Cuando la música termina, apaga las luces
porque la música es tu amigo especial.
Baila sobre fuego como ella determina.
La música es tu único amigo hasta el final.
Cancela mi suscripción a la resurrección,
manda mis credenciales a la cárcel.
Tengo amigos dentro.
When the music’s over
Jim Morrison
Adaia apenas tuvo tiempo de dejarse caer con abandono sobre el sofá. Sam se sentó a su lado y se giró hacia ella. El rostro estaba surcado por un millar de caminos infinitos salpicados de interrogantes, dudas y estupefacción.
—Y ahora, cuéntamelo despacio —le pidió—, sin omitir nada, por favor.
Ella abrió ambas manos frente a él, mostrándole las palmas desnudas.
—No hay mucho que contar —dijo-—. En realidad, no sé mucho más de lo que te he dicho en el taxi.
—Vayamos por partes —insistió Sam—. Hay infinidad de libros escritos sobre Jim y los Doors. ¿Por qué Martin quería escribir ahora uno más?
—No lo sé, aunque es probable que le animara algo ajeno al proyecto literario en sí. Desde la muerte de papá y mamá no le había visto tan excitado por un tema. Un buen día recibí una llamada telefónica y resultó que estaba en Los Ángeles. Tenía prisa y no pudo contarme nada. Una semana después me llegó una postal desde San Francisco.
—¿Qué te dijo exactamente?
—Que estaba sobre la pista de algo grande.
—¿Nada más?
—No, salvo que iba a revolucionar el mundo del rock.
Sam se dejó caer hacia atrás. Todavía no podía creerlo, y no lo hubiera creído de no tratarse de Martin Driscoll. Era un buen profesional, un comentarista e historiador honesto, limpio, imparcial, y también un excelente escritor, aunque sin suerte.
—Adaia..., Jim Morrison murió en mil novecientos setenta y uno, esto es...
Ella se llevó una mano a los ojos, llena de cansancio.
—¿Crees que no lo sé? —suspiró—. Por increíble que parezca, es cuanto puedo decirte. Hace tres días, Martin me telefoneó desde París, enloquecido, verdaderamente excitado, aunque..., no sé cómo decírtelo, también triste. Su voz estaba revestida de una paz infinita. Me dijo que regresaba al día siguiente y que quería verme para contármelo todo. Fue la última vez que hablé con él.
—¿Te dijo en el transcurso de esa llamada lo de Jim?
—Sí.
—¿Recuerdas las palabras exactas?
Adaia plegó los labios y frunció el entrecejo. Retrocedió, abriéndose paso por entre la marea de su dolor, hasta esa pequeña parte del pasado más inmediato. La voz de su hermanastro volvió a sonar en su mente.
—Dijo..., “Él está vivo, Adaia, ¡está vivo! El muy... Yo tenía razón. Le he encontrado. Lo malo es que ya es tarde, demasiado tarde”.
Miró a Sam al dejar de hablar, expectante.
—¿Sólo eso? —insistió él.
—Es todo —afirmó ella—. Quería contármelo cuando llegase, en persona. ¿Qué más puedo decirte, Sam?
—¿Dijo con precisión que vivía, que lo había encontrado y que era... demasiado tarde?
—Sí.
—¿Por qué?
No era una pregunta dirigida a Adaia, sino a sí mismo, formulada en voz alta.
—De una cosa estoy segura, Sam. Hablaba de él, del auténtico Jim Morrison, no de otra persona. El mismo Jim Morrison que le sacó la lengua al mundo aquel tres de julio de mil novecientos setenta y uno y se murió de un ataque al corazón.
—Se ha dicho tantas veces que está vivo, que escapó, que...
—El color de las leyendas.
—¿Crees en las leyendas? —preguntó él.
—Lo que yo crea no importa —repuso ella—. Lo importante ahora es que Martin sí creía, al menos en ésa, y que murió por su causa.
—También se dice que viven Elvis y otros.
Adaia sonrió suavemente, por primera vez.
—¿Estás haciendo de abogado del diablo? —se burló con un leve tono de ironía—. Sabes muy bien que Jim fue especial, único, y que cuanto le llevó a esa muerte, o lo que sucedió en los días inmediatos a ella, sí és una auténtica leyenda, tal vez la más hermosa e insólita de la historia del rock. La clase de leyenda que nunca muere, prevalece, queda y..., ¡quién sabe!, incluso, ¿por qué no puede ser cierta?
—¿Hablas en serio?
Ella volvió a entristecerse.
—Quisiera creer que mi hermano ha muerto por algo, al menos algo en lo que él creía. ¿Te parece un consuelo estúpido?
—No, claro que no, cariño.
Adaia se acercó a él y le cogió la mano con calor.
—¿Recuerdas cuando empezamos? Hacíamos algunas versiones de los clásicos de los Doors, y tú a veces cantabas muy “en pose”, imitando a Jim. ¿Lo has olvidado? Interpretábamos Riders on the storm, L.A. woman y sobre todo Roadhouse blues.
Sam se dejó envolver por aquel recuerdo que parecía tan lejano, y que sin embargo muchas veces surgía en su mente con la fuerza y el frescor de lo inmediato. Los buenos días del comienzo, de la nada, de la lucha por grabar, por hacerse un hueco en el maldito tinglado. ¿Cómo olvidarlo? Adaia, Oscar y él, dando tumbos, tocando aquí y allá, trabajando mucho, forjando su propia leyenda.
—No lo he olvidado, Adaia —dijo muy despacio—, pero precisamente por todo ello... resulta tan increíble, tan alucinante... ¡Jim fue el sex symbol del rock en Estados Unidos en la segunda mitad de los años sesenta, y el tío que más revitalizó la música en América desde su desafío constante y su rebeldía! ¡Toda la vida fue para él un reto, y los escándalos, la huida antes de ir a la cárcel...!
—Sam. —El rostro de Adaia estaba revestido ahora de una nueva luz—. Tú siempre has dicho que en este negocio... todo es posible.
—¿Pero no comprendes que esto es... incluso demasiado? Si fuera cierto...
—Él lo creía —dijo ella—. Y dio con algo.
—Tú lo crees también, ¿no es verdad?
—Martin no era un niño, y en cuanto a voluntad y tenacidad..., tenía casi tantas como tú. Cuando iba tras de algo, no paraba hasta dar con ello. Nunca dejaba nada a medias.
—Pudo equivocarse, imaginar que...
Adaia negó con la cabeza.
—Dijo que lo había encontrado.
—Pero entonces, ¿por qué era demasiado tarde?
El rostro de su “guitarra de bajos y segunda voz” volvió a ensombrecerse. Esta vez la tristeza llevó nuevas lágrimas a sus ojos. Los cerró en el momento en que las primeras gotas salían de ellos y daban un salto mortal para ir a morir entre las manos que ambos mantenían unidas.
—Fuera lo que fuese lo que Martin encontró, tanto si era a Jim vivo como al mismísimo diablo —manifestó con voz entrecortada, sin responder a la pregunta de Sam—, lo que más siento es que se haya llevado el secreto a la tumba, que haya muerto... por nada.
Sam supo entenderla. Entonces se oyó a sí mismo decir aquello…
—Tal vez no.
Adaia pasó su mano libre por los ojos y los centró en su compañero.
—¿Qué quieres decir?
—Querías mucho a Martin, ¿verdad?
—Pues... naturalmente, era mi única familia.
—¿Y te gustaría que lo que descubrió le diera un sentido a su muerte?
—Sí, claro. No entiendo...
La idea ya se había apoderado de Sam. Se acercó a ella y le dio un beso en la frente.
—Me voy a París —anunció.
Adaia dio un respingo.
—¿Cómo?
—Ya lo has oído —repitió Sam—. Y no lo hago sólo por Martin. También lo hago por mí, por el rock... Llámalo como quieras. Ya me conoces.
Adaia no contestó, su rostro volvía a estar lleno de luz. Sam dirigió una mano hacia el teléfono y lo descolgó. Dejó a su compañera y marcó un número con la otra mano. No tuvo que esperar demasiado. Al otro lado de la línea escuchó la voz de la secretaria de Nick Norman, Peg, tan eficiente como siempre. La pieza clave de toda la organización.
—Peg —se anunció—, resérvame un billete en el último vuelo a París de esta noche, una habitación en el George V y también un coche alquilado, discreto, a mi disposición, en la puerta del hotel para mañana por la mañana. ¡Ah, y todo ello sin publicidad, de incógnito!, ¿de acuerdo? No quiero a nadie de la casa de discos ni a ningún maldito periodista que zumbe a mi alrededor.
—De acuerdo, Sam —le respondió eficiente, sin hacer ninguna pregunta.
Adaia puso una mano en el auricular del teléfono.
—Un momento, Peg —dijo Sam.
—Que sean dos pasajes —se limitó a agregar su compañera.
Lo entendió. Estaban de vacaciones, sin nada que hacer. No podía dejarla sola y además le iría bien meterse en algo, aunque fuese tan absurdo como... seguirle la pista a una leyenda del rock desaparecida años atrás.
—Que sean dos pasajes, Peg —repitió Sam Numit.
Una hora después de colgar, Adaia continuaba acurrucada junto a él, mientras la mano del músico acariciaba el hermoso cabello rojizo.
Ella dormía, por primera vez en las últimas horas.
Él no.