La gente es desconocida cuando tú eres un desconocido,
las caras son feas cuando estás solo,
las mujeres parecen malvadas cuando no te desean,
las calles son incómodas cuando estás caído,
nadie recuerda tu nombre cuando eres desconocido.
People are strange
Jim Morrison
Adaia se encargó de ir a la embajada de los Estados Unidos, para evitarle a Sam el posible revuelo que causaría su presencia allí. Lo más seguro es que algún agregado cultural, o algún funcionario con una amiga en la prensa o la radio, se interesara por el hecho de que un artista famoso rebuscara en las telarañas del pasado de otro artista no menos famoso. Regresó casi tres horas después, agotada, violenta, pero con un nombre: Marcel Blanchart.
Era lo único que había conseguido.
—Bien —aceptó él.
—Pero no ha resultado fácil. He tenido que sacar a relucir mis encantos, cosa que odio, y al final me han reconocido —explicó ella—. Si la noticia se divulga, espero que me asocien con la misma a mí sola y te dejen al margen. Lo malo es que en ese certificado sólo figurase el nombre del médico, bastante ilegible, por cierto. Puede que haya cien Blanchart en París.
Sam se sentó en la cama de la suite, con la guía de París sobre las rodillas. Adaia hizo lo mismo a su lado. Él la abrazó con ternura. A veces, se sentían igual que islas perdidas y a la deriva en el océano de la confusión, movido sin cesar por el vértigo del rock.
—Hubiera preferido hacer algo en lugar de quedarme aquí escondido —dijo—. Me siento...
—Todo es extraño, ¿verdad?
—Verás —el tono de Sam se llenó de reflexiones-—, me parece estar reviviendo una vieja película de mi infancia y mi adolescencia. Es como descubrir que Indiana Jones o Luc Skywalker fueron reales. No sé si me entiendes.
—Creo que sí, porque a mí me pasa igual.
—Todo existe, ese presentador, la portera, el médico. Está todo ahí, todavía, envolviendo el misterio. Por un lado es como si hubiera pasado una eternidad, y por otro es como si acabase de suceder. Pero somos nosotros los que hemos crecido. Watson tal vez tenga razón y las cosas no hayan cambiado tanto en estos años.
—¿Y lo que el tiempo haya podido distorsionar los hechos? —inquirió Adaia—-. Todos cuentan lo que saben o creen saber. Parten de un supuesto. La portera creyó ver el cadáver e imaginó que era Jim porque TENÍA que serlo, ya que estaba allí. El presentador aún vive en su mundo, entre bambalinas y lleno del recuerdo de la farándula. Compró una información, la soltó en su espectáculo y ¡zas!: lo extraordinario. Sin embargo, para él no fue más que una anécdota. Lo único sólido, que no me encaja porque rebate en parte lo que dijo Martin, es que, según afirma el del cementerio, en la tumba había un cadáver. Esa es la única realidad.
Sam tardó un poco en seguir el hilo de la conversación.
—¿Temes que esté perdiendo el tiempo? —preguntó de pronto.
—No, no lo creo —afirmó Adaia convencida—, pero aunque Martin encontrase aquí, en París, la respuesta, cosa que tampoco es segura, no olvides que estuvo en los Estados Unidos, en Los Ángeles y en San Francisco, y tal vez en más sitios. En alguna parte dio con algo, estoy segura.
—Entonces seguiremos —dijo Sam, arropándola con una sonrisa—. No vamos a abandonar.
—¿Cuándo has abandonado tú algo? —se burló suavemente ella.
—La verdad es que nunca había perseguido a un fantasma.
—¿Qué opinas de lo que hemos conseguido hasta ahora? —quiso saber Adaia.
—Es demasiado pronto para...
—Pero decirlo en voz alta ayuda, ¿no? Tú siempre lo aseguras así.
Sam ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres que te diga? —vaciló—. Según el del cementerio, hay un cadáver, y por lógica tiene que haberlo, y por más lógica todavía ha de ser el de Jim. En cambio, por lo que nos contó la portera, se desprenden algunas incertidumbres. ¿Es casual que el amigo de Jim, Alan Ronay, llegase a París unos días antes de que sucediera todo? ¿Por qué Pamela avisó a los bomberos y a la policía? Es demasiada gente, pero... también supone mucha confusión, y así todos pudieron ver que, en efecto, él estaba muerto. ¿Fue una reacción de mujer, acobardada por el hecho y transida de dolor, o una jugada perfectamente estudiada? En cuanto a lo de los dos médicos... Si Jim planeó su muerte aquí, en París, no podía consentir en que Delclos le viera. Esas vacaciones pueden ser una de las claves. Avisaron a ese tal Blanchart para lo más sencillo, firmar un acta, determinar una muerte. El único misterio, finalmente, es el que concierne a Caneron Watson y a su misterioso informador, Ismael Tonon. Ese drogadicto sí es la clave. ¿Cómo supo él que Jim Morrison iba a morir?
Adaia no contestó. Mantuvo la mirada de su compañero unos segundos hasta que bajó los ojos y miró la guía telefónica, que seguía sobre las rodillas de Sam. Este la abrió y buscó la letra B. Las columnas de los Blanchart eran varias, así que durante los siguientes diez minutos leyó todos los nombres, uno a uno, subrayando aquellos en los que constaba la ocupación de médico y la inicial del nombre fuese una M. El resultado final fue de siete “M. Blanchart, médico”.
—Allá vamos —dijo Sam.
Cogió el teléfono mientras Adaia se ocupaba de darle el número. Al otro lado se escuchó una voz femenina a la segunda señal.
—¿El doctor Marcel Blanchart? —preguntó Sam.
—¿Marcel? -—respondió la mujer—. Querrá decir Maurice, ¿no?
Colgó sin dar más explicaciones. Marcó el segundo número y repitió la pregunta a un hombre que descolgó el auricular al quinto zumbido.
—¿Doctor? Querrá decir doctora... Este es el consultorio de la doctora Blanchart, Monique Blanchart.
—Lo siento, disculpe.
Probó con el tercero con la misma suerte, y lo mismo le sucedió en el cuarto y el quinto intento. Hubo otro Maurice, un Michel y una Marianne.
Marcó el sexto número telefónico.
—Hasta ahora hemos tenido suerte —dijo Adaia—, pero no sería extraño que alguno de los que vivieron en mil novecientos setenta y uno esté ahora muerto, ¿no crees?
Sam pensaba lo mismo.
—Consultorio del doctor Blanchart, ¿dígame? —le habló de nuevo una voz de mujer.
—¿El doctor Marcel Blanchart, por favor?
—¿Marcel?
Quedaba sólo uno. Parecía haber fracasado de nuevo.
—Lo siento, disculpe —dijo Sam.
—El doctor Marcel Blanchart hace años que no visita, señor —manifestó en ese momento la mujer—. Su consulta la tiene ahora su hijo, Jean Pierre. Puedo darle hora, si lo desea, para esta tarde.
—Está bien, gracias.
Movió la cabeza afirmativamente en dirección a Adaia, luego, tras acordar la hora y la dirección, en el mismo Marais, colgó. Sólo por mera precaución marcó el séptimo y último de los números. La incógnita quedó despejada. El último de los Blanchart se llamaba Muriel y también era una mujer.
—Creo que me sentaría bien una comida sencilla en algún rincón oculto del Sacré-Coeur —suspiró Adaia.
Sam se puso en pie.
—¿Recuerdas aquel lugar de Montparnasse donde cenamos la primera vez que vinimos a París?
Ella sonrió.
—¿Quién es capaz de olvidar algo así? —dijo—. Sobre todo cuando nos gastamos todo lo que teníamos.
—Tú misma dijiste que sólo se vive una vez, y te negabas a tomar un bocadillo a pie como cualquier turista pobre. Nunca olvidaré tu frase “La dignidad nos exige un tributo para la historia”.
Adaia lanzó una carcajada.
—Hemos tenido suerte en lo de Blanchart —dijo él.
—Necesito darme una ducha. No tardo más de quince minutos.
Se levantó y en el mismo momento sonó el timbre del teléfono. Sam cogió el auricular sin darle tiempo a que concluyera el primer zumbido. Nadie sabía que estaban en el George V de París, a excepción de la oficina de su manager y...
—¿Numit? ¿Sam Numit? —dijo la voz de Caneron Watson.
—¡Caneron! ¿Cómo está?
Adaia esperó expectante. Sam tenía los ojos muy abiertos.
—Anoche, en cuanto ustedes se fueron, hice un par de llamadas —refirió el viejo presentador—. En parte ha ido bien, y en parte ha ido mal, pero he pensado que le gustaría saberlo.
—¿Es acerca de Tonon?
—En efecto, amigo —dijo Watson—. Lamento decirle que, tal y como me imaginé, ese pobre diablo murió hace ya más de diez años. Lo siento.
Sam hizo chasquear la lengua.
—Bien, era lógico, claro —arguyó—. Usted ya nos previno.
—Seguiré investigando, no se preocupe. Hay algo acerca de una hija, así que es posible que no todo esté perdido.
—Es de verdad muy amable, le aseguro...
—¡Vamos, vamos, entre colegas no hay protocolos! ¡Anoche rejuvenecí veinte años! La próxima vez que nos veamos hemos de hacernos una fotografía. ¡Nadie va a creer que soy amigo de Sam Numit!
—Gracias, Caneron —dijo sinceramente él.
—¡El espectáculo debe continuar! —gritó el presentador.
Y colgó.