El amor se esconde en los lugares más extraños;
el amor se esconde en el centro de vuestros rostros;
el amor llega cuando menos lo esperas...
Love hides
Jim Morrison
Hyacinth.
Hyacinth Morrisey.
Hyacinth House.
¿Era una casualidad? ¿Un acertijo más de los muchos que dejó Jim a su espalda? ¿Existía realmente aquella persona? Leonard Mattheson hablaba de suicidio, pero Jim había tratado de preservar su dinero, como garantía de futuro. No podía ser de otra forma. Y eso significaba...
Compró el LP L.A. woman al salir del despacho de Fink. Leyó una y otra vez la letra de la canción Hyacinth House. ¿Claves? Ninguna, aunque... persistían las imágenes, las frases siempre veladas, los trazos llenos de fantasía e ilusión. ¿Acaso no hacía lo mismo él con sus letras? Jim pudo decirlo todo, o no decir nada. El líder de los Doors cantaba “Necesito un nuevo amigo / Que no me moleste. / Necesito un nuevo amigo / Que no me dé problemas. / Necesito a alguien que no me necesite”. Y terminaba al final diciendo, “Vete, y lo diré otra vez / Necesito un nuevo amigo. / El fin”.
Una vez más, como en la obra cumbre de su primer álbum, The end, El fin.
El fin.
Siempre él.
No había deshecho la maleta salvo para recoger lo imprescindible. Desde su habitación en las alturas del Waldorf, a un paso del despacho de Max Fink, contempló la inmensidad de Park Avenue en la tarde llena de claroscuros. Nueva York siempre le transmitía aquel pálpito especial, aquella energía saturada de sensaciones, lo mismo que una descarga de adrenalina disparada directamente sobre las venas. Aún era la mejor de las drogas, la vida.
Aunque en Nueva York, más que en ninguna otra parte, se palpase la máscara de la muerte.
Se tumbó en la cama, descolgó el teléfono y tras comprobar la hora marcó el número telefónico de Ross Owen en San Francisco. Las tres horas de diferencia de costa a costa siempre tenían que tomarse en cuenta para no despertar a alguien de madrugada o saber si estaría en casa o en el trabajo.
Tuvo suerte. La voz de Ross le tranquilizó.
—Soy Sam Numit —se anunció—. Lamento...
Ella no le dejó seguir.
—¡Sam! ¡Bendita sea tu suerte! —saltó revestida de emoción—. No sabía dónde localizarte. Me diste tan sólo direcciones y señas de Londres, y me han dicho que estabas en Nueva York.
—¿Ha sucedido algo?
—No lo sé, pero quizá tú sí sepas la importancia que pueda tener.
—¿De qué se trata?
—Durante la cena del otro día me hablaste de Martin Driscoll, de lo que había hecho, ¿recuerdas? Me comentaste que no sabías con quién diablos podía haber hablado para seguir la pista de Jim, puesto que a algunos de los que tú veías no los investigó.
—Cierto. Tampoco fue a ver a Leonard Mattheson, aunque sí estuvo con Max Fink, aquí, en Nueva York.
—Bien —dijo Ross—, pues tu amigo visitó a la madre de Pamela, en Dallas.
Era toda una sorpresa, quizá lógica, pero sorpresa al fin y al cabo.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.
—La llamé por teléfono anoche —continuó ella—. ¿Y quieres saber algo? La madre de Pam me aseguró que Martin se mostró muy excitado ante lo que le reveló. Al irse le dijo “Señora, me ha ayudado usted a resolver un extraño misterio”. Al preguntarle ella a qué se refería, tu amigo le prometió escribirle cuando estuviese seguro.
—¿Qué le dijo esa mujer?
—Tú y yo hablamos de los viajes de Pamela, ¿lo recuerdas? Te dije que no sabía adonde había ido. Su madre tampoco lo supo entonces, pero, al morir Pam, tuvo que ir a Hollywood a recoger sus cosas, y entonces lo comprendió todo. En el pasaporte había por lo menos nueve timbres de aduana de entradas y salidas de Francia entre mil novecientos setenta y uno y mil novecientos setenta y tres, todos ellos posteriores a julio del setenta y uno. También encontró mapas de una región francesa, la Bretaña.
Sam volvió a relajarse. No era lo que esperaba. Y sin embargo Martin aseguró que era la clave del misterio.
Al otro lado del país, Ross rompió el súbito silencio.
—¿Sam?
—Perdona, estaba tratando de relacionar esto con...
—Hay más, Martin se llevó una fotografía.
—¿Una fotografía?
—¡De Pamela, en algún lugar de Francia ! —volvió a gritar Ross—. Prometió devolvérsela, así que la madre de Pam consintió en dejársela, aunque a regañadientes. ¡Fue entonces cuando él le dijo que le había ayudado a resolver un extraño misterio!
—¿Qué sabe ella de esa foto?
—Nada —dijo Ross—. Simplemente estaba entre las cosas que se llevó del apartamento de Hollywood una vez muerta su hija. Ni siquiera creyó que pudiera ser importante.
—¿Qué se veía en esa fotografía?
—¡Eso es lo más curioso! Según ella, nada. Pamela, sonriendo, y al fondo la línea de la costa y el océano. ¡Pero tu amigo tuvo que ver algo más, por fuerza! Algo que probaba que Jim está vivo o...
Sam cerró los ojos. Recordó su animada discusión la noche de la cena en Fisherman’s Wharf. Ross era estupenda. Lo demostraba con creces.
—Puede que ahora el último eslabón se haya perdido —suspiró.
—¿Por qué?
—Martin debía de llevar esa fotografía encima el día del accidente, o en su equipaje.
—¡ Oh, no! —comprendió ella.
—De todas formas, lo que me has dicho tiene sentido, gracias. Te prometo decirte lo que haya descubierto cuando esto acabe.
—¿Crees que...?
No terminó la pregunta.
—Alguien tuvo que tomar esa foto —dijo Sam.
—¿Jim?
No respondió. No era necesario.
—En verdad, has sido un ángel, Ross —comenzó a despedirse él.
—Espera. Has llamado tú —le advirtió ella.
Recordó el centro de su interés.
—¿Te habló alguna vez Pam de alguien llamado Hyacinth Morrisey?
—No —respondió ella casi inmediatamente—. Ni siquiera me suena ese nombre.
Un tiro al azar nada más.
—Te llamaré —dijo él—. De nuevo, gracias.
—Hazlo, por favor —pidió Ross Owen.
Una isla en mitad de la pequeña tormenta. Pero sabía que lo haría. Cada vez eran más difíciles de encontrar.
Y de retener.
No dejó el auricular en la horquilla. Era inútil viajar hasta Dallas para volver a hablar con la madre de Pamela, máxime cuando la fotografía, la clave, ya no existía. Era hora de regresar a casa y desistir, o confiar en una intuición que, fatalmente, su desánimo presagiaba casi imposible. Pero, ¿qué había podido ver Martin en aquella foto?
¿Bretaña?
Marcó el número telefónico de Adaia en Londres. Por segunda vez y pese a la diferencia horaria, tuvo suerte, aunque en esta ocasión le tocara despertarla de su sueño.
—Sam, ¿dónde estás?
—Sigo en Nueva York. Regreso mañana—le informó.
—Te he llamado esta tarde al hotel, pero no estabas, y ya sabes que no me gusta dejar recados. Ha telefoneado Caneron Watson desde París.
Era lo último que esperaba oír.
—¿Watson? —repitió atontado.
—Dijo que intentaría averiguar algo, ¿recuerdas? Tonon murió, pero ha dado con su mujer, o su compañera, o lo que fuese. Tuvo una hija con ella y vive en París aún. Tengo unas señas.
—Tonon nunca quiso hablar.
—Watson estaba muy excitado, feliz por su éxito, muy animado. No sólo la ha localizado, sino que ha hablado con ella, y parece que por dinero dirá cuanto sabe, mucho o poco. Por un lado, Tonon ha muerto, y por otro, han pasado ya muchos años. Vive de forma miserable.
—¿Y si se inventa una historia?
—Watson está seguro de que dirá la verdad. Si no lo hace no hay dinero, ha quedado muy claro. —Adaia se rio ligeramente—. ¡Ese hombre se lo ha tomado todo muy en serio, como algo personal!
—Comenzó a hacerlo aquella noche de julio del setenta y uno, cuando anunció la muerte de Jim —dijo Sam.
—¿Vas a ir a París? —preguntó Adaia.
Lo consideró apenas unos segundos. Estaba en un callejón sin salida, y, de pronto...
—Sí, lo haré —afirmó—. Dame esas señas. Mañana tomaré el Concorde.
Adaia se las dio. Al terminar apenas si se atrevió a formular la siguiente pregunta.
—¿Hay algo... de nuevo? —inquirió al fin.
—Te lo contaré cuando llegue. Es largo, y complejo. —Recordó algo y continuó hablando—. Adaia, entre las cosas de Martin, ¿recuerdas si había una fotografía?
—¿Una fotografía? ¿Qué clase de fotografía?
—Una de Pamela, la novia de Jim.
—No, aunque... —su voz se hizo débil—, ya sabes que su ropa estaba hecha trizas y... Fue fácil reconocerle, pero no quedó mucho además del permiso de circulación, por estar plastificado. En Heathrow todavía siguen reuniendo lo que se encontró disperso en el accidente. Hay restos de equipajes, papeles, documentos... No sé, tal vez...
—Iremos juntos cuando vuelva —la interrumpió Sam—. Perdona por haberte llamado a estas horas. Intenta volver a conciliar el sueño.
—Sam... —le detuvo ella.
Sabía la pregunta, y probablemente también la temía.
—¿Qué, cariño? —dijo.
—¿Está vivo?
La respuesta era absurda, pero cada vez se lo parecía menos.
—Comienzo a creer que sí, y esta vez no es sólo mi instinto. Por increíble que parezca, ese maldito jugó la partida decisiva con sus propias cartas y tenía todos los ases además del último comodín. Los que saben la verdad no quieren hablar, y ya nadie puede cambiar la historia. ¿Para qué? Después de todo, el tiempo continúa siendo el aliado de todos, vivos y muertos.
No lo dijo, pero pensó que quizá Martin Driscoll se refiriese a eso cuando dijo que “ya era demasiado tarde”.
Al otro lado del hilo telefónico y del Atlántico, Adaia ya no volvió a hablar.
Pero en su silencio no hubo el menor atisbo de amargura.