Zaid Al-Ameen descansó la cabeza en el respaldo del asiento trasero del coche con ventanas tintadas que había tomado al salir del juzgado. Pero solo contaba con unos minutos de reposo. La carga de casos que tenía era enorme. Una decena estaban guardados en el maletín que tenía a su derecha, y muchos otros esperaban en su despacho.
Pero incluso eso era secundario al peso colosal de las responsabilidades de gobernante de Ja’ahr. Un peso que hacía que cada día pareciera un año en su batalla por rectificar los errores cometidos por su tío, el anterior rey.
Un gran número de sus consejeros en el gobierno se había asombrado de que pensara continuar con su profesión cuando volvió del exilio para ocupar el trono, dieciocho meses atrás.
Algunos habían aducido un posible conflicto de intereses, pero Zaid había acabado con las objeciones haciendo lo que hacía mejor: seguir la ley al pie de la letra y ganar los casos. Impartir justicia había sido la forma más rápida de empezar a acabar con la corrupción que había permeado todas las capas de la sociedad de Ja’ahr. Desde los yacimientos petrolíferos del norte al puerto de carga del sur, todas las empresas públicas habían pasado la inspección de su equipo de investigación. Inevitablemente, eso le había acarreado enemigos. Los veinte años de gobierno corrupto de Khalid Al-Ameen habían alimentado y engordado a peces gordos que se aferraban a su parcela de poder.
Pero en los últimos seis meses las cosas habían empezado finalmente a cambiar. La mayoría de las facciones que se habían opuesto a él por ser un Al-Ameen, como su tío, habían empezado a aliarse con él. Pero aquellos que no se acostumbraban a la severidad contra la corrupción seguían promoviendo protestas en su contra.
La amargura que le había provocado que su tío escapara a la justicia al morir de un ataque al corazón, se había disipado. Eso no podía cambiarlo. En cambio, sí podía cambiar la profunda miseria en la que Khalid había sumido a su pueblo.
Zaid había sufrido de primera mano los crímenes y la codicia del poder. Que hubiera sobrevivido era en sí mismo un milagro. O eso se rumoreaba. Solo Zaid sabía qué había pasado la aciaga noche en la que sus padres habían muerto. Y no había sido un milagro, sino un mero acto de supervivencia.
Algo que había despertado en él culpabilidad, rabia y amargura a partes iguales. Era lo que le había llevado a dedicarse al derecho y a la búsqueda de la justicia con una férrea voluntad.
Solo así su pueblo saldría de la oscuridad en la que lo habían sumido.
Perdido en los recuerdos del pasado, no se fijó en su entorno hasta que el coche aminoró la marcha. Un grupo de manifestantes se había reunido en un parque donde se celebraban conciertos y obras de teatro. Algunos se habían situado delante de su comitiva. Las manifestaciones eran incómodas, pero formaban parte del proceso democrático.
Zaid miró a su alrededor al tiempo que sus guardaespaldas intentaban hacer retroceder a la muchedumbre.
La ciudad de Ja’ahr estaba espectacular en abril. Grandes esculturas e impresionantes monumentos rodeados de jardines de flores exóticas, flanqueaban las diez millas de la vía central que conducía del juzgado al palacio.
Pero como con el resto del país, se trataba de un despliegue de riqueza cultivado para engañar al mundo. Bastaba con desplazarse unos metros a un lado o a otro para descubrir la verdadera situación.
El sombrío recordatorio del abismo que separaba las clases sociales en su reino, hizo que Zaid volviera su atención a la muchedumbre y a la gran pantalla en la que se veía a una periodista rodeada de un puñado de manifestantes.
–¿Por qué está hoy aquí? –preguntó ella, adelantando el micrófono.
La cámara se volvió hacia la persona entrevistada
Zaid no supo por qué apretaba los puños al ver a la mujer. Durante su vida en Estados Unidos había tenido relaciones con mujeres más hermosas que la que en aquel momento aparecía en la gigantesca pantalla del parque.
No había nada extraordinario en sus facciones o en el cabello rubio que se recogía en un moño bajo. Sin embargo, la combinación de sus labios voluptuosos, una nariz respingona y grandes ojos verdes era tan impactante, que los dedos de Zaid se movieron por propia voluntad hacia el botón que bajaba la ventanilla. Aun así, seguía sin saber por qué le había provocado aquella sacudida, aunque tal vez se debiera a la indignación que centelleaba en sus ojos en forma de almendra.
O más aún, se debía a las palabras que salían de su boca. Palabras de censura expresadas con una voz ronca que amplificaban los altavoces y en las que Zaid no conseguía concentrarse.
La voz le resultaba familiar; la había oído en mitad de la noche; aquella voz había hecho despertar su parte más masculina.
–Mi padre ha sido atacado dos veces en prisión durante la semana pasada mientras estaba bajo supervisión policial.
–¿Está usted acusando a la autoridad? –preguntó la periodista.
La mujer se encogió de hombros. Zaid deslizó la mirada desde su rostro a su cuello y hombros; a la curva de sus senos.
–Tenía entendido que la policía aquí era de las mejores del mundo y sin embargo no es capaz de proteger a la gente que está bajo su custodia. Encima parece que no podré ver a mi padre hasta el juicio o hasta que ofrezca un incentivo económico para lograrlo.
Los ojos de la periodista brillaron.
–¿Se refiere a un soborno?
La mujer vaciló antes de decir:
–Eso me insinuaron.
–¿Quiere decir que tiene una mala opinión del gobierno de Ja’ahr?
La mujer sonrió con sorna,
–Eso es una manera suave de decirlo.
–Si pudiera decir algo a quien está al mando, ¿qué le diría?
La mujer miró a la cámara con gesto de determinación.
–Que no creo que el problema sea solo la policía. Y la gente que está aquí, claramente tampoco. En mi opinión, un pez se pudre de la cabeza hacia abajo.
La periodista se puso nerviosa.
–¿Está insinuando que el sultán Al-Ameen es directamente culpable de lo que le ha pasado a su padre?
La mujer se mordió el labio inferior.
–Da la sensación de que algo no funciona en el sistema. Y puesto que él está al cargo, supongo que la cuestión es qué piensa hacer al respecto –dijo en tono retador.
Zaid dio al botón para subir la ventanilla al tiempo que sonó el telefonillo.
–Alteza, mil disculpas por lo que acaba de presenciar –le llegó la voz de su asesor principal, que viajaba en el coche que seguía al suyo–. He contactado con el director de la televisión. Vamos a dar instrucciones para prohibir la emisión del programa inme…
–No va a hacer nada de eso –lo interrumpió Zaid.
–Pero, Alteza, no podemos permitir que ese tipo de opiniones se aireen…
–Podemos y lo haremos. Ja’ahr debe de ser un país que defienda la libertad de expresión. Si alguien intenta impedirlo, tendrá que vérselas conmigo en persona. ¿Está claro?
–Por supuesto, Alteza –se apresuró a contestar el asesor.
Al pasar la caravana junto a los últimos manifestantes, Zaid vio de nuevo a la mujer en una pantalla más próxima. El sol iluminaba su rostro y sus cautivadoras facciones y Zaid volvió a sentir una sacudida eléctrica.
–¿Quiere que averigüe quién es, Alteza?
Zaid sabía perfectamente quién era: Esmeralda Scott.
La hija del delincuente al que pensaba encausar y poner tras las rejas en el futuro inmediato.
–No es necesario. Pero tráigamela inmediatamente –ordenó.
Apartó los pensamientos relativos a la reacción que la mujer despertaba en él y se concentró en su críticas a todo aquello por lo que él estaba luchando en su país: la integridad, el honor, la rendición de cuentas.
Esmeralda Scott tendría que contestar unas cuantas preguntas. Tras lo cual, él tendría el placer de señalarle sus errores.
Esme se estiró la falda mientras el coche negro con cristales tintados la llevaba a un destino desconocido. La única razón por la que contenía su nerviosismo era el hombre con gafas de aspecto tranquilo que se sentaba frente a ella y que le había explicado que, tras la entrevista que había dado a la televisión, se le había concedido una audiencia en favor de su padre.
–¿Dónde vamos? –preguntó por segunda vez.
–Lo verá por usted misma en cuanto lleguemos.
La respuesta no la tranquilizó. Miró por la ventanilla y vio que el paisaje era de una opulencia creciente.
–El hospital penitenciario de mi padre está en el otro extremo de la ciudad –comentó.
–Lo sé, señorita Scott.
Esme se puso en guardia.
–No me ha dicho por qué sabe mi apellido –ella solo había dado su nombre a la periodista.
–Efectivamente, no se lo he dicho.
Esme abrió la boca pero la cerró al ver que el coche tomaba una rotonda, se acercaba a una gran verja dorada y aminoraba lo bastante la marcha como para que los guardas les dieran paso.
–Este… es el palacio real –musitó, sin poder contener un escalofrío al contemplar la inmensa cúpula azul.
–Así es –respondió el hombre, impasible.
El coche se detuvo y Esme fue súbitamente consciente de que la llevaban al palacio después de que acabara de criticar en público al gobernante del rey.
–Me han traído por lo que he dicho sobre el sultán, ¿verdad?
Un mayordomo abrió la puerta del palacio. El asesor principal bajó e hizo una señal a alguien que quedaba oculto a ojos de Esme, antes de dirigirse a ella:
–No me corresponde a mí contestar esa pregunta. Su Alteza ha reclamado su presencia. No debemos hacerle esperar.
Antes de que Esme reaccionara, el hombre se alejó caminando por el suelo de mármol que llegaba a las escaleras que accedían al palacio.
Esme sintió que la invadía el pánico. El conductor seguía sentado tras el volante. Podía pedirle que la devolviera al hotel. Suplicárselo si fuera necesario. O podría marcharse andando. Pero sabía que nada de eso era posible.
Otro murmullo de pasos se aproximó al coche. Esme contuvo el aliento al ver aproximarse a un hombre con indumentaria tradicional. Se detuvo junto a la puerta e hizo una leve inclinación. Lo flanqueaban dos guardas.
Esme contuvo una risa histérica al tiempo que el hombre le hablaba:
–Señorita Scott, soy Fawzi Suleiman, secretario privado de su Alteza Real. Acompáñeme, por favor –dijo, haciendo un gesto amable pero firme con el brazo para indicar el camino.
Esme bajó del coche y se estiró la falda intentado disimular el temblor de sus manos. Alzó la barbilla y sonrió:
–Le sigo.
El hombre la precedió, subieron las escaleras y entraron en el palacio de fama mundial.
En cuanto Esme miró alrededor se quedó boquiabierta y aminoró el paso.
Hileras de arcos moriscos lacados en negro y pan de oro formaban una serie de corredores que confluían en un espectacular atrio central con una gran fuente de cerámica azul.
Apartó la vista de ese espectáculo lo bastante como para ver que había llegado al pie de una ancha y magnífica escalera. Enmoquetada en el mismo azul que parecía ser el color real, la balaustrada estaba tallada con diseños de una delicada exquisitez.
Propia de un rey.
Un leve carraspeo le reprendió que se retrasara. Y mientras seguían avanzando de un corredor a otro, de una sala a otra, cada cual más espectacular que la anterior y con personal de servicio que desviaba la mirada de ella, Esme fue consciente de que estaba siendo expertamente manipulada para que se sintiera intimidada.
Llegaron ante unas puertas dobles de madera tallada. Esme asió su bolso para contener el pánico cuando el secretario se volvía hacia ella.
–Espere aquí a que la llamen. Cuando entre, se dirigirá al sultán como Su Alteza.
Sin esperar respuesta, asió los picaportes y abrió las puertas.
–La señorita Scott está aquí, Alteza –le oyó murmurar Esme.
Cualquiera que fuera la respuesta que obtuvo, el hombre hizo otra reverencia antes de volverse a Esme.
–Puede pasar.
Esme había dado dos pasos hacia el interior cuando oyó las puertas cerrarse ominosamente a su espalda. Con los nervios a flor de piel, percibió el leve aroma de incienso y de una exclusiva loción de afeitado.
Estaba en presencia del gobernador de Ja’ahr.
Se obligó a poner un pie delante del otro sobre las caras alfombras persas que cubrían el suelo hasta que se encontró en el despacho más grande que había visto en su vida. Al instante, toda su atención se concentró en el hombre que ocupaba el gigantesco escritorio.
Aún a distancia, su magnética aura la golpeó. Quiso dar un paso más, pero se quedó paralizada al ver que él se ponía en pie.
Fue como si la golpeara una ola de masculinidad primaria. Era incluso más alto de lo que parecía en las fotografías. Llevaba un traje de tres piezas, pero dado el aire de guerrero que Zaid Al-Ameen tenía, daba la impresión de llevar una antigua armadura. Por encima de su cabeza colgaba un gigantesco emblema que representaba el escudo de armas del reino que enfatizaba la gloria y la autoridad de su gobernante.
Esme hizo acopio de entereza.
–No-no sé por qué me han traído aquí. No he hecho nada malo. Alteza –añadió tras un tenso segundo.
Él no respondió. Esme se obligó a sostenerle la mirada al tiempo que reprimía el impulso de humedecerse los labios.
–Confío que no espere que haga una reverencia. No sabría.
Él enarcó una ceja con arrogancia.
–¿Cómo lo sabe si no lo ha intentado? –preguntó con sorna.
Su voz, grave y poderosa, resonó en el interior de Esme, haciéndole temblar.
–Puede que sea una costumbre, pero no creo que quiera hacerlo.
Una expresión enigmática cruzó el rostro de él antes de que Esme pudiera descifrarla.
–Pero no creo que quiera hacerlo, Alteza –él repitió sus palabras, enfatizando el título.
Esme parpadeó, desviando la mirada de su exótico y cautivador rostro.
–¿Perdón?
–Supongo que le han dicho cómo dirigirse a mí. ¿O su falta de respeto por mi país y mi sistema legal se extiende hasta mi persona?
El tono de ira subyacente hizo que a Esme la recorriera un escalofrío. Estaba en la jaula de un león. Al margen de sus sentimientos personales, debía actuar con cautela si quería salir entera.
–Discúlpeme, Alteza. No pretendía ofenderlo.
–Apenas la conozco y, sin embargo, veo que debo de añadir «falsa» a la lista de sus defectos.
Esme lo miró boquiabierta.
–¿Disculpe?
–Disculpe, Alteza –en aquella ocasión la orden fue acompañada de un tono y una mirada glaciales.
Esme intentó reprimir la respuesta airada que le subió a los labios, pero lo consiguió solo parcialmente.
–Puede que se deba a que he sido traída aquí contra mi voluntad, Alteza.
Él rodeó lentamente el escritorio mientras Esme lo miraba hipnotizada. A pesar de ser corpulento se movía con una poética armonía. Como un depredador a punto de atrapar a su presa.