Soy el Rey Lagarto;
puedo hacerlo todo.
The Celebration of the Lizard
Jim Morrison
El apartamento de Martin Driscoll en Park Road, la calle paralela a la de Portobello Road, donde los sábados por la mañana tiene lugar uno de los acontecimientos más populares del Londres turístico, la apertura del mercadillo de antigüedades, correspondía por completo con la personalidad de un hombre libre e independiente, y por supuesto soltero, aunque no ocioso en este sentido. Por entre el desarreglo general se notaba esa clase de orden que muchos artistas, del tipo que sea, parecen mantener hasta el punto de saber dónde está todo y cómo encontrarlo en cinco segundos. Libros, discos, vídeos y disquetes de ordenador formaban los cuatro centros de máximo interés. Desde luego, la última noche que Martin había pasado en el piso, no lo hizo solo.
Sam no perdía de vista a Adaia; sin embargo, ella había recuperado parte de su entereza, o al menos lograba mantenerse en equilibrio, con la mente ocupada. La investigación la ayudaba.
Junto a la habitación principal y a la sala-comedor, que también servía para leer o para ver las cintas de vídeo a través de un televisor de pantalla gigante, estaba el recinto que servía de despacho a Martin, equipado con un buen estéreo. Adaia comentó que a él le gustaba trabajar con música. El centro de su actual ocupación se manifestaba allí de una forma rotunda y categórica, los discos de los Doors diseminados por el suelo enmoquetado y una butaca, una docena de libros relativos a Jim o al grupo se amontonaban en la mesa, un montón de libretas y anotaciones hechas a mano cubrían la superficie de la misma. En la pared frontal, claveteadas con imperdibles o chinchetas sobre un panel de corcho, se veían tres docenas o más de fotografías del cantante, especialmente la serie de 1967, realizada por Joel Brodsky, con Jim en la plenitud de su belleza masculina, el torso desnudo, la mirada fija y directa hacia la cámara, y distintas variantes como la de los labios entreabiertos o aquella en la que sacaba la lengua feroz. Esas fotografías habían servido, a su muerte, para ilustrar las portadas o contraportadas de tres grabaciones retrospectivas. Greatest hits, Classics y An American prayer. Además de las fotografías de Jim y del grupo, se veían algunas caras femeninas. Una era la de Pamela, la novia de Morrison. Las otras, agrupadas en un ángulo del panel, eran demasiado recientes. Conquistas de Martin, amores de Martin, sueños de Martin.
Adaia, instintivamente, recogió los discos del suelo. Strange days, con su extravagante portada en la que se veía a un forzudo levantando unas pesas, a un enano, a un mimo haciendo juegos malabares, a un trompetista y a dos equilibristas, ella arriba y él abajo sosteniéndola. Absolutely live, el doble álbum grabado en directo, azul, en cuya portada todavía podía verse al Jim Morrison sexy de los primeros años, con los pantalones de cuero y el cinturón de grandes hebillas plateadas, pero en cuyo interior aparecía ya gordo y con el cabello muy largo, así como su sorprendente barba. Y Morrison Hotel, con sus habitaciones a “dos cincuenta” y el Hard Rock Café en la contraportada.
¿Por qué todo parecía ahora simbólico?
Sam se apoyó en la mesa y cogió las anotaciones. Adaia hizo otro tanto desde la silla en la que se sentó. El silencio comenzó a ser barrido tan sólo por el paso de las hojas de papel. El cantante no se molestó en conectar el ordenador. No entendía aquellos cacharros. En parte los odiaba. Su único interés se centraba en las posibilidades que aportaban a la hora de una grabación, y para eso estaban el productor, los ingenieros, los programadores de sintetizador y los demás expertos. La música era otra cosa. Las máquinas, al menos para él, seguían siendo frías, aunque se reconociese como un hombre de futuro, amante del progreso.
En una libreta de gran tamaño encontró casi todo lo que él mismo sabía de Jim Morrison, antes y después de muerto. Martin lo había agrupado en tres columnas. En la primera estaban los datos de sus escándalos en vida; en la segunda, todo lo relativo a París, el día del fallecimiento y los sucesos de la semana siguiente hasta que se hizo pública la noticia. En la tercera columna pudo leer todas las pistas fantásticas surgidas desde aquel 1971, lo del Bank of America de San Francisco, lo de la grabación de El Fantasma, lo de la entrevista con Jim en 1975...
Pamela tenía una mención especial. Leyó la noticia de su muerte con aprensión.
“Hollywood, 25 de abril de 1974. — La amante de Jim Morrison, cantante de los Doors muerto en París en 1971, y a la que él dedicó la canción “Reina de la autopista”, ha muerto en Hollywood a causa de una sobredosis de droga. A su lado ha sido hallada una aguja hipodérmica y en los brazos tenía huellas de múltiples pinchazos. ¿Qué extraña tragedia habrá envuelto a esa mujer en los últimos tres años? Se sabía, por ejemplo, que al perder el pleito a consecuencia de la impugnación del testamento de Jim por parte de los padres de la estrella del rock, ella había entrado en una profunda crisis depresiva, hablaba de su fallecido amante como si aún estuviera vivo, se refería a él en tiempo presente, y había intentado ya suicidarse previamente varias veces. ¿Por qué? No habrá respuesta. La muerte de Pam parece una prolongación más de la tragedia que estalló la noche del 3 de julio de 1971 en París...”
En las siguientes páginas, lo que más abundaba eran frases pronunciadas por Jim a lo largo de su vida, o fragmentos de canciones subrayadas por Martin y entresacadas como mención aparte. Algunas eran terriblemente significativas, y tenían una fuerza capaz de golpear la conciencia de cualquiera, pero mucho más la de alguien como el propio Jim Morrison, un cantante de rock como lo era él.
Sam leyó “La única obscenidad que reconozco se encuentra en la violencia”.
Sintió una especie de nudo en la garganta, pero continuó leyendo aquel “manual del rock”, o como pudiera llamársele. Tal vez el libro de los sentidos. Tal vez el reflejo de unos sentimientos demasiado comunes pero constantemente olvidados.
“El rock está muerto. La explosión inicial se ha terminado. Lo que se llamaba rock se ha convertido en algo decadente. Se produjo una renovación del rock en Inglaterra. Llegó muy lejos. Se articuló y después se ha hecho demasiado consciente, lo que me parece que significa la muerte de cualquier tipo de movimiento. Se ha hecho demasiado consciente, replegado sobre sí mismo y en cierto modo incestuoso. La energía ha desaparecido, ya nadie cree en él”.
Esto lo dijo Jim en 1969. Sam pensó que podía estar de acuerdo en parte, pero no en todo. El rock no había muerto, ni moriría jamás, aunque había mucha verdad en lo de que se había convertido, desde hacía años, en una relación incestuosa consigo mismo. Pero que Jim dijese aquello en 1969, poco antes de morir, a menos de dos años de su adiós, probaba no ya la muerte del rock, sino de sus energías, de aquello en lo que creía o quería creer. ¿Y qué queda cuando lo que amas desaparece?
Quizá la respuesta estuviese en la siguiente frase anotada y subrayada varias veces. La pronunció Jim en París en la primavera de 1971:
“Tengo veintisiete años. Son demasiados para ser cantante de rock’n’roll. Ya no tiene sentido”.
Al lado, Martin había anotado algo más, a modo de idea, “El rock y su culto matan”, y también “Todos somos responsables de la muerte de los grandes del rock, porque olvidamos que son seres humanos tan vulnerables como cualquiera, cuando los hicimos ídolos públicos”.
Quería dejar la libreta, pero no pudo. Se sentía atraído por su magnetismo, por su despiadada fuerza, por su estremecedora lucidez. Martin había escrito mucho sobre la relación de Jim con su padre, el contraalmirante George S. Morrison, pero una estrofa de An American prayer resumía ampliamente todo el sentimiento del cantante con relación a él. Decía: “Sabéis que los plácidos almirantes nos conducen a la masacre / y que los gruesos y lentos generales se vuelven obscenos por la sangre joven”.
Se destruyó a sí mismo, fue víctima de su propia rebeldía, pero cualquiera podía entender lo que Jim había sido para su generación, para su tiempo, en la América de Vietnam, de la cultura hippie, de tantas y tantas luchas, como las de los Derechos Civiles, las revueltas estudiantiles de Berkeley o los movimientos entonces considerados izquierdistas.
Dejó la libreta y extendió la mano para coger una agenda telefónica. La abrió y hojeó. Allí estaban las señas y teléfonos de todos los implicados en América, Bill Siddons, manager de los Doors; Jac Holzman, director de Elektra Discos, su casa de grabación entonces, Alan Ronay, el amigo cineasta que estuvo presente en la tragedia de París, Ray Manzarek, Robby Krieger y John Densmore, los tres miembros de los Doors supervivientes, Max Fink, el abogado de Jim. Todos y más.
—¿No llevaba Martin su agenda de teléfonos y direcciones encima? —le preguntó a Adaia.
—Sí, claro —dijo ella-—, pero era muy previsor y por si perdía ese tesoro lo anotaba todo doble. Llevaba una encima, pero aquí, en casa, tenía ésa —señaló la que él sostenía en las manos.
—Voy a llevármela, la necesitaré.
Adaia sostuvo su mirada.
—¿Vas a Estados Unidos?
—Sí.
—Me gustaría...
—Tienes que hacer aquí, y lo sabes —la detuvo él—. Me gustaría tenerte a mi lado en esto, pero cuanto antes termines con lo que te espera, será mejor para ti.
Adaia bajó la cabeza. Sabía que Sam tenía razón.
Vaciar el apartamento de Martin, que era alquilado, llevarse sus cosas o... Ver el estado de sus asuntos, moverse por la maldita burocracia oficial, testamentos, herencias...
—Puedo ir a Los Ángeles después, si es eso lo que te preocupa —apuntó Sam—. Tal vez sea mejor que me quede aquí, contigo.
—No, vete —insistió ella de pronto—. Puede que lo que encontró mi hermano desaparezca si tardas mucho en dar con la pista. Y quiero saber la verdad.
—Está bien —accedió Sam.
—¿Le digo a Peg que te reserve un vuelo para mañana, hotel en Los Ángeles y que haya un coche ya preparado en el aeropuerto?
Sam le dirigió una sonrisa cálida.
—¿Nos vamos? —preguntó.
Ella no se movió.
—Escucha esto —dijo. Y comenzó a leer algo de otra libreta—. “En la edad en que encontrar una identidad es un problema, hay personas que se unen a grupos de rock y tocan para gentes que sienten las mismas dificultades. La diferencia de edad entre el músico y el espectador no suele ser demasiado grande. Pero por desgracia los que están sentados en la cuarta fila creen que los que están en el escenario saben algo que ellos no saben, cosa que no es cierta. Simplemente hay que poseer un ego muy fuerte para dejarse amar por lo que se hace, más que por lo que se és, y un ego mucho más amplio para tomar conciencia de que se és lo que se hace. El cantante posee un alma pero tiene la sensación de que cuando baja del escenario nadie le ama. O, y quizá sea peor, tiene la sensación de que no resplandece más que en el escenario, y que fuera de él se vuelve opaco, adquiere un envoltorio tan ordinario como la flor más ordinaria de todo el jardín. Pero, ¿no somos todos tan ordinarios como las gotas de agua?”.
Adaia dejó de leer. Sus ojos volvieron a encontrarse con los de él.
—¿Lo dijo Jim? —preguntó Sam Numit.
—No, Lou Reed —respondió ella sin apenas voz.