Éste es el fin, mi bello amigo,
éste es el fin, mi único amigo,
el fin de nuestros elaborados planes,
el fin de todo lo que tiene sentido, el fin.
Ni seguridad ni sorpresa, el fin.
No te volveré a mirar a los ojos, nunca.
¿Puedes imaginar en lo que nos convertiremos, sin límites y libres,
buscando desesperadamente una mano extraña en una región
desesperada?
The end
Jim Morrison
Condujo el coche a velocidad muy reducida, inexplicablemente. De pronto sentía miedo, inquietud, zozobra. Ya no era una estrella del rock, sino el adolescente apasionado años antes por la figura y la leyenda indiscutible de Jim Morrison y los Doors, como antes lo fueron los Beatles, los Rolling Stones y tantos otros, y después lo serían Led Zeppelin y muchos más. El poder de la música se concretaba ahora en un solo punto.
Ni siquiera sabía qué estaba haciendo allí.
Se lo preguntó en voz alta.
—¿Qué estás haciendo, Sam?
Las palabras de Martin continuaban martilleándole el cerebro. Demasiado tarde. Demasiado tarde. Demasiado tarde.
¿Qué clase de secreto iba a encontrar al pie de aquel acantilado, frente al rugiente mar que arañaba las costas de Bretaña, tierra de irreductibles? ¿Qué Jim Morrison iba a encontrar, tantos años después de “su muerte” y del retiro voluntario del mundo que le encumbró en lo más alto?
Todo estaba tan claro ahora que la profusión de las dudas le hizo detener el coche.
No estaba de acuerdo con Jim en muchas cosas, pero le entendía, desde luego le entendía. En la última entrevista antes de marcharse a París en marzo de 1971, Jim había vuelto a insistir en su constante, el fin del rock.
“El rock va a convertirse rápidamente en una moda sin sentido si no tenemos cuidado. El espíritu del jazz vuelve a aparecer. Lo que va a hacer de muchos buenos músicos de grupo, virtuosos egocéntricos”.
Lo dijo en 1971, y acertó en parte. Fue el tiempo de Emerson, Lake & Palmer, de Crosby, Stills & Nash, de Yes y de Génesis, de jazz-rock fussion y de constantes desviaciones, tiempo de sinfonismos y de búsqueda. El espíritu del rock no murió, pero sufrió la mutación obligada del propio crecimiento, la desproporción de una industria que lo tomó como un peso pesado, lo manipuló y lo lanzó al público al grito de “Devoradlo, es vuestro”. El se salió, pero ¿qué pensaría ahora de todo aquello, de lo que pasó después, en los setenta, de la crisis energética que sí acabó con el rock en su parte más creativa, y del punk y su germen de autodestrucción, o de los músicos cibernéticos de comienzos de los ochenta? ¿Qué pensaría ahora de los nuevos líderes como Springsteen... o como él mismo, Sam Numit?
Demasiado tarde.
¿Lo era?
Había cerrado los ojos. Los abrió y aspiró el limpio aire que provenía del mar, alborotándole el cabello a través de la ventanilla bajada. Contempló la tierra que lo rodeaba, salvaje, abrupta, vital. Una tierra que se correspondía con lo que el propio Jim fue... en vida.
En el pueblo le dijeron que escribía. Así que al fin volvió a ser un poeta. Un artista.
¿Por qué comenzaba a comprender que, simplemente, Jim lo había conseguido?
El coche traqueteó en la parte final del camino. Coronó el acantilado, frenó, paró el motor y bajó sin hacer ruido. Después se aproximó al borde rocoso.
Casi acabó de entender el motivo de que Jim hubiese elegido aquella tierra apartada para su retiro, para la nueva vida, lejos de todo.
El océano, plomizo como nuevamente el cielo, se movía lo mismo que un ser vivo y poderoso, se aplastaba contra las rocas del fondo levantando nubes de espuma, se retiraba y volvía a atacar. Bandadas de pájaros formaban un manto móvil sobre él, picoteando las aguas de las que extraían peces y vida. No supo si aquello era la síntesis de los sonidos del silencio o si por el contrario era el rugido formidable de la agitación constante en un mundo lleno de vitalidad.
La casa se divisaba desde allí, al fondo, tal y como le dijera el hombre de correos. Era una construcción sobria y elegante, vieja y fuerte, llena de sabor, recostada en una suave planicie rodeada de paredes de roca y con una playa delante.
Una playa en la que alguien, en aquel momento, estaba amarrando un bote de pesca.
Cogió los binoculares del coche, pero la distancia era todavía excesiva para ver de quién se trataba. Se los colgó del cuello y comenzó el descenso. El camino, con una pronunciada pendiente, bajaba a lo largo de un kilómetro lleno de angosturas para ir a morir directamente en la parte trasera de la casa. Gran parte de él, al abrigo de los vientos marinos, se hallaba cubierto de maleza, con árboles arracimados a ambos lados y en las faldas de aquella extraña orografía.
A lo lejos se veía aquel cabo o promontorio característico de la fotografía de Pamela.
Caminó despacio, sin dejar de pensar. ¿Qué haría? ¿Qué le diría?
Recordó a Martin una vez más, siempre él.
Demasiado tarde.
Había encontrado a Jim Morrison, y, sin embargo..., eso no significaba haber ganado.
Se detuvo por primera vez.
—¿Quién diablos eres tú para cambiar las cosas? ¿De qué le servirá al mundo conocer la verdad, saber que está vivo, que lo consiguió?
¿Qué clase de juego era aquél?
Reemprendió el camino. Ahora le dolía la cabeza y en cambio las piernas le impulsaban a seguir, a continuar. El descenso se hizo más y más lento. Se detuvo una segunda vez, para aprovechar un claro entre los árboles y llevarse de nuevo los binoculares a los ojos. El hombre entraba en la casa después de asegurar la barca en la playa.
Un hombre muy grande, enorme, obeso y barbudo.
Rechazó la idea. No quiso aceptarla.
Doscientos metros. Cien metros. Veía ya con claridad la casa, la playa, el perfil de aquel pequeño paraíso. No sabía si era eterno o tan pasajero como cualquier sentimiento humano. Pero comenzaba a darse cuenta de su valor.
Incluso se daba cuenta de otro valor.
El de Martin.
Se detuvo por tercera y última vez casi al pie de la senda. Protegido por los últimos árboles observó cuanto dominaba su acotado horizonte. Volvió a llevarse los binoculares a los ojos al ver salir al hombre de la casa. Llevaba una guitarra en una mano y una cerveza en la otra.
El hombre se sentó en el porche, silencioso. Dejó la guitarra sobre el regazo y abrió la cerveza. Sorbió un largo trago. Luego acarició la guitarra, y hubo en su gesto algo sensual. No lo hubiera hecho con mayor sensibilidad de tratarse de una mujer.
Quizá Martin Driscoll se detuvo allí mismo, donde ahora estaba él espiando como un cazador furtivo a la gran leyenda americana de los años sesenta.
Jim Morrison.