8.
JUAN PABLO terminó de escribir un fado en el que contaba la historia de una isla que un día comenzaba a disolverse, igual que un Alka-Selt-zer en un vaso de agua. Primero la sorpresa y después el temor de los habitantes de aquel sitio amenazado por la desaparición. Cualquier otro habría necesitado mil páginas para contar una historia de tal magnitud pero a Juan Pablo le habían bastado unos cuantos versos.
Cantó el nuevo fado dos o tres veces.
Le gustó.
Lo tituló “Efervescencia”.
Salió al balcón, y el perfume de la noche entró en su pequeño departamento, y el fado recién nacido se mezcló con el aire de Lisboa. Dice una leyenda que siempre que un fadista compone una nueva canción, se enciende una luciérnaga cercana. Juan Pablo se apoyó en el barandal para ver si la creencia se cumplía, y en ese instante, a unos cuantos centímetros de su mirada, se encendió una luciérnaga que le daba la bienvenida a su fado más reciente.
Era una luz blanca.
Luz de estrella diminuta.
Aquel insecto le recordó al fadista los veranos de su niñez en Cascais, las noches de Cascais, las luciérnagas de Cascais.
—En esos tiempos las luciérnagas eran de muchos colores, había verdes, azules y rojas —le explicó Juan Pablo a la cazadora que cómodamente instalada en el galán de noche observaba la escena.
El fadista estuvo un rato contemplando la calle desde el balcón. Pudo ver cómo se encendieron otras seis o siete luciérnagas. Todas eran blancas. Al cabo de un rato Juan Pablo comenzó a sospechar que la luz que emitían las luciérnagas siempre era blanca y que en realidad aquella historia de insectos coloridos era más bien una invención, una manera de adornar el recuerdo. Entró de nuevo a su departamento y un tanto decepcionado le habló a la cazadora:
—No me hagas mucho caso, pero estoy empezando a creer que las luciérnagas siempre son blancas.
Se recostó en la cama con la ropa puesta. “Solo voy a descansar los ojos”, se mintió a sí mismo, y en menos de un suspiro se quedó dormido.
A esa misma hora un jet de Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc., adornado con la enorme cara de un perro chihuahueño estilizado, volaba por encima del océano. Debía llegar a Lisboa antes de que amaneciera.
Volaba el jet partiendo en dos las nubes, como un dardo envenenado que no tuviera más tiempo que perder (en Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc. nunca de los nuncas había tiempo que perder, y eso que para pronunciar su nombre se necesitaban varios segundos de tontísima repetición). En el avión, además del piloto, solo viajaban tres pasajeros: Míster Ex Doble, Míster Pro Tercero y Míster Ru Infinito.
Al entrar en la compañía, los trabajadores perdían su nombre original y eran rebautizados con algún número, una letra o una sigla. Lo más frecuente era que su nuevo apelativo fuera una cifra sin sentido. Un contador público de Madrid, por ejemplo, dejó de llamarse Lorenzo Buendía y se convirtió, nada más firmar su contrato, en el señor 528.3. La recepcionista de la oficina de Medellín, en Colombia, que antes se llamaba Dorismar Halconcillo, ahora era conocida como la señorita 3.1416.
No había ningún patrón a seguir para encontrar el número correspondiente a cada empleado. Una secretaria podía ser conocida como la señorita 1/3 y su compañera de cubículo como la señorita 29.5% de 3000. Todo se regía bajo el capricho de Míster Wilkins, el único, junto con Guapo, que seguía conservando su nombre original. Para el dueño de la compañía, maestro en la rotación de personal, siempre era más fácil sustituir una cifra que a una persona.
“En el área de planeación inductiva borre al 8888 y agregue al -16”, le ordenaba Míster Wilkins al jefe de recursos humanos, y con esa frase despedía a un empleado que tenía un nombre, un apellido y un futuro que acababa de complicarse por culpa del desempleo.
A los trabajadores de mayor jerarquía se les premiaba llamándolos con el nombre de una letra. A algunos directores generales se les concedía la gracia de formar su apelativo con una sigla.
Míster Ex Doble se llamaba así porque era un experto en conducir al éxito a los artistas que pertenecían a Smileys, y Míster Pro Tercero se había ganado ese nombre porque era un productor profesional y provechoso para la compañía, mientras que Míster Ru Infinito reflejaba que era un rufián rudo rupestre rudimentario ruidoso, y así hasta el final de todos los oscuros rus del diccionario, que por cierto no son pocos.
Volaba pues el jet con destino a Lisboa.
Jet venenoso, como se ha visto.
Juan Pablo se despertó cerca de las tres de la mañana. Se notaba que tenía una gran urgencia por encontrar un lápiz y un papel. Había soñado un fado y no había tiempo que perder antes de que sus versos se desvanecieran para siempre en el mundo de los sueños olvidados.
Era un fado acerca de la memoria.
La cazadora, siempre desde el galán de noche, observaba el desesperado ir y venir de Juan Pablo por todo el pisito. Para cuando encontró el lápiz, la mayoría de los versos eran casi olvido.
Destellos de luciérnagas naranjas y amarillas.
También había algunas púrpuras.
Casi fantasía.
De cualquier manera, Juan Pablo comenzó a escribir aquel fado que se le había revelado en sueños:
Pasa el tren de la memoria
con naranjas y suspiros
con quebrantos y medallas
con su fue
e incluso a veces
es mejor que no haya sido.
Los vagones son como alas
los raíles una hoguera
luz de insecto venturoso
memoriosa fluorescencia.
Hasta ahí llegó. Por más que se esforzaba, no podía recordar la mayor parte de los versos. Un tanto decepcionado, se acercó al balcón para cerrar la puerta. Afuera comenzaba a soplar un viento frío. Tarareó disimuladamente su fado inconcluso para ver si provocaba el brillo de alguna luciérnaga, pero todo permaneció a oscuras. Molesto consigo mismo por ser dueño de una memoria de chorlito, se quitó las botas y regresó a la cama mal tendida.
A la cazadora, sin embargo, aquel diminuto fado le había gustado mucho porque le recordaba todas las penurias que había tenido que pasar por culpa de la desmemoria de su dueño. No había sido una luciérnaga la madrina de aquella canción, pero por lo menos había provocado alguna chispa: a la cazadora se le iluminaron los ojitos.
Era una lástima que Juan Pablo no pudiera ver la reacción que sus versos habían provocado en su amiga.
Le habría hecho mucha ilusión.
¡Toc toc toc!
A las siete de la mañana unos fuertes toquidos despertaron a Juan Pablo. Se levantó con mucho trabajo y trastabillando llegó hasta la puerta. Cuando se asomó por la mirilla descubrió que sus inoportunos visitantes eran dos sujetos casi idénticos. No eran ni pastelillos de vainilla ni lámparas de pie ni pelucas afro… Para acabar pronto, ninguno de aquellos dos personajes tenía que ver con el tipo de descripciones utilizadas hasta este momento. Simplemente eran dos señores aburridos y nada más (dos señores aburridos que no se creían aburridos, lo cual los convertía en algo aún más peligroso).
Uno llevaba una camisa hawaiana con su típico dibujo floreado y el otro una camisa de cuadros pequeños. Sin embargo, a pesar del colorido de sus prendas, ambos personajes tenían un aura completamente gris.
¡Toc toc toc!
Volvieron a aporrear la puerta.
—¿Qué desean? —preguntó asomando aún por la mirilla.
—Buscamos la mansión de Juan Pablo, el artista.
De inmediato el músico se dio cuenta de que dos de los tres sustantivos que componían la frase no correspondían a la realidad: ni su casa era una mansión ni él era un artista. Lo único verdadero era que él, efectivamente, se llamaba Juan Pablo. Nunca había considerado que su oficio fuera diferente de los demás, así que aquello de artista le pareció un exceso. Estaba convencido de que en el mundo hay muy pocos personajes a los que se les pueda llamar artistas. Iba a decirles que estaban equivocados, que buscaran en otro departamento, pero los hombres lanzaron una frase que no dejó lugar a dudas.
—Buscamos al autor de un disco que se llama Treinta segundos tarde.
“Ese sí que soy yo”, pensó de inmediato el fadista, y entonces no le quedó más remedio que abrir la puerta.
—Aquí es, pero esta ni es una mansión ni yo soy un artista —dijo Juan Pablo a manera de saludo. Había algo en la pinta de aquellos hombres que no acababa de convencerlo.
—¡Otra estrella excéntrica! —exclamó el de la camisa hawaiana mientras extendía su mano en dirección al fadista—. ¡Tanto gusto, soy Míster Ex Doble!
—¡Y yo Míster Pro Tercero! —anunció el otro, repitiendo el entusiasta saludo de su compañero.
La sonrisa que colgaba de sus rostros dejaba en claro que aquellos hombres estaban muy complacidos de estar ahí, casi al amanecer, importunando a un personaje que apenas hacía unos minutos estaba dormido. No esperaron la invitación para entrar en el departamento y haciendo a un lado al fadista se internaron en su casa. Una vez dentro, siempre sin dejar de sonreír, intercambiaron una mirada que quería decir que aquel lugar no era lo que esperaban.
—¡De verdad que es usted un personaje algo excéntrico! —dijo Míster Ex Doble.
—No lo entiendo —respondió Juan Pablo.
—Mi compañero quiere decir que pudiendo vivir en un lugar lleno de lujos, usted ha escogido un hogar un tanto…
—Un tanto sencillo —interrumpió Míster Ex Doble a su compañero temiendo que fuera a decir una barbaridad.
—A mí me gusta mucho mi casa.
—Sí, sí, está muy bonita —dijo con falso entusiasmo Míster Pro Tercero—, pero usted debería vivir en Miami, en Londres, en Los Ángeles. Cerca de los círculos del poder del show business.
—En Alfama me encuentro bien. Aquí viven muchos de mis amigos, tengo una vista preciosa y además debo confesarles que nunca he entendido muy bien qué quiere decir eso de show business —dijo Juan Pablo. Después lanzó un enorme bostezo y cruzó el pequeño departamento para abrir de par en par la puerta de su terraza.
La luz de la mañana bañaba de un color azul aleta de delfín el edificio de enfrente. En un balcón había dos macetas alargadas en las que vivía una multitud de flores y plantas que parecían estar pendientes de todo lo que sucedía en la calle: el paso de una joven en bicicleta, un perro al que se le había hecho tarde, el aroma de café recién tostado que subía desde el bar de la esquina.
—Mire, don Juan Pablo —comenzó Míster Pro Tercero una confusa explicación ignorando todas las maravillas que entraban desde la Rua Mirasol —, el show business es un sistema diseñado para hacer del entretenimiento un negocio rentable…
—De nada sirve una canción si no es escuchada por millones de personas —completó Míster Ex Doble, dejando clara su afición por interrumpir las frases de los demás—. El show business logra que el talento se transforme en éxito, y el éxito, como usted bien lo sabe, querido amigo, es dinero.
Juan Pablo no estaba poniendo ni la menor atención a las palabras de aquellos dos hombres porque de pronto había recordado uno de los versos del fado que había creado en sueños.
—Somos representantes de Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc., y según nuestros cálculos usted ganaría cuatrocientos cincuenta y siete euros por minuto si firmara un contrato con nosotros…
—A veces la memoria es un espejo… —balbuceó el fadista, que, completamente ajeno a sus visitantes, trataba de atrapar el escurridizo verso.
—Veo que le interesan los espejos… Déjeme ver… —dijo Míster Pro Tercero sacando de entre sus ropas una calculadora y lanzando al aire varias cifras extrañas que no parecían tener conexión con nada—. Vamos a ver, amigo… Usted podría comprarse dos mil setecientos cuarenta y dos espejos cada hora…
—Y en el vapor luciérnagas se empañan…
—¿Prefiere luciérnagas? Ahora mismo le damos el dato —ofreció con falsa cortesía Míster Ex Doble.
Entonces el productor profesional y provechoso comenzó a realizar una nueva operación en la calculadora. Tardó un poco en encontrar la cifra que buscaba, pero al cabo de un rato pudo anunciarla lleno de orgullo.
—Luciérnagas más, luciérnagas menos, usted podría recibir unas treinta mil luciérnagas en caso de que decidiera ceder sus derechos a nuestra disquera.
—¿Treinta mil luciérnagas? ¿De qué me están hablando? —preguntó sorprendido Juan Pablo. Lo absurdo de la propuesta le hizo perder definitivamente el rastro del resbaladizo fado que no se dejaba atrapar, y lo regresó de golpe a la realidad.
—Mire, don Juan Pablo, no le demos más vueltas al asunto: estamos aquí para que firme un contrato de exclusividad con Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc. —propuso el de la doble X.
—Gracias, pero ya tengo quien publique mis discos.
—En el paquete incluiríamos la grabación de una canción con los Smileys —el ejecutivo empezaba a enumerar una serie de supuestos estímulos.
—No me gustan los Smileys.
—Usted sería nuestro lanzamiento estrella el próximo verano. Sus canciones se escucharían en todas las discotecas del planeta.
—No creo que mis fados gusten en las discotecas. Son más bien melancólicos.
—Por eso no se preocupe —entró en la discusión Míster Pro Tercero, el experto en cuestiones musicales—. Para llegar al gusto del público, a sus canciones les añadiríamos algún arreglo rítmico y pegajoso. Recuerde que lo importante en este negocio es lograr una buena campaña publicitaria.
—¿Y la música? —preguntó sorprendido Juan Pablo.
—Ni la música ni las letras importan. Con una buena imagen se logran maravillas… Para empezar tendríamos que cortarle el cabello… —anunció Míster Ex Doble iniciando una larga lista de arreglos que, según ellos, necesitaría el fadista para alcanzar el éxito.
—…y teñírselo de verde…
—…y conseguirle unos lentes de contacto…
—…con pupila azul de preferencia…
—…y renovar su guardarropa…
—…y desaparecer esa horrible cazadora…
Y en la mente de aquellos hombres Juan Pablo dejó de parecer una bota de basquetbolista zurdo que pisa chueco para convertirse en una fría marioneta de plástico.
—Perdón, señores, pero no estoy dispuesto a firmar para su compañía —anunció el fadista cuando los ejecutivos terminaron de dar a conocer los cambios que pretendían realizar en su persona—. Les agradezco mucho, pero prefiero seguir dando a conocer mi trabajo como hasta ahora.
—Me parece que no ha entendido bien, amigo… —continuaron aquellos hombres con su desagradable ping-pong de frases absurdas.
—Somos dueños del mercado…
—…si quiere seguir cantando y componiendo será con nosotros…
—…con Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc.
—…de otra forma lo haremos trizas…
—…y después de trizas lo haremos migajas…
En este momento Míster Ex Doble hizo una pausa reflexiva. Parecía que la última frase de su amigo no lo había convencido del todo. Después de unos momentos y en un tono muy respetuoso se dirigió a su compañero de trabajo.
—Querido Pro, creo que estás en un error: me parece que las migajas son más grandes que las trizas. Convertir en migajas a don Juan Pablo una vez que estuviera hecho trizas sería dar un paso hacia atrás.
—¿Te parece?
—Creo que sí.
—¿Usted qué cree que sea más grande: una triza o una migaja? —preguntó Míster Pro Tercero al fadista.
—Me parece que tiene razón Míster Ex Doble: la triza es más pequeña que la migaja —respondió Juan Pablo.
—¡Entonces lo haremos trizas y después trizas de trizas! —estalló el productor completamente fuera de sí.
—Pero si esto no es una guerra —contestó el fadista queriendo calmar los ánimos.
—¡Claro que es la guerra! Y además ha quedado demostrado que usted es nuestro enemigo —declaró Doble Ex—. Quisimos hacer las cosas por las buenas pero al parecer a usted le gusta la mala vida. Ahora tendrá que atenerse a las consecuencias: debo advertirle que alrededor de las dos de la tarde recibirá la visita de Míster Ru Infinito, nuestro experto en rudezas.
—¿Y para qué va a venir?
—Para secuestrarlo, ¿para qué más?
—Smileys & Inc. & Inc. & Inc. & Inc. es una empresa que se preocupa por todos los detalles. Puede que esta información le sea de mucha ayuda —dijo Míster Pro Tercero mientras le entregaba a Juan Pablo una hoja de papel en la que venía una pequeña lista de objetos: cepillo de dientes, toalla, dos libros y una manita de plástico para rascarse la espalda.
—¿Qué es esto?
—Son los artículos que puede llevar a su cautiverio.
—¡¿Nada más?!
—Aparte de dos mudas de ropa y, en su caso, una guitarra.
—¿Cómo podré reconocer a Míster Ru?
—Le diremos que se coloque una flor amarilla en el ojal.
Y entonces el par de ejecutivos grises aunque coloridos (y viceversa) abandonó el pequeño departamento de la Rua de Mirasol. Juan Pablo pensó en regresar a la cama, a fin de cuentas aún era muy temprano. Sin embargo, decidió aprovechar la mañana porque al mediodía vendrían a secuestrarlo y había que dejar algunas cosas listas antes de partir.
Nunca se sabe cuánto puede durar un cautiverio.