14.

 

AMANECIÓ. El cielo de Lisboa teñido por una luz azul pupila de gato despertó a todos los personajes de esta historia. O a casi todos: Juan Pablo y la estatua de Pessoa continuaban encerrados en la oscura habitación del departamento de seguridad de la rua Garrett viviendo una noche que no les correspondía. La misma noche equivocada que en Tokio estaba a punto de envolver a la señora Mahoko. En el lejanísimo departamento de calle Ozuki habrá de sonar el teléfono y la madre de Haruki no sabrá si sueña o está despierta. Pero para eso faltan unas cuantas horas.

No nos adelantemos.

Como cada mañana, Sara caminó hacia su escuela, que quedaba en el Barrio Alto. Cruzó la Baixa. Pasó a un lado del ascensor de Santa Justa y tomó la rua Garrett con la intención de cruzarse con el señor Pessoa y darle los buenos días.

—¡Buenos días, señor…! —pero Sara no pudo terminar la frase porque en lugar de encontrarse con la estatua de todos los días quedó cara a cara con un enorme perro de plástico.

—¿Dónde dejaron al señor Pessoa? —le preguntó la pequeña, precisamente, al mismo joven a quien Juan Pablo había interrogado el día anterior.

—¿Por qué tanto revuelo? No es más que una estatua. La subieron a una bodega —respondió el mesero con desgano pero sin quitar la sonrisa boba—. Ayer me hicieron la misma pregunta tonta.

—¿Quién?

—El dueño de esa cazadora —dijo el joven, señalando la prenda que todavía colgaba del farol—. Antes de subir cantó un fado. Debe de ser una contraseña para entrar. ¿Vas a pedir algo o nada más viniste a quitarme el tiempo?

Sara no contestó nada porque ya estaba descolgando la triste cazadora. Sabía perfectamente que pertenecía a Juan Pablo porque ya otras veces la había salvado de los olvidos de su dueño. La cazadora suspiró aliviada. Incluso unas lagrimillas estuvieron a punto de brotar de sus ojos… es decir, del cuello (recordemos la extraña anatomía que tienen las cazadoras). Sara dobló con mucho cuidado la prenda y la metió a su mochila. Después se quedó mirando hacia el edificio en donde aún debían de estar el fadista y el poeta.

No le gustaba llegar tarde a clases pero intuía que detrás de todos esos acontecimientos se encerraba un gran misterio, así que decidió ir hasta el fondo de las cosas.

Sara estaba buscando la mejor manera de entrar al edificio cuando fue sorprendida por la pregunta que le lanzó un hombre con acento extranjero vestido con una horripilante camisa de flores multicolores.

—¿Vienes a ver a Juan Pablo?

—¿Quién es Juan Pablo? —respondió la pequeña, tratando de confundir a aquel personaje.

—Eres más lista de lo que parece —dijo con ironía el malvado Míster Ex Doble, al tiempo que abría la puerta del edificio y señalaba hacia el interior—. Si quieres que no le hagamos daño a tu amiguito el fadista es mejor que entres sin hacer ningún aspaviento.

Todo estaba saliendo de acuerdo con lo planeado por los ejecutivos de Smileys: Sara había sido atrapada y dentro de muy poco, después de la cita de Ricardo y Alves en el locutorio, Míster Pro Tercero podría apoderarse de los dibujos que representaban las Ciudades Habladas.

Míster Ex Doble y Sara subieron al departamento que funcionaba de bodega para la cafetería (y de casa de seguridad para la organización de los Smileys). Una vez adentro, el malhechor no tardó en encontrar el lugar donde Juan Pablo y la estatua de Fernando Pessoa padecían el cautiverio.

—Veo que Míster Ru hizo un magnífico trabajo —dijo Ex más Ex nada más abrir la puerta y encontrarse con el fadista.

—Un rapto muy bien logrado —respondió Juan Pablo con entusiasmo—. Si los secuestros se expusieran en los museos, el mío bien podría adornar las paredes del Museo del Chiado.

En ese momento Sara se dejó ver del otro lado de la puerta y entonces la expresión del fadista se descompuso por completo. En un instante llegó del desparpajo hasta una furia más que evidente.

—¡Una cosa es que me secuestren a mí, pero me parece que al meterse con Sarita se han pasado de la raya! —estalló el cantante al tiempo que, inútilmente, hacia un esfuerzo por liberarse de las esposas.

—Tranquilo, señor Juan Pablo. Todo está en sus manos —dijo Míster Ex Doble queriendo parecer compasivo—. Si ustedes cooperan no habrá razón para lastimarlos.

—¿Pero qué es lo que quieren? —preguntó la pequeña.

—El señor Juan Pablo ha recibido una oferta de nuestra compañía, Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc., que al parecer no le ha convencido del todo. Se me ocurre que quizá tú podrías persuadirlo de que lo mejor es que acabe firmando un contrato con nosotros.

Después el ejecutivo, con un inequívoco movimiento de cabeza, le exigió a la niña que entrara en la pequeña bodega.

—Los dejo para que platiquen con tranquilidad —dijo el malhechor regresando a su acostumbrada ironía—. ¡Qué hermosa reunión! Un poeta, un fadista y una dibujante. Creo que solo les hacen falta unas tacitas de Café Invisible; ¿quieren que baje por unas?

Y entonces, para festejar su supuesta ocurrencia, Míster Ex Doble estalló en una feroz carcajada. Después sacó otras esposas y con ellas unió el delgado brazo de Sara a una de las metálicas extremidades de Pessoa (la que sostiene una invisible taza de café). Posteriormente unió a Juan Pablo con el otro brazo del poeta y entonces cerró la puerta del cuartucho. Después de unos instantes de confusión, los rehenes se dieron cuenta de que había que tomarse las cosas con calma. Ayudados por los sacos de café y con muchísimo esfuerzo (nunca será fácil maniobrar esposado a una estatua), Sara y el fadista fabricaron un par de asientos para hacer más soportable la espera.

—Te tengo buenas noticias —anunció la pequeña cuando por fin terminaron la complicada labor.

—¡Anda ya! ¿Buenas noticias en medio de un secuestro?

—Si no me crees busca en el fondo —respondió Sara señalando hacia la mochila que descansaba sobre el piso.

Sin mucho ánimo, Juan Pablo se puso a revisar con la mano libre. Nada más tocar la cazadora la alegría se apoderó de su expresión: de un tirón sacó la prenda y la comenzó a acariciar como si de una mascota se tratara.

—Pobrecilla, ha sufrido mucho.

—La encontré colgada del farol de la entrada antes de que me atrapara ese hombre tan sin gracia.

—¿Te hizo daño?

—No. Solo me pidió que subiera sin llamar la atención de la gente. No entiendo bien qué es lo que quieren los de Smileys. ¿Por qué nos secuestraron?

—Me exigieron que grabara un disco con ellos.

—Eso está muy bien, ¿no? —preguntó Sara confundida.

—El problema es que no quieren que cante mis fados.

—Pero si tus fados son muy bonitos.

—Lo que ellos quieren es estandarizar las ideas —comenzó a explicar Juan Pablo—. Que todos escuchen las mismas cosas. Que todos piensen igual. Les encantaría que el mundo estuviera construido con piezas idénticas y desmontables…

—…y de plástico —completó Sara la idea de su amigo.

—¡Exacto! Ciudades de plástico, sonrisas de plástico y, lo más peligroso, ideas de plástico. ¿Has escuchado a los Smileys?

—¡Son espantosos! —exclamó la pequeña.

—Pues ese horrible grupo funciona como la avanzada de un ejército. Solo que en lugar de balas disparan sonrisas venenosas.

Sara y Juan Pablo se quedaron callados. Se sentían impotentes ante el avance de la amenaza de los Smileys. Junto a ellos la estatua de Pessoa, ensimismada, también se notaba incómoda por todo lo que estaba sucediendo.

Después de un rato Sara rompió el silencio.

—Ahora entiendo la tristeza de los niños que visitan el Conversario y la razón por la que los dibujos son cada vez más grises, más parecidos unos a otros.

—Lamento aceptarlo pero creo que los Smileys están a punto de ganar la guerra —anunció el fadista con profunda decepción.

Fernando Pessoa hizo el ademán de querer decir algo pero al final permaneció en silencio. Las respuestas que podía ofrecer aún no tenían la fantástica claridad de sus versos.

 

 

A esas mismas horas Ricardo, el inventor de palabras, entraba en el Conversario para encontrarse con el señor Alves. Ninguno de los dos sospechaba lo que sucedía en el departamento de la rua Garrett.

—Estas son las famosas Ciudades Habladas que dibuja mi hija ayudada por los niños que visitan el negocio —dijo Enrique mientras señalaba orgulloso hacia la pared donde estaban colgados algunos de los trabajos.

—Son muy interesantes —respondió el inventor de palabras, y se acercó al muro para poder observar en detalle los trazos de Sara.

Al mirar los dibujos de ciudades por las que alguna vez Ricardo había caminado, una emoción misteriosa lo envolvía haciéndole experimentar de nuevo las sensaciones vividas en el lugar. Nada más mirar las olitas que Sara había dibujado sobre un dorado Guadalquivir, el inventor de palabras sintió en su piel los efectos de un calor de 45 grados, en su garganta la frescura de una horchata que bebió en un bar de Triana y en su memoria se delineó, con trazos parecidos a los de la niña, la imagen que más recordaba de su viaje a Sevilla: la de un perro viejo y su amo paseando, libres de cualquier preocupación, por la orilla del río.

Para Ricardo el paso lento de esos dos personajes había sido desde aquel día su representación personal de la felicidad.

Al contemplar el dibujo de Belo Horizonte, que la pequeña había trazado como una asombrosa metrópoli mitad bosque mitad ciudad, hasta el inventor de palabras llegó el aroma del tabaco que su padre solía fumar en los días que pasaron allí. Regresó de golpe hasta esa ciudad de Brasil a la que habían viajado los dos para atrapar una escurridiza palabra que se escondía tras la expresión portuguesa bonsucesso.

Después de vivir peligrosas aventuras, Ricardo y su padre pudieron por fin cazar la palabra. La encontraron de madrugada. Agazapada entre los desperdicios que un trapero revolvía en un descampado cercano al estadio de futbol del Cruzeiro.

Ricardo se abalanzó hacía la temblorosa palabra nunca pronunciada, pero su padre lo frenó.

—¡Déjala! —ordenó el viejo—. No digas nada. No se te ocurra pronunciarla. Sólo contémplala. Mira qué hermosa es.

La palabra, al darse cuenta de que no sería pronunciada, se tranquilizó y con cierto donaire se dejó admirar. El trapero, que no entendía absolutamente nada de lo que sucedía a su alrededor, continuó su trabajo. Después de unos instantes la palabra nunca pronunciada desplegó sus alas y emprendió el vuelo.

A lo lejos se oían los tambores de una hinchada de futbol. Celebraban un campeonato que ni a Ricardo ni a su padre les correspondía. Entonces, de la calle más oscura de Belo Horizonte surgió un taxi, al que subieron para regresar a su hotel. En el descampado quedó el trapero. De su montón de basura comenzaron a surgir extrañas palabras que hasta ese momento habían permanecido ocultas. Palabras de un idioma que muy pocos habían pronunciado.

Esa noche el joven inventor descubrió que había palabras que era mejor dejar en libertad.

—Bonsucesso —musitó Ricardo ante el dibujo de Sara.

—¿Qué dijo? —preguntó el señor Alves.

—De verdad que los dibujos de su hija son magníficos —respondió dejando atrás el territorio del recuerdo—. Logran transmitir los secretos de las ciudades que representan.

—Lograban —dijo Enrique con cierta tristeza.

—¿Por qué dice eso?

El dueño del Conversario sacó de un cajón los más recientes dibujos de Sara. O, mejor dicho, las copias del mismo dibujo aburrido que la niña venía repitiendo desde hacía un tiempo: edificios espejo, perros de plástico, parques sin árboles y la misma calle reproducida una y otra y otra vez. Igual que en aquellos viejos dibujos animados de la televisión, del tiempo en que Ricardo y el señor Alves eran niños, en los que el escenario por el que se desenvolvían los personajes era un mismo fondo que se repetía hasta el infinito.

—Tiene razón, aquí dice Lima —dijo el inventor de palabras sin poder ocultar su decepción mientras señalaba un dibujo—, pero lo mismo daría si pusiera Yakarta o Dublín. Los últimos dibujos son prácticamente idénticos.

 

 

Mientras el señor Alves y Ricardo observaban la colección de Ciudades Habladas, un cliente entró al locutorio. Vestía una ridícula camisa multicolor, y, sin mirar nunca a los ojos de Enrique, le solicitó una cabina para hacer una llamada local. Perdido en sus pensamientos, casi sin darse cuenta, el dueño del Conversario le dijo que la cabina número 4 estaba disponible.

El empleado de Smileys corrió con suerte, ya que desde allí, mientras hacia la llamada, podía observar con toda tranquilidad los movimientos de sus enemigos.

 

(Llamada local realizada desde el Conversario Alves al número 00 345 678, que corresponde a un departamento localizado en la rua Garrett. Se hizo en voz muy baja.)

 

—¿Tienes a la niña?

—Sí, fue más fácil de lo que creí. Ella misma llegó hasta aquí. Ya está encerrada junto con el fadista.

—¡Qué bien! Yo aún me encuentro en el locutorio. Estoy a punto de apoderarme de los dibujos.

—Míster Wilkins va a estar muy orgulloso de nosotros.

—Puede que hasta nos cambie el nombre.

—¡Dubi dubi yeyé!

—¡Dubi dubi yeyeyé! ¡Cambio y fuera!

—¿Qué quieres decir con eso, querido Pro Tercero?

—No sé muy bien, pero así terminan sus conversaciones todos los malos de las películas.

—Entonces yo también lo digo: ¡Cambio y fuera!

—Espera, estimadísimo Ex Doble, solo el jefe puede terminar la conversación con la frase “¡Cambio y fuera!”

—¿Quién dijo que tú eres el jefe?

—En mi nombre está demostrada mi jerarquía: yo soy tercero y tú nada más doble, creo que todo está muy claro. ¡Cambio y fuera!

—De ninguna manera voy a aceptar esta situación.

—Una vez que se dice “¡cambio y fuera!”, el otro, es decir tú, ya no debe hablar. ¡Cambio y fuera!

—Eso me parece una total falta de respeto.

—¡Ya no me contestes, Ex Doble! Entiende: una vez que yo diga “¡cambio y fuera!” debemos cortar la llamada. Por el momento no tenemos ya nada que decirnos. ¡Cambio y fuera!

—Yo voy a seguir hablando hasta que no aclaremos quién es el jefe.

—¡Cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera!

—¡Cambio y fuera!

—Espera, Ex…

—¡Cambio y fuera!

—De verdad, Ex Doble, tengo que decirte algo importante.

—Espero que no se trate de una de tus trampas.

—El inventor de palabras está guardando los trabajos de la niña en su portafolios. Supongo que de un momento a otro saldrá del locutorio. En la primera oportunidad le arrancaré el maletín para quedarme con los dibujos. Debes permanecer atento en la ventana para que cuando me veas corriendo por la rua Garrett abras la puerta desde arriba. ¿Entiendes?

—¡Cambio y fuera!

—¡Maldito!

 

Las Ciudades Habladas de Sara y sus amigos tenían la gracia de haberse trazado a partir de la mirada de los niños. Mirada de lince prodigioso que puede ver lo que se esconde más allá de la materia.

Ricardo estaba seguro de que esos dibujos podrían servir para luchar contra la invasión de los Smileys. Darlos a conocer ayudaría para que las personas se dieran cuenta de los horribles cambios que estaba experimentando el mundo. Funcionaría un poco como los anuncios de “antes” y “después”, en los que primero se ve una persona con muchos kilos de más, y en la fotografía contigua, la misma persona con un increíble abdomen en el que bien se podría tallar una camisa percudida. Con la diferencia de que ahora el “después” correspondía a la parte triste de la historia.

No había tiempo que perder, así que el señor Alves estuvo de acuerdo en que su nuevo amigo se llevara los dibujos de su hija. Seguro que Sara se pondría muy contenta cuando se enterara de que sus Ciudades Habladas iban a servir para recuperar la belleza perdida, le confesó Enrique al inventor de palabras cuando se despidieron a las puertas del locutorio. Un instante después el emisario de Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc. abandonó la caseta número 4, pagó su llamada y salió a la calle para seguirle los pasos al inventor de palabras, quien, pensativo, caminaba por la serpenteante rua das Escolas Gerais llevando en su portafolios los dibujos de más de doscientas hermosas ciudades del mundo.

Míster Pro Tercero aprovechó el embeleso de Ricardo y dándole un fuerte tirón se apoderó del portafolios.

—¡Al ladrón, al ladrón! —gritó el inventor de palabras tratando de llamar la atención de las pocas personas que pasaban por allí. Sin embargo, los transeúntes se limitaron a adornar su expresión con la característica sonrisa boba y brillante del universo de los Smileys. Solo un ciudadano japonés se unió a Ricardo en la caza del ladrón. Era Haruki, que se dirigía al Conversario para hacerle una llamada a su madre.

Las calles de Alfama forman una hermosa colección de caminos en desnivel, andadores, escaleras y diminutas plazas que conforman el que tal vez sea el laberinto más hermoso del mundo. Por allí corrían Míster Pro Tercero, después Haruki y un poco más atrás el inventor de palabras.

Al doblar una esquina, y cuando Haruki se acercaba peligrosamente al ejecutivo de Smileys, apareció una de las famosas escaleras del barrio. Entonces Míster Pro Tercero, jugándose su última carta, se encaramó de rodillas sobre el portafolios, que colocó justo al borde del primer escalón, y utilizándolo como trineo se deslizó escaleras abajo a gran velocidad. Parecía que lograría escaparse de sus perseguidores pero de la nada apareció Quim Veloso, el frutero, quien vació una caja de madera repleta de limones que llevaba hacia su negocio y se la dio al japonés para que también la utilizara como deslizador. Incluso algunos limones que rodaron por la escalera le sirvieron a Haruki para tomar más velocidad.

—¡Deténgase! —ordenó el japonés.

—¡Eso quisiera! —respondió con total sinceridad el ejecutivo de Smileys.

La escalera terminaba en una calle por la que cruzaban gran cantidad de vehículos. Parecía que todo estaba perdido para aquel par de pilotos de una extraña carrera de trineos por las escaleras de Alfama.

—¡Bárbaros! ¡Se van a matar! —gritó una mujer que se había asomado a un balcón para tender unas sábanas, y que por la impresión las dejó caer sobre los tripulantes.

La visibilidad, tanto de Haruki como de Míster Pro Tercero, se redujo por completo. A decir verdad, fue una suerte, porque no ha de ser grato ir trepado en un portafolios o en una caja de frutas a más de sesenta kilómetros por hora y sin frenos, y ver cómo te acercas a una calle en la que se ha detenido un tranvía de dos toneladas de peso.

Faltaban diez metros.

No podían ver pero cerraron los ojos.

Faltaban cinco metros.

Apretaron los dientes.

El tranvía avanzó.

Cruzaron la calle milagrosamente

 

y se deslizaron por una nueva escalera.

Haruki se quitó la sabana.

Míster Pro Tercero también.

Haruki la abrió como un paracaídas.

El ejecutivo de Smileys lo imitó.

La caja de frutas se frenó.

También el portafolios.

 

 

Una vez con los pies en el suelo continuaron la persecución. El portafolios era un triste despojo con varias aberturas por las que de vez en cuando escapaba alguno de los dibujos de Sara. Sin embargo, la mayoría de las Ciudades Habladas permanecían en poder del ejecutivo de Smileys, que iba dejando cada vez más atrás a su perseguidor.

Llegaron hasta la Plaza del Comercio y allí, a la sombra del monumento a José I, justo del lado en que un elefante está a punto de aplastar a un hombre, Haruki se detuvo a tomar un poco de aire. Muy cerca vio tirada una de las hojitas que habían salido del portafolios. La tomó del suelo y la guardó en la bolsa de su camisa. Era el dibujo de la ciudad de Zagreb.

Míster Pro Tercero era ya un punto multicolor que cruzaba por debajo del Arco del Triunfo que une la plaza con la rua Augusta.

Haruki intentó un último esfuerzo pero ya no tuvo fuerzas para continuar la persecución. Lo único que vio fue cómo el ejecutivo de Smileys se perdía por la avenida en dirección al Rossio.

Algunas hojitas seguían saliendo del portafolios.

Haruki recogió unos cuantos de aquellos papeles sin entender muy bien por qué había arriesgado la vida por atrapar a un ladrón de dibujos infantiles.

 

 

Cuando Míster Pro Tercero se dio cuenta de que nadie lo seguía, aminoró el paso. A esas horas las calles de la Baixa comenzaban a llenarse de gente, así que al ejecutivo de Smileys no le costó trabajo camuflarse entre la multitud.

“Estos dibujos son el último recuerdo de las horribles ciudades del pasado; dentro de un rato serán un montón de cenizas deslizándose por las tubería de Lisboa”, pensó mientras miraba con desprecio el destartalado portafolios.

La mayoría de las personas enarbolaban la tonta sonrisa de los Smileys y adornaban su cabeza con pelucas multicolores. Algunos, además, llevaban en las manos el inconfundible vaso del Café Invisible.

En lugar de un portafolios semidestruido, Míster Pro Tercero podría haber llevado un terodáctilo enano colgado de su brazo derecho y habría sido lo mismo: casi nadie parecía reparar en él.