Entonces, si tienes alguna noche que dejarme,
te la devolveré inmediatamente.
Sé qué hacer contigo.
Conozco tu humor y tu mente.
Shaman’s blues
Jim Morrison
El número 17 de la rué de Beautreillis es un edificio característico de la zona, el Marais, donde se mantiene el tono confortable y burgués de una cierta clase de parisino. Desde la calle, la casa apenas si tenía ningún relieve especial. Sin embargo, allí, en la madrugada del 3 de julio de 1971, había muerto Jim Morrison.
Jim y Pamela también vivían en un hotel, en la rué des Beaux-Arts, un establecimiento elegante y discreto, idóneo para mantenerse en el anonimato. Lo hacían cuando el apartamento de Beautreillis lo ocupaba su dueño. En junio de 1971 volvieron a él, y allí se cerró el último acto de una vida presidida por la rebeldía tanto como por el desorden, los excesos, la bebida y el destino inapelable que la marcó.
Aunque ahora, y debido a Martin Driscoll, todo aquello volviese a estar en el alero.
La portera era demasiado joven para ser la que fue testigo de la muerte de Jim Morrison. Sam y Adaia se detuvieron ante ella sin saber qué decir. Afortunadamente para él, la mujer no dio muestras de reconocerle.
—Quisiera una información —dijo Sam—. Es acerca de lo que pasó en mil novecientos setenta y uno, ya sabe...
Ella hizo un gesto de fastidio.
—Hablen con mi madre —espetó—. Creía que todo aquello ya estaba olvidado. ¿Cómo es posible que...?
No creían tener tanta suerte, pero la tuvieron. La portera debió pensar en su día que su protagonismo bien valía un esfuerzo, máxime si con ello, además, podía sacar un pequeño beneficio. Era una mujer mayor, vulgar, aunque no anciana. La encontraron sentada en un diminuto patio posterior, remendando una falda.
—¿Son ustedes periodistas? —fue lo primero que les preguntó.
—Sí —mintió Sam.
—Entonces no les importará pagar por lo que quieran saber, ¿verdad?
Se lo tenía estudiado, a pesar del tiempo transcurrido. Su hija revoloteaba alrededor, mirando tanto a Sam, con ojos llenos de interés, como a su acompañante, con envidia. El puso un billete de cien francos en la palma de su mano. La portera no la cerró. Un segundo billete hizo compañía al primero. Fue suficiente.
—Al comienzo esto fue un infierno, ¿saben? —comentó la mujer—. Venían en manada, chicos y chicas de todas partes. Me tenían negra. Tuve que echar a muchos a patadas. Querían subir al piso, ver la bañera donde murió ese artista. Los propietarios del apartamento también acabaron hartos de todo aquello. No comprendo por qué ahora vuelve el interés. En un mes, dos periodistas, ¡vaya!.
Adaia se estremeció.
Martin.
—¿Recuerda todo lo sucedido durante la estancia de Jim Morrison aquí, y en concreto lo que pasó la noche de su muerte?
—Sí, ¿qué quieren que les cuente?
—¿Sabía que él estaba enfermo?
—Lo supe cuando la chica, su novia, me preguntó si conocía algún médico. Yo misma llamé la primera vez a monsieur Delclos. Es un excelente doctor, y vive a unas pocas manzanas de aquí.
—¿Sabe su dirección?
—Por supuesto.
Se levantó, pero no hizo falta que se moviera demasiado. Su hija le tendió una libreta muy gastada, de tapas negras. La abrió y les dio las señas del médico. Antes de volver a sentarse le gritó a su hija:
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Deberías estar cuidando la casa!
Ella no se movió.
—¿Visitó el señor Morrison a monsieur Delclos con frecuencia? —continuó Sam.
—Tanto ya no sé, pero me consta que al menos fue a verle un par de veces y que él le visitó aquí en una ocasión, de noche.
—Jim Morrison y Pamela, su novia, vivían solos; pero antes de su muerte llegó un amigo americano llamado Alan. ¿Se quedó aquí, con ellos?
—A veces. Entraban y salían mucho, y yo no controlo a la gente. Nunca lo he hecho. Tengo mi trabajo.
—¿Había algo extraño en su comportamiento? ¿Notó usted peculiaridades..., escándalos?
—No, no. —Ella lo consideró—. ¿Quiere decir, orgías, si tomaban drogas y cosas así?
—El era un artista, y bebía mucho.
—Nunca hizo ningún escándalo —reiteró la portera.
—¿Recibían muchas visitas?
—Algunas, gente como ellos, artistas, pero no recuerdo nombres. He dicho lo mismo infinidad de veces.
—¿Estaba usted aquí el día y la noche en que Jim murió?
—Sí.
—¿Qué es lo que pasó?
—Pues... todo fue muy rápido, muy confuso. Ya de madrugada, muy cerca del amanecer, llegaron la policía y los bomberos. Pusieron todo patas arriba, pero ya era tarde. Por lo visto, él estaba muerto. Ni siquiera he sabido nunca por qué tuvieron que llamar a los bomberos, aunque esa chica..., supongo que se puso nerviosa. Debió de ser duro para ella. Yo subí. Al primero que vi fue a ese amigo americano que estaba con ellos.
—¿Vio al señor Morrison muerto?
—Sí, ¿por qué?
Su rostro se llenó de extrañeza. Tal vez nunca le hubieran hecho una pregunta tan simple, tan tonta, tan lógica.
—Me refiero a si estuvo cerca de él.
—No, cerca no. El amigo americano me impidió la entrada diciendo que no era un espectáculo agradable. Le vi de lejos, su cara desencajada, tan diferente a como lo recordaba...
—¿Le pareció diferente?
—Sí, pero ¿quién no lo está al morir? Creo que sufrió mucho, al vomitar y todo eso.
—Creí leer en alguna parte que estaba sonriente.
—No, eso es mentira. Su expresión era de dolor.
—¿A qué distancia estaba usted cuando lo vio?
—A unos siete u ocho metros. Ya le habían puesto en la cama, así que le vi de perfil. Todavía no era de día.
—¿Volvió a verle luego, de cerca, o con mayor claridad?
—No. Llegaron los de la funeraria y lo arreglaron. Bastante trabajo tuve con todo el jaleo durante aquel día, y no digamos cuando la noticia se hizo pública una semana después. ¡Fue una locura!
—¿Qué sucedió con las cosas del señor Morrison?
—Se las llevaron, la señorita y el amigo, unos días después. Las empaquetaron, las embalaron y luego un camión de transportes vino por ellas, pero no sé qué agencia lo hizo ni otros detalles. El periodista inglés también me preguntó eso. Era un camión normal y corriente, de esas compañías con delegaciones por todo el país.
—¿Le preguntó algo más ese periodista inglés?
—No. Estuvo muy interesado en lo del transporte. Quería saber si la agencia también enviaba cosas fuera de Francia. Le dije lo mismo que a usted, que no sé más. Para mí, aquello fue un incidente triste, pero no podía imaginar que luego se desencadenaran el interés y la locura que se desencadenaron.
—Y usted ¿recuerda algo? —dijo Sam, mirando a la hija de la portera.
La mujer endureció sus facciones inmediatamente.
—Yo no estaba aquí —refirió—, y aunque hubiera estado... no tenía más de quince años.
Su madre asintió con la cabeza. Pareció que el dinero no daba para mucho más. La primera señal de impaciencia la dio ella al levantarse. Volvió a gritarle a su hija, obligándola a regresar a la entrada del edificio. Su tono se había vuelto hosco.
—Una última pregunta, señora —dijo Sam—. Le parecerá raro que insista sobre el particular, pero... ¿podría jurar que el cadáver que vio aquella noche era el del señor Jim Morrison?
La mujer enarcó las cejas. Estaba claro que para ella eso no tenía el menor sentido.
—Bueno... —consideró—, TENÍA que ser él, ¿no? Quiero decir que si muere un hombre en tu casa y le ves, aunque sea de lejos, con el rostro alterado por el dolor... ¿Quién iba a ser si no?