Algunos han nacido para la noche sin fin.
Final de la noche.
End of the night
Jim Morrison
No alquiló un coche. No esperaba estar más de unas pocas horas en París. Con suerte, por la noche dormiría en casa, y al día siguiente, con Adaia, trataría de hallar una aguja en un pajar, una fotografía en medio del caos. Tomó un taxi y dio las señas de Brigitte Arden. El taxista, muy francés y tocado con un rotundo mostacho, le observó con aire de sospecha. No tardó en averiguar el motivo.
Brigitte Arden vivía en una estrecha callejuela del París duro y suburbano en la zona de Pantin. Sam, con gafas y la cazadora levantada por la parte superior, buscando el incógnito, podía muy bien pasar por un príncipe de las tinieblas en aquel pequeño infierno de miserias. Sería un buen escándalo si, por la razón que fuese, era detenido allí. Había dejado la maleta en la consigna del aeropuerto Charles de Gaulle, así que tenía las manos libres. Le pidió al taxista que esperase, tal vez media hora, quizá menos, y el hombre se negó en redondo. Su cara mejoró con la propina, pero se marchó enseguida, haciendo rugir el motor del coche. Sam quedó frente a un portal oscuro y tenebroso. Media docena de mujeres surgieron de los restantes para rondarle. Se metió antes de que llegaran hasta él.
Brigitte Arden no debía esperarle tan pronto, pero no se impresionó demasiado al verle. Su hija sí. Temblaba como cualquier adolescente para quien, se suponía, era el día más feliz de su vida, aunque no podría contárselo a nadie, pues no iban a creerle.
—Vete, Marie —ordenó su madre secamente.
Era una mujer desagradable, tal vez hermosa en otro tiempo. Los rasgos de la dureza se hallaban cincelados en aquel rostro invadido de pliegues. La niña, doce o trece años, no discutió con ella, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas. Sam le dijo que antes de irse le firmaría un autógrafo. Fue suficiente. Todavía flotaba en la desconchada salita el rumor de sus pasos cuando Brigitte Arden dijo:
—¿Trae el dinero? Educar a una hija cuesta mucho, ¿sabe? ¿Cree que éste es lugar para ella?
—Llevo dólares, ¿le importa?
—No, mejor.
Pensó que quizá Caneron Watson le habría ayudado con ella. Era tarde para eso. Su francés estaba plagado de giros e inflexiones, con un extraño acento. Sam le enseñó diez billetes de cien dólares. Estaba dispuesto a ser generoso.
—Quiero la verdad —dijo sin entregárselos.
—Oiga —el tono de ella se endureció aún más—, ni siquiera sé el significado de lo que voy a contarle, por lo tanto, allá usted con su verdad. Me interesa el dinero y nada más. Sé que es un famoso cantante, y rico, por lo tanto...
Sam dejó el dinero sobre una mesa que había conocido una mejor presencia. Ella le dirigió una mirada ávida pero no se movió.
—¿Qué quiere saber? —preguntó la mujer.
—Ismael Tonon le dijo a Caneron Watson que un cantante llamado Jim Morrison iba a morir o había muerto la noche del 2 al 3 de julio de 1971. ¿Cómo supo su amigo algo así?
—No era mi amigo, era mi marido —intercaló Brigitte Arden—. Bien..., lo que voy a contarle me lo refirió él a mí algunos días después de que sucediera todo. Eran malos tiempos, ¿sabe? Estábamos enganchados y... tal vez sepa lo que es eso. Al final yo logré desengancharme y salir adelante cuando tuve a Marie, pero él... Siempre le dije que podían pagarle dinero por lo que escuchó aquel día. No me hizo caso. Tenía miedo. Decía que tal vez fuese demasiado importante. Ismael siempre fue un maldito cobarde, un... —Puso los ojos en blanco antes de concluir diciendo— ¡Bah, no importa!, ¿verdad?
—¿Qué fue lo que le contó su marido?
Se recuperó. Volvió al hilo de la narración.
—Aquella tarde, Ismael estaba en un bar, tomando una copa, solo, y esperaba a alguien no sé para qué. Era un bar de esos con reservados, unas mamparas de madera y cristal que separaban las mesas y los asientos. Por lo visto, había suficientes grietas como para oír perfectamente una conversación con la oreja bien pegada en el lugar adecuado. Ismael escuchó por casualidad la conversación entre dos hombres. Tenía el oído fino y muchas necesidades. Solía servirse de cuanto escuchaba. Decía siempre que “todo sirve”.
—¿Les vio la cara?
—No, ni creo que importe después de tantos años. Tampoco supo nunca sus nombres.
—¿Eran... americanos?
—No, franceses.
—¿Está segura de ello? —inquirió Sam, desconcertado.
—Según Ismael, sí.
—De acuerdo, continúe.
Por la rendija de la puerta vio a Marie. Le miraba fijamente.
—Uno de aquellos hombres le decía al otro que se iba a largar de París, que aquella noche recibiría mucho dinero, más del que nunca había imaginado, y que en dos o tres días se evaporaría, por si acaso, después de arreglar lo que tuviera pendiente, incluido pagarle al otro lo que le debía. Este segundo hombre quiso saber el motivo de su repentina fortuna y el primero habló de que lo más triste era la muerte de su hermano Lucien. Al preguntarle el otro cuándo había muerto, el primero le dijo que aún vivía, pero que le quedaban unas pocas horas, que no pasaría de aquella noche. El segundo hombre se extrañó de que él estuviese allí, en un bar, cuando su hermano agonizaba, a lo que el primero respondió “No está en casa. Lo llevamos ayer a un lugar que no puedo decirte, para que muriera. Verás, vinieron unas personas que habían oído hablar de Lucien, o al menos eso me dijeron, y tras observarle comentaron que era perfecto, que se harían cargo de todo si les vendía el cadáver. Es mi hermano..., pero se va a morir igual, y a mí ese dinero me viene muy bien, ¿sabes? Así que, ¿por qué no?”.
La mente de Sam trabajaba rápido, pero no lo suficiente para relacionarlo todo. Brigitte Arden ya no dejó de hablar.
—Según Ismael, entonces, hubo algunos ruidos en el local y se perdió parte de la conversación. Más adelante escuchó el final. El primer hombre decía que no podía contarle más y que nadie debía saber que Luden había muerto. Iban a decir que estaba en Sudamérica. El segundo hombre comentó en ese momento que lo más probable es que los que se hacían cargo del cadáver fuesen médicos, y que quisieran hacer experimentos secretos, al margen de la legalidad. También dijo que a lo peor eran otros Frankensteins, a lo que el primero respondió: “No, no es eso. Mi hermano será enterrado en un buen lugar, te lo aseguro, y será importante aunque nunca lo sepa nadie. Lo sé tan seguro como que esta noche morirá Jim Morrison”. El otro le preguntó quién era ése, y el primero le dijo que se trataba del cantante de rock. Luego... ya no hubo más.
—¿Fue todo lo que escuchó su marido?
—Sí.
—¿Y sólo con eso fue a ver a Caneron Watson?
—Había ido con menos a otras partes. Cosas así le proporcionaban un poco de dinero. Watson se lo dio. Por desgracia, en las semanas siguientes las cosas se complicaron, ese estúpido le dijo a la prensa que “un conocido heroinómano le había pasado la información”, y por poco no se organiza un lío espantoso. Por suerte, Watson se dio cuenta a tiempo y al final todo quedó como una anécdota curiosa y macabra. Pero Ismael supo que se trataba de algo importante, siempre lo supo. Tuvo miedo y calló, aunque..., de haber sabido adonde ir y qué teclas pulsar, estoy segura de que le habría sacado más partido al tema. Bien, eso pasó hace ya demasiado. —Miró los mil dólares depositados sobre la mesa—. Nunca creí sacar nada de ello. Cuando Watson me dijo que había alguien interesado en la historia... —Se encogió de hombros—. ¿Qué importa ya?
Importaba. Era la pieza que hacía encajar el puzzle definitivamente a falta de unas pruebas que quizá ni siquiera existiesen.
—¿Le dijo algo más su marido?
—No.
—¿Algún comentario, en ese momento o en los años siguientes?
—No, nada.
—Al decir aquel hombre que aquella noche iba a morir Jim Morrison, Ismael pudo pensar que alguien tenía planeado matarle.
—Ismael no tenía tanta imaginación. Creyó nada más en lo que escuchó, y luego Watson creyó en él. Fue... una broma, un estúpido azar. Después resultó que era verdad y eso superó cuanto mi marido pensara del asunto. Así es como fue todo. No hay más. Ahora, váyase, por favor.
Alargó la mano derecha para coger los mil dólares de la mesa. Sam no hizo ningún gesto para detenerla. Ella los hizo desaparecer con avidez y alivio en uno de los bolsillos de la bata.
—¿Y usted? —preguntó Sam—. ¿Qué opina usted, señora?
—¿Le importa lo que yo opine?
—Me gustaría oírlo.
Brigitte Arden se levantó.
—Creo que alguien compró un cadáver que se parecía a una persona, eso es lo que creo, pero nada más. Y si pretende que repita esto ante la policía, le aseguro que lo negaré, ¿está claro?
No eran imaginaciones suyas. Ella también había sabido ver la verdad.
—Este ya no es un caso policial —dijo—. Ha pasado demasiado tiempo.
Iba a decir que ahora ya no era más que una leyenda, pero prefirió callar.
La puerta se abrió. Marie entró en la sala llevando dos LP de Sam Numit. Sus ojos titilaban con emoción. Miró a la madre y al no decir ella nada se los tendió a él junto a un bolígrafo. Sam le dedicó el primero. Mientras le firmaba el segundo, Brigitte Arden comenzó a caminar ya en dirección a la puerta. El cantante extrajo entonces un billete más de cien dólares del bolsillo. Lo introdujo dentro del álbum.
Cuando se los devolvió a la chica le dijo:
—Intenta ser libre, por ti misma.
Marie parecía a punto de llorar de emoción. Se le acercó y le dio un beso, temblando. Sam pasó una mano por su cabeza y luego siguió los pasos de su madre.
—Gracias, señora Tonon —fue lo último que dijo.
Ella, ni eso.