Lugares surgidos de la imaginación. Lugares que nadie ha pisado, pero que poseen tanta entidad física como cualquier punto en un mapamundi. Lugares que solo podemos imaginar, pero que no se quedan exclusivamente entre los márgenes de la ficción, pues sus tentáculos contaminan la realidad hasta el punto de que sus creyentes se relacionan con ella del mismo modo que un niño con Papá Noel o el ratoncito Pérez.
Van más allá de los lugares como El País de Nunca Jamás. Lugares que dejarían de existir si la gente dejara de soñar con ellos. Lugares que se pueden visitar solo con los ojos entreabiertos (o entrecerrados), como oasis en mitad del desierto. Las Utopías de Tomás Moro que, gracias a la creencia de muchos, casi trasponen el umbral que conduce al mundo real. Lugares cuyos nombres parecen de mentira.
En definitiva, lugares de ficción que van un poco más allá de los lugares de ficción que aparecen en las obras de ficción.
Tal como muestra una serie documental de la BBC titulada Places that don’t exist, hay países que no existen o que se encuentran en un limbo legal sobre su reconocimiento oficial, a pesar de que cuentan con su propia bandera, pasaporte o moneda. Como Tom Hanks atrapado en La terminal.
En Somalia, por ejemplo, existe un territorio bajo una autoridad organizada que se llama Somalilandia, pero aún no tiene ningún Gobierno internacionalmente reconocido.
En el interior de Azerbaiyán existe una república independiente poblada por armenios llamada Nagorno-Karabaj, cuya independencia aún no ha sido reconocida oficialmente. Algo similar a lo que ocurre con otras dos repúblicas independientes en territorio georgiano: Abjasia y Osetia del Sur.
Kosovo continúa sin ser reconocida como nación independiente.
Otro país «inventado» es Transnistria, cuya capital es Tiraspol. Su territorio se extiende principalmente entre el río Dniéster y la frontera oriental de la República de Moldavia con Ucrania. El salario medio de sus habitantes es algo menos de 100 dólares al mes, desbancando así a Moldavia como el país más pobre de Europa. La moneda oficial es el el rublo de Transnistria, pero si hacéis cambio de divisas recordad que, fuera de las fronteras del país, este rublo tiene tanto valor como los billetes del Monopoly. La mayor parte de la economía de Transnistria está estimulada por la venta ilegal de armas, la trata de blancas y el blanqueo de dinero. Así que tened en cuenta que, como sucede con otros estados no reconocidos oficialmente, una vez cruzada la frontera de este país, los viajeros extranjeros pierden cualquier protección diplomática.
Otra nación que solo está reconocida por Turquía es la República Turca del Norte de Chipre, que se creó en 1974 con la invasión turca de Chipre.
Chechenia consiguió ser independiente durante algo más de 10 años, hasta que fue dominada militarmente por los rusos.
Y Bosnia está dividida en dos estados autónomos: la República Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina, que hasta hace poco disponían de sus propios ejércitos y hasta controles fronterizos.
También hay países que no existen a pesar de recibir todo el reconocimiento oficial. Es el caso de la República Árabe Saharaui Democrática, que, a pesar de ser reconocida por muchos países, no pertenece a la comunidad saharaui, sino a Marruecos. Una situación parecida a la de Palestina.
Irónicamente, también hay dos sitios en el mundo que no forman parte de ningún país. Legalmente son terra nullius, es decir, «tierra de nadie». Uno es la Tierra de Marie Byrd, en el oeste de la Antártida. El punto es tan remoto que no atrae las ansias de soberanía de ningún Gobierno, a pesar de que cubre aproximadamente 1.610.000 kilómetros cuadrados, es decir, un tamaño mayor que Irán o Mongolia. El lugar está totalmente deshabitado, excepto por una base permanente que pertenece a Estados Unidos que inspiró la base de investigación de la película de terror La cosa, de John Carpenter.
La otra terra nullius está en África. Es el llamado triángulo de Bir Tawil («pozo de agua», en árabe), que está entre Egipto y Sudán. Posee 2000 kilómetros cuadrados de extensión, pero en ella solo hay arena y rocas.
Pero los lugares de mentira también pueden generarse por cierto afán artístico. En plena calle, bajo dictados similares a los que rigen los grafitis, cada vez proliferan más las pinturas urbanas en tres dimensiones que confunden al ojo y nos hacen creer que lo representado realmente está allí. Con este nuevo tipo de arte, tan usado antes en arquitectura para decorar los interiores de determinados edificios como las falsas perspectivas que se emplearon en la antigua Pompeya, ahora es posible falsear la realidad para hacerla más interesante, más fantástica, más de mentira, como el decorado lleno de trampantojos de una obra teatral.
El ejemplo más conocido de este movimiento renacentista se puede contemplar en una remota ciudad de Canadá, Moose Jaw. Por ella cruza un río que en realidad es una calle. O una calle que en realidad es un río. Es la River Street. Hace honor a su nombre con uno de estos murales en 3D pintado a lo largo de la calle que representa un río que finalmente se precipita en una turbulenta cascada. La pintura ocupa 280 metros cuadrados, convirtiéndose así en una de las mayores superficies del mundo cubierta por una obra de este estilo.
Al pasear por River Street no podremos evitar sentir que estamos cruzando un río, y si no nos lo acabamos de creer es porque esas pinturas en 3D aún no han conseguido que nos mojemos los pies. Además, el río está repleto de pequeños detalles que le otorgan más verosimilitud: aparte de la espuma blanca o las zonas más o menos azules del agua, atisbaremos rocas que asoman por la superficie o restos de madera que flotan arrastrados por la caudalosa corriente. Uno incluso espera oír en cualquier momento el borbolleo del agua o el rugir de la cascada. Una calle, sin duda, no apta para los que sufran vértigo. Un río de mentira en mitad de una ciudad.
Varias calles del Reino Unido también han sido modificadas por estos dibujos que engañan al ojo, sobre todo por obra de dos prolíficos artistas: Joe Hill y Max Lowry. Ambos obtuvieron el récord Guinness por una pintura en 3D, concretamente el 17 de noviembre de 2011, con el llamado Reebok CrossFit, el grafiti callejero más largo del mundo. Está pintado también en el pavimento de la calle y representa un profundo precipicio por el que puedes asomarte situándote en el borde ficticio. En realidad también se puede andar por encima del precipicio, pero antes se necesita reunir un poco de fe. La vertiginosa pintura mide 1160,40 metros cuadrados y se ha plasmado en la zona de Canary Wharf de Londres.
Pero estos engaños para la mente también pueden encontrarse sobre otras superficies, como el ladrillo de las casas o el hormigón de una pared. Bastan unas cuantas tizas de colores, y que el artista domine las técnicas anamórficas del siglo XVI, para cambiar la realidad y concebir lugares de mentira en cualquier rincón urbano. En Nizhni Nóvgorod, a 200 kilómetros al este de Moscú, por ejemplo, podéis encontrar paredes que parecen estar vivas. El responsable es un artista callejero llamado Nikita Nomerz, que usa sus pinceles para insuflar vida a estructuras abandonadas, humanizándolas con ojos, bocas, sonrisas y otras muecas, como un animador de Disney (aunque con un estilo un poco más tétrico). Nomerz aprovecha los desperfectos que el tiempo ha infligido a las estructuras para otorgar dimensión a sus creaciones. Por ejemplo, los ojos pueden ser unas ventanas, una sonrisa puede ser una brecha alargada en la pared y unas piedras brotando de la brecha unos dientes rotos, el desconchado de la pintura puede ser las cicatrices del rostro o de la piel; etcétera. De algún modo, ahora los paisajes más deteriorados adquieren el estatus de mundo de fantasía (o de pesadilla).
El pueblo italiano de Viganella sí que es completamente real, se puede pisar, se puede vivir en él, la gente que vive allí es de carne y hueso. Sin embargo, el sol que brilla en el cielo de Viganella es tan de mentira como el de una obra de teatro.
El problema de Viganella, situado al norte del país, es que se encuentra en el punto más bajo de un valle flanqueado de altas montañas. Con esas paredes tan altas rodeando el pueblo, durante los meses invernales no llegaba ni un rayo de sol al pueblo, que permanecía sumido en la sombra más absoluta, como si hubiese sido condenado a la oscuridad. Los lugareños no eran muy felices durante esos meses, así que un arquitecto y diseñador de relojes de sol, un tal Giacomo Bonzani, optó por fabricar su propio sol. Como concebir un generador nuclear que quemara hidrógeno en lo alto del pueblo era una idea tecnológicamente fuera del alcance del ser humano y poner una bombilla muy grande en la plaza del pueblo sería un gasto demasiado elevado, Bonzani recurrió a una solución mucho más ingeniosa y barata: un gran espejo que reflejara el sol de verdad.
El enorme reflector rectangular de acero bruñido de unos 40 metros cuadrados (ocho metros de alto por cuatro de ancho) fue instalado en una de las montañas que rodean Viganella, el monte Scagiola, a 870 metros de altura. El diseño del espejo es del ingeniero Emilio Barlocco.
Un software se encarga de girar el espejo automáticamente, siguiendo la trayectoria del sol para reflejarlo siempre hacia el pueblo. Capta y refleja el sol durante seis horas, siendo especialmente eficaz a las 11 de la mañana. Así que desde el momento de su instalación, el 17 de diciembre de 2006, en Viganella ya brilla el sol, aunque el sol sea de mentira y cueste casi 100.000 euros.
Viganella se sitúa en la región del Piamonte, en la provincia de Verbano-Cusio-Ossola, a unos 120 kilómetros al norte de Turín. Solo tiene 13 kilómetros cuadrados de superficie, así como una población de poco menos de 200 habitantes.
Si hemos de escoger un lugar donde se mezclen conceptos como «arte» y «mentira», sin duda hay que decantarse por el pueblo de Dafen, en la provincia de Shenzhen, a tan solo 30 kilómetros de Hong Kong, en China. Algo así como el estudio de un falsificador de arte en forma de ciudad. No en vano, en Dafen se elaboran el 70 por ciento de las todas las copias que se producen en el mundo de las obras de la pintura universal.
Es pequeña: apenas cuatro kilómetros cuadrados de extensión. Sin embargo, no os imaginéis Dafen como una población tradicional, pues entre su oferta de restaurantes hay algún que otro fast food, como un Kentucky Fried Chicken.
A pesar de su tamaño, Dafen cuenta con 10.000 pintores y 800 galerías de arte, donde se exhiben todos los estilos pictóricos concebibles. No en vano, el negocio en torno al arte de Dafen genera anualmente 40 millones de euros. Aquí los artistas crean en serie o por encargo, como esos dibujantes callejeros que trazan un retrato o una caricatura en pocos minutos a cambio de unas monedas.
Como Huang Jiang, uno de los fundadores de esta ciudad artística, que es capaz de pintar 12 cuadros diarios. Y a ese ritmo estuvo pintando durante 20 años, convirtiéndose probablemente en el autor más prolífico de la historia.
Dafen es como una gran cadena de montaje de obras de arte, obras que pueden resultar insustanciales para los críticos, pues se limitan a ser copias realizadas en modo zombi. Sin embargo, Jiang defiende su trabajo aduciendo que, incluso copiando, él pone su mente y su alma en el trabajo, de modo que sus pinturas también son arte. Y lo cierto es que a Dafen llegan cada año los estudiantes de pintura de las mejores universidades de la costa oriental del país. Además, esta villa enclavada en el distrito de Long Gang respira arte por los cuatro costados: por ejemplo, el colorido edificio del Colegio de la Villa, en el centro de Dafen, cuya fachada parece salida de un mundo alternativo. Por doquier, mientras recorréis calles empedradas, atisbaréis paredes llenas de pinturas, esculturas, ejercicios de caligrafía china y demás.
El paraíso para cualquier estudiante de bellas artes. El lugar ideal para elucubrar sobre el arte. Por mi parte, debo advertir de que a mí no me importaría adquirir una falsificación cualquiera en Dafen. Poseer un original es, a mi juicio, un simple fetichismo. Disfrutar de la pintura, sin más, es lo único importante. En cualquier caso, pasear por las calles de Dafen probablemente os inspirará toda clase de preguntas filosóficas a propósito de la naturaleza del arte. ¿Por qué aquellas obras no se colgaban en los mejores museos del mundo? ¿Por qué no suscitaban el mismo entusiasmo que las consagradas entre los coleccionistas? ¿Por qué no se subastaban entre los lotes de pintores de reconocido prestigio? Si no hay diferencia entre copia y original, ¿qué importa cuál sea cual?
En Dafen es conocida la hazaña del primer alumno de Jiang, Wu Ruiqiu, propietario de Shenzhen Artlover, que en 1997 contrató a 200 pintores para realizar un gran pedido de la cadena de supermercados Walmart. El maratoniano trabajo consistió en terminar 100.000 paisajes en 10 días. Como cada cuadro salía ligeramente distinto, dependiendo de la pericia de los artistas contratados, Ruiqiu tuvo una idea revolucionaria: pintar los cuadros por secciones, y que cada artista se especializara en pintar una única cosa. De esta manera, al igual que se ensambla un coche en una cadena de montaje, había pintores que se dedicaban exclusivamente a los árboles, otros a las nubes, y así sucesivamente. Más que obras pictóricas, pues, estaban todos frente a los dibujos repetitivos que se realizan para las producciones de animación del cine. El resultado fue tan extraordinario que el método se extendió entre otros negocios. Picasso, Van Gogh o Renoir, ahora, solo eran imágenes de una gran película animada a 24 fotogramas por segundo.
Tal vez os parezca un método de creación artística que tiene muy poco de artístico, pero la mayoría de los pintores de la historia, al menos hasta el siglo XVIII, disponían de ayudantes que se ocupaban de completar los fondos, paisajes, cielos y demás de las obras del pintor. Por esa razón, y no otra, Rubens tiene una producción tan abundante, por ejemplo. Y dichos ayudantes también llevaban a cabo copias de los cuadros, como la de La Gioconda de Leonardo da Vinci encontrada recientemente en el Museo del Prado.
Una de las galerías más importantes de Dafen es la Sunrise, propiedad del pintor Chen Ginzhi, que cuenta con más de 150 artistas en plantilla. Otras galerías son la Junyu Image y la Shenzhen Dafen Oil Painting. Todas ellas tienen vedado el paso a las musas. Aquí lo importante es el trabajo duro, la transpiración, la réplica a velocidad de pistón y la piratería de la pintura al mismo nivel que en otras regiones de China, donde se piratean otros formatos, como discos, DVD o ropa de marca. Como impresoras humanas armadas con un pincel. Pintores-trabajadores que tienen jornadas de hasta 10 horas diarias, seis días a la semana. Esta continua vulneración de los derechos de autor ha generado tantas quejas por parte de los creadores que, recientemente, el Gobierno chino ha prohibido que se vendan copias de artistas vivos o que hayan fallecido hace menos de 70 años.
Lo más irónico de Dafen es que gran parte de los pedidos (hasta el 60 por ciento) proceden de Europa y Estados Unidos. Pedidos para restaurantes de postín, hoteles de cinco estrellas, mansiones, oficinas de multinacionales, fiestas. Por precios que oscilan entre los 10 y los 35 euros la unidad, no es extraño que muchos soliciten decenas o centenares de copias. En uno o dos meses ya estarán listos. ¿Quién quiere pagar millones de euros por Los girasoles de Van Gogh si en Dafen puede adquirir el mismo cuadro por un puñado de euros? Si por el contrario simplemente estáis paseando por Dafen, disfrutando de sus coloridas calles que transpiran arte y engaño, entonces dejad la foto que queréis que se convierta en un óleo, iros a comer y a la vuelta ya lo tendréis listo. Por 300 yuanes (30 euros), incluso podréis haceros con un típico paisaje chino de 66 x 154 centímetros. El catálogo, como imaginaréis, es inabarcable, así en la página web oficial de una empresa de la zona (www.oilpainting-dafen.com) os invitan a contactar con ellos para solicitar el cuadro que os apetezca. Todos de mentira, naturalmente.
Hay otros lugares que aspiran a confundir al observador. Pretenden hacerse pasar por verdaderos cuando en realidad son de mentira.
Existen ciudades que en realidad solo son ciudades propagandísticas, escenografías urbanas como las que se llevan a cabo en el teatro o en las películas, salvo que aquí nadie es consciente de que ha pasado por la taquilla para comprar una entrada. Son parques temáticos gratuitos que no quieren parecer parques temáticos.
Por ejemplo, la ciudad propagandística de Kijong-dong (o Pueblo de la Paz), situada en la zona desmilitarizada de Panmunjom, uno de los puestos fronterizos que separan las dos Coreas. La zona desmilitarizada se extiende unos 248 kilómetros a lo largo de la península coreana, desde la desembocadura del río Imjin, en el oeste, hasta la ciudad de Goseong, en el este.
Desde lejos, atisbaréis que en Kijong-dong hay un hospital, una escuela primaria, un jardín de infancia, una gigantesca torre en la que ondea la bandera de la República Democrática Popular de Corea (está registrado como el mástil de bandera más alto del mundo, con 160 metros, y también es la bandera más grande del mundo) y una enorme estatua (en esta ocasión no más grande del mundo) del padre de la patria, Kim Il Sung. Es decir, que desde lejos os puede parecer una ciudad norcoreana moderna y próspera. Pero todo cambia si os acercáis un poco a ella.
Quienes han podido examinarla mediante prismáticos o telescopios desde el observatorio del monte Dora, han referido que Kijong-dong, en realidad, es una pantomima, un lugar donde en verdad no vive nadie, donde las únicas personas que se pueden avirozar son soldados o los ocasionales trabajadores del campo y de la construcción. Los edificios son en realidad estructuras vacías. Las luces de las casas se encienden y apagan a determinadas horas mediante temporizadores. Hasta 2004, Kijong-dong transmitía anuncios del Gobierno del norte a los lugareños del lado sur mediante un sistema de altavoces, como cantos de sirena, lanzando proclamas contra el imperialismo estadounidense y alabando las bondades del paraíso social de los trabajadores.
Si queréis verlo con vuestros propios ojos, os tocará visitar esta frontera, uno de los lugares probablemente más peligrosos del planeta (en los cuatro kilómetros de frontera hay tropas, puestos de guardia, tanques, búnkeres y minas terrestres, entre otras cosas muy poco agradables). La tensión es tan fuerte que, en 1976, un comando estadounidense intentó talar un árbol que obstaculizaba la visión de un puesto de vigilancia. El árbol había sido plantado por Kim Il Sung, de modo que los guardias norcoreanos no dudaron en abrir fuego. Dos norteamericanos murieron y Estados Unidos, a modo de represalia, envió un portaaviones al mar del Japón y sus bombarderos sobrevolaron la región. Un comando de marines trató de talar el árbol de nuevo, soportando el envite de soldados norcoreanos y luchadores de taekwondo que enarbolaban garrotes. La masacre se evitó cuando el líder comunista pidió disculpas y acordó podar el árbol. Si un simple árbol fue capaz de provocar este conflicto, imaginad lo que hubiese generado un altercado más grave.
Sin embargo, la parte positiva de este punto caliente es que los circuitos turísticos por la zona son muy económicos. Por mi parte, inspirado por un arrebato de audacia, podría confesaros que me encantaría visitar la frontera más militarizada del mundo, pero entonces mi nariz crecería medio metro de golpe. Con todo, estoy convencido de que, entre los que me leéis ahora, habrá más de uno que estaría dispuesto a visitar la última frontera de la Guerra Fría. A estos valientes, al menos les garantizo que, desde el Puesto de Control 3 del Área Común de Seguridad de Panmunjom, se puede contemplar un exuberante paisaje de verdes laderas y marismas intactas, sin duda una de las reservas naturales más grandes de Asia. A los todavía indecisos, les recomiendo antes el visionado de un interesante documental sobre el estado kafkiano en el que vive Corea del Norte: Amarás a tu líder por encima de todas las cosas, realizado por Jon Sistiaga.
Con una nota más funesta, esta clase de ciudades de mentira, las «aldeas Potemkin», también tuvieron cabida durante la Segunda Guerra Mundial. Theresienstadt está situado a 60 kilómetros de Praga, en la República Checa, y, en su entrada, leemos el consabido Arbeit macht frei («El trabajo libera»), el lema que también podemos contemplar en la entrada a Auschwitz y otros campos de concentración alemanes. Y es que Theresienstadt es en realidad un campo de concentración que trató en su día de engañar a los observadores internacionales haciéndose pasar por una colonia próspera y lujosa. Hoy día podéis visitarlo como campo de concentración, pues ha sido reconvertido en museo en memoria de las víctimas.
Para ocultar el holocausto judío y la tragedia de que una cuarta parte de los 144.000 judíos encerrados en aquel campo murieran a causa del hambre y las enfermedades, el régimen nazi trató de mostrar que aquel campo era en realidad una colonia judía estupenda, con toda clase de lujos. Para afianzar esta creencia, incluso se rodó un documental propagandístico sobre la ciudad titulado El Führer regala una ciudad a los judíos, en la que se mostraban cafeterías, conciertos, espectáculos de cabaré, conferencias culturales y demás servicios.
Incluso se dio una situación ciertamente extravagante cuando los nazis permitieron en junio de 1944 que una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja visitara el lugar. Antes de que llegara el comité, se le lavó la cara al campo de concentración, transportando por ejemplo algunos de los prisioneros al campo de Auschwitz-Birkenau a fin de que no se notara la superpoblación de este idílico gueto. Los prisioneros que quedaron, a su vez, debían pasearse por el campo con actitud distendida, incluso acompañados de mujeres y niños que fingían ser su familia; y si alguien les preguntaba, ellos respondían frases aprendidas de memoria que solo eran elogios para sus captores. Parece ser que, a pesar de lo ingenuo del intento, consiguieron demostrar al comité que a los judíos les iba muy bien bajo la tutela del Tercer Reich.
¿No os recuerda todo esto a los intentos de Roberto Benigni en La vida es bella por fingir frente a su hijo que no estaban encerrados en un campo de concentración? Un gran teatro, una película en la que todos eran actores sonrientes, como la película propagandística que Kurt Gerron también rodó con algunos prisioneros de Theresienstadt: Theresienstadt, Ein Dokumentarfilm aus dem jüdischen Siedlungsgebiet. Al terminar el rodaje, la mayoría de los actores y hasta el propio director fueron deportados a Auschwitz.
Tal vez, frente a tanta pamema y engaño, para capturar por la vía artística lo que realmente ocurrió en este campo de concentración que se hacía pasar por una aldea feliz, se deba recurrir al disco Terezin/Theresienstadt, editado en 2007 por iniciativa de la mezzosoprano Anne Sofie von Otter, que contiene obras surgidas de compositores judíos mientras estaban viviendo en Theresienstadt (todos ellos murieron más tarde en Auschwitz), como Ilse Weber, Karen Svenik, Adolf Strauss o Carlo Sigmund Taube.
A todos os suenan los pueblos fantasmas. La imagen arquetípica de un pueblo fantasma es la de una pedanía en mitad de la nada con algunas casas medio derruidas, o la de esos pueblos del oeste americano en los que por sus calles solo avanza alguna bola de heno empujada por el viento. Pero hay ciudades de mentira que parecen abandonadas, llenas de fantasmas, que sin embargo permanecen más nuevas y limpias que cualquier ciudad normal del mundo, incluidas las nórdicas. Es el caso de Baladia, cuyo nombre oficial es National Urban Training Center.
Es una ciudad extrañamente nueva y regular, aunque de pega. Hay cierta suciedad, sí, pero como si fuera intencionada, y no se distinguen los desperfectos que acompañan al paso del tiempo. Como si fuera una ciudad sin desprecintar. Pero no es ni una maqueta ni un escenario arrasado por una bomba de neutrones o algún virus mortal que haya dejado las infraestructuras intactas. Es un campo de entrenamiento militar situado en el desierto del Néguev perteneciente al Ejército israelí.
Llama la atención que en mitad de uno de los desiertos más yermos y abrasadores del mundo se levante una ciudad tan perfecta. Aquí, las tropas israelíes e incluso muchos marines norteamericanos se preparan para combatir en Gaza, Líbano o Siria. De modo que su geografía urbana se parece bastante a la de estas ciudades, como copias intocadas de las mismas.
Baladia consta de 1100 módulos que en cierto modo son como casitas del Monopoly, que se pueden configurar y ubicar según el tipo de misión que se pretenda reproducir. Posee nada menos que 12 kilómetros cuadrados que los soldados pueden usar como si fueran ejecutivos estresados simulando una guerra con pistolas de pintura.
Israel, con menos de siete millones de habitantes, es en la actualidad el sexto importador mundial de armas y el quinto exportador, dedicando a la defensa más del 10 por ciento de su producto interior bruto. Acostumbra a vulnerar las normas que regulan la guerra, por ejemplo, empleando las brutales bombas de racimo. Sin embargo, en sus enfrentamientos con las milicias de Hamás, ha descubierto que las acciones aéreas, con los F-16 y los Apache, no son todo lo efectivas que quisieran. Así pues, si su objetivo es golpear mortalmente a Hamás, deben realizar incursiones terrestres que lleguen hasta los núcleos urbanos. Lugares que son el ejemplo perfecto de caos, descontrol y alta densidad de población. Gracias a las películas que todos vosotros habréis visto, os podéis llegar a imaginar lo laberínticos que son los centros urbanos, donde cualquiera, hasta ese niño que parece estar jugando a la pelota, puede desenfundar un arma de fuego.
Así pues, desde 2007, las fuerzas de defensa israelíes se instruyen en Baladia, la maqueta a escala real de una ciudad palestina construida con fondos estadounidenses, con sus calles intrincadas, sus mezquitas y hasta su campo de refugiados. La ciudad se levantó en la nada en apenas dos años. Y seguramente también dispone de muchos maniquíes a los que disparar, capturar e incluso, quién sabe, torturar.
Otra ciudad también fantasma, abandonada en mitad de un lugar donde resalta como una Disneylandia en mitad del Polo Norte, surgió de la megalomanía y la falta de previsión de un poderoso hombre de negocios, el equivalente de Preston Tucker pero en la marca Ford: Henry Ford.
Su ciudad, Ford Land, fue construida a principios de los años 30 a orillas del río Tapajós, afluente del Amazonas, en mitad de la selva, donde Henry Ford había establecido más de 20.000 hectáreas de cultivos de planta de caucho a fin de satisfacer la demanda de caucho de la marca Ford.
Esta pequeña ciudad corporativa «made in Ford Motor Company» constaba de modernas fábricas tales como las que existían en los suburbios norteamericanos. Imaginaos también flamantes casitas de madera alineadas como en esas urbanizaciones norteamericanas que salen en las películas, todas con su propio jardín privado, sus pinos, sus puertas mosquiteras, sus calles y sus aceras. Un pueblecito norteamericano ideal en mitad de la nada, rodeado por las salvajes fuerzas de la jungla. Con su hospital, su panadería, sus zapaterías, sus sastres, sus piscinas. Incluso tenía su propio campo de golf de nueve hoyos y un club de vals, jazz y foxtrot, el Hase.
En definitiva, el American way of life importado a una de las regiones más inhóspitas del planeta. Así de tozudo y ambicioso era Ford, y también socarrón: no hay que olvidar, para hacerse una idea más definida de su personalidad, que en 1930 el magnate recibió una carta del gánster John Dillinger en la que le felicitaba por fabricar los mejores coches para huir de la policía tras un atraco. Ford no tardó en hacer llegar este mensaje a la prensa para que lo publicaran. Ford estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, estaba encantado de conocerse y no le daba ningún pudor afirmar que Dillinger le hizo la mejor publicidad del mundo.
A pesar de todo, su gran proyecto amazónico fracasó. Dos fueron los motivos principales que hicieron abandonar Fordlandia en los años 40. El primero fue que el caucho sintético volvió obsoleto el caucho natural. El segundo, y más importante, es que no se puede luchar contra los elementos, por mucho empeño que pongas. Ford había pretendido doblegar la selva a sus exigencias, como si hubiera trasladado un fragmento de Manhattan al corazón del Amazonas o un fragmento del Amazonas al corazón de la Gran Manzana. El calor y la humedad eran insoportables para su población y la malaria se cebaba con ellos. Y los trabajadores autóctonos, los seringueiros brasileños, no tenían experiencia en cultivar correctamente el caucho, y mucho menos aceptaban de buen grado las innovaciones y el estilo de vida que Ford trataba de imponer en el asentamiento. No hay que olvidar que Henry Ford era muy rígido con las normas y trataba a los trabajadores nativos como si fueran oficinistas: les asignaba números de identidad y les imponía una jornada laboral de 9.00 a 17.00 bajo un ardiente sol tropical. ¡Les obligaba a usar zapatos y a comer hamburguesas! Incluso impuso la ley seca, el uso de baños públicos (de mal gusto en la región) y las ventanas con cristales, que dejaban pasar el calor al interior de las viviendas, pero no lo evacuaban. Y es que Ford era un hombre demasiado apegado a sus costumbres: en sus fábricas de coches sostenía que el cliente podía tener su coche del color que quisiera, siempre que el que quisiera fuera el color negro.
Tanto es así que los trabajadores nativos acabaron rebelándose frente a las normas espartanas de Ford. Y, como no se andaban por las ramas, acabaron usando sus machetes con los capataces.
La ciudad era demasiado pretenciosa y Ford finalmente acumuló pérdidas por valor de 20 millones de dólares, convirtiendo la típica gráfica que cuelga en el despacho del presidente y que muestra la salud económica de la compañía en el dibujo de una pista de esquí vista de perfil. Coincidió, por si todo esto fuera poco, que al estallar la Segunda Guerra Mundial Fordlandia se convirtió en una zona estratégica para los intereses nazis y aliados en Suramérica.
Ahora, en mitad de la jungla, ya solo quedan sus restos, que siguen en pie para dar servicios a una población ya inexistente. Como símbolo de la arrogancia industrial norteamericana. Una arrogancia que recuerda poderosamente a la película de 1982 Fitzcarraldo, de Werner Herzog. En ella se cuenta la historia de Brian Sweeney Fitzgerald, un apasionado de la ópera al que se le mete entre ceja y ceja que debe construir un teatro en mitad de la selva del Amazonas para que Caruso cante en él.
Hoy día, Fordlandia solo está frecuentada por algunos granjeros y turistas ocasionales que sienten curiosidad por esta rara avis del primer mundo, ordenado y jerárquico, tratando de sobrevivir en plena naturaleza suramericana, salvaje e indomable.
La que sí ha revivido ha sido Belterra, otro intento del tozudo Ford por domar el caucho de la región que acabó del mismo modo que Fordlandia. Belterra, desde 1995, intenta ahora sobrevivir plantando café, mandioca y arroz. Al menos, la marca Ford sirvió para que años después se filmara una de las películas más raras, divertidas y con mayor número de floridas palabrotas del cine, Ford Fairlane, el detective rockanrolero, cuyo protagonista fue reinventado en España por parte de su desopilante doblador: Pablo Carbonell. Aunque ignoro si de esto estarán al corriente los nativos del Amazonas.
Pero Fordlandia y Belterra no son las únicas ciudades de mentira levantadas en medios que no les corresponden para atender las necesidades exclusivas de sus habitantes. En la otra punta del mundo también encontramos el ejemplo de Bokor Hill Station, concretamente en la lejana Camboya.
Bokor Hill Station es hoy uno de tantos pueblos fantasma, pero en su día, en 1922, los colonos la construyeron para reproducir todo el lujo y el glamour de París. Para ello, en las afueras de la ciudad de Kampot, al sur de Camboya, en la montaña de Bokor, los colonos franceses explotaron sin remordimientos al pueblo camboyano (más de 2000 personas murieron solo durante la construcción de la carretera de acceso al lugar) a fin de edificar una pequeña ciudad parisina que incluyera palacetes, tiendas, oficina de correos, iglesia católica y hasta un hotel, el Bokor Palace, que también era un casino y un salón de baile. Solo les faltaba una reproducción de la torre Eiffel para completar el simulacro. De este modo, los colonos pretendían habitar Camboya sin tener que pisar Camboya o la humedad y el bullicio de la ciudad de Nom Pen. De esta guisa vivieron aquellos colonos, permanentemente sumidos en la mentira de estar rodeados de la «ciudad de la luz».
Así pues, después de que la época colonialista pasara a mejor vida y que Bokor Hill Station fuera tomado por el Gobierno, esta París de mentira quedó desértica. La naturaleza la ha ido devorando poco a poco, y las ruinas han adquirido unos tintes fantasmagóricos, como de templo que algún día visitará el intrépido arqueólogo Indiana Jones en busca de, no sé, la pequeña torre Eiffel perdida. Sin embargo, la mayoría de los edificios aún gozan de un buen estado de conservación: preparaos, eso sí, para contemplar paredes y suelos cubiertos de musgos y hongos de diferentes colores y un grave problema de goteras en casi todas las estancias.
No obstante, una empresa, Grupo Sokimex, ha arrendado al Gobierno la ciudad por un plazo de 99 años a fin de restaurarla, incorporándole campos de golf y áreas diversas de recreo para que la ciudad regrese a su época de esplendor. El proyecto fue anunciado el 19 de enero de 2008 y en él se estimaba que las obras, de 21 millones de dólares, durarían 30 meses. Hoy día siguen en curso y no hay fecha final anunciada. Estas obras, sobre todo, arreglarán los accesos a la ciudad y repararán algunos edificios. Pero los objetivos futuros, que se estiman en 15 años de obras y una inversión de 1000 millones de dólares, todavía son una incógnita. Lo que es seguro es que entonces Bokor Hill Station pasará de ser una ciudad de mentira, como lo era antes, a ser una ciudad de vacaciones orientada exclusivamente al turismo de mentira, el que no puede soportar llegar a un país extranjero sin desayunar un cruasán con mantequilla mientras hojea Le Figaro. Así que si queréis visitarla virgen (o al menos sin haber perdido todo su esplendor genuino), deberéis daros mucha prisa.
Sí, os advierto de que llegar hasta Bokor Hill Station no es fácil. Primero deberéis dirigiros de Nom Pen a Kampot, que está muy cerca de la costa. Por el camino, eso sí, os podéis deleitar con una muestra típica de la gastronomía local: unas gambas con pimienta fresca o un cangrejo. Un buen lugar para hacerlo es el pueblo costero de Kep, aunque desde los tiempos del régimen de Pol Pot se han ido acumulando casas abandonadas. A continuación, empieza la carretera de ascenso, que serpentea por una jungla que amenaza con tragaros en cualquier momento. Preparaos para esquivar, pues, ramas y lianas bajas, y un sinnúmero de baches. También abundan unas enredaderas provistas de afiladas espinas que no dudarán en arañaros en cuanto las rocéis: así que, aunque tengáis calor, ventanillas arriba.
Si no os atrae la idea de llevar a cabo este accidentado viaje, siempre podéis ver la ciudad a través de un par de películas de cine en las que Bokor Hill Station se usó como escenario. Una no es muy conocida, pues es una de terror de factura coreana: R-Point (2004), cuyo director, Su-chang Kong, tuvo la feliz idea de ahorrarse decorados al trasladar a todo el equipo a esta tenebrosa ciudad ya construida. La otra seguramente os sonará más, sobre todo porque está protagonizada por Matt Dillon: Ciudad de fantasmas (2002). Casi toda la película transcurre en Nom Pen, pero las escenas finales fueron rodadas en el casino y los alrededores de Bokor Hill Station.
En la línea de las ciudades levantadas por un corto espacio de tiempo, a fin de acoger a los trabajadores de alguna explotación minera próxima, no hay que olvidarse por último de la isla de Hashima, de la que ya solo queda su esqueleto ruinoso.
Desde lejos, más que una isla parece un barco acorazado, un portaaviones inmenso, de ahí su sobrenombre: Gunkanjima, que viene a significar «isla buque de guerra», sobre todo por su intensa similitud con el acorazado japonés Tosa. Esta sensación está acentuada por el gran muro de hormigón que fue construido por todo el perímetro de la isla a fin de protegerla de los tifones. Y si contemplamos la isla desde las alturas, más que una isla parece el penal de Alcatraz, hasta el punto de que podría haberse usado de escenario para el rodaje de la película La roca, de Michael Bay.
Está localizada a 19 kilómetros al suroeste de la ciudad de Nagasaki y albergó, entre los años 1887 y 1974, una mina de carbón que fue la que atrajo la civilización a ella, convirtiéndose de pronto de una ciudad en mitad de la nada. La isla fue adquirida por la compañía Mitsubishi en 1890 con la intención de extraer el carbón alojado bajo el nivel del mar, hasta que la mina dejó de ser rentable en 1974, cuando el petróleo se convirtió a gran escala en el sustituto del carbón en Japón. Hay que recordar que Mitsubishi es una de las mayores compañías de Japón, fundada en 1870 por Yataro Iwasaki, hijo de una familia samurái, y cuyo emblema muestra tres hishi o castañas de agua triangulares: de ahí procede el nombre de la marca, Mitsubishi, que significa «tres diamantes».
Todo ese tiempo de actividad de la compañía Mitsubishi fue suficiente para que no solo se construyera un complejo industrial, sino viviendas para los trabajadores, escuelas de primaria y secundaria, salas recreativas, cine, restaurantes, 25 tiendas, hospital, peluquería, templos religiosos e incluso un prostíbulo. Era algo así como un campus universitario, una miniciudad (no por limitación de infraestructura, sino por su tamaño, que superaba por poco el kilómetro cuadrado: una espacio tan limitado que incluso estaba prohibida la circulación de vehículos de motor a fin de no apiñar todavía más a la población). Su máxima densidad demográfica, y por tanto también su máximo apiñamiento, se alcanzó en 1959: llegó a tener censadas 5259 personas. Es decir, 3460 habitantes por kilómetro cuadrado. El segundo lugar con mayor densidad de población del mundo (solo superado por la ciudad amurallada de Kowloon, de la que hablaré más adelante). Una pesadilla para los que tuvieran fobia a las multitudes. Un gallinero con el aforo extralimitado. Una granja de hormigas obreras. Alcatraz en versión proletaria.
Ahora, sin embargo, aquella desorbitada densidad demográfica, que hubiera preocupado seriamente a Malthus, ha descendido hasta alcanzar los niveles de una sociedad posnuclear. Es decir: cero habitantes. Así y todo, aún siguen en pie todos los edificios, y en el interior de las viviendas todavía pueden encontrarse pistas de las gentes que allí vivieron mientras el negocio del carbón dio de sí; por ejemplo, en alguna fotografía tomada de la ciudad se atisba un televisor de los años 70 y otros objetos personales, como zapatos, botellas de champú o periódicos, gracias a que muchas fachadas se han desmoronado, dejando a la vista el interior de los edificios en una versión ruinosa de 13, rue del Percebe. Hashima es ahora una de las 505 islas que quedan deshabitadas en la prefectura naval de Nagasaki, pero probablemente en sus mejores tiempos fuera la isla más habitada de la historia.
Una de esas fotos publicitarias del antes y después de algún centro de estética sería mucho más chocante si estuvieran protagonizadas por la Hashima en su máximo esplendor y la espectral Hashima de nuestros días. Tan espectral que incluso ha sido escenario para el rodaje de películas, como Battle Royale II: Requiem (2003). También aparece en videojuegos: en la fase final de Killer7, donde se refieren a la isla por su apodo, Battleship.
Hasta hace poco, visitar la isla para comprobar su decadencia con tus propios ojos estaba prohibido a causa del peligro que entrañan unos edificios deteriorados. Si te detenían en el interior de Hashima, podían incluso condenarte a 30 días de cárcel, seguidos de una deportación inmediata. Aunque ello no fue obstáculo para que algunos turistas aventureros se colaran en Hashima para hacer muchas de las fotografías que pueden encontrarse en Internet. Ahora, desde el 22 de abril de 2008, ya no es necesario violar la ley para ver Hashima, pues una pequeña zona de la isla ha sido habilitada para el turismo por el Gobierno japonés. Un viaje de una hora desde Nagasaki que permite viajar atrás en el tiempo. Entradas a 150 yenes para los escolares de primaria y de 300 yenes para los de escuela secundaria y mayores de edad. Aunque en un futuro, habida cuenta de la escasez de terreno que posee Japón en relación con su densidad demográfica, no sería extraño que Hashima se transformara algún día en un aeropuerto o un lugar residencial lleno de esos altos y apelmazados edificios en los que las habitaciones son como claustrofóbicos nichos.
También existen lugares que son de verdad, pero que, desde la distancia, parecen de mentira. Es el caso de la Manhattan del desierto. Sí, habéis leído bien. En mitad de los áridos desiertos de Yemen, sobre el lecho del uadi Hadramaut, existe una ciudad de rascacielos llamada Shibam (la Shibam del Hadramaut, no confundir con otras Shibam de la región). Pero si estáis llegando a Shibam en coche o en avión, desde la lejanía no os parecerá una ciudad de rascacielos como las que estáis acostumbrados a contemplar. Más bien parece una maqueta de una ciudad de rascacielos. Todo se aprecia un tanto irregular y torcido, las ventanas tampoco son del todo cuadradas o rectangulares. Como si los rascacielos en verdad fuesen castillos de arena o de cartón levantados por un niño.
Este efecto óptico se debe a que Shibam no es una ciudad de acero y cristal. Los edificios de Shiban están construidos exclusivamente de adobe. El adobe es una mezcla de arcilla y arena a la que a veces se le añade paja, crin de caballo o heno seco y que se moldea en forma de ladrillo y se seca al sol. Se elabora con un 20 por ciento de arcilla y un 80 por ciento de arena y agua; el secado al sol dura un mes. Como el adobe puede deshacerse con la lluvia, precisa de un continuo mantenimiento que consiste básicamente en ir añadiéndole continuas capas de barro. El adobe es tan económico y fácil de fabricar que muchos son los que se construyen su propia casa con él. Otra propiedad interesante de las viviendas de adobe, sobre todo si vives en un desierto tan caluroso como el de Yemen, es que regula muy bien la temperatura interna de las estancias: en verano conserva el frescor, y durante el invierno da calor. Dadas estas características, aún resulta más asombroso que estos gigantes que parecen emerger de la arena hayan sido construidos con escasos recursos tecnológicos y que además hayan sobrevivido tanto tiempo en semejante estado de conservación en un lugar donde la palabra «erosión» es de uso cotidiano.
Los rascacielos de Shibam tienen entre cinco y ocho pisos (el más alto se levanta 29,15 metros sobre el suelo y 36,51 sobre el lecho del río) y albergan unos 7000 habitantes, así que no son estrictamente rascacielos: para ello es necesario que se alcancen 12 o más plantas. Algunos de estos «rascacielos» tienen más de cinco siglos de antigüedad y han sido reconstruidos sobre los cimientos originales de piedra, que pueden llegar a tener hasta mil años de antigüedad. Es decir, que esta gran urbe yemení se adelantó a la neoyorquina: sus rascacielos son los más antiguos del mundo (si exceptuamos los primitivos rascacielos que aparecieron en Tebas hacia el año 700 a. C., cuyos muros de piedra alcanzaban hasta cinco alturas).
Estos edificios se llaman torres-vivienda o bayt, hay unos 500 en pie y están muy bien conservados a pesar de que a lo largo del siglo XX la ciudad fue parcialmente arrasada por las inundaciones de 1975, 1982 y 1989. La última inundación ocurrió en 2008. Normalmente, los bayt tienen una base de paredes gruesas de hasta un metro de ancho que se angostan hasta los 30 centímetros en los pisos superiores, los cuales se van agregando unos encima de otros. La planta baja funciona como despensa de las familias que viven en el bloque. El primer piso está destinado para la cocina o para albergar un establo con unos pocos animales. El segundo y tercero, y, en algunos casos, hasta el cuarto piso, están destinados para las mujeres. Las plantas más elevadas, para los hombres, especialmente el mafraj, la estancia donde los hombres se reúnen con familiares y amigos para hablar, beber, comer o masticar qat. Si el calor aprieta, no es infrecuente que muchos decidan dormir en las terrazas. Algunos pisos están conectados por pasadizos con los edificios vecinos, de modo que se puede visitar a los amigos sin pisar la calle. Esto podría haceros pensar que si ya es difícil escabullirse de las visitas indeseadas de amigos y familiares, Shibam aún lo complica todo más. Pero no es así, pues los habitantes de Shibam se rigen por un estricto código de conducta para evitar que los vecinos se espíen unos a otros desde las terrazas y ventanas, y, claro, que aparezcan sin avisar en tu casa. La estratificación de estos edificios os puede resultar de todo punto extravagante, pero también a ellos les parecerán igualmente extravagantes los rascacielos de apartamentos para yuppies de la West End Avenue de Manhattan.
Desde lejos, Shibam parece un juguete o un castillo de arena levantado por un niño en una playa asombrosamente vacía. Alrededor solo hay tierra yerma, como si la ciudad hubiese sido teletransportada de otro lugar justo a la nada, como si fuera el espejismo de un oasis. Todos los edificios están apretujados, como si no quisieran expandirse más allá de las rígidas fronteras de la ciudad. Esta planificación urbana tan estricta y vertical se llevó a cabo para proteger a los residentes de los ataques beduinos. En el siglo XVI, la ciudad estaba rodeada por un gran muro rectangular de medio kilómetro cuadrado que le servía para contener las acometidas externas. Shibam está enclavada en el extremo más meridional de la península arábiga, cerca del mar Rojo, y durante siglos se enriqueció enormemente gracias a que por allí pasaba la ruta del incienso, uno de los presentes de los Reyes Magos.
De cerca, sin embargo, Shibam no pierde un esplendor que incluso ha sido declarado patrimonio de la humanidad en 1982. En esta Gran Manzana del desierto no encontraremos riadas de taxis o tiburones de las finanzas hablando a pleno pulmón a través de sus teléfonos móviles, sino algún esporádico ciclomotor o alguna cabra. Y sus hombres no visten con traje, sino con una túnica blanca, cinturón de cuero de camello con incrustaciones de oro y plata (de la que cuelga una daga curva, pero tranquilos, es solo decoración y la ley prohíbe desenfundarla), sandalias como las de los antiguos romanos y kefilla cubriendo su cabeza (un pañuelo a cuadros). Las mujeres, por su parte, visten elaborados trajes de terciopelo negro bordados con líneas violetas, guantes, velos que cubren el rostro y un sombrero de paja de forma cónica. Las calles son estrechas y sombrías (apenas entra el sol debido a la altura de los inmuebles) y continuamente piensas que los altos edificios que te rodean están desafiando las leyes de la gravedad de una manera muy muy atrevida. Sin embargo, si te fijas en las particularidades arquitectónicas, entonces oyes ecos de Las mil y una noches. Siendo honestos, todo está un poco sucio y huele mal y, como se os ocurra hacer una foto a alguna habitante local es posible que, debido a cuestiones supersticiosas, le dé por tiraros piedras. Pero la Unesco considera Shibam como «el ejemplo más antiguo y mejor conservado de planificación urbana basado en el principio de construcción vertical». No en vano, las fachadas de muchos edificios son auténticas obras de arte por su variedad de diseños. Raro es no ver en ellas elaboradas celosías que protegen las ventanas, incluso en los edificios dedicados únicamente a viviendas; ya no digamos la Gran Mezquita (también conocida como Sheik ar Rashid) o la Casa de Jartum, el edificio más antiguo de la ciudad. Las puertas, claro, son de madera, con sus cerraduras también de madera. Las ventanas tienen forma de arco islámico, con moldura blanca que luce diseños geométricos; no tienen vidrios y se cubren con cortinas de bambú.
Si La jungla de cristal, la película de acción protagonizada por Bruce Willis, se hubiera rodado en Shibam, y John McClane hubiese liquidado terroristas dentro de la versión de adobe del edificio Nakatomi Plaza, ya os imagináis qué otro título debería haber llevado el filme. Y El coloso en llamas se hubiera derretido. Así que os recomiendo que veáis una película que fue rodada realmente en Shibam: Las mil y una noches (1974), de Pier Paolo Pasolini. Así podréis ver esta ciudad que parece de mentira en movimiento, en el caso de que no os convenza la idea de viajar a Saná, desde la que tenéis seis horas de coche o una aventurera travesía acompañados de un guía y protector beduino por la ruta del incienso, como Reyes Magos contemporáneos. Veréis la capital del reino de Saba, Marib, de donde el Corán dice que partió Belquis camino a Jerusalén en busca de Salomón. A lo lejos no tardará en despuntar, mimetizada con el paisaje, la primera ciudad de rascacielos de la historia.
Si nos dirigimos a Italia, concretamente hasta San Gimignano, una pequeña ciudad amurallada situada en la Toscana, entonces podréis contemplar otra Manhattan, en esta ocasión medieval. No en vano, San Gimignano ha recibido el sobrenombre de la Ciudad de las Bellas Torres.
Debido a la prosperidad económica que le procuraba la Via Francigena, una ruta de comercio y peregrinaje hacia Roma y el Vaticano muy importante en la Edad Media, San Gimignano era pródiga en obras de arte, y también era frecuente entre las familias más ricas de la zona construirse altas torres para vivir que, sobre todo, funcionaban como símbolo de su prestigio y su riqueza. Al igual que los pavos reales compiten entre sí para ostentar la cola más exuberante y colorida (aunque ello menoscabe peligrosamente su movilidad y por tanto sus posibilidades de escapar de un depredador), en San Gimignano se puso de moda competir por tener la torre más alta. Una competición que se volvió tan absurdamente feroz que incluso un edicto municipal acabó prohibiendo la construcción de torres que superaran los 50 metros de altura, que era la altura de la torre della Rognosa, la torre del ayuntamiento. Sin embargo, en 1928 se infringió ese límite al construirse la torre Grossa, de 54 metros.
Esta costumbre por demostrar quién tenía más larga la torre fue común en otras ciudades toscanas, como Florencia o Bolonia, pero en todas ellas las torres desaparecieron casi por completo debido a guerras o causas naturales. San Gimignano es la única que ha conservado 15 de las 72 torres que llegaron a convertir su skyline en algo totalmente anacrónico para la época. Una búsqueda del cielo vía vivienda que no se había manifestado de forma tan generalizada desde la antigua Roma, que, en su máximo esplendor, acogía a 1,5 millones de personas. Para alojar a tal densidad de gente, la mayoría tenía que vivir en una especie de bloques de apartamentos llamados insuale. Se llegaron a construir 46.000 de estos bloques (solo los más ricos podían permitirse residir en una de las 2000 casas independientes), convirtiendo Roma en la Manhattan del mundo antiguo. Sin embargo, los edificios nunca sobrepasaban los 21 metros de altura (aproximadamente siete plantas) por decreto del emperador Augusto, salvo algunas infracciones, como la famosa Ínsula de Felicles, una suerte de Empire State Building de la época, cuya altura real nadie sabe. Sin embargo, para aquella época, podían considerarse ya como rascacielos (hay que recordar que no había ascensores y el agua no se podía canalizar hasta las plantas superiores, así que las plantas más caras eran las bajas y no las más altas, al contrario de lo que sucede actualmente).
Una batalla sobre quién la tenía más grande (y más dorada) también se disputó en Bagan, en la llanura central de Myanmar (antes Birmania), una antigua ciudad de reyes que, durante los siglos XI y XIII, compitieron entre sí hasta el punto de construir más de 13.000 templos, pagodas y estupas (edificios para contener reliquias). Dado que la dictadura birmana no hace nada por conservar este lugar y la Unesco aún no la ha catalogado como patrimonio de la humanidad, hoy día apenas se conservan medio abandonadas unas 2500 construcciones. Contemplar esta llanura polvorienta erizada de cúpulas le otorga a este lugar un halo místico que difícilmente podremos encontrar en otro lugar del mundo.
Con todo, estas edificaciones se quedan como un juego de niños tipo Exin Castillos si las comparamos con los rascacielos actuales. Bajo el influjo del desastre bíblico de la torre de Babel que describe el libro del Génesis («Vamos, edifiquemos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la Tierra»), los constructores de las ciudades de Occidente no se atrevieron a levantar estructuras más altas que las agujas de las iglesias. Fue en el centro lanero de Brujas donde se construyó por primera vez un edificio no religioso (el campanario de 108 metros en honor de la fabricación textil) que superaba a uno religioso (la cercana catedral de San Donato). Eso fue en el siglo XV, y se necesitaron cuatro siglos para que otras ciudades se atrevieran a hacer algo parecido. Hasta 1890, la aguja de 86 metros de Trinity Church, al lado de la bolsa de Wall Street, fue el edificio más alto de Nueva York: fue en ese año cuando se construyó un rascacielos que alojaría al New York World de Joseph Pulitzer. Simultáneamente, en París se erigía la torre Eiffel, que superaba los 300 metros de altura, dejando muy pequeñita la catedral de Notre Dame.
El primer rascacielos que superó los 300 metros fue el edificio Chrysler, terminado en 1930, que medía 310 metros de altura y que fue superado casi enseguida por el Empire State Building, con 381 metros. El Empire State fue el edificio más alto del mundo entre 1931 y 1971, pero luego vinieron las torres gemelas del World Trade Center (417 metros) o la torre Sears (442 metros). Pero, sin duda, el gran crecimiento en rascacielos fue el experimentado en Dubái.
El llamado Burj Khalifa, construido en 2009, tiene nada menos que 828 metros de altura, más de 160 plantas, superando en algo más del doble al Empire State Building. También es cinco veces y medio más alto que la gran pirámide de Giza, en Egipto, que fue el edificio más alto del mundo durante 4000 años. Para construir este monstruo arquitectónico se necesitaron seis años de trabajo, 39.000 toneladas de acero de refuerzo, 300.000 metros cúbicos de hormigón y 22 millones de horas de trabajo. Los pilares reforzados de los cimientos contienen más de 110.000 toneladas de hormigón enterradas a 50 metros de profundidad.
Con todo, uno de los rascacielos más originales del mundo está en Suecia. Es un rascacielos que se retuerce sobre sí mismo, como si unas manos invisibles intentaran exprimirlo al igual que lo harían con un trapo: el edificio gira sobre sí mismo 90 grados desde la base hasta la planta más alta, la 54, a 190 metros de altura. Se llama Turning Torso y está en primera línea del mar Báltico, en el puerto oeste de la ciudad Malmoe, cerca del centro urbano y de la playa Ribersborg. El edificio fue inaugurado en 2005 tras cuatro años de construcción y pertenece al arquitecto Santiago Calatrava, que recibió el Premio MIPIM de Cannes al mejor edificio residencial del mundo.
Todos estos precoces rascacielos me recuerdan a otro rascacielo no menos irreal levantado en Rusia. Fue construido por un exmafioso (pasó cuatro años en la cárcel) y arquitecto amateur llamado Nikolái Sutvagin en la ciudad de Arcángel, una ciudad del norte de la Rusia europea, capital del óblast de Arcángel en la orilla del río Dvina Septentrional, muy cerca de su desembocadura en la bahía del Dvina, en el mar Blanco. El rascacielos ha sido bautizado por los habitantes de la zona como la «Mansión». Y es que más que un rascacielos, estructuralmente se parece a una de esas casas victorianas encantadas que ha ido creciendo sin sentido hacia arriba, como si los pisos extras hubiesen sido apilados precariamente uno encima de otro, aguardando a que cualquier soplido del lobo acabe por derribarlos. Porque otra característica de este inestable rascacielos es que está completamente construido con madera, como la segunda casita del cuento de los tres cerditos.
La construcción, que comenzó en 1992, supera ya los 45 metros y tiene 13 pisos, aunque al leer estas líneas pueden haber pasado dos cosas: a) que ya tenga algunos pisos más encima; o b) que toda la estructura haya sido derrumbada por la fuerza de la gravedad. Si no se producen ninguno de estos dos supuestos, siempre puede ocurrir un tercero: c) que se vea reducido a dos pisos debido a la presión que están ejerciendo las autoridades locales ante semejante despropósito arquitectónico. En cualquier caso, si contempláis cualquier fotografía del rascacielos será en ese mismo instante una fotografía desactualizada.
La Mansión de Nikolái Sutvagin podría perfectamente formar parte de la Tierra de las Gárgolas, descrita por L. Frank Baum en una de sus novelas sobre el mago de Oz, un país subterráneo donde todo allí es de madera: el suelo es de serrín, los guijarros son nudos de árboles, las flores están talladas en madera y las briznas de hierba son virutas de madera. Las casas, también de madera, semejan torres con formas muy diversas: cuadradas, hexagonales, octogonales, etcétera. Las gárgolas, por supuesto, también son de madera. El fuego es lo que más se teme en esta ciudad imaginaria, como os podréis figurar. Y también es el punto débil de la Mansión. Una cerilla y adiós casa.
Siguiendo la misma filosofía maderera, en Pattaya, Tailandia, también podéis encontrar el primer templo construido exclusivamente con madera. Se llama el santuario de la Verdad, y es obra del multimillonario tailandés Khun Lek, que empezó a construirlo en 1981. Todavía no está acabado del todo, y el acceso para las visitas abre y cierra dependiendo del estado de las obras. Espera completarse en el año 2025.
Las tallas están meticulosamente realizadas y muchas de ellas narran los conflictos entre Dios y el diablo, y su arquitectura es mayoritariamente thai. De lejos, de hecho, parece que el templo es de piedra, pero no lo es. En las agujas se representan los elementos que dirigen el mundo según la filosofía oriental: una flor de loto, que simboliza la religión; un niño y una persona, que representan la alegoría de la vida; un libro, que representa la filosofía; y una paloma, que representa la verdad. En el templo también están representados los siete creadores: el Cielo, la Tierra, la Madre, el Padre, la Luna, el Sol y las Estrellas.
También es el fuego el principal punto débil de este lugar, si exceptuamos a la industria maderera. Porque si la incluimos, entonces el lugar se convierte en una recreación, en una mentira, en un museo que aspira a confundirse con la realidad y también a disimular la realidad. Cathedral Grove se transformó en un lugar teatral por cuestiones de marketing y de imagen de empresa, y sus visitantes parece que han pasado por el aro, aunque exista un pequeño porcentaje de turistas que, después de contemplar este desolado panorama, han abrazado las ideas ecologistas más radicales.
Situado en la isla de Vancouver, Canadá, en la boca del estrecho de Clayoquot, existe un bosque que ya ha perdido la categoría de tal a causa de los intereses de la compañía maderera MacMillan Bloedel, responsable de la deforestación de la isla de Vancouver. Y de esta deforestación no es responsable un grupo de rudos leñadores barbudos de pantalones vaqueros y camisas de cuadros, tal como señala Annie Leonard en su libro La historia de las cosas, sino por titánicas máquinas humeantes. Además, los trabajadores que operan con esta tecnología están sometidos a numerosos riesgos, desde la caída de árboles hasta las condiciones meteorológicas adversas, lo que ha convertido la tala de árboles en una de las tres ocupaciones más peligrosas en la mayoría de los países, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
En principio, cuando lleguéis a Cathedral Grove, os sentiréis maravillados por un exuberante paisaje de montañas cubiertas de cedros, sobre los que planean águilas que se reflejan en la superficie de los cristalinos lagos. También contemplaréis fabulosos ejemplares de abetos de Douglas, que pueden alcanzar los 75 metros de altura y los nueve de diámetro. Tal como indica su nombre, el bosque, en vez de un bosque, parece una catedral gótica construida por la naturaleza, usando como material un conjunto enorme de árboles de más de 800 años y un puñado de verde muy bien distribuido. Hasta los rayos de luz que atraviesan las hojas y se desparraman como monedas de luz por el suelo parecen proceder de complejas vidrieras. También es un lugar idóneo para observar pájaros carpinteros.
No obstante, si proseguís el viaje, basta con superar la primera colina para descubrir que más allá ya no hay nada más, excepto un paisaje pelado y muerto que podría usarse como plató para rodar un alunizaje. Y es que la vegetación que todavía sobrevive en esta zona está siendo explotada turísticamente por la misma empresa, MacMillan Bloedel, que incluso ha tenido el gesto de rodear alguno de los cedros más antiguos con una cuerda y una placa montada sobre una vara, como las que se encuentran en cualquier museo. Porque eso es Cathedral Grove, una recreación de la naturaleza, un museo levantado cínicamente por los responsables de que ahora, para contemplar belleza natural canadiense en la isla de Vancouver, debáis conformaros con esta demarcación que aspira a ser auténtica aunque sea rematadamente falsa.
Crucemos los dedos para que esta catedral gótica de la naturaleza sobreviva, como ya lo hizo a un devastador incendio desatado hace 350 años y a la invasión de los europeos que colonizaron la región en 1849.
No debemos olvidarnos de las montañas que funcionan al revés o de caminos que parece que trazan una pendiente ascendente que en realidad es descendente. Son lugares de mentira, porque engañan a nuestro sentido de la visión: basta con tirar una pelota para comprobarlo.
La calle más empinada del mundo es Baldwin Street, en la ciudad de Dunedin, en Nueva Zelanda. La calle tiene una longitud de 350 metros y cuenta con una inclinación máxima de 19 grados. Esto significa que su desnivel es del 35 por ciento y, en consecuencia, por cada 2,86 metros que se caminan se asciende un metro. La calle es tan inclinada que, si te descuidas, puedes perder el centro de gravedad de tu cuerpo. Por ello, el suelo de la calle no es de asfalto común, sino de hormigón, a fin de incrementar la adherencia. Cada año se organiza una carrera consistente en subir y bajar la calle, la llamada Baldwin Street Gutbuster.
En esta calle no habría ninguna duda: si dejamos caer una pelota o un chorro de agua, enseguida sabremos hacia dónde se inclina la bajada de la calle. Pero hay otros lugares en los que el descenso se convierte en ascenso. Al fenómeno se le conoce con nombres diversos: colinas antigravitatorias, colinas misteriosas, montañas magnéticas o colinas de ingravidez. Pero en realidad estos lugares no violan las leyes de la gravedad ni están sometidos a algún campo de energía telúrico, sino que violan nuestros sentidos. El principal factor de los lugares que parece que suben cuando en realidad bajan es la ausencia de referencias de horizonte que impiden al observador la correcta definición de las pendientes de la colina.
Así pues, la lista de colinas donde «rodar cuesta arriba» es extensa, de modo que vamos mencionar solo las más relevantes y a dividirla por países, por si os apetece visitarlas y desafiarlas.
Alemania
Australia
Brasil
Canadá
China
Estados Unidos
Francia
Irlanda
Italia
México
Reino Unido
Finalmente, hay lugares que existen de verdad cuyos habitantes parecen no hacerlo. Sus habitantes pudieran haber salido de alguna película o libro, tal como sucede en Corazón de tinta, de Cornelia Funke, novela en la que Mo y su hija Meggie, ambos aficionados a la lectura, tienen el extraño poder de que los personajes de los libros que leen en voz alta cobren vida (aunque por cada personaje revivido un humano desaparece entre las páginas). Es lo que sucede con Chone (también conocida como Cantón Chone, Villa Rica de San Cayetano de Chone, Chone de Indias, Pueblo Viejo de Chone y Señorío Indohispano de Pechance), una pequeña ciudad ecuatoriana ubicada en la provincia de Manabí, a siete horas de carreteras serpenteantes desde la capital, Quito.
En apariencia, los 20.000 habitantes de Chone podrían pasar por seres humanos normales. Sin embargo, basta con echar un vistazo a su DNI para advertir que la mayoría de ellos parece ser oriunda del mundo de la fantasía. No hay que fijarse en sus fotografías, ni en el lugar de nacimiento, ni tampoco en su fecha de nacimiento, sino en sus nombres. Son nombres directamente inspirados en la ficción, abducidos por las películas, las novelas, las canciones y hasta los anuncios de la televisión. Una mezcla de imaginación, mal gusto, obsesión mediática y cachondeo por parte de los padres que bautizan a sus hijos que ha convertido el remoto Chone en el lugar con los nombres más extravagantes del planeta.
Burger King Herrera, Vick Vaporub Gíler, Alí Babá Cárdenas, Alka Seltzer (dicen que le bautizaron así porque solo estas pastillas aliviaban los dolores de su madre en el parto), Lincoln Stalin, Adolfo Hitler Flores de Valgas Álava (un juez nacido el 12 de julio de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, para más inri), el patriótico Querido Ecuador, Guasington (en lugar de Washington), Pericles, Homero, Platón, Empédocles, Temístocles, Eurípides, Oferta Bienleída, Sostenas Semiencanto, Perfecta Heroína, Cicerón Robles (exministro de Estado, gobernador, legislador y presidente de la Casa de Cultura manabita), Simón Bolívar, Napoleón, Cristóbal Colón Jaramillo, Frank Sinatra, John Kennedy Suárez (dueño de una ferretería que nació el día del asesinato de J. F. K. ocurrido en Dallas), Arcángel Gabriel Salvador, Land Rover García, Venus Lollobrigida, Tranquilino Loor (dueño de una tienda de abastos, llamado Tranco por los amigos), Luz Divina, Ford Chevrolet, España Parrales (nacida el 25 de julio, día de Santiago Apóstol, patrón de España), Everguito Coito, Dumas, Sony, Obras Portuarias, Poderoso Melchor, Chaplin, Diosita Párraga, Sunami (que viene de tsunami, pues esta niña nació después del tsunami que arrasó Indonesia en diciembre de 2003), Roberto.- (el punto y la raya, cual código morse, también está incluido en el nombre), Dos a Uno Angulo (llamado así porque nació el domingo en el que el equipo de fútbol de su padre obtuvo este resultado), Darling Chunga, Franklin Roosevelt, Mary Nissan, Gary Cooper, Ben Hur…
Siempre hemos sido especialmente crueles con nuestros compañeros de clase si estos tenían nombres que eran fáciles de parodiar. Si te llamabas Luis Orejas y encima tenías las orejas de soplillo, estabas condenado. Pero en Chone esto no debe de ocurrir con demasiada frecuencia. Cuando lo estrambótico es la norma, tener un nombre demasiado corriente podría ser motivo de mofa. ¿Pepe Rodríguez? ¡Eres un anodino! ¿Juan García? ¡Soso! ¿Javier Pérez? ¡Insignificante! En Chone, los raros son más, así que los raros imponen su magisterio; al menos a nivel de nombres. Si no tienes al menos un nombre con copyright en el mundo mediático, no eres nadie.
En el registro civil y la pila bautismal de Chone están tan acostumbrados a estos nombres que ya no se oye ni una sola carcajada. Solo se observa un ligero fruncimiento de ceño si los padres no optan por un nombre original, uno de esos nombres tan enjundiosos e inverosímiles que ya no precisan de apodos, alias o sobrenombres añadidos el resto de su vida. Y al parecer todos los llevan con mucho orgullo en Chone, ciudad que se vanagloria de ser cuna de «las mujeres bonitas y los hombres responsables». Tanto es así que muchos vecinos de otras localidades deciden bautizarse en Chone porque en cualquier otro lugar les prohibirían este exceso de imaginación.
No sé vosotros, pero lo primero que haría yo al llegar a Chone sería hojear una guía telefónica. Seguro que resulta mucho más interesante que el propio Chone.
De algún modo, esta inventiva a la hora de bautizar a los habitantes de Chone me recuerda a la misma que destilan muchos científicos cuando le ponen nombres a las nuevas especies que descubren. Por esa razón existe un escarabajo, descubierto en 1983 por Quentin D. Wheeler, entomólogo del Museo de Historia Natural de Londres, que se llama Agathidium vaderi. Wheeler es fanático de la saga Star Wars y creyó que el escarabajo guardaba muchas semejanzas con el villano de la película, Darth Vader. Para poner estos nombres, siempre se usa el mismo sistema: dos términos en latín, el primero para referirse al género y el segundo para denominar la especie. Por eso Harrison Ford es también una araña: Calponia harrisonfordi, descubierta por Norman I. Platnick. Barack Obama, presidente de Estados Unidos, también ayudó a ponerle nombre a un liquen: Caloplaca obamae. Incluso hay un escarabajo de connotaciones nazis: Anophthalmus hitleri, que resultó ser tan seductor para algunos que los ejemplares conservados en la Colección Zoológica de Múnich fueron robados en 2006 y vendidos por Internet a 1000 euros cada uno. El parecido de los tentáculos de un gusano de mar con las rastas de Bob Marley llevó a la investigadora Ana Hilaria, de la Universidad de Aveiro (Portugal), a llamarlo Bobmarleya gadensis. También hay una araña llamada Orsonwelles ambersonorum. Un paleontólogo que era fan del líder de la banda de rock Dire Straits llamó a un fósil de dinosaurio hallado en Madagascar Masiakasaurus knopfleri. Sin abandonar la música, un trilobites se llama Aegrotocatellus jaggeri, en honor a Mike Jagger. Otro escarabajo que presentaba una hinchazón en sus extremidades, como si estuviera cachas, fue llamado Agra schwarzeneggeri. Las curvas de las patas de la mosca Campsicnemius charliechaplini recordaban a los andares de Chaplin. Hay un espécimen de flor bautizado como Clematis princess diana. Y una Clematis prince charles, por supuesto. Bill Gates tampoco podía faltar en esta nomenclatura: Eristalis gatesi es una mosca.
¿Os imagináis qué concentración de celebridades puede darse un día cualquiera en Chone si empezamos a nombrar a todos sus habitantes y demás criaturas que por allí pululen?
Algo parecido podría empezar a pasar en 2014 en la isla de Niue, en el Pacífico Sur, que pretende emitir monedas con las efigies de los personajes de la saga cinematográfica La guerra de las galaxias. Un conjunto de 40 monedas en las que aparecerán Yoda, Darth Vader, Luke Skywalker o Han Solo, entre otros héroes y villanos de la galaxia concebida por George Lucas, que ya ha cedido las licencias para la producción de las monedas. Las monedas tendran validez legal para el uso común en una isla con una población de solo 2000 habitantes.
Con todo, si no os atrevéis a llevar un nombre estrambótico (principalmente porque no vivís en Chone y porque no sois una especie recién descubierta por un científico), siempre os podréis mudar a lugares donde automáticamente te conviertes en una criatura exótica. Bien, eufemismos aparte, lo que ocurre es que te conviertes en tonto, al menos para determinado grupo de personas. Son lugares que se asocian a los tontos, así que vivir o nacer en ellos te hace parecer tonto para muchos de los demás. En España, el ejemplo más conocido es Lepe, que ha sido generador de toda clase de chistes. Pero como explica Oliviero Ponte di Pino en su libro El que no lea este libro es un imbécil, hay muchos más lugares en el mundo que han sido asociados con la tontería (sobre todo por sus enemigos). Para los antiguos griegos, por ejemplo, los tontos vivían en Abdera, irónicamente una ciudad donde nacieron mentes brillantes como Demócrito y Protágoras. Para los ingleses, los tontos viven en Gotham. Para los alemanes, en Schildburg. Para los daneses, en Molbo. Para los milaneses, los tontos proceden de la llanura lombarda, de un pueblo llamado Gaggiano. Para los franceses, el país con más tontos es Bélgica. Para los estadounidenses, uno de los países más tontos es Polonia.
Sin embargo, nada de todo lo señalado (ponerse nombres raros, registrar a animales con nombres raros o incluso mudarse a vivir a lugares con connotaciones raras) supera el hecho de poder bautizar a todo un país con tu propio nombre. Solo dos personas en toda la historia han conseguido tamaña gesta: Abdelaziz ibn Saud (1876- -1953), fundador de Arabia Saudí, y Cecil Rhodes, el creador de Rodesia, hoy dividida en Zambia y Zimbabue.
España también tiene su propia localidad con habitantes de nombres raros. De hecho, figura en el Libro Guinness de los récords como el lugar con los nombres de pila más extraños en español. Es Huerta de Rey, en la provincia de Burgos. Debido a que muchos habitantes compartían apellidos, incluso el mismo nombre, se empezó a recurrir a fuentes como el martirologio romano para encontrar nombres poco frecuentes. Así, en Huerta de Rey, no es extraño cruzarse con personas que se llaman Aniceto, Burgundófora, Gláfida, Filadelfio, Especioso, Filogonio, Marciana, Ubiniano o Walfrido. Un lugar donde no desentonarían Mortadelo y Filemón. En 2008, además, en Huerta de Rey se celebró un Encuentro Internacional de Nombres Raros.
Naturalmente también puede ocurrir que todos los habitantes de una región tengan nombres normales, pero que el lugar donde viven no lo tenga. El mundo está lleno de sitios con nombres insólitos, que rozan la irrealidad. Pero uno de los más populares en Europa es Fucking.
Por ello, una de las señales de tráfico más robadas es el letrero de entrada de este pueblo de Austria de poco más de 100 habitantes, próximo a la ciudad de Salzburgo. Algo similar a lo que sucede con la placa de la calle de AC/DC en Leganés, Madrid. La señal es tan codiciada que en agosto de 2005 incluso se reemplazaron por otras más resistentes, soldadas en acero y aseguradas con cemento.
Para los austriacos no tiene nada de obsceno este nombre, que procede de Focko, un personaje del siglo VI, y el sufijo germánico -ing, que significa «gente». Pero en el mundo anglófono, fucking es el gerundio de fuck («follar» o «joder», aunque en Estados Unidos ya hay un pueblo llamado Joder, en el estado de Nebraska), de modo que muchos turistas acostumbran a tirarse fotos junto a la señal de entrada al pueblo. En 2004 se celebró un referéndum en la aldea para cambiar el nombre, pero los residentes votaron en contra: quizá creen que el nombre, aunque provocativo en otros idiomas, puede ser una fuente de ingresos por el turismo. Como también ocurre con otras dos localidades cercanas a Fucking, justo al otro lado de la frontera, ya en Alemania, que se llaman Petting («Magrear») y Kissing («Besar»). En pocos kilómetros cuadrados podemos hallar, pues, localidades con nombres que designan diferentes actividades del acto sexual. Y también en Austria, una zona anatómica importante: Pölla, situada un poco más abajo. Sin embargo, si queréis sexo seguro, deberéis acudir a Condom, en Francia, que es una comuna del departamento de Gers (hay que recordar que condom no solo es «condón» en inglés, sino que también se usa en francés).
También en Alemania encontramos otros pueblos con nombres poco elegantes, al menos si somos españoles quienes los visitamos, como Kagar, a unos 100 kilómetros de Berlín. Dildo está en Canadá. Sin salir de Canadá, al sur de la provincia de Ontario, tenéis Zorra. Warra, sin embargo, está en Australia, concretamente en Queensland. Y elevando el nivel del insulto, Puta, en Azerbaiyán, en las orillas del mar Caspio.
Siguiendo esta línea escatológica, en España también contamos con un municipio mítico: Guarromán, al norte de la provincia de Jaén. Sus habitantes reciben el gentilicio de guarromanenses. La singularidad del topónimo Guarromán ha impulsado la creación de la Asociación Internacional de Pueblos con Nombres Feos, Raros y Peculiares, cuya sede se encuentra en la misma localidad.
Si queréis conocer también nombres de localidades estadounidenses que sean raras o peculiares, os recomiendo echar un vistazo al libro de Frank Gallant A Place Called Peculiar: 501 Whimsical Place Names in America. Entre otros, en Estados Unidos podríamos hacer un grupo solo para los nombres de lugares que remiten a comida, con sitios como Sandwich (Massachusetts), Cookietown (Oklahoma), Bacon (Delaware), Cheddar (Carolina del Sur), Cheesetown (Pensilvania), Two Eggs (Florida), Milk (Alabama), Milkwater (Arizona), Coca-Cola (Virginia), Tea (Dakota del Sur), Coffee City (Texas), Coffee Creek (Montana), Hot Coffee (Misisipi) o Yum Yum (Tennessee), el equivalente anglosajón a «ñam ñam».
Y si preferís nombres raros en Reino Unido, entonces visitad la página web: www.ashton-under-lyne.com/placenames.htm.
En la introducción ya os había mencionado la existencia de una estación de ferrocarril en el sur de Gales cuyo nombre es:
Llanfairpwllgwyngyllgogerych-
wyrndrobwllllantysiliogogogoch.
Y es que también pueden encontrarse lugares cuyos nombres se caracterizan por su longitud exagerada, como si al escribirlos a alguien se le hubiera caído el teclado al suelo. Son lugares que precisamente se hacen populares por esta característica (salvo si eres un hipopotomonstrosesquipedaliofóbico, es decir, alguien que siente miedo irracional a pronunciar palabras demasiado largas). Por esa razón, otra estación de ferrocarril cercana a la de Gales, para obtener más popularidad, se ha bautizado con un nombre todavía más largo (que puede traducirse como «La estación de Mawddach y sus dientes del dragón en el camino norteño de Penrhyn en la playa de oro de Cardigan Bay»): Gorsafawddacha’idraigodanheddogleddollônpenrhynareurdraethceredigion.
La isla de Redonda posee un enclave geográfico real. Si contemplamos un mapa antiguo de dicha isla podremos leer lo siguiente: The Island-Kingdom of Redonda, in the West Indies. Lat. 16º 56’ N, long. 62º 21’ W.
Es decir, que si embarcáramos en un navío, nos lanzáramos al mar Caribe, al sureste de un puñado de islas que forman las Grandes y Pequeñas Antillas, y buscáramos en una carta de navegación las coordenadas mencionadas, frente a nosotros acabaría materializándose el atolón de Redonda, una dependencia administrativa de la isla de Antigua, que es nación independiente desde 1981. Sin embargo, desde lejos, Redonda nos parecería una simple roca tapizada de verde. Y al desembarcar en ella, las sospechas se confirmarían enseguida: no encontraríamos signos de civilización en sus apenas tres kilómetros cuadrados de terreno, ni siquiera una mísera playa o una palmera. Solo lagartos, ratas y alguna cabra. Y aves marinas. Precisamente, los prosaicos excrementos de estas aves, llamados pájaros bobos, constituyeron la única fuente de riqueza del lugar.
Pájaros bobos o piqueros son los nombres que se les dan a los alcatraces, que son parientes de los pelícanos, aunque del tamaño de gallinas. Su carne no resulta demasiado apetitosa por el gusto a marisco que conserva, y poseen una voz ronca muy desagradable. Como también se les puede capturar con pasmosa facilidad, como si fueran torpes palmípedos, se les acostumbra a llamar gaviotas bobas o pájaros bobos. En 1901, solo unas 120 personas vivían aquí: después de la Primera Guerra Mundial, la isla dejó de estar habitada definitivamente. Esas personas eran en su mayoría mineros interesados en sacarle rendimiento a este pájaro anodino, concretamente a sus excrementos, del que se forma el fosfato de alúmina. Este mineral descubierto en las Indias Orientales a mediados del siglo XIX se emplea hoy para la fabricación de amoniaco, potasa y sosa; también, con un poco de cobre y hierro, forma la turquesa, una gema de color azul verdoso muy usada como adorno corporal, que en Asia, por ejemplo, se emplea a menudo como protección contra el mal de ojo.
Aunque parezca insólito que la simple caca de pájaro pueda atraer tanto el interés de unos mineros, esto no es nada si lo comparamos con las terribles disputas de 1856 por las reservas de excrementos en las islas peruanas, que estuvieron a punto de desencadenar incluso una guerra entre los norteamericanos y los peruanos. Este guano lo utilizaban los agricultores como una suerte de fertilizante mágico, y unas 4000 islas fueron invadidas por codiciosos norteamericanos respaldados por buques de guerra para recoger guano. Un duro trabajo que fue encomendado a miles de chinos que trabajaban día y noche, en condiciones infrahumanas, sin sueldo ni posibilidad de huir, rascando incansablemente los excrementos de las rocas.
Pero volvamos a Redonda. Sus moderados yacimientos de fosfatos no eran nada llamativos en las Antillas y las costas del continente norteamericano. Así pues, Redonda debe de ser una de las islas más comunes y aburridas del mar Caribe. Pero si se observa a través de las lentes adecuadas, entonces Redonda se revela para los amantes de las artes como una de las regiones más sugerentes del mundo. Porque el verdadero tesoro de Redonda solo resplandece a la luz de la imaginación de un puñado de soñadores.
La transformación de Redonda tuvo lugar a partir de 1865, cuando Matthew Dowdy Shiell se proclamó rey de este pedrusco inhóspito, convirtiéndolo por su obra y gracia en un reino seudoficticio y seudorreal, un baluarte de la cultura y el ingenio. Un lugar literario que va más allá de la ínsula de Barataria, de la que fue gobernador Sancho Panza; de Brigadoon, el pueblo escocés representado en la película de Vincente Minnelli; del Arkham de H. P. Lovecraft; de la Atlántida de Platón; de Carabás, el castillo francés donde reside el marqués del cuento de Perrault, El gato con botas; de Serendip, el lugar creado por Horace Walpole. O Glupbdubdrip, aquella isla poblada por magos, cerca de la isla volante de Laputa, de Jonathan Swift. Redonda también es literaria, pero al contrario de todos los mencionados anteriormente, se puede ver y tocar, siempre que se tenga la predisposición mental adecuada
El origen de Redonda
Redonda fue descubierta por Cristóbal Colón en su segundo viaje a América, allá por noviembre de 1493; por ello, junto al inglés, el español es lengua oficial en esta diminuta isla antillana. Como no podía ser de otra forma, no despertó ningún interés en su descubridor: ni siquiera hizo tierra en ella. De su paso por la isla, pues, solo conservamos el nombre con el que la bautizó: Nuestra Señora de la Redonda. Más tarde, las dificultades que suponía acceder a ella en barco convirtieron el islote en un refugio temporal para piratas y contrabandistas. No fue hasta 1865 cuando alguien se fijó en Redonda en sí misma, y no por interés comercial o demográfico.
Matthew Dowdy Shiell (con doble ele), un comerciante y banquero de la isla de Montserrat, predicador metodista descendiente de los antiguos reyes gaélicos de Irlanda, la adquirió con la intención de cedérsela a su hijo. Para ello solicitó a la reina Victoria el título de reino, que le fue concedido con la única condición de que nunca supusiera un peligro para los intereses políticos de los británicos. En otras palabras, Redonda no podía ser un reino de facto, solo teórico. Pero ello no frenó a Dowdy Shiell, que traspasó sus poderes al escritor Matthew Phipps Shiel (ya con una sola ele), su hijo, que acabó coronándose como Felipe I el día que cumplía 15 años en una ceremonia naval presidida por el obispo de Antigua. Felipe I, el primer monarca de mentira.
Felipe I de Redonda era escritor, y bastante prolífico, si hemos de creer que no se servía de negros literarios: en un solo día, por ejemplo, puso cuatro libros suyos a la venta en Estados Unidos. Su estilo fue definido por el escritor catalán Pere Gimferrer como una mezcla de Henry Rider Haggard, H. P. Lovecraft y el Edgar Allan Poe de Gordon Pym. Lo cierto es que cultivaba con fervor el género fantástico y la ciencia ficción, convirtiéndole en un precursor del género con obras como La nube púrpura, admirada por H. G. Wells. Así no es extraño que el autor se encontrara a sus anchas siendo monarca de un reino que también parecía pertenecer a la ciencia ficción. Felipe I, además, era un tipo excéntrico. El escritor inglés Lawrence Durrell dijo, a propósito de sus costumbres, que el autor había vivido una temporada alimentándose solo de frutos secos en un árbol cerca de Orsham. Como su casa era el árbol, si alguien quería charlar con él, entonces el visitante estaba obligado a trepar por las ramas.
Pero aparte de sus excentricidades (o precisamente por ellas), Felipe I fue el creador de la idea original de constituir una aristocracia basada en el espíritu, el ingenio o el talento antes que en la cuna o el parentesco, al contrario de lo que sucedía en la nobleza tradicional. A Felipe I no le importaba si su sangre era azul o roja, sino la calidad de tus libros. Así pues, aunque el Gobierno británico le puntualizó que su derecho de nombrar nobles del reino «carece de contenido contra el poder colonial, así como el reinado carece de sustancia», Felipe I empezó a designar a los primeros duques de Redonda, personajes como H. G. Wells, Dylan Thomas, Henry Miller, el mencionado Lawrence Durrell o Dorothy Sayers. También estipuló que el heredero de su reino, además del trono, recibiría los derechos de autor de los libros de sus predecesores para así dignificar el título ficticio de este reino literario.
Pero es de justicia decir que la idea de formar esta nobleza artística le fue inspirada a Felipe I por otra persona, uno de sus mayores admiradores y posterior discípulo, un joven y bohemio poeta de Nothing Hill llamado Terence Ian Fytton Armstrong. Como no podía ser de otro modo, tras un reinado largo (1865-1947), Felipe I abdicó en Fytton Armstrong, que acabó tomando el nombre real de Juan I. El traspaso de poderes fue poderosamente romántico: ambos se hicieron un corte en las muñecas derechas con una navaja y mezclaron sus respectivas sangres, ritual del que fue testigo el escritor Edgar Jepson.
Artísticamente, al pelirrojo Fytton Armstrong se le conocía por el seudónimo de John Gawsworth, en honor al hogar de sus antepasados, la familia Fytton, de Gawsworth Old Hall, en Cheshire. (Mary Fitton es, según se dice, la Dama Oscura de los sonetos de Shakespeare.) Su talento era indiscutible, no en vano fue el miembro más joven de la Royal Society of Literature. Pero también era ampliamente conocida su reputación de poeta maldito aficionado a la bebida, su aire quijotesco y su querencia por las tabernas y bares del Soho y Fritzrovia. Fueron precisamente estos problemas los que acabaron mancillando su título de rey: tras la Segunda Guerra Mundial, donde había sido piloto de la RAF, Durrell lo recordó así: «Le vi caminando por Shaftersbury Avenue empujando un enorme cochecito victoriano y pensé que también él se había encadenado con niños. Pero al acercarme vi que el cochecito contenía solo botellas vacías de cerveza, que iba a canjear por unos chelines».
De modo que, a pesar de que Gawsworth era un romántico incurable y repartía títulos nobiliarios con la rapidez que un crupier reparte naipes a figuras populares como Dick Bogarde o Vincent Price, ampliando más que nunca la aristocracia artística de Redonda, su afición a empinar el codo y sus continuos problemas económicos fueron los causantes de que también terminara comerciando con dichos títulos nobiliarios, vulgarizándolos y entregándolos en papel antiguo veneciano por un puñado de libras. Solo vendía fantasía, por supuesto, pero tan arraigada era esa fantasía entre sus coetáneos que empezaba a arañar la realidad: poco importaba que la transacción fuera totalmente ilegítima y que los títulos concedidos no tuvieran valor nobiliario alguno. Tanto es así que el sucesor de Gawsworth en el trono de Redonda tuvo que afrontar diversos litigios a causa de sus ligerezas, y aún hoy existen varias personas que reclaman ser legítimos herederos del trono. Instalado en su lugar favorito, el pub Alma, en el 175 de Westbourne Grove (convertido ya en el cuartel general de Redonda), Gawsworth incluso publicó un anuncio en el Times en 1958 en el que ponía a la venta el reino de Redonda al precio de mil guineas.
A principios de 1970, Gawsworth ya es un mendigo que ha caído en el olvido. La BBC, sin embargo, grabó un documental sobre él en el que aparecía borracho y en condiciones físicas deplorables visitando a amigos escritores y paseando con aire muy digno por las calles del Soho y Bloomsbury.
A los 58 años, Gawsworth, Juan I de Redonda, murió en el hospital de Brompton a consecuencia de una úlcera perforada. El editor y escritor Jon Wynne-Tyson fue su sucesor, que se convirtió en Juan II. Su reinado duró desde el 17 de febrero de 1967 hasta 1997. Cansado y aburrido de enfrentarse a los continuos litigios con aquellos que habían adquirido nobleza en la barra de un bar, cedió el trono y los derechos literarios de los anteriores regentes a un escritor español que llevaba tiempo interesándose por la historia de Gawsworth y, por extensión, por la aureola seudoimaginaria de la isla de Redonda. Su nombre era Javier Marías, que, a pesar de sus profundas convicciones republicanas, se ha convertido en actual y fructífero rey.
Xavier I de Redonda
«Me parecía apasionante mantener viva la memoria de anteriores reyes y la leyenda de la isla», declaró Javier Marías, Xavier I de Redonda, al aceptar mantener aquel juego de veras y mentiras.
Javier Marías (Madrid, 1951), traducido a más de 34 idiomas y publicado en 45 países, autor, entre otras, de la trilogía Tu rostro mañana, ha sabido ironizar y enriquecer el reinado artístico que constituye Redonda como ningún otro monarca anterior, ampliando enormemente la lista de artistas e intelectuales que conforman la corte. Tan satisfecho está Marías de su experiencia como rey que en 2001 creó un sello propio de literatura fantástica que lleva el nombre del reino, donde se publican textos de autores que automáticamente pasan a formar parte de la corte del reino y donde también se reedita la obra de los anteriores soberanos, como El peligro amarillo, de Shiel.
Ya en Todas las almas, Javier Marías hablaba de uno de sus antepasados aristócratas de mentira, el poeta John Gawsworth, Juan I de Redonda. «La historia era tan bonita. Se enmarcaba en la línea de las historias de Kipling y de El hombre que pudo reinar.» Pero introdujo al público en general en los entresijos de Redonda en un artículo publicado en las páginas de opinión de El País el 23 de mayo de 1985, bajo el título de «El hombre que pudo ser rey», como claro homenaje kiplinguiano. Su interés por Gawsworth llegó tan lejos que Marías participó incluso en una subasta londinense que ponía en venta un lote de papeles y objetos personales del poeta. Eran lotes con abundante material gráfico, cartas, escritos. «Está toda la documentación sobre los orígenes del reino. Había incluso un pelo de Gawsworth», recuerda Marías. «Acababa de ganar un premio literario y decidí pujar y quedarme con todo el lote. Hay algunos que han aprovechado para decir que he conseguido de mala manera toda esa documentación y que lo que he hecho ha sido comprar un reino. Pero fue así. Creo que pagué unos mil dólares.»
Indagando sobre la leyenda que rodeaba a Redonda, Marías entraría en contacto con Wynne-Tyson, Juan II de Redonda, que, cansado de litigar por los derechos sobre la isla después de que Gawsworth los usara como moneda de cambio, le propondrá alzarse como nuevo rey y albacea testamentario de la obra de Gawsworth y de Shiel.
«Esta es una historia divertida y graciosa, dice Marías, pero no me la puedo tomar en serio. Para empezar, yo soy republicano.»
A pesar de que Javier Marías no ha pisado nunca su tierra (ni falta que le hace, pues su verdadero sentido es figurado), ejerce con solemnidad su cargo desde hace más de una década, repartiendo con prudencia los títulos nobiliarios (aunque muchos, por esnobismo o por haber perdido los propios reales, se lo soliciten). Una gráfica del índice de talento artístico e intelectual de los habitantes de Redonda trazaría una curva ascendente espectacular a partir de 1997.
Marías también creó un premio literario anual de Redonda, la única exigencia de cuyas bases consiste en que las obras candidatas puedan leerse en los dos idiomas oficiales del reino. El jurado lo componen los duques de Redonda. Los ganadores, por supuesto, también obtienen automáticamente un ducado, además de una dotación económica de 6000 euros. Entre otros galardonados, encontramos al surafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura (2003), que se hizo con el galardón de Redonda en 2001.
Redonda en la actualidad
Aunque sea puramente especulativo, el reino de Redonda no deja de tener todas las características propias de su condición. Tiene bandera, diseñada por Javier Mariscal, vizconde de Ney y responsable de la imagen de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Tiene moneda propia creada por el italiano Alessandro Mendini, vizconde de Alquimia y diseñador de Swatch: dos piezas redondas que se ensamblan como las de un rompecabezas, una dentro de otra, para llevarlas fácilmente en la mano. Aunque sin validez, por supuesto, también Massino Vignelli ha dado forma a un pasaporte internacional que te acredita como habitante del reino.
Todo en Redonda tiene que ser teórico: su gastronomía, que es «espiritual»; la corona y el trono, dibujados por la diseñadora de joyas Helena Rohner y Ron Arad, respectivamente; el himno, recuperado de una composición de 1949 de Leigh Henry; el palacio, que solo es un plano en dos dimensiones del arquitecto Frank Gehry, duque de Nervión y responsable del Museo Guggenheim de Bilbao; y hasta un modelo de bicicleta diseñado por Marc Newson que serviría para salvar la abrupta orografía de la ínsula caribeña. Geográficamente (a nivel virtual), en la isla también existe un cabo llamado Anton Gaudí Cathedral Point, referido también como Anton Gaudí Cathedral Rock, que fue bautizado así en 1979 por el escritor Reynolds Morse (amigo de Dalí y conocedor de Barcelona) en el libro The Works of M. P. Shiel. En el libro se describe el cabo como «una enorme caverna marina con una puerta rectangular». Obviamente, tal lugar solo existe en la imaginación del autor.
Las principales personalidades de las artes que forman parte de la corte de Redonda, por orden alfabético y con su correspondiente título nobiliario (de personal carga connotativa), son: Pedro Almodóvar, duque de Trémula (1999); Josh Ashbery, duque de Convexo (1999); Pierre Bourdieu, duque de Desarraigo (1999); William Boyd, duque de Brazzaville (1999); Ray Bradbury, duque de Diente de León (2006); Michael Braudeau, duque de Miranda (2004); Antonia Susan Byatt, duquesa de Morpho Eugenia (1999); Guillermo Cabrera Infante, duque de Tigres (1999); Pietro Citati, duque de Remonstranza (2002); John Maxwell Coetzee, duque de Deshonra (2001); Francis Ford Coppola, duque de Megalópolis (1999); Agustín Díaz Yanes, duque de Michelín y maestro de la Real Tauromaquia (1999); Roger Dobson, duque de Bridaespuela y real cronista en Lengua Inglesa (1999); Umberto Eco, duque de la Isla del Día Antes (2008); sir John Elliott, duque de Simancas (2002); Frank Owen Gehry, duque de Nervión (2001); Francis Haskell, duque de Sommariva (1999); António Lobo Antunes, duque de Cocodrilos (2001); Claudio Magris, duque de Segunda Mano (2003); Javier Mariscal, vizconde de Ney; Eduardo Mendoza, duque de la Isla Larga (1999); Ian Michael, duque de Bernal (2000); Alice Munro, duquesa de Notario (2005); Arturo Pérez-Reverte, duque de Corso y real maestro de Esgrima (1999); Francisco Rico, duque de Parezzo (1999); Ian Robertson, duque de Impertinentes (2006); Éric Rohmer, duque de Olalla y duque de Rayo Verde (2004); sir Peter E. Russell, duque de Plazatoro (1999); Fernando Savater, duque de Caronte y maestro del Real Hipódromo (1999); George Steiner, duque de Gerona (2007); W. G. Max Sebald, duque de Vértigo (2000); Mario Vargas Llosa, duque de Miraflores (2008); Luis Antonio de Villena, duque de Malmundo y poeta laureado en Lengua Española (1999); Juan Villoro, duque de Nochevieja (1999).
En cuanto a los cargos, y aparte de varios embajadores, Redonda cuenta con un canciller del Sello Real, un jefe del servicio secreto, un maestro de la Real Música, un seleccionador de fútbol, un médico de la Real Psique, un real prisionero de Zenda y, finalmente, treinta ciudadanos honorarios.
En Redonda, sin embargo, continúan las intrigas palaciegas. Otros tres herederos reclaman el título de rey: Max Leggett, Robert Williamson y William Leonard Gates. Tildan a Marías de «impostor español», entre otras lindezas. Pero lo cierto es que, controversias dinásticas aparte, Xavier I es el único que ha sabido entender las reglas del juego y las ha revitalizado: la soberanía de Redonda es solo una fantasía lúdica para alimentar el arte en general y la literatura en concreto. La legitimidad en este particular, pues, se demuestra ejerciéndola bajo este espíritu burlón, levantando un cetro con forma de pluma estilográfica y originando un linaje intelectual, y no poniendo en la tarjeta de visita un pomposo título real. Porque, después de todo, no hay que olvidar jamás que Redonda solo es una roca volcánica de kilómetro y medio de longitud cubierta de caca de pájaro bobo. Y que Ride si sapis («Ríe si sabes») es el lema de este reino literario.
Otra Redonda que nació de una broma: San Serriffe
Otra isla de mentira que nació gracias al espíritu de la literatura (o más bien de las letras que sirven para confeccionar literatura) fue San Serriffe. Concretamente lo hizo en abril de 1977, en el llamado April Fool´s Day (Día de los Tontos de Abril), el equivalente del día de los Santos Inocentes en los países anglosajones. Un influyente medio de comunicación, The Guardian, gastó entonces una elaborada broma que hoy se ha convertido en célebre. En ella, se señalaba el décimo aniversario de la independencia de San Serriffe, una república cuyo nombre procede del mundo de la tipografía.
Según la broma, San Serriffe se encontraba en mitad del océano Índico y, como le ocurrió a Redonda, había sido un sitio próspero gracias a sus reservas de fosfatos. Pero la broma era tan elaborada (tenía siete páginas) que hasta se ofrecían detalles de la vida cotidiana en la isla: por ejemplo, las medidas antisindicales del general Che Pica, sobre el puerto Clarendon. O la afición a la dramaturgia de los nativos de la etnia flong (tecnicismo inglés que hace referencia a una técnica de impresión empleada en la estereotipia), que hablaban el idioma caslon (que hace referencia a William Caslon, tipógrafo británico de principios del siglo XVIII). Las playas de San Serriffe se llaman Gill Sands (juego de palabras procedente de la fuente tipográfica creada por el tipógrafo británico Eric Gill en la primera mitad del siglo XX, y sands [«arenas»], topónimo inglés frecuente para referirse a playa).
Así que, como empezáis a vislumbrar, el archipiélago de San Serriffe, compuesto por las islas de Caissa Inferiore y Caissa Superiore (vistas desde un punto cenital parecen formar un punto y una coma), en realidad es un homenaje al mundo de la tipografía. San-Serif, de hecho, es una fuente tipográfica, empleada a menudo en titulares.
La broma, sin embargo, caló tan hondo entre los lectores que algunos intentaron reservar pasajes hacia las islas. Infructuosamente, pues las agencias de viaje nada sabían de aquellas islas, y ninguna línea aérea era capaz de aterrizar en el aeropuerto de mentira Aeropuerto Internacional de Bodoni (un tipo de letra serif).
Conocemos la existencia de numerosos lugares que no figuran en los mapas y, sin embargo, se nos dice que existen.
Uno de los ejemplos más conocidos actualmente es el andén 9 ¾ de la estación de trenes de King´s Cross, en Londres, que aparece referenciada en los libros de Harry Potter, de J. K. Rowling. Este andén secreto, situado entre los andenes 9 y 10, constituye el punto de partida del expreso de Hogwarts, el convoy que transporta a los aspirantes a mago. Aquel andén literario cobró tanta entidad para miles de lectores que muchos de ellos, al igual que devotos visitando alguna reliquia, trataron infructuosamente de encontrar el andén. Y no eran pocos los que lo intentaban a sabiendas de que no existía: no en vano, en la saga de Harry Potter se describe el andén como invisible a los ojos, y que solo se puede acceder a él atravesando la pared que separa los andenes 9 y 10. Tal ha sido el fervor de la gente, que insistía en seguir creyendo en algo que no estaba allí, que el Ayuntamiento de Londres construyó un andén falso para que pudieran visitarlo todos los seguidores. En realidad, lo único que ha hecho el Ayuntamiento es instalar una señal de hierro forjado sobre la pared del edificio secundario donde debería figurar el andén; también ha puesto un carrito portaequipajes que parece que está medio atravesando la pared (que al publicarse este libro seguramente ya estará ubicado en otro lugar cerca de la puerta principal y las taquillas de los billetes a causa de las obras de remodelación la estación).
La cuestión es que, debido al atractivo turístico del enclave y de su innegable aureola mágica, el andén falso ya aparece en muchos mapas y guías de viajes, como si fuera un lugar tan real como otro cualquiera. Lo mismo sucede con la casa de Sherlock Holmes en el 101 de Baker Street (muchos londinenses, incluso, reflejaron en una encuesta que creían que Holmes era un personaje histórico). U otros nombres procedentes de la ficción que han sido empleados para bautizar calles, como la ciudad de Wincanton, en la región inglesa de Somerset, que ha nombrado a dos de sus calles como Peach Pie Street y Treacle Mine Road, en honor a dos paseos de la saga de libros de fantasía satírica de Mundodisco, de Terry Pratchett. Wincanton, incluso, está hermanada con la capital de Mundodisco, Ankh-Morpork.
En Holanda existe un barrio del municipio de Geldrop, a las afueras de Eindhoven, cuyas calles tienen nombres de personajes y conceptos de El señor de los anillos, como también sucede en Davis, California. Las calles de Stratford, en Nueva Zelanda, tienen nombres de personajes de las obras de Shakespeare, por aquello de que fue en Stratford donde nació Shakespeare, aunque en el Stratford de Inglaterra. Aracataca, municipio colombiano natal de Gabriel García Márquez, llevó a cabo un referéndum para cambiar su nombre por el de Macondo, en homenaje a la novela de Márquez Cien años de soledad, aunque el referéndum no prosperó y el municipio mantuvo su nombre original.
Esos mapas inventados que aparecen en las primeras páginas de los libros de fantasía y que ayudan al lector a la hora de situarse en el entorno en el que se mueven los personajes tuvieron un precursor: J. R. R. Tolkien. El autor, apasionado por las lenguas y los mapas, incluyó en la primera edición de El hobbit un mapa dibujado por él mismo en el que figuraban las inmediaciones de la Montaña Solitaria, el objetivo del viaje de Bilbo Bolsón.
Luego repitió esta técnica en El señor de los anillos y la tendencia se fue propagando a otros autores, como Ursula K. Le Guin y su mapa del mundo de Terramar, que fueron incluyendo mapas de distintos niveles de detalle que habrían de aclarar posibles confusiones del lector relativas a la topografía y geografía de cada mundo. Otros casos más extensos son, por ejemplo, el de la ciudad Santuario, situada en un mundo imaginario en el que diferentes autores reconocidos sitúan sus relatos en la antología de fantasía épica El mundo de los ladrones. En Estados Unidos se llegaron a publicar hasta 12 volúmenes de este mundo, que cada autor enriquecía y aumentaba de tamaño con sus propias historias. Varios autores destacados, como Poul Anderson, Marion Zimmer Bradley o Joe Haldeman, participan en esta antología. Bajo esta misma filosofía se desarrolla el mundo de Riftwar, de Raymond E. Feist, habitada por elfos, enanos, demonios y otras criaturas de similar ralea.
Todas estas historias tratan de reflejar, de forma más o menos sutil, aspectos de la realidad. Los mapas de sus mundos son metáforas de los mapas reales. No es extraño, pues, que las geografías de estos mundos inventados no difieran demasiado en su disposición de las geografías de un mapa real: el norte acostumbra a ser un paraje helado; el sur, tropical o desértico; incluso las razas que habitan en el sur y el este suelen compartir rasgos con sus homólogos reales: los pobladores de los continentes africano y asiático.
Así pues, el salto de la ficción a la realidad suele ser común. La ficción lo contamina todo, hasta confundirse con la realidad. Lo que no suele ser tan habitual es lo contrario: localizar en un mapa un sitio real que luego resulta no estar allí cuando lo visitamos físicamente. Un lugar o un topónimo que existe en la realidad cartográfica, pero que salta a la ficción en cuanto lo pisamos. Auténticas utopías (etimológicamente, ou: «no»; topos: «lugar», es decir, «no lugares»). Estamos rodeados de ellos. Se llaman trap streets.
Una trap street (calle trampa o calle cepo) es una calle inexistente que se incluye como existente en un mapa con el fin de desenmascarar potenciales violaciones de los derechos de autor. El sistema recuerda al que empleaba la Marina inglesa para averiguar si un cabo o una maroma robados les pertenecían: incluían siempre entre sus fibras un hilo de color rojo que no podía extraerse sin deshilachar todo el cabo.
En el caso de un callejero, por ejemplo, la editorial responsable de su elaboración introduce errores a propósito para que cualquier editorial oportunista que decida copiar su callejero para ahorrarse una investigación cartográfica propia también incluya dichos errores. Ante un tribunal, estos errores serían las pruebas que demostrarían que ha existido una vulneración del copyright, aunque lo habitual es que el autor del trabajo solamente los use para detectar el plagio en sí, ya que las pruebas no suelen ser concluyentes en la mayoría de los tribunales de justicia. En el caso Map & Guide Corp contra Hagstrom de Nester traz Co, por ejemplo, un tribunal federal de los Estados Unidos de América determinó que las trampas en la cartografía no son válidas, por sí mismas, para denunciar una violación de los derechos de autor.
Como nadie quiere adquirir un mapa con errores de bulto que puedan hacerle colisionar contra una pared cuando en realidad intenta enfilar una avenida, la mayoría de las trap streets no son calles o caminos fantasmales. Más bien constituyen sutiles adulteraciones de la naturaleza de las calles y los caminos a fin de que no supongan un obstáculo apreciable en la orientación y navegación del usuario. Por ejemplo, introduciendo unas curvas en una calle que no existen en la realidad. O dibujando un carril estrecho para una calle que en realidad es importante. O alterando algún nombre de la calle. Además, como ya se ha dicho, si los errores introducidos son calles trampa u otros errores manifiestos, estos no suelen prosperar judicialmente. El caso más conocido en este sentido es el ocurrido en el Reino Unido, donde la Automobile Association acordó pagar en el año 2001 la nada despreciable cantidad de 20.000 libras esterlinas como compensación por haber plagiado hasta 26 mapas de la Ordnance Survey, que es un organismo público británico dedicado a la producción cartográfica, parecido al Instituto Geográfico Nacional en España. Las pruebas presentadas en el tribunal como «puntos de control» del editor original no consistieron en calles de mentira, sino en símbolos semióticos que definían la anchura de los caminos.
Algunas publicaciones ya advierten al usuario que contienen estas estratagemas. Un conocido mapa callejero de la ciudad de Atenas, editado por Nik. & Ioan Fotis O. E., avisaba en su portada en estos términos a los potenciales copiadores. El portavoz de la empresa Geographers’ (A-Z) Map Company admitía en la edición del 17 de octubre de 2005 del programa Map Man, de la cadena de televisión británica BBC Two, que existían alrededor de cien calles trampa en su edición del atlas del callejero de Londres. Aun así, es habitual que la mayoría de los editores niegue la inclusión de estos errores deliberados a fin de evitar perder ventas. ¿Os imagináis comprar un producto que admita abiertamente que contiene errores deliberados para combatir el espionaje industrial? ¿Quién querría una lata de conservas cuya fecha de caducidad, por ejemplo, puede ser errónea? ¿Y si el aporte calórico de esa chocolatina no es el indicado y se acaba arruinando mi plan dietético semanal? El único motivo que se me ocurre por el que un consumidor estaría dispuesto a pagar para adquirir género defectuoso es el caso de los outlets, comercios donde marcas caras exponen a más bajo precio del normal una mercancía que está estigmatizada con pequeñas taras. Tal vez si los callejeros con trap streets se comercializaran a precios reducidos… En todo caso, si el usuario precisa de un mapa totalmente fidedigno, exento de toda distorsión, por mínima que sea, le recomiendo que se le eche un vistazo a OpenStreetMap. OpenStreetMap es una aplicación que crea mapas callejeros auténticamente libres de las batallas por el copyright de las editoriales, pues se basa en rutas reales que los usuarios aportan con sus dispositivos GPS y se vale de imágenes por satélite de Landstat.
Aunque los GPS tampoco son la panacea, por supuesto. Durante la semana de 2006, cuando estuvo cortado el puente sobre el río Avon, los vecinos del pueblo inglés de Luckington, en el condado de Wiltshire, tuvieron que sacar del agua una media de dos coches diarios. ¿Motivos? Un error en el trazado del GPS, que no es capaz, obviamente, de actualizarse según las circunstancias del día a día. Los conductores rescatados reconocieron haber confiado ciegamente en el navegador de su coche, ignorando las señales a ambos lados de la carretera. Y es que, después de todo, no hay que fiarse únicamente de las guías (espirituales o no) o de los caminos avalados por mapas y GPS con la mirada rectilínea de los burros con anteojeras. También hay que tratar de mantener los ojos muy abiertos.
Algunos ejemplos de calles trampa
En el callejero Geographer’s A-Z Street Atlas, aparece una vía peatonal que existe en la realidad, pero que tiene un nombre erróneo: Bartlett Place. Tras aparecer mencionada esta trap street en el programa Map Man de la BBC Two, en las ediciones posteriores del callejero ya empezó a figurar la calle por su nombre correcto, Broadway Walk.
Los indios mexicanos huicholes cometen errores deliberados en su trabajo. En los huipiles, las prendas más comunes entre las mujeres indígenas mexicanas, los quechquémetls, una especie de capa de algodón bordada de colores, y demás tejidos salidos de sus telares, todos ellos de una belleza ancestral, cometen un pequeño defecto camuflado en la infinita trama para no irritar a los dioses con su perfección. El resto del mundo hace lo propio por motivos menos espirituales. Publicaciones de la más variada naturaleza emplean el método de presentarse como ligeramente imperfectas para constituirse como únicos o inimitables, a veces como forma de detectar plagios, sí, pero también como consecuencia de una travesura del autor, como los huevos de pascua o contenidos ocultos de algunos programas informáticos, videojuegos o DVD de películas.
Por tanto, el viajero que se deje guiar por alguna clase de indicación escrita es posible que acabe en un lugar que no existe.
Por si acaso, ya advierto a los desconfiados que este capítulo no es deliberadamente falso con la intención de cazar a algún posible vulnerador del copyright. Ni tampoco es deliberadamente falsa esta última frase.