Escucha esto, voy a hablarte acerca de la angustia,
voy a hablarte acerca de la angustia y la pérdida de Dios,
voy a hablarte acerca de la noche sin esperanza,
del escaso alimento que olvidó mi alma.
Te hablo de la joven con alma de hierro forjado.
The WASP (Texas Radio and The Big Beat)
Jim Morrison
Christian Delclos era un anciano, pero daba la impresión de que se mantenía en forma. Ojos perspicaces, agilidad de ideas y reflejos, un estado de ánimo abierto. La consulta, en cambio, parecía extraída de otro tiempo. Mantenía en ella lo que treinta años antes se habría considerado buen gusto y clase, pero que ahora más bien era nostalgia del pasado, refinamiento y caduca elegancia. Tal vez los pacientes hubiesen envejecido al mismo compás, y el entorno fuese tan esencial como familiar. Debieron esperar algo más de treinta minutos para ser recibidos, tras convencer a una enfermera reticente en la cuestión de citas previas y horarios, de que venían por algo importante. A la enfermera no le gustó su aspecto y lo demostró con insistente energía. Miraba tan a disgusto el cabello largo de Sam, como la ropa de Adaia, extravagante para ella,. Finalmente los llamó y los condujo a presencia del doctor. El hombre se animó mucho al ver a la visitante, aunque estuvo condescendiente con Sam.
—¿Americanos? ¿Turistas? —preguntó lleno de interés. Y sin esperar respuesta dijo— ¡Es duro encontrarse mal lejos de casa, de lo familiar!, ¿no es cierto? ¿En que puedo servirlos?
Estaban ya sentados frente a él. La enfermera le debía de haber dicho que era un caso urgente, pero ella no había tomado sus nombres. Christian Delclos se dispuso a hacerlo personalmente. Tomó una pluma y una especie de ficha.
—No hemos venido a su consulta como pacientes, doctor Delclos —dijo Sam Numit—. En realidad, deseamos hacerle unas preguntas, si no le importa. Naturalmente, abonaremos la visita.
Los miró con renovado interés y también con escepticismo.
—¿Unas preguntas? —dudó.
—¿Recuerda a un paciente suyo, de mil novecientos setenta y uno, llamado Jim Morrison?
El rostro del médico cambió de golpe. Una sonrisa de pesar le cubrió la faz. Abrió un poco los brazos y hasta asintió con la cabeza mientras emitía una breve risa cargada de ironías.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó—. ¿Cómo no iba a recordar a mi paciente más famoso y misterioso? ¡Claro que lo recuerdo! Sería imposible no hacerlo.
—¿A qué se refiere?
—A que era una celebridad, ¿no? ¡Una estrella del rock! Tengo un hijo que todavía habla de ello y me cuenta cosas de él, y eso que ya no es ningún niño. —Cambió de expresión y los abarcó a ambos con una mirada más relajada pero todavía sorprendida—. ¿Qué puede interesarles del señor Morrison ahora, tantos años después de su muerte?
—En realidad, no lo sé. Todo y nada —dijo Sam—. Estoy escribiendo un libro sobre él y...
—¿Es usted periodista?
—Escritor —mintió por segunda vez a lo largo de la mañana.
—¿Vino a verle hace unos días otro escritor para hablar de este tema, monsieur Delclos? —preguntó Adaia.
—No. Ya les he dicho que hace muchos años de lo sucedido y pensaba que era algo olvidado. ¿Qué sucede?
—Las leyendas nunca mueren —justificó Sam—. ¿Le importa... ?
—Adelante, ¿qué quieren saber? Lo único que les pido es brevedad, en caso contrario no me importaría verlos después de la consulta.
—No creo que sea necesario, gracias. Bien... —Sam escogió la primera pregunta. Prefería emplear el mayor tacto posible—. La verdad es que usted estuvo cerca de Morrison en aquellos días difíciles y...
—¿Días difíciles? ¡Ah, se refiere a su salud, sin duda! Bueno, en realidad, sí, lo eran, porque a fin de cuentas murió, pero cuando yo lo visité, en modo alguno semejaban serlo. Estaba enfermo, de acuerdo, pero siempre me pareció un joven animoso y fuerte.
—Sin embargo, se escribió que aquí, en París, lo pasó muy mal debido a su infección pulmonar. Tosía, vomitaba esputos sanguinolentos...
—Leí algo de eso más tarde y lo achaqué a la fama del personaje. La prensa suele cargar las tintas, no lo olvide. Convirtieron en trágico algo que sólo lo fue al final.
—No le entiendo —repuso Sam.
—Trato de decirle que el señor Morrison no estaba tan enfermo como para morirse cuando yo le traté. Su cuadro médico era problemático, pero en modo alguno grave, ya que de lo contrario yo mismo le habría recomendado el internamiento en un hospital. Los problemas se reducían a la mala vida, el exceso de alcohol y la carga que pesaba sobre sus hombros.
—¿Le habló él de todo eso?
—No. Era reservado. De sus problemas me encargué yo, y de saber toda la historia se encargaron más tarde sus colegas. Aquello fue un clamor.
—¿Cuál era el estado de ánimo de Morrison?
—A veces estaba de muy buen humor, y a veces daba la impresión de estar del todo agotado y hundido. Me decía que se encontraba fatal y que temía empeorar. Quería sentirse bien para trabajar. Eso sí: no le atendí más allá de media docena de veces a lo largo de aquella primavera.
—¿Cómo pudieron precipitarse tan drásticamente los acontecimientos ?
—Lo ignoro. Por fuerza tuvo que empeorar a lo largo del último mes.
—¿No lo sabe seguro?
—¿Por qué iba a saberlo?
—¿No le atendió usted hasta el final?
—No. Un mes antes de su muerte le vi por última vez, aquí mismo, sentado donde está usted. —Sam tuvo que sujetarse a la silla cuando Delclos le dijo eso—. Ya no volví a saber de él.
—Entonces, ¿no fue usted el médico que le visitó la noche de la muerte y firmó el certificado de defunción?
—No.
—¿Por qué?
—Lo ignoro, aunque... lo cierto es que el día primero de julio yo me fui de vacaciones. Tal vez lo supieran. De todas formas, no hubo ninguna llamada aquella noche. Mi hermana vivía conmigo y así me lo dijo.
—¿Qué fue lo último que le dijo a Jim Morrison?
—Que limitara los excesos, y también se lo dije a ella, a su compañera. Le previne de que podía acabar mal. No sé... —el médico reflexionó en torno a un pensamiento fugaz surgido en su mente—, me dio la impresión de ser un hombre que se debatía entre dos frentes. Me dijo que para dejar de beber primero necesitaba ser él mismo, no la estrella del rock, sino él, Jim Morrison. En ocasiones era enigmático, y en ocasiones muy abierto. Nadaba contra corriente. Ni siquiera sabía que estaba condenado y con una sentencia carcelaria pendiente. No hablaba del pasado, ni de América, ni de su trabajo como cantante.
—¿Cómo se enteró de su muerte?
—Creo que fue un par de meses después, por lo menos. Francia se para en vacaciones, y París es como una inmensa crisálida entre julio y agosto. Además, yo no estaba muy metido en ese mundillo de la música. Vi algo por la televisión y lo asocié, eso es todo. Después sí, leí lo que se publicó, curioso por lo sucedido y por la reacción popular.
—¿Qué pensó entonces?
—¿Qué iba a pensar? —De nuevo fue explícito abriendo las manos—. Que había tenido mala suerte. Una crisis cardíaca casi seguro que motivada por un coágulo de sangre a consecuencia de la infección pulmonar... Ni siquiera tenía treinta años.
—Veintisiete -—-intercaló Sam.
—Demasiado joven para morir.
Y demasiado viejo para el rock. Lo dijo el propio Jim Morrison.
Sam Numit sintió una fuerte opresión en la cabeza.
Quedaba una última pregunta.
—¿Cómo podría saber el nombre del médico que firmó el certificado de defunción?
—Es sencillo —respondió Christian Delclos con la evidencia y el peso de la lógica—. Él era americano, ¿no? Es de suponer que ese documento conste en los archivos de la embajada de los Estados Unidos de aquí, de París, ¿no le parece?
Adaia fue la primera en ponerse en pie. El médico se deshizo en una generosa sonrisa hacia ella.