La boda Ja’ahrí era distinta todas las que Esme conocía. Durante una semana, Zaid y ella se reunieron cada atardecer con un consejo de ancianos para repetir sus votos de fidelidad, lealtad y devoción. A continuación se celebró un banquete en honor de mil invitados y dignatarios.
Esme estaba contemplando hipnotizada los fuegos artificiales que marcaban el final oficial de las celebraciones cuando notó que Zaid la observaba.
Que ella hubiera intentado echarse atrás, lo había enfurecido y su negativa había sido rotunda. Esme se habría enfrentado a ambas de no haberse dado cuenta en el instante en que Zaid caminaba hacia ella en el aeropuerto de que estaba completa e irrevocablemente enamorada de Zaid Al-Ameen.
Zaid estaba seguro de haber tomado la decisión correcta. Su mujer, su reina y futura madre de sus hijos, era preciosa, además de encantadora con su pueblo. Mucha gente había acudido a las verjas del palacio a entregarle flores. Cuando acabara la ceremonia, antes de partir de luna de miel, se situaría junto a él para agradecer a su pueblo, por televisión, el apoyo que le habían dado.
Todo había pendido de un hilo. Quizá había tardado en actuar contra Ahmed Haruni, pero había necesitado una última prueba para demostrar que intentaba dar un golpe de Estado. Y con ello había estado a punto de perder a Esmeralda. La mera posibilidad seguía estremeciéndolo. Y en aquel momento, al observarla, se daba cuenta de lo cerca que había estado de que eso pasara.
Pero ya estaban casados. Y Zaid estaba ansioso por presentarla al mundo. Aún más por quedarse con ella a solas y disfrutar de las delicias de su cuerpo. Tal vez así liberaría parte del anhelo que lo consumía, aunque para ello tenía toda una vida por delante.
Entonces, ¿por qué le inquietaba tanto observar que su precioso rostro se ensombrecía cuando creía que no la miraba?
Interrumpió la conversación que mantenía con un ministro para volver junto a su esposa. Le tomó la mano y se la besó, pero al notar que se tensaba, volvió a sentir una punzada de inquietud. Era consciente de que su comportamiento en el aeropuerto había dejado mucho que desear, pero estaba decidido a rectificar.
–Es hora de despedirnos –dijo.
–¿Ya? –Esme pareció sorprenderse.
–Llevan disfrutándote una semana. Ahora te quiero para mí.
Se encargó de que la despedida y discurso de agradecimiento fueran lo más breves posible y finalmente partieron hacia el aeropuerto. Había llegado el momento de hacer a Esmeralda su esposa en todos los sentidos de la palabra.
Volaron a las Bahamas antes de embarcar en el yate real en Nassau. A pesar del lujo que los rodeaba, para cuando embarcaron Esme estaba agotada. Mantener sus sentimientos bajo control tenía ese efecto en ella. Aunque hubiera finalmente aceptado que amaba a Zaid, estaba decidida a ocultárselo porque sabía que él nunca la correspondería.
Partieron de inmediato. El plan era ir de isla en isla durante dos semanas.
Esme estaba dándose una ducha mientras intentaba calmar sus alteradas emociones cuando Zaid entró en el cubículo, desnudo.
Para cuando llegó junto al chorro de agua que caía en cascada sobre su cuerpo, cada milímetro de Esme ardía en deseo.
–¿Te parece una locura que sienta celos del agua? –preguntó él con voz aterciopelada al tiempo que le besaba un hombro
Esme se echó hacia atrás y se golpeó la espalda contra la pared.
–¿Qué-qué haces aquí?
–Si tienes que preguntarlo es que algo va mal –dijo él, acercándose con la mirada entornada.
Esme alzó la mano para detenerlo.
–Sé que estamos de luna de miel, pero…
–¿Pero?
–Yo… Zaid, en realidad tú no me deseas…
–Fíjate bien, habiba. Aquí tienes la prueba.
Esme bajó la mirada y se ruborizó al detenerse en aquella orgullosa y dura parte de su anatomía.
–No-no me refiero a eso.
Zaid suspiró.
–Sé que hemos tenido un comienzo complicado, pero no hagamos de esto un problema.
Esme sabía que ante Zaid se debilitaba, pero no supo lo vulnerable que era hasta que su cuerpo, por propia voluntad, se echó en sus brazos.
Él exhaló un gemido primario y le dio un beso voraz, exigente. Y Esme respondió con osadía, acariciándolo y arrastrándolo al mismo febril deseo que él le inspiraba a ella.
Zaid la tomó en brazos y tras secarse a medias, sin soltarla, la llevó a la cama. Antes de depositarla en ella, dijo con voz grave:
–Ahora serás mi esposa de verdad.
–Y tú mi esposo.
Los brazos que la dejaron reverencialmente en la cama temblaban levemente, pero el beso fue tan decidido como siempre.
El magnífico hombre del que se había enamorado estaba haciéndole el amor. Y aunque le doliera el corazón, por el momento Esme se dejó llevar por la dicha. Y se aferró a ella lo más posible.
Ese fue su último pensamiento antes de que Zaid se colocara y la tomara. Su unión, lenta y delicada, inundó los ojos de Esme de lágrimas y arrancó un profundo gemido de Zaid. Luego, se quedaron dormidos abrazados.
Aquella noche marcó la pauta de la luna de miel.
Cada día visitaban una isla y por la noche hacían el amor y charlaban largamente.
Aparte de los guardaespaldas, solo los acompañaban Fawzi y otro miembro del personal, cuya presencia era extremadamente discreta. Aun así, Esme se había dado cuenta de que Fawzi había pasado a saludarla con una inclinación desde la cintura.
Cuando se lo comentó a Zaid, este rio.
–¿Y por qué parece asustado cuando le hablo? –preguntó ella.
–Porque piensa que incluirlo en la conversación es una señal de falta de respeto hacia mí.
–¡Pero sabe que esa no es mi intención!
–Da lo mismo. No puede evitarlo.
–¿De verdad?
Zaid se puso serio.
Hubo un tiempo en que habría sido severamente castigado si alguien se dirigía a él en presencia de su sultán.
–¡Pero si no era culpa suya!
–Se supone que tiene que ser invisible. Por eso le incomoda que su presencia se haga notar.
–Gracias por decírmelo. Haré lo posible por no incomodarlo.
Esme contuvo el aliento cuando Zaid, tomándole la mano, exclamó:
–¡Eres una verdadera joya, Esmeralda Al-Ameen! Soy un hombre muy afortunado.
Esme dejó que su corazón saltara de alegría, aunque sabía que cuanto más lo amara, más dolor sentiría.
En cuanto a contarle su sórdido secreto, había decidido aceptar que, tal y como había dicho Zaid, formaba parte del pasado.
Temporalmente…
Algún día Zaid tendría que saberlo. Y ella se lo contaría.
Pero ese día llegó mucho antes de lo que había pensado. Cuando llevaban once días de luna de miel. Dio lo mismo que fuera un día precioso; para ella, uno de los más felices de su vida.
En el instante en que Fawzi se presentó en la cubierta donde Zaid y ella descansaban tras un baño, Esme supo que sus días en el paraíso habían terminado. Tras dirigirle a ella una brusca inclinación de cabeza, habló en árabe con Zaid.
Esme vio tensarse cada músculo de Zaid antes de que empezara a disparar preguntas, que su secretario contestó sin mirarla a ella ni una sola vez. En cambio Zaid sí la miraba, con una expresión gélida que la congeló hasta la médula. Zaid añadió algo a Fawzi y este finalmente la miró de soslayo. Esme hubiera preferido que siguiera ignorándola, porque lo que vio en sus ojos fue una profunda lástima
Un silencio sepulcral siguió a la partida de Fawzi.
–Te has enterado de lo de Bryan, ¿no? –preguntó Esme con un hilo de voz.
Zaid tardó unos segundos en contestar.
–¿Es verdad? ¿Se mató porque le habías estafado un millón de dólares y luego lo rechazaste?
Esme sintió que se le desplomaba el corazón.
–No, fue mi padre. Pero no habría elegido a Bryan como objetivo sino hubiera sido mi amigo.
Como siempre que pensaba en Bryan, Esme lamentaba no haberlo rechazado cuando se acercó a ella en un restaurante en Las Vegas.
–¿Es el hombre que te llevó en helicóptero? –la presionó Zaid–. ¿Por eso te atormenta la culpa cada vez que te subes en uno?
Esme asintió con la garganta atenaza por el dolor. No ya por el recuerdo, sino por la certeza de que había perdido a Zaid.
–¿Cuándo se suicidó?
–Al día siguiente de que rechazara su proposición. Unos días antes de que yo cumpliera dieciocho años. Él quería que nos casáramos el día de mi cumpleaños. Yo le dije que era demasiado joven. ¡Él también lo era! Nos peleamos después del viaje y nunca volví a verlo. Unos días más tarde llegó su carta. Mi padre le había vaciado la cuenta corriente. Bryan creyó que yo lo había ayudado, pero no era verdad. Intenté que mi padre le devolviera el dinero, pero…
–¿Pero? –preguntó Zaid con aspereza.
–Era demasiado tarde. Bryan se había tirado de un puente aquella mañana.
Zaid la miró con severidad.
–¿Sabías que te amaba? ¿Lo amabas tú a él?
–No. Solo era mi amigo. Pero a ti sí te amo, Zaid.
Esme supo que era el momento y el lugar equivocados al ver que Zaid reaccionaba como si le hubiera golpeado físicamente.
–¿Que me amas? ¡Qué curioso momento para admitirlo! ¿Crees que así me distraerás del hecho de que esta noticia puede hacer temblar los frágiles cimientos que he construido en Ja’ahr?
Esme estalló en llanto.
–No te lo digo por eso, sino porque es verdad –calló con el corazón a punto de estallarle–. Lo siento.
Zaid se levantó y se alejó de ella.
–¿Lo siento? ¡Un hombre perdió la vida por la codicia de tu padre! Varios periódicos van a publicar que tú y tu padre lo engañasteis, que lo estafasteis. Mi gente se ha enamorado de ti. Yo… –Zaid apretó los dientes.
Esme se abrazó las rodillas para dominar el escalofrío que la recorría.
–Te juro que no sabía lo que tramaba mi padre, Zaid. Pero debería haberlo adivinado. Me culpo a mí misma por haber dejado que Bryan entrara en mi vida.
Al no tener respuesta de Zaid, Esme se atrevió a mirarlo. Su rostro reflejaba ira y desdén.
–He intentado convertirme en mejor persona haciendo tanto bien como puedo allá donde estoy –concluyó con un gemido desesperado.
Pero Zaid ya no estaba allí.
Quizá lo estaba físicamente, pero había perdido a su marido. Y cuando se volvió y se marchó sin pronunciar palabra, lo único que Esme pudo hacer fue ocultar el rostro en los brazos y sollozar.
Como era lógico, la luna de miel concluyó. En cuestión de horas, desembarcaban y partían hacia el aeropuerto de Nassau.
A Esme le sorprendió ver dos aviones en la pista, pero pronto intuyó lo que pasaba. Y su corazón se hizo añicos.
–¿Vuelvo sola a casa? –preguntó a Zaid al bajar del coche.
–Sí, es lo mejor.
Esme rio con amargura.
–¿Tú crees?
Zaid asintió.
–Es mejor que viajemos separados.
–¿Por qué?
–Es el protocolo dado que estás embarazada de mi heredero. No deberíamos de haber viajado aquí juntos.
–¿Y por qué lo hicimos?
–Necesitaba… Decidí romper las reglas –Zaid apretó los dientes antes de añadir–: La tripulación te espera, Esmeralda. Y yo tengo que hacer lo que pueda para contener la crisis –y con paso firme, abordó el primer avión.
Esme subió al otro y voló sola a Ja’ahr.
Al llegar, el personal le dijo que no sabían cuándo esperaban a Zaid ni cuándo estaría disponible.
Esme descubrió pronto que era prisionera en el palacio. Sin la autorización de Zaid no podía salir, ni siquiera con escolta. Pero Zaid parecía estar teniendo éxito en limitar la crisis, al menos en la prensa internacional, donde no se hicieron eco de la noticia.
Pero en Ja’ahr se reanudaron las protestas, y una de ellas tuvo lugar muy cerca de palacio.
Tres semanas después de su retorno, Esme estaba contemplando el exterior desde la cristalera que rodeaba la gran bóveda, cuando Nashwa fue en su busca.
–¿Es mi imaginación o la multitud ha aumentado desde ayer? –preguntó Esme, preocupada.
–Así es, Alteza. Son los seguidores de Ahmed Haruni, protestando por su arresto.
Esme pensó que hasta cierto punto Ahmed Haruni había tenido razón: nunca sería plenamente aceptada.
Tras observar un minuto más al grupo de jóvenes que enarbolaba pancartas, se volvió hacia Nashwa.
–Disculpa, ¿querías algo?
–No, Alteza. Pero alguien quiere verla.
Esme sintió que el corazón le daba un salto de alegría, pero se reprendió por su ingenuidad. De ser Zaid, el palacio habría despertado en lugar de ser como un mausoleo.
Y ella tenía toda la culpa.
Conteniendo un suspiro, siguió a Nashwa al despacho que le había sido asignado como sultana. El hombre que la esperaba le resultó vagamente familiar. Se acercó y se inclinó a modo de saludo.
–Perdone la intrusión, Alteza. Soy Anwar Hanuf, tío del sultán.
Esme asintió.
–Sí, y uno de sus consejeros, lo recuerdo de la boda –Esme indicó una silla–. ¿Qué puedo hacer por usted?
Una vez se sentaron, él dijo:
–Me temo que tengo que ser franco.
–No temo la franqueza.
–Habrá visto la multitud reunida fuera del palacio.
–Sí.
–En mi experiencia, hay que controlar estas situaciones antes de que escale la tensión.
–Me dirigiría a ellos si fuera posible, pero tengo prohibido salir de palacio.
–Lo sé. Por su seguridad y la de nuestro futuro sultán, es lo mejor.
–¿Sí? Me gustaría que alguien me lo hubiera consultado. Desafortunadamente, mi marido ha desaparecido de la faz de la tierra.
Al ver cómo la miraba Hanuf, Esme preguntó alarmada:
–Sabe dónde está Zaid, ¿verdad?
–No he venido por eso, sino…
–¿Va a volver pronto? –preguntó Esme.
Él suspiró.
–Ha llegado el momento de hacer lo debido, señorita Scott.
Ella habría querido decirle que era Esme Al-Ameen, pero se contuvo.
–La gente ha perdido la confianza. Usted tiene que cauterizar sus heridas o retrocederemos.
–¿Qué quiere que haga?
Él la miró fijamente.
–Creo que lo sabe. Que tenga un buen día –se puso en pie y, tras una inclinación de cabeza, se fue.
A Esme se le desplomó el corazón. Dos emisarios con el mismo mensaje. No podía seguir escondiendo la cabeza en la arena. Hizo unas llamadas y luego marcó el teléfono de seguridad.
–Soy la sultana Al-Ameen. Espero visitas dentro de una hora. Asegúrese de que se les deja pasar y se les trata con cortesía. Luego avíseme.
–Sí, Alteza.
Esme colgó. Se sentía un completo fraude, pero se recordó que nunca más tendría que usar su título y su poder. Las furgonetas empezaron a llegar al cabo de media hora.
Cuando la llamaron, Esme fue hacia la sala de reuniones. Nada más entrar, la cegaron las cámaras de la televisión y por primera vez, se alegró de la presencia de los guardaespaldas.
Desdobló un folio.
–Gracias por venir. Y gracias a todos los Ja’ahrís que me han hecho sentir bienvenida desde mi llegada. Me he enamorado de este maravilloso país y me he sentido orgullosa de considerarlo mi hogar –carraspeó–. Pero he sido injusta con vosotros, Ni mi padre ni mi dudoso pasado pueden ser una carga para el pueblo. Así que desde este momento, renuncio a mi posición como sultana. No debería de haberlo aceptado sin antes desnudaros mi corazón y contaros toda la verdad. Pero confío en que aceptéis a la hija o el hijo de vuestro sultán. Nuestro bebé es inocente. No hagáis que pague por mis errores. Lo mismo digo respecto al sultán, Zaid Al-Ameen. Él se merece a alguien mejor que yo. Pero sobre todo, merece vuestro amor, respeto y comprensión. Lo dejo en vuestras afectuosas manos. Shukraan, Ja’ahr.
Bajó del estrado y dejó que los guardaespaldas la guiaran fuera mientras en el interior estallaban las preguntas. Consiguió mantener la compostura hasta que cerró la puerta de su dormitorio. Entonces estalló en llanto y cuando no le quedaron más lágrimas, empezó a recoger su ropa.
Al cabo de unos minutos, Nashwa entró precipitadamente, pálida.
Esme sonrió con tristeza.
–¿Puedes traerme mi maleta? No la encuentro.
–Pero… ¿Dónde vais, Alteza? Y lo que ha dicho en televisión…
–Siento que te hayas enterado así. Por favor, necesito la maleta.
Nashwa se llevó la mano a la boca y salió corriendo. Esme retomó mecánicamente su actividad. Cuando, tras media hora, asumió que Nashwa no volvería, buscó en el vestidor una bolsa de viaje y empezó a meter en ella sus escasas pertenencias. De pronto, la puerta se abrió abruptamente.
Era Zaid.
–¿Qué demonios has hecho, habiba? –peguntó con la respiración alterada.
Zaid tenía un aspecto lamentable. Había sufrido. Por su culpa. Y aun así Esme tembló de pies a cabeza con la pura necesidad de refugiarse en sus brazos. Pero permaneció inmóvil.
–Era lo correcto –musitó.
Zaid apretó los puños y cruzó la habitación hacia ella.
–¡Te equivocas! ¿Vas a intentar dejarme cada vez que te dé la espalda?
–No me grites. Y menos después de haber desaparecido sin decirme nada.
Zaid dio otro paso hacia ella.
–Haré lo que me dé la gana mientras te sigas comportando como… como –se pasó la mano por el cabello con un gesto de desesperación–. Como el más noble chivo expiatorio por un bastardo que no lo merece.
Esme lo miró boquiabierta.
–Solo he dicho la verdad.
Zaid le tomó el rostro entre las manos.
–No, jamila, no todo es verdad. Lo que pasó fue terrible, pero el responsable es tu padre, no tú. Tú eras una niña, a la que tu padre manipulaba. Y sospecho que te amenazaba a menudo con abandonarte.
Esme se sintió atravesada por el dolor.
–Me decía que si no le hacía caso me llevaría a una casa de acogida –dijo, llorando.
Zaid le acarició la mejilla.
–Shh, habiba. No llores. Me duele verte llorar.
–¿Por qué? Me has dejado. Estabas furioso conmigo.
–Sí, pero no he estado lejos. Inicialmente estuve enfadado. Pero luego me di cuenta de que tú, como yo, perdiste a tu madre muy joven; y que viviste bajo la amenaza constante de perder a tu padre, por más que hubieras estado mejor sin él.
Esme asintió.
–Una mañana, a los dieciséis años, me desperté en un hotel y Jeffrey no estaba. No me había dejado ni una nota. La noche anterior me había negado a ayudarlo con un posible objetivo. Estaba furioso. Yo me encontraba en un país extranjero y estaba aterrorizada. Ese día me prometí que cuando cumpliera dieciocho años, lo abandonaría. Ojalá no hubiera conocido a Bryan.
Zaid dijo con solemnidad:
–Lo sé. Pero yo sé algo que tú no sabes. Hice que Atkins fuera investigado.
Esme frunció el ceño.
–¿Y?
–Sufría una fuerte depresión. Había intentado suicidarse varias veces
–Eso no cambia las cosas –dijo ella con el corazón encogida.
–No, pero Bryan había ido a Las Vegas a gastarse su fortuna y terminar con su vida aquel fin de semana.
–¡Dios mío!
–Sé que no es consuelo, habiba, pero había tomado la decisión. Aquí hay mucha gente que te necesita y te ama. ¿Sabes que desde que se ha retransmitido tu mensaje, hay una petición online para que te quedes?
–¿Cómo?
–Si tú renuncias, yo también renunciaré a mi posición.
Esme lo miró alarmada.
–No puedes. Tu pueblo te necesita. Anwar…
–Al diablo con Anwar. Ya hablaré con él. Y con cualquiera que no sepa que mi corazón dejaría de latir si no te tuviera. Donde tú vayas, yo voy.
–No, Zaid, te irá mejor…
–¿Sin mi corazón? ¿Sin mi alma? No, jamila, prefiero estar muerto.
–Oh, Zaid…
Rozándole los labios con los suyos, él susurró:
–Iba a decirte que te amaba aquella tarde en la cubierta.
Esme ahogó una exclamación.
–¿Me amas?
–Sí, mi amor. Te adoro. ¿Podrás perdonarme, Esmeralda?
–Te perdono porque yo también te amo. ¿Recuerdas que te lo dije?
Zaid se estremeció.
–Lo recuerdo. Y siento haberte rechazado. Sería un honor que me lo repitieras.
–Te amo, Zaid Al-Ameen.
Él selló los labios de Esme, llenando de dicha su corazón. Y cuando deslizó la mano hacia su vientre, Esme creyó que el corazón le estallaría de felicidad.
–¿Y seguirás siendo mi amada esposa, la madre de este hijo con el que hemos sido bendecidos y de todos los que vengan?
–Sí, Zaid.
Él exhaló un tembloroso suspiro antes de tomarla en brazos.
Un buen rato después, yacían, saciados y felices, en la cama.
Esme acarició le pecho de Zaid.
–¿Así que he causado problemas renunciado a mi título?
Él rio.
–Librarte de mí te constaría mucho más que un discurso, habiba. Pero inténtalo otra vez y verás. No volverás a ser libre.
–¿Por qué no?
–Porque los Al-Ameen se casan de por vida. No voy a dejarte ir jamás. Ni en el más allá.
Esme lo besó con el corazón henchido de felicidad.
–Me alegro, porque tu sultana será feliz allá donde tú estés. Siempre.