lo adoraban. En México se casa con Hilda, nace su hija y viaja incesantemente por los paisajes del país y de la imaginación. Hay 161 menciones a diversos viajes en sus cartas. Asciende volcanes, visita la zona maya, sueña con París, adonde irá «a nado, si es necesario». Es «un caballero andante», un «peregrino», «un espíritu anárquico», «un vago rematado», un «ambicioso de horizontes». De pronto, conoce al hombre que lo fija. Conversó con él casi diez horas:
Fidel Castro me impresionó como un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran las que encaraba y resolvía. Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese hacia Cuba iba a llegar. Que una vez llegando iba a pelear. Que peleando iba a ganar.
En una noche el Che decide enrolarse como médico en el grupo de los futuros expedicionarios. Resuelto a embarcarse en la aventura revolucionaria, necesitaba anclar su ideología política en un puerto definitivo. En esa «nueva etapa» de su vida lee al «eje primordial... de San Carlos (Marx)», apoya abiertamente la represión rusa en Hungría, declara que las críticas del XX Congreso del PC soviético son «propaganda imperialista», toma clases de ruso, entabla una sólida amistad con Nikolái Leonov, agente de la KGB en la embajada rusa, y no sólo devora a Lenin y a Marx, los intenta poetizar:
y en la clarinada de países nuevos
yo recibo de frente el impacto difuso
de la canción de Marx y Engels.
Al margen de las cualidades literarias de su escritura –menos dudosas, desde luego, en sus diarios que en su poesía–, es en ella donde el Che expresa su experiencia íntima. Alguna vez había pensado escribir un libro sobre la medicina social latinoamericana. Ahora elevaría la medicina a práctica revolucionaria. A una vieja mujer asmática llamada María, que muere a su lado en el hospital, le jura, estrechando sus manos, con la «voz baja y viril de las esperanzas / la más roja y viril de las venganzas / que tus nietos vivirán la aurora». Pareciera que el asma es una metáfora del sufrimiento de América Latina, Estados Unidos su causante, y la revolución la cura.
Los rebeldes entrenaban clandestinamente practicando el remo, la lucha, gimnasia, alpinismo y caminata. Rentaban un rancho cercano a la ciudad de México donde se ejercitaban en el tiro al blanco. Entre ellos estaba el asmático doctor Guevara, que como en los tiempos del «Furibundo Serna», obtenía excelentes puntos. Fue, como era de esperarse, el mejor tirador del grupo. La policía mexicana los encarceló y estuvo a punto de extraditarlos, de no haber mediado los buenos oficios del ex presidente Lázaro Cárdenas, el reformador social y nacionalista que intercedió ante el presidente Ruiz Cortines en favor de Fidel Castro, «ese joven intelectual de temperamento vehemente, con sangre de luchador». A ese luchador le dedicaría Guevara un poema –ése sí decididamente cursi–, el «Canto a Fidel»:
Vámonos,
ardiente profeta de la aurora,
por recónditos senderos inalámbricos
a libertar el verde caimán que tanto amas...
Con algunas excepciones como el propio Guevara y Raúl Castro, los expedicionarios no se declaraban marxistas. Eran «guerrilleros» en la acepción original de ese término, acuñado en España en 1808 para designar a las tropas irregulares de españoles que acosaban al invasor napoleónico. El Che participaba también de ese antiguo espíritu. Tenía algo de Javier Mina, el guerrillero español que cruzó el Atlántico para luchar contra la tiranía de su país y la independencia de México. Y algo de Lord Byron en su aventura contra los turcos: la guerra como la forma superior de la poesía.
III
La campaña del Che en la Sierra Maestra estableció su fama de líder igualitario, valiente, capaz. Como comandante militar, practica con sus hombres una disciplina estricta pero con el mismo rigor la aplica a sí mismo. «Parsimonioso y ascético –escribe Hugh Thomas–, a Guevara se le consideraba como el primero en pelear, el primero en atender a un compañero herido, el primero en hacer sacrificios.» Y Carlos Franqui recuerda:
Objetivamente, el Che se hizo solo. Con su talento, su voluntad y su audacia... El Che convirtió a los enfermos, con armas rotas, en la segunda guerrilla de la Sierra. Hizo las primeras bajadas al llano. Creó el primer territorio libre en el Hombrito... Y aunque no era un sentimental, no olvidaba que el soldado era un ser humano.
Pero también era inclemente. Muchos disidentes han relatado su severidad extrema y «furor asesino». Los ejemplos de excesos durante los años en la Sierra Maestra están honestamente reproducidos en la excelente biografía de Jon Lee Anderson, a diferencia de El Che, la visión idealizada de Paco Ignacio Taibo II. Así cuenta cómo eliminó a un chivato: «La situación era incómoda para la gente y él, de modo que acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola calibre 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto»; o cómo dio instrucciones de matar a otros: «Finalmente se prepararon para el ataque, y dejaron a Osorio al cuidado de dos hombres “con encargo de matarlo apenas iniciado el tiroteo, cosa que cumplieron estrictamente”.» «Por más que el Che se empeñe en atribuir motivaciones traicioneras a los desertores –escribe Anderson, al narrar uno de esos hechos– el incidente es revelador no tanto de la moral revolucionaria como de la dureza de su personalidad en aquella época.» «La marcha del Che a través de la Sierra Maestra estaba sembrada de cadáveres de chivatos, desertores y delincuentes, hombres cuyas muertes había ordenado y en ocasiones ejecutado él mismo.»
En el libro elegiaco de Paco Ignacio Taibo asistimos con vivacidad al paulatino descubrimiento que hace el Che de los guajiros cubanos, y apreciamos el «aura mágica» que llegó a alcanzar entre ellos. De esta simpatía genuina pero incidental, el Che, propenso siempre a imaginar una teoría general a partir de su experiencia personal, extraerá sus ideas sobre el papel del campesinado en la revolución. Teoría tan novedosa como equivocada porque, desde los tiempos del populismo ruso del siglo XIX, la experiencia mundial probaría que los campesinos no comparten los ideales de los universitarios urbanos. Tal vez por la promesa (cumplida, en cierta forma) de liberación étnica que significaba la revolución de Castro, los guajiros cubanos fueron una excepción y la apoyaron entonces. No obstante, no debe olvidarse que los campesinos de la Sierra Maestra eran muy escasos. La guerrilla no tuvo más de 2 000 o 3 000 soldados en su momento de máximo esplendor, la mayoría combatientes de las ciudades llevados por el movimiento clandestino. La idea de que el triunfo de la guerrilla se debió al apoyo campesino es algo que a la postre le costaría la vida al propio Che Guevara.
Todos los cronistas de la Revolución cubana subrayan la lucha recurrente del Che en la Sierra Maestra con los severos ataques de asma. Una vieja campesina recordaba uno de ellos: «Se quedaba tranquilo, respirando bajito –dice la vieja Chana– [...] daba pena ver a ese hombre tan fuerte, tan mozo así, pero a él no le gustaba la lástima.» Le gustaba la acción, la descarga cósmica de adrenalina que compensaba su condición, los triunfos logrados con cargas de jugador de rugby, los embates suicidas. El «Furibundo Serna» de los campos de rugby se convirtió en el implacable comandante que encara y encarna a la muerte en la Sierra Maestra: «he descubierto que la pólvora es lo único que me alivia del asma». Siempre hubo algo adolescente en su actitud, como lo hubo en los ideales de los años sesenta: por eso solía «escapar hacia adelante» –en la afortunada frase de Castañeda, tomada de Franqui–, escapar hacia la posible muerte, todo menos encarar la incómoda realidad.
Aquellos héroes sintieron que su momento de gloria continuaría hasta la eternidad. Construirían una Cuba más próspera y justa, más autónoma y orgullosa, libre e igualitaria. Pero en la abstracta formulación de ese sueño, el Che Guevara iba adelante de sus compañeros, adelante del propio Fidel Castro, que en todo momento mantuvo un sentido infinitamente más agudo de la realidad política. «La guerra nos revolucionó –escribió el Che al gran novelista argentino Ernesto Sabato–, no hay experiencia más profunda que el acto de guerra.» La victoria transfiguró al Che, ahondando definitivamente los trazos de un incurable idealismo personal, inmune a cualquier refutación de la realidad: el convencimiento absoluto sobre la superioridad del mundo socialista, en particular de la URSS, sobre el Occidental; el odio casi teológico hacia el imperialismo yanqui (se oponía hasta a la venta y consumo de Coca-Cola); la posibilidad de exportar la experiencia revolucionaria a toda América y al Tercer Mundo.
Ya en el poder, Guevara trató de instrumentar la utopía aplicando, con la voluntad de «Furibundo Serna» y en toda su pureza, las teorías en las que creía (reforma agraria inmediata e integral, expropiación absoluta sin indemnización de la economía, centralización burocrática, abolición de las transacciones monetarias, etc.) que se podía edificar la utopía; la confianza en atraer el apoyo indiscriminado, permanente y sin ataduras de los países del bloque comunista, para construir la gran potencia industrial del Caribe. Cuando la realidad no resultaba como la había imaginado, Guevara no dudaba de sus premisas: más bien las ahondaba. Debido al papel central de la voluntad en su supervivencia personal, Guevara no podía tolerar fisuras en su acción y sus ideas.
Desde los días posteriores al triunfo de la Revolución, Guevara comenzó a mostrar los aspectos más oscuros del «hombre nuevo», forjado en la guerra. El gobierno de Fulgencio Batista, surgido de una traición al proceso democrático, fue sumamente cruel y represivo. Eso se espera de un tirano y de una dictadura. La crueldad revolucionaria, sin embargo, tenía un doble filo. Por un lado, mucha gente esperaba la venganza y las ejecuciones de los déspotas y prepotentes oficiales. Pero, por otro, la aspiración de justicia y la esperanza en un gobierno superior convierten el derramamiento de sangre en una nueva deuda: el nuevo régimen debiera ser menos cruel. No lo fue. José Villasuso, abogado que trabajó con el Che en la prisión de La Cabaña preparando las acusaciones, relata haber escuchado decir al Che: «No demoren las causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses, las pruebas son secundarias. Hay que proceder por convicción. Es una pandilla de criminales, asesinos. Además, recuerden que hay un tribunal de Apelación.»
La triunfante Revolución cubana ejecutó a cientos de personas acusadas de ser criminales de guerra durante el régimen batistiano. Y en la prisión de La Cabaña, el Che figuraba como el principal juez de la revolución. Con frecuencia, más que juez era verdugo: actuaba muchas veces sin esperar los dictámenes de los jueces. Ser inclemente, según el Che, era una virtud revolucionaria. Tras encargarse de cientos de ejecuciones, reponiéndose apenas de un surmenage al lado de la mujer más hermosa de Cuba (Aleida March, que sería su segunda esposa, madre de cuatro hijos), el Che desemboca en los hechos más oscuros de su vida revolucionaria. Es la vieja película de la Rusia bolchevique que vuelve a pasar. Construye el eficaz aparato de seguridad cubano, contribuye a arrasar con todo rastro de libertad política en la prensa o la vida universitaria, detesta la crítica independiente, trabaja en el adoctrinamiento ideológico del ejército («vanguardia del pueblo cubano») y crea, en Guanahacabibes, el primer campo de trabajo en Cuba: «Allí se manda a la gente que ha cometido faltas a la moral revolucionaria de mayor o de menor grado con sanciones simultáneas [...] como un tipo de reeducación mediante el trabajo. Es trabajo duro, no trabajo bestial.» Pero entre los encarcelados se hallaban los homosexuales, los Testigos de Jehová, los pordioseros y los disidentes.
IV
En casa de Norman Mailer, durante su breve estancia en Nueva York, Guevara contó que, tras el triunfo de la Revolución, Fidel Castro tenía claro que el Ministerio de la Defensa estaría a cargo de su hermano Raúl, pero ¿y quién se ocuparía de la economía? Y decidió preguntar en una reunión con sus allegados: «¿Alguien aquí es economista?» El Che alzó la mano. Fue nombrado a la cabeza de la economía cubana y después, al ser cuestionado de nuevo acerca de sus conocimientos de economía, dijo, sorprendido: «¿economista? Yo escuché comunista».
Parece haber un acuerdo, entre sus biógrafos y los testimonios de quienes trabajaron con el Che, respecto de su falta de preparación como economista. Desde noviembre de 1959, el Che dirige el Banco Nacional de Cuba y firma «Che» en los billetes oficiales. Lo hace con estilo marcial, y así ahuyenta a casi toda la clase administrativa. Una anécdota ilustrativa proviene del antiguo presidente del Banco Central de Cuba, Salvador Vilaseca:
Cuando fue nombrado presidente del Banco, llamó a un amigo para que fuera a trabajar con él en un cargo de importancia de esa institución. El amigo, asustado por la responsabilidad, le señaló que no creía tener condiciones para desempeñarlo, puesto que no sabía nada de banca, a lo que el Che le contestó: «Yo tampoco sé nada de eso y estoy de presidente.»
En general, pareciera que el ávido, incluso voraz lector que pudo haber sido Ernesto Guevara, simplemente no entendía en qué estaba metido. Según los más, sus conocimientos de economía no pasaban de unas cuantas ideas, un tanto confusas. Jorge Castañeda, en su libro Compañero. Vida y muerte del Che Guevara, detalla los desastres de la economía cubana tal como fue concebida y manejada por Guevara. Apunta la inexperiencia general, la hemorragia de las clases medias, la escasez de recursos debido al embargo norteamericano, el «caos administrativo que cualquier revolución trae consigo». Curiosamente, no atribuye el fracaso al analfabetismo económico del Che, a la abolición del mercado o al carácter estructural del desastre económico en todos los países del bloque comunista.
Más tarde, como ministro de Industria al mando vertical de 150 000 personas y 287 empresas de toda índole (azucareras, telefónicas, eléctricas, constructoras, imprentas, hasta chocolateras), puso en práctica métodos que ya habían probado su inconveniencia durante la era del «comunismo de guerra» en la URSS (1918-1921). Pero Guevara no conocía la historia elemental del país al que más admiraba. O no conectaba sus lecturas con la experiencia. Leía para escapar hacia adelante, no para aprender. Sus medidas hundieron la economía cubana en el déficit insostenible de su balanza de pagos, la escasez y racionamiento crónicos de productos de primera necesidad. Guevara nunca entendió por qué. Pero, por algunas décadas, los enormes subsidios rusos enmascararon la realidad.
El economista checoslovaco Valtr Komárek (que en 1989 se convertiría en el primer vicepresidente del gobierno federal de la Checoslovaquia poscomunista) trabajó directamente con el Che en Cuba como asesor en economía durante intensos periodos de 1964 y 1965. Komárek afirma que Guevara, aunque de posición marxista, «sabía mucho de economía norteamericana» pero no podía convencerse de que los esfuerzos del bloque comunista jamás podrían competir con la economía de mercado de los países capitalistas. «Mire, Komárek, la economía socialista es una basura, no es economía.» ¿Qué hacer? De ahí proviene, según Komárek, la particularidad de la perspectiva económica del Che Guevara: «Mire, la única oportunidad para el socialismo está en sus valores morales, tenemos que discutir sobre incentivos morales, sobre la vida humana.» La respuesta dada a Komárek es puro Che: la voluntad de transformar al mundo debe ser más poderosa que el mundo mismo. Y no será la última vez que «Furibundo Serna» se arroje de frente contra la realidad. En conversación con René Dumont –citada por Thomas–, Guevara mencionó que su objetivo era dar a los trabajadores un sentido de responsabilidad, no de propiedad, y se mostraba ya crítico del énfasis que la Unión Soviética estaba dando al incentivo material en el trabajo. Él se rehusaría a «participar en la creación de una segunda sociedad Norte Americana».
* * *
Estados Unidos era el gran comprador de la producción azucarera de Cuba. «Sólo espero en Dios que los Estados Unidos no corten la cuota en el azúcar c eso convertiría a Cuba en un regalo a los rusos», dijo Hemingway, poco antes de que Eisenhower, en efecto, cortara las compras de azúcar. Pero lo cierto es que para entonces los vínculos de Cuba con el bloque comunista eran irreversibles. El conflicto con Estados Unidos estalla en la primavera de 1960, cuando el gobierno cubano ya ha firmado varios acuerdos de colaboración con la Unión Soviética, Alemania Oriental, Checoslovaquia y otros países del campo socialista, a sugerencia, entre otros, del Che Guevara. Al mismo tiempo, han comenzado a estatizarse sin indemnización grandes empresas y medios de comunicación. En el verano se produce la ruptura: Estados Unidos, convencido de que el gobierno revolucionario va hacia una alianza con el campo socialista (anunciada en un acuerdo azucarero entre La Habana y Moscú), reducen la cuota azucarera. Fidel obliga entonces a las plantas norteamericanas a refinar crudo soviético y éstas, naturalmente, se niegan. En respuesta, se emite la Ley Núm. 851 del 6 de julio de 1960 que autorizaba al gobierno a nacionalizar bienes y empresas de ciudadanos norteamericanos por vía de expropiación forzosa y sin indemnización. En consecuencia, el ministro de la URSS Anastás Mikoyán buscará rescatar la producción cubana comprometiéndose a adquirir 425 000 toneladas de azúcar en 1960 y un millón de toneladas anuales hasta 1965, además de brindar apoyo técnico para la transformación industrial y un crédito de 100 millones de dólares. La suerte estaba echada. El país se hallaba preso en el monocultivo, endulzando las tazas de té de un nuevo y gigantesco patrón.
En términos económicos, lo más sorprendente del caso es que, desde antes de 1959, Cuba sabía bien que debía empezar a reducir su fuerte dependencia de la industria azucarera: muchos exportadores azucareros como Brasil o Australia estaban en posición de absorber una parte del mercado estadounidense. La misma producción interna de Estados Unidos estaba creciendo. El Che tenía razón en afirmar que la cuota americana era un «instrumento de opresión imperialista», pero la salida –nunca debió ser– no era el monocultivo al servicio de un nuevo imperio sino una diversificación económica razonada, y sujeta al mercado. Carlos Franqui, ex director de Revolución, que se convertiría en uno de los disidentes más respetados, escribe en su Retrato de familia con Fidel (1981):
La ganadería cubana abasteció casi normalmente de carne y leche al consumo nacional. Cuba importa cuarenta millones de dólares en grasas, cuando en su suelo se dan el maní, el girasol, la higuereta. Puede producir granos, papas, plátanos [...] frutas y vegetales. Puede aumentar su producción arrocera y algodonera. Exportar café y tabaco.
No se hizo. Al sustituir desde el inicio un comprador absoluto por otro, se dio al traste con ese proceso de diversificación y se optó por la concentración de recursos en una industria con un mercado en decadencia. El resultado fue una abrumadora dependencia del azúcar vendido a los soviéticos. Los subsidios eran generosos pero también claramente artificiales, porque los precios del azúcar declinaban a nivel mundial. Cuba llegó a producir hasta ocho millones de toneladas en un año, pero, a todo lo largo de su historia en la órbita soviética, la mayor parte de esa producción se destinaba a ese país y sus aliados. En 1990, justo antes de la caída de la URSS, el azúcar representaba el 90% de los ingresos por exportaciones de la isla. Pero, como era de esperarse, cuando la URSS cayó, con ella cayó también la industria azucarera cubana, y no ha podido recuperarse desde entonces.
V
Bajo la influencia norteamericana (y en parte también como herencia de la vieja economía esclavista), Cuba había sido, en buena medida, una sociedad racista. Una fuente de lealtad hacia los revolucionarios fue la promesa (cumplida) de liberación étnica y el ascenso en el lugar social de los guajiros. En esa lealtad –según explica el historiador Rafael Rojas– había dos elementos adicionales y concatenados. «Primero, el hecho de que la mentalidad de los cubanos seguía estando bajo la amenaza de la dominación de los Estados Unidos (por la incertidumbre política y jurídica de breves periodos de democracia interrumpidos por golpes miliares); y, segundo, por el reparto de tierras y las leyes contra el latifundio que Fidel Castro comienza a instrumentar a favor de los campesinos desde 1959.» La Ley de Reforma Agraria (del 7 de mayo de 1959) buscaba la repartición de tierra bajo la forma de la propiedad para los campesinos. Los primeros títulos de propiedad fueron entregados el 9 de diciembre de ese mismo año. «Hoy –dice el Che– se firmó el certificado de defunción del latifundio. Nunca creí que pudiera poner mi nombre con tanto orgullo y satisfacción sobre un documento necrológico de un paciente que ayudé a tratar.» Esta ley, aplaudida universalmente, no fue rechazada por el gobierno americano. En una nota del Departamento de Estado del 11 de junio el gobierno de Eisenhower reconocía el derecho del Estado cubano a expropiar grandes latifundios incluyendo algunos de compañías como la United Fruit Company, pero demandaba el cumplimiento de las indemnizaciones contempladas en la propia ley.
Pero casi inmediatamente, por inspiración de los comunistas, comenzó la creación de las granjas cooperativas. Luego de la declaración del «carácter socialista» de la Revolución de abril de 1961, la Segunda Ley de Reforma y la Segunda Declaración de la Habana de 1961 aplican la colectivización forzosa (que, en contraste con todas las demás áreas de la economía, según aduce Anderson, no fue absoluta). El viejo conflicto de las tierras toma un giro político que ahondó la distancia entre los mismos revolucionarios. Huber Matos halla en eso la traición de Castro (la traición a la promesa de la propiedad de la tierra y del giro marxista que nunca había aceptado Fidel Castro). No sólo él. Muchos de los apoyos urbanos que tuvo la Revolución fueron suprimidos o borrados, y el primer punto del disenso era precisamente el de la propiedad de la tierra.
Por lo que hace al Che, desde un principio abogó por la estatización total. De acuerdo con Franqui, su propio proyecto (sometido a Fidel) «golpeaba a muerte al latifundio y buscaba desencadenar la lucha de clases, el conflicto con Estados Unidos y [con] el capitalismo criollo. Eliminaba el reparto individual de tierras y propendía a la nacionalización estatal». Éste fue el proyecto que a la postre triunfó. «Todos eran enemigos –recuerda Franqui–, latifundistas, mayorales, encargados, inspectores, técnicos, vacas, toros, cañaverales, arrozales, haciendas, casas, maquinarias. Un ciclón dando golpes a diestra y siniestra.» El ciclón cesó. El campo cubano pasó de tener cientos de pequeños y medianos propietarios a un único dueño: el Estado.
Ya entonces se vivía en el contexto de confrontación con Estados Unidos. Una parte de la población cubana había decidido emigrar. Para principios de 1961, Jorge Domínguez y otros autores han calculado la cifra de exiliados en unas 60 000 personas.
VI
En enero de 1961, el nuevo presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy y su equipo de políticos jóvenes y agresivos aprueban el plan para la invasión de Cuba. El 17 de abril de 1961 las fuerzas anticastristas entrenadas por la CIA desembarcan en Playa Girón. Fidel Castro en persona encabeza la resistencia y vence a los invasores en tres días. El resultado reafirma el poder y el prestigio del gobierno revolucionario en el mundo.
La gigantesca y vertiginosa transformación proyectada por el Che nunca tomó forma. Más allá de los problemas técnicos y administrativos, la capacidad laboral de Cuba fue disminuyendo de manera alarmante. Durante 1963, por ejemplo, los trabajadores de las granjas estatales trabajaron en promedio de 4.5 a 5 horas diarias, sin contar que buena parte de la maquinaria y las materias primas fueron adquiridas por el gobierno cubano sin definir su uso. Cayó la productividad y aumentó dramáticamente el ausentismo de los trabajadores (la huelga ya no era una opción posible). De pronto, la buena voluntad quedó en una serie de incentivos que terminaron siendo disuasorios, lo cual se enlaza con la interpretación del papel del campesinado en una revolución. Cuando Castro comienza a repartir tierras, lo hace con una idea política en la cabeza, no con una finalidad de producción económica. Buscaba el favor de la gente. Por contraste, cuando se trataba de incentivar el alma socialista, el resultado fue contraproducente.
Como ministro de Industria, el Che reorganizó sectores industriales en función de los productos, sin tener en cuenta si podían ser producidos con eficiencia. La conclusión fue trágica: «en las fábricas –sostiene– se está produciendo cada vez con peor calidad...» En medio de la debacle, él insiste en sus esfuerzos sobrehumanos. En una reunión de ministros despotrica sobre los problemas que enfrentaba la producción masiva en Cuba, causados por la falta de preparación y tecnología pero sobre todo por la decisión ya tomada e inapelable, que para el Che era un dogma absoluto: la abolición de la iniciativa y la inversión privadas, la desaparición total del comercio, hasta del más pequeño comercio. En una reunión de ministros se muestra «francamente enfadado y empieza a sacar cosas y ponerlas sobre la mesa: muñecas deformes que parecen viejitas, un triciclo que es una porquería, un zapato que por tener sólo dos clavos en lugar de los ocho o diez que necesita pierde el tacón, un zíper para la bragueta del pantalón (y hay 20 000 más) defectuoso, que se abre, al que burlonamente la población llama Camilo (por su fama de don Juan), una cama a la que se le salen las patas, un shampoo que no limpia el pelo, unos polvos faciales que ocultan su color, y amoniaco que hay que colar para usarlo. La conclusión es trágica: «en las fábricas se está produciendo cada vez con peor calidad...»
El Che Guevara seguía sometiéndose a un régimen personal de austeridad, y rechazó los privilegios que se le ofrecían para él y su familia. Era una forma de dejar testimonio sobre lo único que le importaba: la transfiguración del individuo a través de incentivos morales. Había que ver al Che en esos «domingos solidarios de trabajo voluntario», extenuado pero alegre, construyendo escuelas, fabricando zapatos, cargando sacos de arroz, cavando zanjas, hilando tejidos y cortando caña «al son del cántico revolucionario». Era, es verdad, una hermosa estampa igualitaria que debía mover a «la emulación» como palanca de energía productiva. A su juicio, el incentivo moral era más importante –debía serlo– que el económico. Por eso corría de fábrica en fábrica arengando a los obreros, movilizando su «conciencia social» o, cuando las cosas llegaban al extremo, «reeducándolos». Pero el trabajo voluntario no remediaba el fracaso económico ni era una ruta realista para incentivar el trabajo humano. El propio Fidel Castro lo criticaba. Según consigna Thomas, en el verano de 1965 –año en que Guevara desapareció de la escena política–, Castro habría dicho a unos trabajadores cañeros: «no podemos elegir métodos idealistas que conciben al hombre guiado sólo por el deber, porque en la realidad no es así [...] sería absurdo esperar que las grandes masas que se ganan la vida cortando caña hagan el máximo esfuerzo sólo porque se les diga que es su deber. Eso sería idealista».
Quienes entendieron muy bien el desastre fueron los rusos, que no eran los bolcheviques puros y generosos que Guevara imaginaba. Su amigo Leonov recuerda las interminables discusiones de Guevara en Moscú. Según Alexander Alexeiev, el hombre clave de la URSS en América Latina entrevistado en Moscú por Castañeda, el Che había sido «el arquitecto de la colaboración económica soviético-cubana». El siguiente paso, por supuesto, era someter la lista de compras, regalos y requerimientos en efectivo a los camaradas soviéticos. El sagaz Anatoly Dobrynin recordaría: «Guevara era imposible, quería una pequeña siderúrgica, una fábrica de automóviles. Le dijimos que Cuba no era lo suficientemente grande como para sostener una economía industrial. Necesitaban obtener divisas y la única manera de obtenerlas era haciendo lo que hacían mejor: cultivar azúcar.» Theodore Draper concluyó que desde 1960 los cubanos se habían comportado como si los soviéticos les hubiesen extendido mucho más que la línea de crédito de 100 millones de dólares que en efecto les abrieron; es decir, una cuenta abierta e indefinida. Cuando los rusos adujeron sus propios problemas económicos, Guevara los atribuyó a las desviaciones autogestionarias y descentralizadoras que lindaban peligrosamente con el veneno capitalista. Comenzaba a separarse de la URSS... por el flanco izquierdo.
La decepción del Che con la actitud soviética –que en el fondo consideraba una forma de ingratitud histórica– se ahondó con la crisis de los misiles. Guevara estuvo lejos de Castro en los momentos cruciales pero, al enterarse del acuerdo entre Jruschov y Kennedy y el retiro de los cohetes nucleares, hace una declaración perfectamente sincera que ilustra el grado en que esa ruleta rusa, de haber estado en manos de los croupiers cubanos, pudo haber desembocado en la tercera guerra mundial: «Si los cohetes hubiesen permanecido en Cuba, los hubiéramos utilizado todos, dirigiéndolos contra el corazón de los Estados Unidos, incluyendo Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión.» Obviamente, consideró también las consecuencias de ese ataque, pero no lo arredraban: «Es el ejemplo escalofriante de un pueblo que está dispuesto a inmolarse atómicamente para que sus cenizas sirvan de cimiento a las sociedades nuevas.» En los días álgidos, Guevara escribió un artículo que se publicaría póstumamente y que no deja lugar a dudas sobre su resolución: «procederemos por la vía de la liberación, aunque eso cueste millones de víctimas atómicas». En el texto, entreveía la marcha del pueblo cubano «avanzando sin miedo hacia la hecatombe que significa la redención final».
El pueblo cubano, claro está, no fue ni iba a ser consultado libremente en tal circunstancia, ni en ninguna otra, pero la conflagración se evitó gracias al sentido de realidad de los soviéticos, que Guevara consideró una «destrucción jurídica» para Cuba. En una fascinante conversación que rescata Castañeda entre Anastás Mikoyán y Guevara, el vicepremier soviético refuta paternalmente sus reclamos con una frase lapidaria: «Vemos vuestra disposición a morir bellamente pero pensamos que no vale la pena morir bellamente.»
En esos años de frenesí, el poeta juvenil reaparecía en el Che, ligado al tema de la redención y el martirio. Así se lo hace saber a León Felipe, su poeta favorito, aquel fervoroso republicano que salió de España a raíz de la Guerra Civil:
Maestro: Hace ya varios años, al tomar el poder la Revolución, recibí su último libro dedicado por Ud. Nunca se lo agradecí, pero siempre lo tuve muy presente. Tal vez le interese saber que uno de los dos o tres libros que tengo en mi cabecera es El Ciervo; pocas veces puedo leerlo porque todavía en Cuba dormir, dejar el tiempo sin llenar con algo o descansar, simplemente es un pecado de lesa dirigencia [sic]. El otro día asistí a un acto de gran significación para mí. La sala estaba atestada de obreros entusiastas y había un clima de hombre nuevo en el ambiente. Me afloró una gota del poeta fracasado que llevo dentro de mí y recurrí a Ud., para polemizar a la distancia. Es mi homenaje; le ruego que así lo interprete. Si se siente tentado por el desafío, la invitación vale. Con sincera admiración y aprecio. Cmdte. Ernesto Che Guevara.
León Felipe fue uno de los más íntimos apegos del Che Guevara. De aquel libro le gustaba en particular el poema «A Cristo»:
Cristo, te amo
no porque bajaste de una estrella
sino porque me descubriste
que el hombre tiene sangre,
lágrimas, congojas...
¡llaves, herramientas!
para abrir las puertas cerradas de la luz.
Sí... Tú nos enseñaste que el hombre es Dios...
un pobre Dios crucificado como Tú.
Y aquel que está a tu izquierda en el Gólgota,
el mal ladrón...
¡también es un Dios!
VII
No sabía permanecer entre cuatro paredes, ni le venía bien empujar papeles. Por dentro lo seguía habitando la intención (no la obra) del poeta romántico y el guerrillero feroz que sólo cura el asma con la pólvora. Los fracasos económicos no habían minado su voluntad pero sí su sensación de desasosiego e impotencia. Volvería su atención a «soñar horizontes» y viajaría por el mundo como embajador de la Revolución. Apoyó a varios grupos revolucionarios en América Latina y participó en el fallido intento de plantar un foco revolucionario en su natal Argentina. El líder, elegido por él, era Jorge Masetti, conocido periodista y fundador de Prensa Latina pero hombre inestable sin capacidad para esa tarea. El pequeño grupo fue borrado en un santiamén y Masetti, por órdenes e inspiración del Che, caminó a su muerte.
El fracaso de la guerrilla argentina estuvo en su concepción y planeación estratégica: un país de clase media, próspero y democrático no estaba dispuesto a secundar una aventura como la que el Che proponía. Pero el problema de concepción era más profundo. El Che creyó siempre que la Revolución cubana había triunfado por el movimiento de la Sierra Maestra (y no por la unión de muchos frentes contra un dictador como Batista) y esa convicción lo llevó a repetir una y otra vez el mismo error. «Tu problema, Che, es que viviste una sola experiencia, la Sierra», le decía Franqui, recordando la conversación en una fiesta oficial en la que el Che «sobrio, irónico, algo apartado, con el viejo uniforme raído y la pipa, su aire baudeleriano, criticaba los gastos alegres de Fidel y se defendía con su terrible lengua». «Sí, pero si no es por la guerrilla, todos ustedes hubiesen terminado muertos o liquidados, Franqui, no lo olvides.» El Che creía en el espontaneísmo campesino como factor del triunfo, Franqui le recordaba la importancia de la organización del movimiento 26 de Julio en las ciudades.
–No, Che, no lo he olvidado. Pero quizás has olvidado tú la orden que tuviste que dar y suspender.
–¿Qué orden?
–Impidiendo la salida de los campesinos y sus familias... te recuerdas, todos los campesinos se fueron.
–Tú sobrestimas el papel de la ciudad. Subestimas la importancia de la lucha guerrillera, fuente y motor de la Revolución.
«En Cuba –recuerda Franqui– los viajes eran signo de desgracia.» Pero los viajes lo ilustraban: «evolucionaba mucho, era crítico, descubría muchas verdades del socialismo real». Desde su «proverbial autonomía» criticaba duramente a las posiciones soviéticas, al burocratismo. Pero para combatir la realidad, su movimiento natural era «recurrir a un nuevo dogma». Por eso simpatizó con la Revolución china, fue partidario decidido de una revolución nueva en el Tercer Mundo y puso su esperanza en la lucha guerrillera en África. Su fe en «la lucha guerrillera como fuente y motor de la Revolución» lo mueve a buscar repetirla en otras tierras.
«Otras tierras reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos», le escribe a Fidel en la carta de su renuncia a los cargos burocráticos para irse, en secreto y bajo una falsa identidad (ambos datos conocidos por Fidel), a su trayecto final: en abril de 1965 se marcha a llevar la revolución al mundo. Sus puertos de destino final serían el Congo y Bolivia. Tanto la planeación como la ejecución de ambas aventuras fueron desastrosas al grado de despertar la sospecha sobre la intención última, posiblemente suicida, del Che: el suicidio como un acto supremo de creatividad política. Tras su arribo clandestino al Congo encabezaría a las fuerzas leales al presidente Lumumba, recientemente asesinado. África, como América Latina, era zona caliente de la Guerra Fría, pero lo que el Che halló en el terreno lo descorazonó. Sus diarios del Congo rezuman desprecio por sus aliados de armas y desesperación por su inminente fracaso. El Che se lamenta de que sus soldados congoleños «no mostraron ningún espíritu de combate, estaban pensando simplemente en salvar la vida» e insiste hasta la intransigencia en dotar a sus guerrilleros y a los congoleños de un sentido superior de humanidad, de generosidad social. Se preocupa por dar clases acerca del socialismo, de los valores del «hombre nuevo», del deseable destino comunista, quiere infundir una valentía superior, el arrojo ciego del mártir, sin cálculo y sin ahorro: «demasiadas veces dejamos echar raíz al espíritu de autoconservación, debido a una idea errónea sobre nuestra importancia futura... [Hay que] abandonar un falso concepto de nuestra responsabilidad que nos lleve a salvarnos para el futuro». Quiere un ejército de santos, una armada de virtud... y el resultado es desolador: desánimo, cada vez menos incorporaciones, cada vez mayor deserción, hasta llegar al punto en que el Che determina castigar la deserción con pena de muerte.
En contraste con las altas miras del Che Guevara, el presidente secesionista Moisés Tshombé, cristiano, aliado de Bélgica y de ideología anticomunista, había contratado a un feroz mercenario para combatir la insurgencia guerrillera: el británico Mike Hoare –quizá la antítesis del Che que derrotó al Che– dejó escrito, en sus memorias de campaña, Congo Mercenary: «yo no soy más que un soldado al que importa solamente cumplir las órdenes recibidas, y las órdenes que se me dieron consisten en librar al país de esta gente. Yo no sé por qué luchan ni cuáles son sus propósitos. Pero sé que son gente salvaje, peligrosa y cruel». El mercenario no ofrecía futuro a sus soldados, ni justicia ni libertades, sino dinero en efectivo. En menos de un año reclutó casi 3 000 voluntarios, al tiempo que la guerrilla del Che decrecía alarmantemente merced a la deserción. Dice Hoare que «en un ejército de voluntarios» no puede haber un código disciplinario, de modo que «mis oficiales, y yo mismo, éramos obedecidos sencillamente porque los hombres a quienes dábamos órdenes querían obedecernos», pero «si un hombre se niega a obedecer una orden, hay muy poco que hacer». Del otro lado, el Che castigaba la deserción con la muerte, e incluso así la deserción no cesaba en las filas revolucionarias. Hoare nunca habla de sí mismo en términos de ninguna ética superior ni como parte de ningún proceso social justo. Siempre supo que era un soldado extranjero y que luchaba por dinero. El Che creía en una solidaridad humana más allá de razas y naciones. Se repetía, pues, el fenómeno que había visto respecto de la producción económica: la moral, los altos ideales, la superioridad en la promesa del hombre nuevo quedaban atropellados bajo la inmediatez de lo que, a ojos del Che, era un inexplicable egoísmo.
Al final, el Che y sus combatientes apenas salvaron la vida. Cuando sus compañeros cubanos estaban a punto de subir a una lancha para salvar la vida cruzando un lago, el Che –notando la insuficiencia del bote y la derrota– se sumió en la culpa. Consideró seriamente quedarse. Seguir luchando él solo. Establecer contacto con fuerzas amigas a cientos de kilómetros de distancia a través de la selva. Era un suicidio y en este caso no lo eligió.
* * *
En Bolivia, dos años después, quiso encender un movimiento guerrillero. La elección de Bolivia no pudo ser más desafortunada. No sólo socialmente vivía un proceso autónomo de reparto de tierras, sino que los dos grupos que podían haber ayudado al Che, los mineros y el Partido Comunista, habían indicado claramente que no se prestarían a una aventura guerrillera. En toda la historia de esta guerrilla, solo dos bolivianos colaboraron con el Che.
«Con Fidel, ni matrimonio ni divorcio», había sido la tesis del Che. En Bolivia sobrevino un desenlace distinto al divorcio y matrimonio. ¿Cuál exactamente? Mucho se ha especulado sobre la decisión de Fidel de leer en público la carta de despedida del Che, lo cual le imposibilitaba permanecer en La Habana. Para muchos analistas, el heroico e inútil sacrificio del Che fue un gran alivio para Castro. No tenía ya una conciencia moral que juzgara sus pragmáticas decisiones políticas, nadie le disputaba el carisma y podía manipular su figura y su legado hasta el paroxismo. Simon Reid-Henry tiene una opinión distinta. Cita a Carlos Franqui: «el temperamento, y no la ideología, está detrás de las diferencias, cada vez más agudas. En principio,“Fidel decía sí a todo”, pero el Che no hacía nada sino por principio». Reid-Henry reafirma el compromiso de Castro con la empresa boliviana y con la elección de Bolivia como cabeza de playa revolucionaria en la Latinoamérica continental, por su centralidad geográfica, y las desventajas de otros países, con una izquierda fragmentada. Pero las divisiones de la izquierda boliviana, la falta de apoyo hacia la guerrilla, tanto de un Partido Comunista sometido a los soviéticos, como de los campesinos, darían el golpe final a la aventura boliviana del Che. Según Reid-Henry, Castro se mantuvo en contacto con los acontecimientos hasta donde le fue posible, y mantuvo la esperanza casi hasta el final, pero no podía prestar ninguna ayuda al Che cuando ya el ejército boliviano (con ayuda táctica norteamericana) cerraba el cerco.
El Che había encarado siempre a la muerte con valor. La descripción de sus horas postreras en el remoto pueblo donde un comandante boliviano ordena su ejecución no deja lugar a dudas: al menos conscientemente, el Che no quiso suicidarse. La CIA se oponía inicialmente a la ejecución (pretendía interrogar al Che) pero Félix Rodríguez, el agente que estaba en el lugar y se fotografió con su víctima, afirma en sus memorias haber recibido las órdenes radiales que transmitió a los oficiales bolivianos. También afirma haberse abrazado con el Che (otros relatos lo niegan y sostienen que el Che, reconociéndolo como un «gusano», intercambió insultos con él).
Cuando el Che advirtió la presencia de un embriagado sargento boliviano, tuvo la certeza final de su muerte. Y, al margen de los detalles, aun su enemigo Rodríguez afirma en sus memorias que el Che «se comportó con respeto hasta el final». Tal como había escrito a su madre en uno de sus viajes posteriores al triunfo de la Revolución cubana: «No tengo casa, ni mujer, ni hijos [aunque, para entonces, ya era padre de varios], ni padres, ni hermanos. Mis amigos son amigos mientras piensan políticamente como yo; y, sin embargo, estoy contento, me siento algo en la vida. Siento no sólo una fuerza interior poderosa, que siempre la sentí, sino también la capacidad de inyectarla en los demás; eso y un absoluto sentido fatalista de mi misión me quita todo miedo.» Tal vez cuando las balas terminaron con su vida, «Furibundo Serna» entendió al pie de la letra el himno cubano, ampliando su significación: morir (bellamente) por la patria (socialista universal) es vivir.
VIII
Mercancías, un listado de objetos que van de lo vulgar hasta lo votivo: tazas, camisetas, pósters, botones, llaveros, arte-objeto, arte serio, kitsch, camp, más camisetas, un tatuaje en el abdomen de Mike Tyson, otro en el brazo derecho de Diego Armando Maradona, Madonna posando como el Che... Pero ¿es responsable un hombre de lo que se haga con su imagen tras su muerte? Sería ridículo suponer que el Che Guevara es esas baratijas con su efigie.
Pero existen consonancias más profundas para la vida póstuma del Che. Hay un aspecto de su vida –la errancia, los abandonos, el martirio final en tierras extrañas, el insensato compromiso con su propia bravuraque seduce a muchas más personas de las que comparten su ideología. En su libro Che’s Afterlife, Michael Casey entrevista al poeta cubano Omar Pérez, hijo ilegítimo del Che, aunque la mayoría de los Guevara le niega reconocimiento. Al parecer, Pérez es producto de un pasajero encuentro del Che con una hermosa veinteañera, justo antes de su partida rumbo a África. Fue un embarazo del que jamás se enteró el Che. Pérez se parece a su padre físicamente y quizás en el temperamento independiente, que terminó por llevarlo un año a los campos de trabajo forzado, como castigo a su independencia artística. Cuando su madre le reveló el nombre de su padre, Pérez tenía 25 años. Hallar vínculos con su padre se convirtió en una búsqueda incesante que lo llevó al budismo. En la entrevista que le hace Casey, cavila acerca del abandono y la partida: «¿Por qué todos se van? En cierto momento, todos nos vamos... Abandonamos todo por algo nuevo. Cambiamos de religión, creencias políticas, o ideológicas, de modo que no es una característica de una u otra persona, ni una circunstancia histórica. Es la condición humana: abandonar las cosas por algo más.» Abandonado él mismo (aunque el Che no supo de su existencia), el poeta cubano reconoce y acepta esta «condición humana» que puede ser dolorosa pero busca colocar la constante errancia del Che en un nivel más amplio: la idea del desapego (presente en la tradición cristiana, pero mucho más importante en el budismo). «¿Cuál es el objetivo final del apego?... al pasar la vida... cuando ya dijiste adiós varias veces a la familia, como hizo mi padre... quizás entonces, en medio de la nada, como en el Congo, o Bolivia, descubres otra forma del vínculo. Y es mucho más fuerte, más resistente que el amor a las mujeres, o a la bebida, o a cualquier cosa... Tiene que ver con nuestra verdadera esencia, porque lo que en verdad somos es la búsqueda de ese vínculo.» La libertad de proseguir, de ir en busca del objetivo final, el desdén por las cosas materiales y por el placer (aunque él no era un asceta convencional) es una característica del Che que atrae la simpatía de aquellos que son, o se consideran, en «busca de la verdad».Para el Che, era una libertad encadenada a sus principios abstractos, y su meta era una utópica revolución marxista, acompañada de una «transfiguración» moral del ser humano que, para él, constituía la máxima, pero alcanzable, condición humana. Y el último capítulo de su vida, aunque torpemente concebido, no fue sólo un largo calvario sino, a ojos de muchos, el progreso sobre un «camino», la búsqueda de un guerrero espiritual (pero armado) por su parcela de iluminación.
* * *
Pero el camino cristiano al calvario es, con más probabilidad, la clave para acercarse a la realidad viva del guerrillero que murió a los 39 años, a manos de sus enemigos. Cinco siglos de fe y de iconografía católicas contribuyeron decisivamente al martirologio del Che Guevara.
Poco después de su muerte, su vida, sus ideas, sus libros comenzaron a formar parte de una especie de historia sagrada en la que comulgaban jóvenes que compartían con él la misma tentación por el absoluto, las mismas creencias y odios, la misma devoción casi religiosa por la violencia y la muerte. Y, a lo largo de los años setenta y ochenta, América Latina asistió al encuentro trágico entre dos fantasmas del pasado: el omnipresente y opresivo gigante del norte y el retraído y orgulloso subcontinente del sur. En la sangrienta batalla de los gobiernos (democráticos, en su mayoría) contra los revolucionarios antiimperialistas, Guevara fue el santo patrón de los guerrilleros, el profeta armado y traicionado, el modelo a seguir.
Jorge Castañeda fue uno de aquellos poseídos: fue un militante radical, se entrenó en Cuba, defendió a la guerrilla salvadoreña. En La utopía desarmada, su libro sobre la izquierda latinoamericana después de la Guerra Fría (publicado en 1994), escribió que el Che representaba el heroísmo y la nobleza de miríadas de latinoamericanos clasemedieros que se rebelaban como mejor podían contra un statu quo que consideraban invivible. Añadía que Guevara fue un ejemplo de la angustia experimentada por los individuos que, lejos de ser excepcionales, son tan sensibles y razonables como islas en un mar de indigencia. Según Castañeda, el Che perdurará como símbolo, no de la revolución o la guerra de guerrillas, sino de la dificultad extrema, por no decir la imposibilidad, de la indiferencia.
Años más tarde, en su biografía del Che, Castañeda escribe:
El Che le entregó a un par de generaciones de las Américas las herramientas para creer, y el ardor que nutre la audacia. Pero Ernesto Guevara es también responsable por la cuota de vidas y de sangre que se tuvo que pagar... No fue el único responsable de los despropósitos guerrilleros de la izquierda latinoamericana pero fue uno de los responsables... Su muerte le permitirá ignorar cómo y por qué tantos universitarios de la emergente clase media de la región marcharon al matadero con toda inocencia.
¿Cómo explicar el cambio? Su perplejidad fue la de muchos conversos del proceso que por largas décadas creyeron de buena fe que la salida a los problemas de América Latina estaba, no en la vía política o la lucha democrática, sino en la revolución redentora. La paradoja de la guerrilla latinoamericana es que no fue una rebelión de los campesinos oprimidos, sino de la clase media educada, impaciente con la vía política. Fue una guerrilla universitaria, como señaló Gabriel Zaid («Colegas enemigos. Una lectura de la tragedia salvadoreña», Vuelta, julio de 1981). Esos muchachos de clase media vieron en el Che a un redentor creador de redentores. Como apuntó Gabriel Zaid en su teoría sobre «la guerrilla universitaria» (publicada en su libro De los libros al poder, México, Grijalbo, 1988), esos miles de jóvenes en América Latina (muchos de ellos provenientes de escuelas católicas, aunque no sea el caso particular de Castañeda) lo siguieron como en una Imitación de Cristo.
IX
Las resonancias cristológicas de su vida pueden pasar por la broma anecdótica como cuando los guerrilleros llegan al Río Grande, en Bolivia, y el Che grita: «Pacho, llegamos al Jordán, bautízame.» O cuando el Che se ganaba la vida vendiendo réplicas del Cristo de Esquipulas, y dice pedirle milagros. También pueden recordar al aura que lo rodeó en su época, como la frase con que Sartre lo glorifica: «el Che es el ser humano más completo de nuestra época». Más importante parece el hecho de que, tras su muerte en Bolivia, se descubriera en su diario, escrito de puño y letra y de memoria, aquel poema de León Felipe sobre Cristo encarnado en todos los hombres sufrientes. Pero hay elementos menos incidentales en el Che que apuntan en ese sentido. Y él parecía consciente de su apostolado. Cuenta Régis Debray (el guerrillero e intelectual francés que estuvo con él en Bolivia y se convertiría en el teórico de su revolución) que al «Che le gustaba compararse con un cristiano de las catacumbas frente al Imperio romano que era la América del Norte». Estos elementos provienen de un sustrato más profundo de la vida latinoamericana: la cultura católica.
La inmolación como vía de purificación y redención toca una fibra profundamente cristiana. No es imposible que el propio Che la tuviera presente. En todo caso, la asociación de la muerte del Che con el martirio cristiano se intensificó debido a un error de «relaciones públicas» por parte de los militares bolivianos. Con la intención de enmascarar la ejecución, los militares lavaron el cuerpo del Che y rasuraron su rostro. El resultado fue la célebre fotografía en la que aparece muerto ya, con el torso desnudo y el rostro dignificado por la muerte, y que resultó una copia involuntaria del famoso cuadro de Andrea Mantegna Lamentación sobre Cristo muerto. No sería la última vez que su imagen y su aura de martirio revolucionario tocarían fibras profundas en la sensibilidad viva (pero sobre todo en la sensibilidad subyacente) del catolicismo latinoamericano.
En una reseña de la película Diarios de motocicleta de Walter Salles (sobre los viajes del Che por Latinoamérica), Paul Berman sostuvo que la cinta «exuda el culto cristológico de martirio, una adoración a la persona espiritualmente superior que se encamina a la muerte. Éste es, precisamente, el culto que la Iglesia Católica latinoamericana ha promovido por siglos, con consecuencias miserables». Berman señala que el mito no coincide con el hombre, y tiene razón. Sin embargo, en el terreno de la fe católica, el icono del Che opera como la efigie de santo: su muerte testimonial recompone su vida toda. Su sacrificio salva. Su muerte como mártir lo equipara a los santos. Se vuelve estampita, medallita, efigie. Y comienza una vida que no vivió él, que no es la de Ernesto Guevara de la Serna, sino la del Che.
En el orbe ibérico y católico, la expiación implica un castigo. La veneración del sufrimiento y el martirio es una práctica cuyo sentido final es la salvación. Se salva aquel que muere dando testimonio de su fe (en griego, martyrion significa «testimonio»). Luego no es nada extraño que, en la versión popular, el Che se haya alzado al lugar de un santo. Murió dando testimonio de su fe. Murió por su creencia en una sociedad justa, por la igualdad de los hombres y el fin de la opresión. Los hechos objetivos de su vida pueden refutar (y de hecho refutan) ese mito, pero muchos jurarían que es verdad.
Para la vida espiritual de los católicos latinoamericanos, la iconografía de lo sagrado no es un curso de historia y tampoco tiene que ver con la realidad sino con la verdad. La verdad de un mito nunca reside en la verificabilidad de sus datos. No son pocos los casos de santos que convocan una fe importante por algo en lo que no tuvieron que ver o que tuvo una existencia dudosa. En estos países los santos son figuras de intercesión y de redención, no solamente ejemplos morales. Son espíritus que redimen y que, pese a lo que hayan sido o hayan hecho en vida, están tocados por la Gracia de Dios para encauzar una justicia a la que ni siquiera se puede apelar en este «valle de lágrimas». De ese modo, el santoral popular suele estar habitado por santos no reconocidos por el Vaticano, y podemos ver, a lo largo de toda Latinoamérica, altares de culto dedicados a narcotraficantes, actrices que murieron jóvenes, bebés muertos en la cuna, políticos asesinados, bandoleros, incluso a la «Santa Muerte», patrona de los narcotraficantes. Su trabajo no es el del ejemplo sino la operación de los milagros.
Entre los guerrilleros que siguieron al Che no faltaron quienes lo vieron como un santo e inclusive un Cristo. Uno de ellos, Roque Dalton, poeta y guerrillero salvadoreño, escribió su «Credo del Che»:
El Che Jesucristo
fue hecho prisionero
después de concluir su sermón en la montaña
(con fondo de tableteo de ametralladoras)
por rangers bolivianos y judíos
comandados por jefes yankees-romanos.
[...]
En vista de lo cual no le ha quedado al Che otro camino
que el de resucitar
y quedarse a la izquierda de los hombres
exigiéndoles que apresuren el paso
por los siglos de los siglos
Amén.
Al realizar su sacrificio y colocarse –luego de su resurrección– «a la izquierda de los hombres», la vida ejemplar del nuevo Cristo-Che introduce en la conciencia de los hombres el imperativo moral de «apresurar el paso» o la vergüenza de no ser como él, como en el poema de Mario Benedetti:
vergüenza tener frío
y arrimarse a la estufa como siempre
tener hambre y comer
esa cosa tan simple
abrir el tocadiscos y escuchar en silencio
sobre todo si es un cuarteto de Mozart
da vergüenza el confort
y el asma da vergüenza
cuando tú comandante estás cayendo
ametrallado
fabuloso
nítido
Pero queda algo eterno, queda el camino que señaló el Che, la fe religiosa, sin fisuras, en la revolución:
eres nuestra conciencia acribillada
dicen que te quemaron con qué fuego
van a quemar
las buenas nuevas
la irascible ternura
que trajiste y llevaste
con tu tos
con tu barro
dicen que incineraron
toda tu vocación
menos un dedo
basta para mostrarnos el camino
para acusar al monstruo y sus tizones
para apretar de nuevo los gatillos
* * *
Los jóvenes latinoamericanos de varias generaciones que encontraban –como escribió Castañeda– la situación «invivible» e intolerable se dieron a sí mismos diversas razones para imitar al Che. Su diagnóstico sobre la miseria e injusticia de Latinoamérica no era exagerado, pero para enfrentar esas plagas consideraron que no había un camino político sino un camino revolucionario. En su opción tuvo una gran incidencia el sustrato cristológico (o el contagio cristológico, si se quiere) del Che.
El Che interpretaba la experiencia del socialismo cubano como un acto de sacrificio encaminado a la redención, compuesto por una dimensión individual y otra histórica: «El individuo de nuestro país sabe que la época gloriosa que le toca vivir es de sacrificio; conoce el sacrificio. Los primeros lo conocieron en la Sierra Maestra y dondequiera que se luchó; después lo hemos conocido en toda Cuba. Cuba es la vanguardia de América y debe hacer sacrificios porque ocupa el lugar de avanzada, porque indica a las masas de América Latina el camino de la libertad plena» (El socialismo y el hombre en Cuba). Un aspecto central del sacrificio personal implicado en el socialismo era precisamente la noción de trabajo voluntario (consagrar los días de descanso, por ejemplo, a trabajar en proyectos sociales o económicos de la Revolución). El propio Che, además de ocupar múltiples puestos en el gobierno, dedicaba su tiempo libre al trabajo en los campos de caña. El epígrafe de su Mensaje a la Tricontinental –extraído de Martí– es revelador respecto al sentido sacrificial con que el Che investía el proceso revolucionario: «Es la hora de los hornos / y no se ha de ver más que la luz.» Y, finalmente, de acuerdo con el testimonio Régis Debray, el Che concebía la muerte, sobre todo la suya en Bolivia, como un ritual de renacimiento.
Está igualmente la idea de conversión y sacramentalidad. El Che estaba convencido de que la Revolución cubana era un ejemplo espiritual que se multiplicaría más allá de las fronteras, una suerte de «historia ejemplar» que incitaría a la conversión revolucionaria del resto del mundo. En el ámbito personal, el Che miraba su intervención en el socialismo como una especie de voto revolucionario que lo había impelido a dejar toda atadura personal y familiar.
Aun la idea del «hombre nuevo» no es ajena a la misma tradición. Es verdad que Deodoro Roca y José Ingenieros (los pensadores argentinos de principio del siglo XX) acuñaron diversas formas de apelar al «hombre» renovado y repudiar al «mediocre». Pero aun en ellos hay un contagio de la cultura católica que los permea. Para san Pablo, la fe en Cristo iba más allá de un mero cambio de rumbo en la historia personal de un individuo y representaba, en última instancia, una mutación radical de la naturaleza humana. En sus escritos y en su práctica como político y funcionario público, el Che retomó a su manera este tema paulino del «hombre nuevo». Para el Che, el socialismo transformaría la esencia misma de lo que se entiende por «humano». Una nueva conciencia del papel del individuo en la colectividad estaría acompañada de una nueva concepción del trabajo, la técnica y la economía (que, divorciada de los sentimientos de avaricia, llegaría a responder sólo a incentivos morales). En la sociedad del futuro, afirmaba el Che, «los hombres tendrán características distintas». Se suprimiría el egoísmo y el ser humano lograría «la total consciencia de su ser social, lo que equivale a su realización plena como criatura humana, rotas todas las cadenas de la enajenación» (El socialismo y el hombre en Cuba).
Un rasgo adicional es la certeza de vivir un tiempo apocalíptico. Los primeros cristianos estaban convencidos de que la parusía era inminente. La consumación del tiempo era un acontecimiento que llegarían a presenciar con sus propios ojos. La doctrina guerrillera del Che apela a una referencia similar. El foquismo fracasó como estrategia de lucha política y militar, entre otras razones, por su dependencia del mito de un tiempo apocalíptico. Sólo en la víspera de un Apocalipsis parecen cobrar sentido las palabras del Che en su Mensaje a la Tricontinental:
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Viet-Nam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!
* * *
Alguien agregaría un elemento más: el amor universal. En El socialismo y el hombre en Cuba el Che ofrece la medida de la autenticidad socialista en una prédica de amor universal: «El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor... Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible». Pero se trata de un amor peculiar, un amor que sólo se cumple mediante un rito necesario de violencia y muerte.
Y es que más allá de la atracción que tuvo y sigue teniendo su mito mesiánico, y más allá también de los ecos cristológicos de su vida, al cabo de todas sus biografías, sus obras, sus exégetas, hay una historia interior del Che Guevara que se nos escapa. Era un ser volcado a la acción. Aunque fue desde niño un ávido lector, en sus diarios no deja de señalar como perdidos aquellos días en que no hace sino leer. La fruición de actuar es más fuerte que ninguna otra fuerza en su vida. Una vida llena de furia y odio, de esfuerzos extenuantes –de un perenne duelo entre su voluntad y la resistencia del mundo, el Che practica el rugby de la redención–. Y pareciera habitado por una certeza más allá de cualquier titubeo. ¿Cuándo y donde la adquirió? Fue en algún momento de su juventud. Quizás con aquella revelación, llamada «Acotación al margen», que aparece al final, añadida, en sus diarios de viaje de 1952. ¿La concibió en Miami? ¿Es una obra de ficción, un acontecimiento? ¿Un pacto fáustico? ¿Una revelación? Sin más contexto, el Che describe a un hombre, «huido de un país de Europa para escapar al cuchillo dogmatizante» y que «conocía el sabor del miedo (una de las pocas experiencias que hacen valorar la vida)... me preparó para recibir la revelación...»:
«El porvenir es del pueblo –dice el extraño europeo– y poco a poco o de golpe va a conquistar el poder aquí y en toda la tierra... Lo malo es que él tiene que civilizarse y eso no se puede hacer antes sino después de tomarlo. Se civilizará sólo aprendiendo a costa de sus propios errores que serán muy graves, que costarán muchas vidas inocentes... Usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate»... Vi sus dientes y la mueca picaresca con que se adelantaba a la historia, sentí el apretón de sus manos... Ahora sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo, y sé porque lo veo impreso en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. Y veo, como si un cansancio enorme derribara mi reciente exaltación, cómo caigo inmolado a la auténtica revolución estandarizadora de voluntades, pronunciando el «mea culpa» ejemplarizante. Ya siento mis narices dilatadas, saboreando el acre olor de pólvora y de sangre, de muerte enemiga; ya crispo mi cuerpo, listo a la pelea y preparo mi ser como un sagrado recinto para que en él resuene con vibraciones nuevas y nuevas esperanzas el aullido bestial del proletariado triunfante.
No sabemos en qué momento escribió el pasaje. Pero algo resuena de lo que le escribe a su madre, en 1955: «en qué momento dejé el razonamiento para tener algo así como la fe, no te puedo decir». En aquella página suelta sigue resonando como lo que afirma ser: una revelación, un avistamiento de la voluntad del «gran espíritu rector». Como sea, se trata de un diálogo y un encuentro del Che consigo mismo, con una voz, otra voz, de su universo imaginario. Aquella iluminación había perfilado en el Che Guevara una certeza que sustituye a los titubeos, una forma de entrega sin preguntas, sin dudas, casi sin cavilaciones: una forma de la fe.
Había renunciado alegremente a tener casa, mujer, familia; había decidido que su única parentela fuera la de quienes pensaban políticamente como él «y, sin embargo, estoy contento, me siento algo en la vida. Siento no sólo una fuerza interior poderosa, que siempre la sentí, sino también la capacidad de inyectarla en los demás; eso y un absoluto sentido fatalista de mi misión me quita todo miedo». Se parece a un apóstol cristiano porque está dispuesto a la renuncia de todo y a seguir el camino de la fe, guiado por la confianza de poder infundir «la buena nueva» y la conversión en los demás. Pero se parece más a un cruzado (o un ayatolah) porque sólo quienes piensan como él son «su prójimo».
El Che no era un hombre de fe religiosa, pero eso no significa que no fuera un hombre de fe. No creía en los dogmas religiosos, pero repitió sus creencias como si fueran dogmas religiosos, afines a los dogmas de la religión católica. No era cristiano en términos de fe, pero desde luego tenía el formato cristiano, pertenecía a un ámbito y una civilización que ha sido erigida sobre la visión cristiana del bien, el mal, la salvación y la eterna condena. No deja de ser sorprendente que este hombre haya pasado a la historia como un libertario, o incluso como emblema del antiautoritarismo de 1968. Régis Debray, que lo acompañó a Bolivia, escribe:
Los que renuncian y los santos aprenden pronto a castigarse y prefieren la obediencia a la libertad. El dominio de sí mismo, el rostro noble del masoquismo, el Che lo llevó hasta la voluntad de la voluntad, como un formalismo de la ascesis [...] Aquello de lo que fui testigo en Bolivia va en el sentido de todos los testimonios que he podido recoger de los veteranos del Congo y de la Sierra. Con sus hombres, el «jefe exigente», de «implacable y rigurosa disciplina», no vacilaba ante el abuso del poder, con un júbilo sombrío bastante mal disimulado. Cada vez más distante, ese puro se endureció con los años. Enviar a primera línea, sin armas, a un recluta ordenándole que le coja el fusil al enemigo, con cuchillo o con las simples manos, era una de las costumbres: así lo hacía en la Sierra Maestra. Amenazar con el paredón, como desertor, a un viejo combatiente emérito que tropezó en medio de un vado y perdió su fusil en la corriente por descuido es una señal de mal carácter. Sancionar por una falta sin importancia –un bote de leche condensada birlado– a un subordinado hambriento y agotado no con cuatro horas de guardia, por la noche, en lugar de dos, sino con tres días sin comer es ya más riguroso. Como humillar a un campesino sin experiencia, ante toda la tropa, para enseñarle a andar derecho. Mirar sin pestañear a sus compañeros, en el Congo, andando con los pies descalzos en la jungla, ya que «los africanos bien que lo hacen», eso no está falto de crueldad. O bien obligar a los que se habían acostado con una negra a contraer al punto matrimonio ante él. Capricho de puritano pero que empujó a uno de ellos, ya casado en Cuba, al suicidio.
Siguiendo su trayecto, no queda sino atestiguar lo mismo: un endurecimiento que llega a ser despiadado. En sus diarios guerrilleros del Congo y de Bolivia, el Che se queja constantemente de que la gente no hace lo que debe, es decir, no lo obedece. Muchos de sus guerrilleros lo van abandonando. Incluso los más cercanos, como «Marcos», el jefe de su propia vanguardia, quien le habría dicho a Debray: «ya no soporto a este tipo. Está imposible o se ha vuelto loco. Nos trata como a críos indecentes. Pídele a Fidel que me haga volver a Cuba».
El mundo habría defraudado al Che: la vulgar realidad era de mucho peor ralea que su verdad, que la verdad que incansablemente él había tratado de revelar. Y, si hemos de creer a Komárek, el Che lo sospechaba.
En aquel Mensaje a la Tricontinental el Che elogia «el odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así». ¿Qué puede seguir? El Che no era incoherente, menos aún cobarde o pusilánime. Parece saber que el final se acerca y casi tiene prisa por enfrentarlo. Su derrota no era reparable: los campesinos nunca despertaron a su alta moral, sus mismos soldados terminaban por gastarse y rendirse o por amilanarse. Esa alta moral intransigente, con la que llevó la economía, la que exigió en su guerrilla, la que no quisieron ni congoleños ni bolivianos, se desmentía en la realidad. Se acercaba el final.
La derrota ¿le vino por la cobardía circundante?, ¿por la poquedad de los comunistas bolivianos?, ¿por la traición de Fidel? O le vino porque él mismo la eligió, porque él mismo eligió el camino del mártir redentor. De haber sobrevivido en Bolivia, ¿qué le quedaba? Jamás estuvo dispuesto a negociar sus principios, no aceptaba transacción. Los salvadores no negocian. «Tal es el tabú que a mí mismo me ha costado veinte años –dice Régis Debray–, hasta confesarme esta paradoja, corroborada por cien indicios, de que el Che Guevara no fue a Bolivia para ganar sino para perder.»
¿Perdió o ganó? Tras su muerte, uno, dos, tres mil Ches salieron a imitarlo. Y ellos, ¿ganaron o perdieron? En la práctica, la opción inspirada por el Che desembocó en la derrota de los guerrilleros a manos de ejércitos salvajemente represivos. Generaciones de jóvenes se perdieron en las calles y las selvas de América Latina. Y, atrapados entre ambos extremos violentos (los poseídos y los militares), los pueblos muchas veces sufrieron hambre, enfermedad y muerte o terminaron por emigrar. Eran los amados, idealizados, sagrados sujetos de la redención, pero nadie los había consultado sobre la vía mejor para lograrla.