11.
TODO comienza en una pequeña chimenea, en el asta de la bandera fantasma del ascensor de Santa Justa. En realidad es una chimenea a la inversa, porque en lugar de echar humo, más bien sirve para atrapar los humores, los estados de ánimo que flotan sobre Lisboa. La entrada de la chimenea no es más grande que la boca de una botella; sin embargo, por ese pequeño agujero entran cada tarde todos los sentimientos que desprenden quienes ríen y lloran y cantan y sueñan en la ciudad. Desde Haruki hasta Quim Veloso. Desde Natasha hasta João.
Entra, pues, el ánimo de la ciudad por la pequeña chimenea, y entonces comienza su recorrido por las múltiples tuberías que también sirven como cimientos para el ascensor.
La inmensa máquina en la que se prepara la saudade está formada por millones y millones de tubos de diferentes grosores. Los hay tan grandes como un vagón de tren y otros tan pequeños como un popote. Tanques, también de muy diversos tamaños, conforman el complicado mecanismo. Algunos de estos recipientes tienen paneles indicadores en los que cientos de agujas anuncian misteriosos factores que solo los languis son capaces de descifrar.
Sería imposible determinar con exactitud el funcionamiento de la máquina para preparar saudade. Lo que sí se sabe es que algunas cosechas son mejores que otras. Ya se mencionó que la del año 2004 fue memorable. La saudade 2004 fue especialmente melancólica porque aquel año Portugal perdió la final de la Eurocopa que ellos mismos habían organizado. Tanta tristeza inundó el ambiente que la saudade de esa temporada se impregnó de un regusto a fracaso que la convirtió en una de las favoritas de los expertos.
Se entiende entonces (si es que en realidad se puede entender algo tan complicado) que la saudade se alimenta del entorno y el entorno se nutre de la saudade.
Después de kilómetros y kilómetros de tuberías, el sistema desemboca en el sótano del ascensor. Al final hay un tubo idéntico al del asta bandera fantasma: un pequeño tubo que en la punta tiene un gotero del que surge la saudade, de forma lenta pero constante. Un languis aburrido va colocando las botellas sobre el dosificador. Cuando la botella se llena, el languis le inserta el característico corcho negro y le coloca la etiqueta de la cosecha correspondiente.
Se producen seis botellas cada veinticuatro horas. Así que el languis aprovecha el tiempo para alimentarse escuchando la conversación de su respectivo nuno.
Si el proceso de elaboración de la saudade resulta complicado de entender, no es menos sorprendente su sistema de distribución. Cada una de las seis botellas se debe repartir por los bares y cafés de la ciudad. Esta labor corre a cargo de tres pequeños: Fernando, a quien ya seguimos durante una de sus jornadas de trabajo, además de Esperanza y Enriqueta. El trío distribuye las botellas de saudade desde hace ya varias décadas por la ciudad de Lisboa. No hay local, por pequeño que sea o alejado que se encuentre, que no reciba la visita periódica de los niños repartidores. Hasta hace poco la demanda de la sustancia sentimental era constante. Sin embargo, de un tiempo a esta parte (de eso también ya hemos sido testigos) el consumo de saudade ha bajado considerablemente, por lo que cientos de botellas se apilan aburridas en el almacén de la torre, mientras un sospechoso fulgor artificial adorna la mirada de la gente. Por más esfuerzos que hacen los tres pequeños fantasmas, cada día reparten menos botellas de saudade. Languis y nunos que los conocen bien los notan cada vez más descoloridos. Se van convirtiendo en fantasmas de fantasmas, condición que los acerca peligrosamente a la nada.
El último eslabón de la cadena responsable de dotar a Lisboa del prodigio de la saudade lo forman los cantineros y los encargados de las barras de café de la ciudad.
Son la cara visible del proceso y por lo tanto son quienes deben aguantar las cejas levantadas de los clientes curiosos. Mientras que casi nadie sabe de la existencia de languis y nunos, los fantasmas lisboetas son cada vez más comunes y por lo tanto es fácil que pasen desapercibidos. Los encargados de servir las bebidas son quienes despiertan las polémicas más encendidas.
Y aunque nosotros sabemos a ciencia cierta que la saudade existe, no todo mundo comparte esa opinión. Una vez que los cantineros vierten unas gotitas en la bebida que van a servir, la saudade se transforma en un sentimiento y por lo tanto será incolora, inodora y no tendrá sabor. A partir de ese momento se pueden sentir sus efectos pero no es posible demostrar ese sentimiento.
A los cantineros y encargados de las barras de Lisboa su condición de proveedores de saudade los empareja con fenómenos como el monstruo del Lago Ness, los duendes de la campiña irlandesa o los nahuales mexicanos: todos sabemos que en realidad están entre nosotros, pero es mejor mirar hacia otro lado, hacerse el loco cuando se habla de su existencia.
En pocas palabras: todos en Lisboa sabían (o por lo menos sospechaban) que los cantineros tenían algo que ver con el delicioso asunto de la saudade, pero casi nadie podía demostrarlo con total seguridad. Tuvo que llegar la espantosa invasión de los Smileys para sacar a la luz uno de los secretos más bellos y mejor guardados de todos los tiempos.