No toquéis la tierra,
no veáis el sol.
No queda nada que hacer excepto correr.
Not to touch the earth
Jim Morrison
Al aterrizar en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, frente a la bahía de Santa Mónica, recordó una vez más la sensación que le había producido la ciudad en su primera visita, años atrás, cuando la por entonces joven promesa del rock iba a dar el primer concierto en el Fórum de Inglewood, muy próximo al mismo aeropuerto. Esa sensación era la que había heredado de Jim Morrison tras leer su biografía, viva en su memoria en aquellos días. Los Ángeles, la inmensa ciudad-autopista, prácticamente sin límites de norte a sur y hacia el este, representaba el espacio horizontal de la misma forma que Nueva York era el espacio vertical. Sólo el centro, con su arracimado puñado de rascacielos, le daba el carácter monumental. El resto era una alfombra reticular, de casas bajas, inmensas autopistas de seis carriles que se entrecruzaban constantemente y calles que se perdían bajo los confines del smog, la polución que por lo general cubría la urbe.
Recogió el automóvil alquilado bajo el imaginario nombre de Malcolm Spencer en el aeropuerto, y se encaminó al Sheraton Universal, el hotel de las estrellas, llamado así por estar en los Estudios Universal. Lo prefería a la magnificencia del Beverly Hills, que los Eagles habían inmortalizado aún más en la portada de California Hotel, y también a los no menos espectaculares Ambassador o Hilton de Wilshire, el Century de la Avenida de las Estrellas y las Constelaciones o el Bonaventura de Figueroa. No perdió mucho tiempo en tomar un baño y cambiarse de ropa. Inmediatamente después llamó por teléfono al primer objetivo, Ray Manzarek, el líder musical de los Doors, de la misma forma en que Jim era el letrista y el hombre espectáculo, otra clase de líder situado más allá de cualquier reconocimiento. No tuvo suerte, Manzarek se hallaba en cualquier lugar entre Chicago y Nueva Orleans, grabando con un estudio móvil.
Robby Krieger, guitarra de los Doors, sí estaba en la ciudad.
Y era tan bueno o mejor que otro cualquiera del grupo a la hora de hablar de Jim, o probablemente idóneo en un sentido muy especial, él fue quien más trabajó con el ídolo en los momentos creativos.
Por teléfono había dicho.
—¿Sam Numit?
—¿Podría verte unos minutos?
Ni siquiera le preguntó el motivo.
—¡Por supuesto, tío! ¿Tienes mis señas? Será todo un placer.
Era, una vez más, el espíritu del rock.
Llegó a su casa, en San Fernando Valley, una hora y media después. Las autopistas de seis carriles no garantizaban rapidez. La velocidad máxima seguía siendo de 90 kilómetros por hora, y los atascos, frecuentes a determinadas horas. Cuando Sam Numit detuvo el coche frente a la pequeña villa pudo escuchar con claridad unos sones de guitarra española a lo lejos. Cesaron al llamar a la puerta y fueron reemplazados por el ladrido de un perro. Una preciosa rubia le condujo a través del jardín y le dejó frente a Krieger. No había cambiado mucho en lo físico, aunque los años le habían envejecido. Su calva era mucho más prominente, pero mantenía el bigote y la barba lo mismo que su mirada de inocencia.
—Es una sorpresa —dijo mientras estrechaba la mano del visitante—. ¿Sabes? Te vi actuar hace unos años.
—Todavía mantenía la versión de Roadhonse bines por entonces, ¿no?
El diálogo se mantuvo en torno a la música a lo largo de los primeros diez minutos. Parecían dos amigos reencontrados, y de hecho lo eran. Unos discos de Paco de Lucía y una guitarra española evidenciaba el interés aún constante de Robby por el flamenco. Sam no abordó el tema que le había llevado hasta allí, y no hubiera sabido cómo hacerlo de no habérselo preguntado finalmente el dueño de la casa.
Se lo dijo.
-—¿Jim? —Robby Krieger mostró extrañeza, pero no estupor. Podía ser que toda su vida estuviese atado al recuerdo y al fantasma de su antiguo compañero en el grupo—. Así que el maldito aún sigue moviendo montañas, ¿eh?
—Imagino que te parecerá absurdo —dijo Sam.
—Lo único sorprendente es que seas tú quien quiera hablar de él. Bueno, tú o cualquiera que esté metido en esto y sea una estrella. Me habría parecido igualmente insólito si se tratara de Phil Collins, Bowie u otro. ¿Por qué te interesa Jim?
—El hermano de Adaia estaba escribiendo sobre él, y murió en el accidente de Heathrow. Quería completar lo que dejó sin terminar.
—¿Vas a escribir acerca de Jim y de nosotros?
—No, no se trata de eso. Quiero ayudar a Adaia, eso es todo. Su hermano pensaba que Jim podía estar vivo.
Le observó atentamente, para evaluar su reacción. Lo único que hizo Robby fue sonreír.
—¿Qué quieres que te cuente, Sam? —dijo con un suspiro, no cansado, pero sí distante por el tiempo que había transcurrido desde todo aquello—. No me pesa hablar de Jim, ¿sabes? Ni siquiera voy a poder cambiar la historia. El seguirá siendo la estrella y nosotros los músicos. No es justo pero eso ya no importa. ¿Quieres que te diga algo?: en realidad Ray, John y yo éramos buenos, muy buenos para los sesenta, y habríamos llegado a algo por nosotros mismos, pero... ahí estaba él, y todo se desbordó. Corrimos demasiado, lo hicimos absolutamente todo en muy poco tiempo y cuando nos dimos cuenta estábamos metidos en el cepo. Jim hizo “bluf” —sus manos imitaron el deshinchamiento de un globo— y luego se murió.
—¿Cómo era en realidad?
—La pregunta no es cómo, sino qué era. Y la respuesta es sencilla: un exhibicionista. Tenía intuición, calidad, estilo, las letras eran muy buenas; pero llamó la atención por todo lo extramusical, y él lo acentuó. Cada vez que le detenían, nuestros contratos decrecían, pero su fama aumentaba. Una generación de rebeldes le convirtió en líder, y otra generación ávida de mitos le erigió en sex symbol. Fue un provocador.
—Es un buen resumen.
—No, no se puede resumir a Jim en unas pocas palabras. Puedo creer que estaba loco, y creer muchas más cosas, aunque en suma todo serían pequeñas parcelas de sí mismo. El todo va siempre mucho más allá. Yo le admiraba, y le quería. El muy estúpido era grande. Era un buen tipo dentro de su piel de estrella, sobre todo al comienzo, cuando la música era lo único importante. Teníamos nuestras diferencias, claro, sobre todo en lo musical, y sabíamos que la banda no iba a durar mucho tiempo más, pero fueron buenos tiempos. Ni siquiera sé qué pasó para que llegara lo peor, aunque... siempre es igual, ¿no? Les pasó a los Beatles, a muchos, a casi todos.
—El nunca se sintió músico. Pensaba en sí mismo como un poeta.
—Es lo que se dice, pero era un músico, de los pies a la cabeza, aunque al final las perspectivas fueron distintas. Por ejemplo, hubo una época en la que le daba por tumbarse en el suelo cuando montábamos el número en que yo le apuntaba con la guitarra y le disparaba. Sucedió un día y después lo repitió hasta convertirlo en algo mecánico, igual que Pete Townshend con sus guitarras. Rompió la primera por accidente y corrió la voz de que “un tipo rompía la guitarra”, así que tuvo que hacerlo cada noche, aunque no ganara ni para repararla. Así son las leyendas en esto. Pero Jim dejó de hacer esas cosas cuando la prensa se cebó en él. No es lo mismo actuar en el Whisky A-go-go que hacerlo ante cincuenta mil personas. Sin embargo, Jim era un tipo de recursos, tenía el don de la improvisación, creaba letras inesperadas..., y nosotros nos limitábamos a seguirle. Nunca sabíamos dónde iba a parar en un momento así.
—Y de su muerte ¿qué puedes decirme?
Robby Krieger lanzó una carcajada.
—Iban a meterle en la cárcel, se había ido de América, el grupo ya no existía... ¿Qué quieres que te diga? Si me preguntas si creo que murió, la respuesta es que sí. Pero si me preguntas si él pudo organizado todo y salirse..., la respuesta también es que sí, que si alguna persona en el mundo pudo haberle sacado la lengua a un montón de idiotas y hacerle cuernos a la muerte, ése fue Jim. No olvidemos su pasión casi morbosa por el sexo y por la muerte, aunque eso significaría que...
—Que está vivo, en alguna parte.
—Sí, y eso es lo que tiene menos sentido. Tú lo sabes Sam, nadie deja este tinglado del rock voluntariamente. Es imposible. Sólo se abandona si uno muere, de lo contrario se vive atado a él. Y es lo que hizo Jim, morirse. Se largó, cansado, enfermo, lleno de traumas, tal vez loco de verdad, y no pudo resistirlo.
—Al grabar el último LP, L.A. woman, ¿sucedió algo especial?
—Pensé mucho, tras la muerte de Jim, en las sesiones de grabación de ese álbum. Detalles que entonces tomé de una forma y luego relacioné con lo que pasó. Bueno, no tengo ninguna conclusión, pero..., por ejemplo, las canciones. Todas, excepto un par, fueron escritas por él. En ese momento la influencia musical de Ray era superior a la mía y por esa razón yo colaboré menos, pero eso no significa que grabásemos sus temas por necesidad. Más de una vez Ray, John y yo habíamos dicho que no a una pieza o una letra de Jim, y pese a sus razonamientos no la grabamos, o no se incluía por fin en el disco. Sin embargo, ese LP fue distinto. Jim trajo los números muy estudiados, no quiso que se tocara ni una sílaba. Era una obsesión. A mí me dijo que aquello era su testamento. Como siempre andaba a cuestas con su humor macabro, no le hicimos caso. Luego no supe si aquello fue una premonición o una casualidad. Resultó ser un gran álbum, y la gente dijo que era el comienzo de una nueva etapa.
—Cuando se fue a París, ¿la sensación de que el grupo ya no existía era real o...?
—Sabíamos que el fin andaba cerca, pero teníamos muchas presiones. Nuestro contrato con Elektra terminaba por aquellos días y había posibilidad de sacar mucho dinero renovando o firmando con otra compañía. A pesar de todo, se fue a París, dejó arregladas un montón de cosas y... pensamos que era una escapada. Aún estaba pendiente la sentencia de cárcel. Antes de irse pasó mucho tiempo con Max Fink, el abogado, e hizo bastantes visitas a su médico. Le preocupaba su salud. Eso nos sorprendió bastante. No era hombre de abogados y médicos.
—¿No prueba eso que tal vez pensara ya algo?
—No, no lo creo —dijo Krieger con fastidio—. Es normal que fuese a ver a Max puesto que estaba lo de la condena, y si se iba a París necesitaba dejar cosas en orden, firmar papeles. No podía apartar todo eso por muy Jim Morrison que fuese.
—¿Te imaginas a Jim haciendo trabajos forzados durante unos meses?
—No —fue la inmediata respuesta de Krieger—, ni unos meses ni unas semanas ni unos días, aunque le hubiera ido el papel de Paul Newman en La leyenda del indomable, ¿has visto esa película? Lo de la cárcel le hubiera venido bien a su biografía con vistas a una película. Cada año corre el rumor de que alguien va a rodarla. ¿Te interesa el cine? Puede que te llamen para ese papel. Físicamente te pareces a él.
—¿Qué pensaste cuando murió?
Meditó la pregunta por espacio de unos segundos. Luego dijo:
—Que les había dado por el culo a todos, sólo eso. Lo sentí, fue un golpe, pero... Le tenían manía, ¿sabes? América todavía era muy reaccionaria en mil novecientos sesenta y nueve, cuando lo de Miami. El rock siempre ha sido “peligroso”. Metieron a Chuck Berry en la cárcel con un buen truco porque era un negro retador, triunfador y “sucio”, con letras obscenas para los blancos. Metieron a tres de los Rolling entre rejas para dar un escarmiento a los que se drogaban. ¿Recuerdas a Lenny Bruce? También fue demasiado para su tiempo. Siempre se han cargado a quien les ha estorbado, y Jim era un peso para ellos. Les dio todos los triunfos en Miami y fueron a por él. De alguna forma, al morir, les quitó la miel de los labios. No pudieron verle aplastado, humillado, hundido. Murió como quiso, igual que como vivió, vomitando lo que tenía dentro.
La rubia entró en aquel momento y Robby Krieger se puso en pie al verla, desperezándose. Su expresión cambió por completo. El cansancio dejó paso a otra clase de sensación.
—¡Eh, Sam, basta ya!, ¿quieres? —dijo—. Háblanos un poco de ti y de lo que haces. ¿Cómo diste con ese riff en Zero minus New York? ¿Cuándo vuelves a grabar? ¿Qué estás haciendo ahora, además de perder el tiempo con el viejo Jim?