7.
—BUENOS días, Míster Wilkins —dijo el elegante elevadorista, pero Míster Wilkins no contestó porque, además de ser un grosero, toda su atención estaba puesta en las cifras que veía pasar por la pantalla de su agenda. Números que representaban el nivel de popularidad que los Smileys tenían en las ciudades más importantes del mundo.
Míster Wilkins acababa de aterrizar en el helipuerto de un altísimo edificio de Nueva York o de Londres o de Lima (últimamente las ciudades eran tan parecidas que lo mismo daba). Edificio que funcionaba como cuartel general de Smileys & Inc. & Inc. & Inc.
Míster Wilkins no era ni pastelillo ni lámpara de pie ni peluca afro ni espejo que hubiera ido pasando de generación en generación por una familia de mujeres misteriosas ni bota de basquetbolista zurdo que pisa chueco ni corbata combinada con elegante mocasín ni huevo engalanado… No, nada de eso. Míster Wilkins era, simple y llanamente, un señor con cara de rata y cuerpo con forma de signo de interrogación. Su fisonomía no dejaba dudas acerca de lo retorcido y sucio de su espíritu. No era grato encontrarse con él y sin embargo en aquel edificio todo mundo sonreía a su paso porque era el productor general de la compañía.
Míster Wilkins entró en su oficina antes de ignorar el saludo de otros veintitrés colaboradores. Seguía revisando los números y por su expresión de felicidad todo parecía marchar muy bien.
—En Bélgica subimos ocho lugares… En República Dominicana, siete… En Tokio rompimos récords… ¡Por fin alcanzamos el primer lugar en cada uno de los países del mundo! —repetía lleno de emoción los resultados que iban apareciendo en su agenda, pero de pronto llegó a una cifra que no le gustó en lo más mínimo. Eran los resultados correspondientes a Portugal.
—¡Segundo lugar! ¿Perdimos el liderazgo en Portugal? Debe de tratarse de una broma. ¿Quién demonios es Juan Pablo? ¿Fado? ¿A quién en su sano juicio le puede gustar esa música antigua y aburrida?
Completamente fuera de sí le lanzó a su secretaria una orden por el intercomunicador de su escritorio.
—¡Quiero que el Consejo de Administración se reúna en cinco minutos en la sala de juntas!
La orden de Míster Wilkins desató una serie de reacciones en cadena a lo largo y ancho, alto y bajo, del edificio.
Un gigantesco murmullo recorrió todas las oficinas.
El temor invadió a cada empleado de Smileys & Inc. & Inc. & Inc. Algunos hasta soltaron lagrimillas de desesperación.
Se cuenta que a principios de la Edad Media era común que los dragones llegaran a un pueblo, y, a cambio de que no lo destruyeran con su aliento de fuego, los lugareños tenían que alimentarlo durante veintiocho días. El menú consistía en un habitante del lugar, catorce gallinas, una vaca y dos pasteles de manzana. Cada amanecer se elegía por sorteo a quien serviría de desayuno para el dragón. La tensión les destrozaba los nervios a los desdichados pobladores. Un ambiente muy parecido se vivía en el edifico de Smileys en los momentos previos a las reuniones del Consejo de Administración. Míster Wilkins, el ratón interrogativo, se transformaba en dragón hambriento y de un certero bocado devoraba las esperanzas de algunos de sus empleados.
Todas las decisiones dentro de Smileys las tomaba Míster Wilkins. Cuando las cosas salían bien se autorizaba a sí mismo un aumento de sueldo del mil por ciento. Cuando las cosas salían mal, en lugar de reconocer su propio error, convocaba a una reunión del Consejo de Administración y para demostrar el malestar que sentía mandaba despedir a tres empleados al azar. El sistema era muy sencillo: Guapo, el perro chihuahueño del productor, estaba entrenado para destruir relucientes zapatos de ejecutivo. Así que antes de iniciar propiamente la reunión, dejaba que el animal se paseara por debajo de la enorme mesa de la sala de juntas buscando un suculento zapato al cual hincarle el diente.
Los empleados tenían prohibido mirar hacia abajo, así que fingiendo tranquilidad se miraban unos a otros tratando de adivinar los rumbos por donde se movía el Guapo.
Mientras tanto, Míster Wilkins, amo del cinismo, platicaba con alguno de los ejecutivos acerca del clima o fingía interesarse por su familia. Tarde o temprano se escuchaba el ronco gruñido de Guapo, señal de que ya había encontrado un zapato a su gusto. Entonces el empleado tenía que levantar la mano señalando que él había sido el elegido, los demás miembros del consejo lanzaban un suspiro de tranquilidad y Míster Wilkins repetía las mismas palabras de siempre:
—Señor Fulanito, cuando regrese a su departamento quiero que despida a tres de sus subordinados.
—¿Con qué argumento?
—Por ineficiencia y falta de interés en su trabajo.
—Sí, señor.
—Así aprenderán a ser responsables.
A estas alturas, casi siempre, los colmillitos del Guapo ya habían comenzado a rasgar el calcetín del ejecutivo.
Tres miembros del departamento de Contabilidad fueron sacrificados aquella mañana, pero la cosa no paró allí. Después del desagradable incidente, Míster Wilkins comenzó a caminar alrededor de la mesa como un buitre hambriento en busca de carroña. Parecía que su mezquindad aún no había sido saciada por completo.
Mientras caminaba, todos los presentes contenían la respiración. Sobre todo cuando Míster Wilkins se colocaba a sus espaldas y ellos no podían seguirlo con la mirada.
Tac-tac-tac-tac, retumbaban sus pasos por la sala de juntas.
De pronto el productor se detuvo detrás del Jefe de Estadística. Puso las manos en los hombros del ejecutivo con tanta fuerza que, más que un gesto de apoyo, parecía que Míster Wilkins quisiera impedir que el hombre se levantara de la mesa. Entonces comenzó a interrogarlo con una falsa cordialidad.
—¿Cuántos países existen en el mundo?
—Ciento noventa y dos según la ONU.
—¿Y según Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc.?
—Antes de responder debo decirle que mencionó un “Inc.” de más.
—Estás muy equivocado, querido amigo: esta misma mañana decidí agregarle ese “Inc.” al nombre de la empresa —dijo el productor haciendo una pausa trágica.
Todos los asistentes a la junta volvieron a contener la respiración. De la frente del jefe de Estadística comenzó a brotar un sudor helado, y entonces Míster Wilkins dejó escapar una de las frases que tanto disfrutaba:
—Por tu falta de ojo para entender las leyes del mercado, te anuncio que estás despedido.
Lo dicho: el monstruo aún no estaba completamente satisfecho.
Tac-tac-tac-tac, volvieron a retumbar después de un rato los pasos de Míster Wilkins por la sala de juntas.
Como el puesto de jefe de Estadística había quedado vacante, le tocó al jefe de Logística responder el interrogatorio del productor.
—¿Cuántos países existen en el mundo?
—Ciento noventa y dos según la ONU.
—¿Y según Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc.?
—Ciento noventa y cinco.
—¿Por qué?
—Porque Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc. (el ejecutivo puso un gran énfasis en este último “Inc.”) compró tres islas y allí creó tres nuevos países.
—¿Cuáles son? —preguntó el productor sin ocultar la satisfacción que le daba ser el creador de tres nuevas naciones.
—Wilkins Island, Terra Smileys y Guapoland.
—Muy bien, muy bien… —respondió el productor fingiendo satisfacción. Le entregó su agenda al empleado y entonces comenzó una nueva serie de preguntas—: ¿Me podría decir en cuántos de esos países los Smileys están en primer lugar?
Después de examinar la pantalla, el jefe de Logística dio una respuesta:
—En ciento noventa y cuatro países.
—¿Cuántos países nos falta conquistar?
—Uno —tuvo que reconocer tímidamente el empleado.
—Muy bien, muy bien… —continuó Míster Wilkins con el supuesto tono conciliador. Soltó los hombros del ejecutivo y comenzó a pasearse reflexivo por la sala de juntas mientras lanzaba frases inconexas—: Un solo país… Un país pequeñito… Portugal se llama… Un lugar casi insignificante… Una minúscula manchita en el mapa… Y resulta que ahí surgió alguien que nos está haciendo sombra… ¿Podría alguno de ustedes decirme si conoce a un cantante que se llama Juan Pablo?
Nadie contestó pero, por la cara de duda que se instaló en cada uno de los ejecutivos, era claro que jamás habían escuchado el nombre de aquel músico.
—Veo que no lo conocen, así que les explicaré entonces quién es nuestro rival —comenzó de nuevo el productor con su tono falsamente amigable—. Juan Pablo es un cantante de fado, un género musical rancio y anticuado que se escucha en Portugal —poco a poco Míster Wil kins elevaba el tono de sus palabras —. Ahora ocupa el primer lugar en las listas de popularidad, y si esta situación continúa por más tiempo los mandaré a todos ustedes a las minas de Guapoland… ¡Los Smileys tienen que ser número uno en cada rincón de la Tierra! ¡Número uno! ¡¿Entendido?!
La última palabra del discurso del productor fue más el gruñido de una fiera que una pregunta. Los ejecutivos que no se desmayaron contestaron afirmativamente. Los que perdieron el conocimiento fueron despertados con pequeños bofetones una vez que Míster Wilkins abandonó la sala.