Cuando era pequeño tenía dos obsesiones en relación con viajar y correr aventuras, además de la típica de dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg.
Una de ellas consistía en surcar el cielo y, en lo posible, el espacio exterior con una nave construida con mis propias manos. Esta idea un tanto descabellada la tomé prestada de la película Exploradores, del director Joe Dante. En ella, tres adolescentes construían una nave espacial con piezas de despojo, una nave que les permite viajar a las estrellas y contactar con formas de vida inteligente. Un verano, pues, me encerré en el pequeño taller de mi abuelo y me puse manos a la obra. En un folio en blanco dibujé el diseño de una especie de carricoche construido con el armazón de una nevera vieja, reforzado con tablas de madera, alambres, clavos, tornillos, arandelas y cuerdas. Para su locomoción emplearía cuatro neumáticos sacados de algún desguace. Lo que no tenía muy claro era en qué consistiría el sistema de propulsión para emprender el vuelo. En principio me bastaba con el desafío de que el chirriante vehículo lograra rodar. Quizá, con el tiempo, incluso podría instalarse un motor de dos tiempos o algo así para que mi estrafalario vehículo recorriera las calles del barrio. Y en un futuro ya volaría de alguna forma, quizá usando una ristra de globos llenos de helio, tal como hace el protagonista de la película Up, de Pixar. Como imaginaréis, mi proyecto se quedó en un montón de fantasías.
Mi otra obsesión consistía en explorar las entrañas de la Tierra, en excavar túneles, recorrer galerías cual espeleólogo, construirme alguna guarida bien profunda, oculta de todos y preparada para sobrevivir a alguna clase de catástrofe nuclear. O tal vez cavarme una pequeña vivienda, como la de los hobbits. Una casa para agorafóbicos, una guarida donde guardar mis cosas más íntimas, todos esos tesoros que, inspirado por un vago síndrome de Diógenes, me resistía a tirar a la basura o a vender por eBay. Como el pirata que se entierra con su tesoro. O quizá pretendía encontrar nuevos mundos, subterráneos, de temperaturas uterinas, como los descritos por Julio Verne o por Albert Sánchez Piñol en Pandora en el Congo.
En cualquier caso, mi quijotesca empresa consistente en perderme en las catacumbas de la Tierra no dio sus frutos. Primero lo intenté en el parque que quedaba junto a mi colegio y donde mis amigos y yo nos reuníamos para jugar a las canicas. Valiéndome solo de mis manos y de una moneda de 25 pesetas, que usaba para abrir una brecha en las superficies más duras de aquel descampado de tierra seca, apenas logré cavar un hoyo capaz de alojar una sandía. Mi intención era seguir y seguir hasta que yo mismo cupiese dentro del agujero, y desde allí empezar a cavar galerías hasta crear una red subterránea de habitáculos bajo el parque, como si me hubiera empeñado en hacer la versión biggest de un nido de hormigas. Pero, como he dicho, me quedé en ese pequeño hoyo para sandías. No porque me hubiera rendido, sino por la reprimenda de un anciano que solía acudir al parque para dar de comer a las palomas y cuyos alaridos encolerizados y su amenaza de llamar a la policía me anudó la garganta hasta casi impedirme respirar.
Tiempo más tarde, traté de repetir el empeño en la arena de la playa, pertrechado con un equipo de excavación mucho más sofisticado, a saber: uno de esos kits de playa que venden en las tiendas de la costa compuesto por un cubo, una pala y un rastrillo envueltos en una bolsa con forma de redecilla.
Ayudado con un amigo al que embauqué para que se convirtiera en mi obrero mientras yo ejercía funciones de capataz, jefe de obras y jefe en general, finalmente llegamos a alcanzar una profundidad suficiente como para que nuestros cuerpos entrasen y nuestras cabezas apenas asomaran por la superficie. Fue un proyecto de ingeniería que se alargó casi todo el día y que tuvo que superar no pocas dificultades, como el hecho de que, en los primeros metros, las paredes de arena tendían a desmoronarse, llenando de nuevo el agujero. Pero descubrí que echando cubos de agua de mar conseguía que la arena se convirtiera en una suerte de barro compacto que se mantuvo en su lugar durante el tiempo que duró el proyecto. El agujero, sin embargo, tuvo que ser abandonado cuando llegamos a cierta profundidad y descubrimos un hecho que ni se nos había pasado por la cabeza: que bajo la arena de la playa también está el mar. Así pues, seguir cavando solo hubiera servido para construirnos una piscina. Una piscina muy poco atractiva, porque también descubrimos que en el agua que quedaba bajo la arena nadaban unos gusanos finos y alargados, como lombrices. Ignoro si el hallazgo de este tipo de fauna es habitual cuando cavas en la arena de la playa porque, como comprenderéis, jamás volví a intentarlo y mi kit de cubo, pala y rastrillo quedó olvidado para siempre en algún armario.
El ser humano, en su intento de descender bajo la tierra, no ha llegado demasiado lejos. Por supuesto, debo obviar Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne. «Desciende por el cráter del Snæfellsjökull cuando la sombra de Scartaris lo acaricie, antes de las calendas de julio, viajero audaz, y llegarás al centro de la Tierra», dice Verne. Lo cierto es que si os asomáis al Snæfellsjökull no distinguiréis más que el fondo del volcán, poco más.
Sin embargo, bajo nuestros pies hay más vida que sobre la superficie del mundo. Algunos científicos estiman que podrían existir hasta 100 billones de toneladas de bacterias viviendo bajo nosotros, en lo que se conoce con el pomposo nombre de ecosistemas microbianos litoautótrofos subterráneos. Así que, a pesar de que Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, calculó que si todas las bacterias del interior de la Tierra se colocaran en la superficie, se cubriría el planeta hasta una altura de 15 metros, apenas sabemos con certeza lo que hay allí abajo.
Por ejemplo, el abismo natural más profundo jamás encontrado, descubierto en 1966 en una enorme planicie de piedra caliza, es una cueva de la selva de San Luis Potosí, en México, con casi 400 metros de profundidad y 60 metros en sus partes más angostas. Es un pozo inmenso, casi vertical: en él cabría perfectamente el Empire State Building. Y también permite a una persona realizar un salto base sin paracaídas: en 12 segundos llegará al fondo sin peligro de chocar con las paredes.
El llamado «sótano de las golondrinas», conocido así porque los vencejos, para abandonar el fondo de la cueva, vuelan en espiral, originando un espectáculo que corta el aliento, y al atardecer se lanzan por turnos en picado para regresar a la altura de sus nidos, puede ser muy espectacular, pero no es precisamente profundo.
Otra cosa es que busquéis la cueva más profunda. Este gigantesco laberinto de galerías horadado en la roca caliza durante milenios se encuentra en Krubera-Voronia, en la región de Abjasia (Georgia), que está situada en el Cáucaso occidental. Este mundo subterráneo tiene, según se estima, más de 2700 metros de profundidad, pero algunos tramos son tan estrechos que los espeleólogos tuvieron que volarlos para poder seguir adelante (a fecha de 2012, la profundidad máxima alcanzada por estos topos humanos fue de 2191 metros). Otros tramos de la cueva están inundados de agua y superarlos requiere equipos de buceo. Descender por esta cueva, pues, precisó de técnicas de montañismo parecidas a las empleadas para coronar las cimas de las montañas más altas, como la de fijar campamentos base en diferentes niveles. Todavía hoy se ignora si se ha llegado al fondo de esta sima georgiana.
De todas las simas exploradas del mundo, la segunda más profunda está en Austria y tiene 1632 metros: la cueva de Lamprechtsofen. A continuación, con 1626, está la sima Mirolda, en Francia. En España está la cuarta cueva más profunda del planeta, concretamente en los Picos de Europa: la Torca del Cerro (1589 metros); además es de las pocas que dispone de dos rutas de más de 1000 metros de profundidad.
Enfrentándose a rocas volcánicas, granito, desmoronamientos del terreno y demás defensas naturales de los intestinos de la Tierra, los seres humanos han logrado horadar túneles de longitud nada despreciable. En Selkan, Japón, se halla el más extenso del mundo. Es un túnel ferroviario que une las islas niponas de Honshu y Hokkaido y que tiene 53.850 metros. De ellos, 23 kilómetros transcurren a 100 metros de profundidad bajo el lecho marino. Fue construido entre 1972 y 1983, y durante las obras 66 trabajadores perdieron la vida accidentalmente.
El segundo túnel más largo es el Eurotúnel, que une Francia y el Reino Unido cruzando el canal de la Mancha: 49.940 metros. El tercero de la lista de nuevo os llevará a Japón, a Daishimizu, que con sus 22.230 metros constituye uno de los primeros túneles ferroviarios japoneses, abierto en 1982.
Uno de los túneles más largos que a la vez son más antiguos es el del Simplon, entre Suiza e Italia, que también es un túnel ferroviario (el primero realizado con martillo neumático), que se inauguró en 1906. En su construcción se invirtieron 13 años, un récord para la época.
Y si queréis transitar el túnel más largo que no sea ferroviario, entonces os tendréis que desplazar a San Gotardo, Suiza, donde existe el túnel de carretera más largo (16.322 metros), que comunica Göschenen (Suiza) con Airolo (Italia). Fue inaugurado en 1985 y durante su construcción perecieron por accidente 19 trabajadores.
El lugar más profundo de la Tierra es el abismo Challenger, situado en el fondo de la fosa de las Marianas, en el Pacífico, y su profundidad es de un poco más de 11 kilómetros, es decir, que allí abajo cabría el Everest holgadamente, y el Everest equivale a un edificio con 2.369 plantas. La única persona que ha descendido hasta aquí en solitario ha sido el director de películas como Avatar o Titanic, James Cameron, que logró este hito en marzo de 2012 a bordo de un minisubmarino equipado con la última tecnología. El cineasta ha registrado su expedición, respaldada por National Geographic, a fin de que todos podamos experimentar algo parecido a lo que él sintió: que estaba en un mundo alienígena, lejos de todo, sintiéndose un poco como Neil Armstrong, el primer ser humano que pisó la Luna. Y no es para menos, aquí abajo la presión es 100.000 veces superior a la del nivel del mar, es decir, que si pusiéramos un cazo de agua al fuego, esta no herviría al llegar a los 100 grados, sino al alcanzar los 530 grados (por el contrario, en la cima del Mont Blanc el agua hierve a 84,4 grados, y en la cima del Everest, a 70 grados: cada 300 metros, el punto de ebullición del agua se reduce en un grado).
Pero un agujero verdaderamente profundo debe ser artificial. El agujero más profundo que se haya perforado nunca tiene 13 kilómetros y está en Rusia, en la península de Kola. Es un hoyo excavado en 1962 como proyecto científico cuyo objetivo era el de alcanzar una capa muy profunda de la Tierra. Una excavación que reveló no pocos hechos insólitos, como que el agua, a esta profundidad, permanece en estado líquido, o que la temperatura se incrementa con la profundidad en una proporción mayor de lo que se creía.
Si uno lo piensa con detenimiento, 13 kilómetros de profundidad es una distancia descomunal. Pero aún faltaría mucho para llegar al centro de la Tierra, que se encuentra a 3000 kilómetros de profundidad. Si nos lanzáramos por un agujero vertical en caída libre, imaginad lo que tardaríamos en llegar al centro. La caída libre más larga de un ser humano, por ejemplo, la protagonizó un piloto estadounidense, Joseph Kittinger, desde una altura de 31 kilómetros, que había alcanzado previamente con un globo aerostático. El salto fue realizado siguiendo el Proyecto Excelsior. Lanzándose desde el Excelsior III, Kittinger se precipitó durante 4 minutos y 26 segundos a una velocidad máxima de 988,3 kilómetros por hora. No abrió el paracaídas hasta llegar a los 5500 metros de altitud. Llegó sano y salvo a tierra, aunque con una mano inflamada hasta alcanzar casi el doble de su tamaño: una fisura en su guante le había provocado una rápida despresurización. Esta hazaña se produjo el 16 de agosto de 1960 y, como a esa altura ya se considera que uno está en la frontera con el espacio exterior, Kittinger se convirtió así en el primer hombre del espacio. «Es un silencio terrorífico, explicó Kittinger. La Tierra, el cielo y el globo dan vueltas a mi alrededor, como si yo fuera el centro del universo.» No fue hasta 2012 cuando la marca de Kittinger fue superada por el mediático salto del austriaco Felix Baumgartner (pasando de 31 a 39 km); sin embargo, los avances tecnológicos de estos últimos cuarenta años hacen que el salto de Kittinger sea mucho más meritorio.
Pero en el fondo, Kittinger (o Baumgartner) cubrió una distancia irrisoria en comparación con la que todavía nos queda para llegar al centro de la Tierra. En ese sentido, el interior de nuestro planeta es tan inhóspito como el espacio exterior. Bill Bryson señala en su Breve historia de casi todo que, de dejarnos caer por un pozo que llegara hasta el centro de la Tierra, en 45 minutos de caída libre llegaríamos al fondo.
Entonces, si apenas conocemos nada de allí abajo, ¿por qué no podría existir el infierno, o un lugar como el que describe Julio Verne, repleto de mastodontes, ictiosaurios y plesiosaurios? Los geólogos tienen conocimiento de las capas más internas de la Tierra mediante estudios indirectos, por ejemplo, calentando rocas hasta convertirlas en estofado de piedras. Porque bajo nuestros pies sí que existe un infierno, y es mucho más apasionante y exótico que el judeocristiano: el núcleo del planeta, a 3000 kilómetros de profundidad, es tan caliente como el Sol y gira como una peonza.
Pero si lo que os apetece es ir un poco más adentro del mundo para descubrir otro tipo de flora y fauna más exótica (y menos mortífera), entonces os recomiendo la cámara subterránea más grande del planeta.
Para ello deberéis viajar a la isla de Borneo, en el sureste asiático, una isla gigantesca, la tercera mayor del mundo (tan grande como la península ibérica), habitada por 17,7 millones de personas; 2,2 millones de ellos son indígenas dayakos. Sin embargo, la mayoría del territorio de Borneo está compuesto de una selva virgen prácticamente inexplorada, un mundo perdido en el océano Índico que, entre otras maravillas, alberga el segundo bosque tropical más extenso de la Tierra, después del Amazonas. Un húmedo bosque con superávit de especies animales: 3500 (muchas de ellas aún sin identificar) y otras tantas descubiertas hace muy poco. Por ejemplo, el pez gato, de dientes protuberantes y un vientre adhesivo que le permite pegarse a las rocas. O una rana arbórea de ojos verdes. O un pez miniatura, que se ha convertido en el segundo vertebrado más pequeño del mundo (mide menos de un centímetro de largo, así que es casi invisible a la vista). O el gato rojo de Borneo (que es rojo, claro). También hay superávit de especies vegetales: existe, por ejemplo, una zona de 6,5 hectáreas que contiene más de 700 especies de árboles, cuando en un área forestal parecida situada en el norte de Europa solo se hallarían unas 50 especies. Además, únicamente uno de estos árboles, un dipterocarpo, puede ser el rascacielos de lujo de 1000 especies de insectos diferentes. Como veis, mucha más diversidad racial que en un anuncio de Benetton. Y es que el 6 por ciento de toda la flora y fauna del planeta está aquí. Un vergel inimaginable en el que el ser humano es considerado un intruso, aunque entre sus altas montañas y caudalosos ríos pueden encontrarse pequeñas tribus que existen al margen de la civilización. La versión boscosa del epicentro triangular de las Bermudas.
En el centro de la isla, en la ciudad de Miri, se encuentra el Parque Nacional de Gunung Mulu. Como la mayoría de los lugares especiales de Borneo, su acceso es prácticamente imposible. De modo que la opción más práctica es viajar hasta el parque en avioneta. Una de esas avionetas destartaladas y ruidosas que, a su paso sobre el bosque, origina la desbandada de miles de aves quizá aún desconocidas por la ciencia.
El promontorio más llamativo del parque es un pináculo de arenisca de 2337 metros de altura, que asoma entre la fronda como un faro emergiendo de un océano verde. Bajo esta mole se halla el objetivo de nuestro viaje: la Sala de Sarawak.
Imaginaos la versión subterránea de un laberinto tan inmenso que sería la envidia del Minotauro, un dédalo de cavernas y grutas de unos 295 kilómetros, la mayoría de ellas inexploradas por el hombre. Aunque está densamente poblada de una vida ciega, que aletea, se alimenta de sangre y emplea la misma tecnología de los submarinos para guiarse por la oscuridad: murciélagos. Millones de ellos. Una pesadilla para los más sensibles. El lugar predilecto de Batman para instalar su batcueva.
Pero aún debemos ir un poco más abajo. Deberéis seguir el cauce del río que se adentra entre las profundidades de la cueva, un largo pasaje de 230 metros de altura que, en determinados segmentos, os obligará a sumergiros en el agua o a hacer de funambulistas por cornisas no aptas para los que tienen vértigo. Pero el tortuoso viaje vale la pena. Porque en el subsuelo de este laberinto, del que no podríais salir nunca aunque estuvierais provistos del hilo de Ariadna, es donde se encuentra la cámara subterránea conocida como «la cueva de la buena suerte», la Sala de Sarawak, la más grande de la que se tiene constancia en todo el mundo. Y es que allí dentro podrían caber holgadamente 10 aviones Jumbo en línea. Las dimensiones de este mundo bajo tierra son apabullantes: 700 metros de longitud, 400 metros de anchura y unos 70 metros de altura. El mayor espacio cerrado conocido. Lo suficientemente grande como para diluir la sensación de claustrofobia que podría provocar el recordar que estamos atrapados en las entrañas de la Tierra.
Fue descubierta hace relativamente poco: en enero de 1981. Quién sabe lo que se les habría perdido allá abajo a Andy Eavis, Dave Checkley y Tony Blanco, los tres espeleólogos ingleses que dieron con ella. Pero la cuestión es que enseguida supieron que se encontraban ante algo realmente gigantesco cuando encendieron potentes lámparas en un extremo de la cámara y comprobaron que la luz no llegaba hasta la otra pared, devorada por la densa oscuridad. La historia de este fabuloso descubrimiento fue descrita en 1985 en el libro Mundo subterráneo, de Donald Jackson.
Si en algún lugar pudiera existir de verdad la ciudad de ficción ideada por Italo Calvino, Isaura, en su novela La ciudad invisible, probablemente ese lugar sería Sarawak. Isaura (situada en algún lugar de Asia según la novela) no tenía superpoblación de murciélagos, pero sí que estaba provista de mil pozos que sus habitantes excavaban verticalmente en busca de agua. Una ciudad donde existen dos religiones. Los que creen que los dioses habitan en las profundidades del lago subterráneo sobre el que se edificó la ciudad, y los que creen que los dioses habitan en los cubos que ascienden colgados de la cuerda nada más emerger del brocal de los pozos, y también en las poleas, en las palancas de las bombas, en los caños verticales, en los sifones y demás. En Sarawak, los dioses probablemente habitarían en el interior de los chillones murciélagos que vuelan por doquier.
Después de Sarawak, las siguientes cámaras subterráneas por orden descendente de tamaño se hallan muy cerca de nosotros. La segunda más grande del mundo está en Cantabria-Vizcaya, la llamada Sala Gev, en la Torca del Carlista, en la que cabrían sin problemas de espacio las catedrales de Burgos y de Santiago juntas. La tercera en tamaño es la Sala de la Verna, en el Sistema de la Piedra de San Martín, en Sainte-Engrâce, Francia, muy cerca de la frontera con España. Está a 700 metros de profundidad y tiene 190 metros de altura y 250 metros de anchura. Es tan grande que por su interior han volado en globo aerostático (proyecto desarrollado por una escuela politécnica francesa) y también han construido una presa hidroeléctrica para sacar partido del caudal de una cascada, que proporciona energía a una población de 20.000 personas. En ella podrían alojarse seis catedrales de Notre Dame.
Si buscáis una alternativa húmeda a Sarawak, entonces ese lugar es el lago Baikal, situado al sur de la Siberia rusa. Su origen tiene que ver con el choque de grandes titanes. O en otras palabras: el lago surgió fruto de la terrible colisión de las placas tectónicas de la India y Asia hace millones de años. A lo largo de 35 millones de años se fue abriendo progresivamente esta grieta que desde el espacio parece una cicatriz en la piel de la Tierra. Ahora es un lago rodeado de montañas y contiene 22 islas pequeñas, la mayor de las cuales, Oljón, tiene 72 kilómetros de largo.
Es un lago tan grande (31.494 kilómetros cuadrados de superficie: 650 kilómetros de largo y entre 29 y 80 de ancho) y tan profundo (1637 metros, aunque si se extrajeran todos los sedimentos llegaría a los nueve kilómetros) que contiene el 20 por ciento de las aguas continentales no heladas, esto es, simplificando, del agua dulce del planeta. Sí, habéis leído bien. Un solo lago alberga casi un cuarto de las reservas mundiales de agua dulce. Si se extendiera uniformemente toda esta agua sobre la superficie del planeta, este quedaría cubierto por 20 centímetros de agua. Si sus afluentes dejaran de aportar agua, el lago tardaría más de 400 años en vaciarse completamente. Si este lago se vaciara por completo, se tardaría aproximadamente un año en volver a llenarlo uniendo todos los ríos del planeta, incluyendo el Nilo y el Amazonas. De hecho, se ha estimado que si toda la población mundial solo bebiera agua de este lago, podría vivir 40 años sin ningún problema de escasez. Y no haría falta procesarla demasiado, pues el agua es tan transparente y posee tanta calidad que se considera potable gracias a la concienzuda limpieza que efectúan los microorganismos que habitan en ella (incluso se estudia el uso de algunos de estos microorganismos para limpiar los vertidos de petróleo en otras aguas). Si os asomáis al Baikal, podréis contemplar a través del agua cristalina casi 50 metros de profundidad. Un abismo que sin duda os devolverá la mirada.
El lago Baikal también es el lago más antiguo que se conoce. Su edad alcanza los 25 millones de años. Durante siglos fue un lugar considerado santo por los asiáticos, y aún sobreviven alrededor del lago las tallas y partes de los edificios rituales de las tribus que peregrinaban al Baikal para investirse de su energía. Todavía hoy se usan sus aguas, ricas en oxígeno y con escasa presencia de sales minerales, para algunos tratamientos médicos.
A pesar de que las condiciones climáticas son un tanto extremas (en invierno se alcanzan hasta 45 grados bajo cero), el lago Baikal también es un paraíso para la fauna y la flora. Aparte de las especies endémicas, como la foca y el esturión del Baikal, el pez golomjanka y el cangrejo epishura (un animal diminuto cuyo papel resulta fundamental en la cadena alimentaria, pues filtra el agua a través de su organismo), podréis deleitaros con una biodiversidad extraordinaria: 1600 géneros de animales y 800 vegetales catalogados hasta el momento. No es extraño, pues, que la raíz etimológica de la palabra Baikal, procedente de la lengua tártara, signifique «lago rico»: bai, «rico»; kul, «lago». Por ello también se conoce al Baikal como «La Galápagos rusa»; también «El ojo azul de Siberia» y «La perla de Asia». Por cierto, el trabajo de limpieza del epishura, que apenas tiene uno o dos milímetros de longitud, es gigantesco por lo reducido de su tamaño. Pero resulta muy efectivo, porque hay muchos de ellos trabajando simultáneamente: hasta tres millones en un metro cuadrado de superficie lacustre. Así cualquiera. Aunque todo este ejército de hormigas marinas expertas en limpieza estuvo en peligro hasta 1976, cuando las aguas residuales de la fábrica de celulosa del Baikal se vertían directamente en el lago, originando una mortandad masiva en esta y otras especies endémicas.
En el fondo del lago hay una pirámide de acero inoxidable con el escudo de Rusia. Un símbolo de la primera misión que consiguió llegar hasta el fondo el 29 de julio de 2008, la de los batiscafos rusos Mir-1 y Mir-2.
El lago Baikal estuvo de moda no hace mucho gracias al fenómeno que se produjo en su superficie y que fue observado por primera vez por astronautas de la Estación Espacial Internacional (ISS). Sobre el agua helada detectaron una marca circular de 4,5 kilómetros de diámetro. Similar al círculo de humedad que deja un vaso sobre la mesa, pero de tamaño descomunal. En principio se ignoró cuál podría ser su naturaleza y muchos amantes de lo paranormal se lanzaron a conjeturar que quizá se trataba del vestigio del aterrizaje de un ovni, siguiendo la misma lógica de los círculos de las cosechas. La comunidad científica, sin embargo, cree que este círculo oscuro podría estar formado por la convección del agua: el agua más cálida y menos densa asciende a la superficie, donde se congela de nuevo formando una fina capa de hielo. Otra hipótesis apunta a emisiones de metano, que provocaron la ascensión de una masa de agua caliente en forma de remolino. Al tocar el agua caliente la superficie inferior de la parte helada, fundió el hielo en forma de anillo: algo así como un tatuaje térmico. El mismo fenómeno que sucede en el triángulo de las Bermudas y que provoca el literal engullimiento de los barcos. Si por el Baikal navegara algún barco cerca de estas emisiones, naufragaría también en pocos minutos succionado por una poderosa turbulencia.
Si os apetece asomaros a este lago de proporciones míticas os recomiendo que lo hagáis durante el viaje en el tren Transiberiano, que lo bordea completamente atravesando 200 puentes y 33 túneles. No hay mejor experiencia que bajar del tren en alguna de las estaciones y comprar un poco de pez omul ahumado, que se comercializa en todos los mercados alrededor del lago.
El Baikal sirve como límite para dos provincias rusas: óblast de Irkutsk (orilla suroriental) y la república de Buriatia (orilla noroeste). La parte del sureste, sin embargo, es la más turística; y la nororiental está prácticamente abandonada. Y no tengáis prisa por ir. A diferencia de otros lagos, que suelen tener una vida media de 15.000 años, el Baikal no hace más que aumentar su tamaño a una velocidad media de dos centímetros al año. Lo cual produce no pocos terremotos en la región. No obstante, es posible que el calentamiento global del planeta acabe convirtiendo al Baikal en un lugar mucho menos interesante. En un artículo del número 58 de la revista BioScience escrito por Marianne V. Moore, del Wellesley College, se señalaba que el clima del lago se ha vuelto más suave. Ahora el lago permanece congelado menos tiempo en invierno. Ello puede dañar el ecosistema del lugar, sobre todo en lo que concierne a la foca nerpa, una foca endémica que, además, es la única foca de agua dulce del mundo. Al parecer, la foca solo se aparea y da a la luz sobre el hielo, y al existir este durante menos tiempo provoca que su natalidad descienda alarmantemente. Sin contar la caza furtiva y masiva de estas focas, que constituyen una de las más sólidas bases para la economía de la región.
Hay otros lagos más grandes que el Baikal, pero el mayor de ellos resulta un poco inaccesible, a no ser que seamos como los protagonistas de Los inmortales o más longevos que Mahoma, pues se halla nada menos que a 1355 millones de kilómetros de distancia. Es decir, en la otra punta del sistema solar. Concretamente en Titán, una de las lunas de Saturno. Fue descubierto en 2007 por la sonda espacial Huygens, de la nave Cassini-Huygens, y fue bautizado como Kraken Mare (el kraken es un monstruo de la mitologia escandinava). Su superficie estimada es de 388.500 kilómetros cuadrados. Es decir, que su tamaño supera al del mar Caspio, el mayor lago terrestre, que tiene 370.400 kilómetros cuadrados.
Como ya hemos visto, Australia, esa isla gigantesca medio vacía y medio desconocida, está básicamente compuesta de desierto, calor y muchos bichos dispuestos a matarte. Sin embargo, esa primera impresión podría cambiar si echamos un vistazo a sus entrañas, concretamente a un pueblecito llamado Coober Pedy, a 850 kilómetros al norte de Adelaida o a 690 kilómetros al sur de Alice Springs, que a simple vista parece un asentamiento minero como otro cualquiera.
Mucho polvo rojizo, mucho calor, la nada más absoluta hasta donde alcanza la vista. El único árbol a la vista, de hecho, fue soldado a partir de chatarra de hierro. Quizá llame la atención el campo de golf sin césped, pura tierra seca, que solo se usa por la noche a fin de evitar las tórridas temperaturas y donde se juega con pelotas incandescentes para poder localizarlas en la oscuridad. Todo un espectáculo. Pero lo cierto es que lo más interesante del pueblo no está en su superficie, sino bajo la tierra.
Debido a las duras condiciones climáticas de Australia (imaginaos los 48 ºC del verano), los trabajadores de esta mina de ópalo han optado por un sistema radical a la hora de asentarse con su familia: vivir bajo tierra. De esta forma, todas y cada una de las residencias de los habitantes de Coober Pedy, incluidas las iglesias, los hoteles, los restaurantes, los comercios o las galerías de arte, están en el subsuelo, lejos de los ardientes rayos del sol. Algo así como aquellos habitáculos que la familia Skywalker tenía en el planeta Tatooine, en la película La guerra de las galaxias. No en vano, Coober Pedy es un anglicismo del nombre indígena Kupa Piti, que significa «hombre blanco en un agujero».
La mitad de los habitantes de Coober Pedy, gran parte de ellos aborígenes, viven en casas excavadas bajo tierra, llamadas dugouts por los aborígenes. Lo hacen desde el momento en que se halló aquí un ópalo gigantesco, en 1915, atraídos por una especie de «fiebre del ópalo» (una de las piedras semipreciosas más valoradas del mundo) parecida a la «fiebre del oro» acaecida en la California de 1849; llegaron hasta estas remotas tierras inmigrantes de todos los puntos del planeta, pero sobre todo de procedencia eslava, como yugoslavos, sobre todo serbios, que fueron los primeros en vivir bajo tierra aprovechando los túneles que excavaban para encontrar sobre todo el ópalo. Una técnica que habían heredado de unos soldados australianos veteranos de la Primera Guerra Mundial, expertos en trincheras, que en 1918 se refugiaron de esta forma del calor a fin de buscar ópalos. Los serbios también fueron los responsables de construir la primera iglesia ortodoxa serbia subterránea con paredes de tierra compacta. Sería solo la primera de muchas iglesias subterráneas que construirían los mineros, que practicaban religiones diferentes. Este detalle multicultural también se puede apreciar en el acento australiano de sus habitantes: muy pocos lo poseen.
Desde entonces, como topos humanoides procedentes de hasta 45 nacionalidades distintas, fueron construyendo una ciudad bajo la superficie de la tierra, cuyas casas se mantenían frescas en los días más calurosos y que no tenían nada que envidiar a una casa corriente, con luz eléctrica y aire acondicionado incluidos. No es extraña esta invasión de buscadores de fortunas: se decía que trabajar aquí durante unos años solía traducirse luego en una riqueza suficiente como para retirarse de por vida a cualquier lugar del mundo. Actualmente, la extracción de ópalo está en manos de grandes empresas mineras, que usan máquinas de extracción, pero aún continúan viviendo muchos mineros que buscan en solitario sus propios ópalos usando las técnicas más tradicionales. Una mirada aérea al lugar permite adivinar que, bajo las numerosas montañas de tierra que se observan, hay innumerables pozos mineros: más de 300.000. En el censo de 2006, Coober Pedy tenía una población de 1916 habitantes (1084 hombres y 832 mujeres).
Coober Pedy entra en la misma categoría de ciudades como las que se ubican en Nuevo México o Capadocia, las llamadas construcciones trogloditas. Pero, desde 1987, cuando llegó la autopista Stuart a Coober Pedy, el lugar se ha convertido en un punto turístico bastante importante. De modo que, si os apetece visitar este pueblo subterráneo, tendréis la oportunidad de dormir en el único hotel del mundo que está bajo tierra. Es el Desert Cave Hotel, un hotel con aire Ikea, que dispone de gimnasio, sauna, restaurante italiano, bodega, tienda de souvenirs y taller de ópalos. Si en vez de comprar el ópalo queréis obtenerlo por vuestros propios medios, el hotel organiza excursiones para excavar en las minas en busca de vuestra propia piedra de ópalo. Para vivir esta pequeña aventura, el hotel también os surtirá de pico, pala y un permiso para cavar.
Coober Pedy también ha servido de escenario para muchas películas, como Mad Max, más allá de la Cúpula del Trueno, protagonizada por Mel Gibson y Tina Turner. O Planeta rojo (sin duda se parece a Marte, con sus propios colonizadores), Pitch Black o Priscilla, reina del desierto. Sin olvidar que fue también uno de los lugares que visitaron los participantes de la segunda temporada del concurso televisivo El gran reto.
Pero, sin duda, más extrañas aún que las ciudades resultan las granjas que están bajo tierra. Porque se supone que los cultivos necesitan los rayos del sol para realizar la fotosíntesis, y bajo la superficie solo hay tenebrosa oscuridad.
En Tokio, debido a la escasez de espacio que supone vivir en una isla pequeña, han resuelto el problema. Solo el 0,9 por ciento del territorio nipón está orientado de manera permanente a tareas agrícolas, sobre todo al cultivo de arroz. Pero los japoneses que echan de menos los cultivos, y tienen la posibilidad de pagar unos 300 dólares, pueden disfrutar de pequeños terrenos habilitados en la azotea del complejo comercial Namba Parks, en Osaka, al suroeste de Tokio, una parcela de seis metros cuadrados por usuario en el que se pueden cultivar verduras bajo la supervisión de técnicos del centro. Para muchos es una forma de escamotear el estrés diario.
La forma más original de obtener terrenos para cultivos, sin embargo, consiste en buscar espacio bajo el asfalto. Enterrando las granjas, entonces, pueden permitirse recuperar las anchas extensiones de tierra que se usan para los cultivos a fin de levantar más edificios llenos de viviendas o esos hoteles cápsula que son la extrapolación habitacional de los nichos en los que nosotros enterramos a los muertos. Además, el suelo volcánico de Japón tampoco ha sido nunca demasiado fértil.
Así pues, para conseguir que los cultivos subsistan sin el sol, los japoneses se han valido de los últimos adelantos tecnológicos. Mediante diversos tipos de iluminación han logrado que las plantas crezcan normalmente. Como si hubieran construido una gran instalación de rayos UVA para «broncear» al mundo vegetal. Para las flores, funcionan los LED (diodos emisores de luz). Para las frutas y verduras, las lámparas de vapor de sodio, que son las que mejor imitan los beneficios de la luz solar en las plantas. Un sofisticado sistema informático, a su vez, gestiona y verifica al punto los niveles de hidratación y de dióxido de carbono del lugar para obtener los mejores resultados. El fertilizante se aplica en forma de aerosol.
Un ejemplo de estas granjas subterráneas que dan frutos sin la necesidad del sol es la de Pasona O2, que ha sido instalada en un área de aproximadamente un kilómetro cuadrado que antiguamente servía como cámara acorazada del banco Resona, del distrito de oficinas de Otemachi. Dividida por sectores, allí se cultivan desde lechugas y tomates hasta frutos de baya. Todo se parece a un gran hipermercado en cuyos anaqueles nacen y crecen los productos.
La agricultura, una de las actividades más marginales en los países desarrollados, enterrada bajo tierra a fin de que la creciente densidad demográfica de Tokio siga encajonándose en interminables edificios de acero y cristal.
No es necesario que descendamos demasiado para disfrutar de un ambiente infernal y demoníaco. En todas las grandes ciudades, a solo unos metros de la suelas de nuestros zapatos, existen lugares que nos harían estremecer con solo imaginarlos. Hablo de las entrañas de las alcantarillas, los túneles de metro, las tuberías que se bifurcan interminablemente como los intestinos de un monstruo. Ya lo narraba así Ermano Cavazzoni en su libro de cuentos El poema de los lunáticos, en el que desgrana lo que sintió al introducirse una noche por el sumidero del lavabo hasta perderse por un tubo de cemento con ramificaciones de plomo. O quizá lo describa mejor la rata aficionada a la lectura (y experta en cloacas por su condición de rata) que protagoniza la deliciosa novela Firmin, de Sam Savage, concibiendo el subsuelo de una forma tan intrincada que parece salida de la mente de un cubista.
Nueva York estilo gruyer
Echemos un vistazo a la ciudad de Nueva York, por ejemplo. Todo el mundo reconoce la verticalidad de Nueva York. Pero solo la verticalidad que emerge a partir del suelo, los rascacielos. Pocos conocen que bajo la ciudad hay lugares tan inmensos y excitantes como los rascacielos, aunque ocultos a los ojos del ciudadano. Desde mediados del siglo XIX la Gran Manzana empieza construir su enorme submundo. 1600 kilómetros de metro, 10.300 kilómetros de alcantarillas y más de una docena de túneles bajo sus ríos. En esa compleja red hay fuertes del siglo XVII, túneles de contrabandistas y diversos antros clandestinos surgidos durante la ley seca, como el elegante club nocturno 21 (bajo la calle 52 de Manhattan, llamada «calle húmeda» debido a su cantidad de bares clandestinos), al que acudía el alcalde Jimmy Walter y otros famosos y millonarios. Un laberinto oculto, un garabato de calles subterráneas.
Muchos piensan que Londres posee la red de metro más antigua del mundo, pero el de Nueva York abrió su primer túnel casi 20 años antes de que el metro de Londres entrara en servicio. El túnel discurre a diez metros bajo la avenida Brooklyn Atlantic y, en parte, fue financiado por los francmasones, la sociedad secreta más famosa del país. En 1859, la corrupción acabó con el proyecto. Un ambicioso promotor inmobiliario logró que el túnel fuera declarado molestia pública, lo que le suministró, por parte de los vecinos de la zona que querían que lo derrumbara, una gran suma de dinero, casi 130.000 dólares de la época, que hoy equivaldrían a unos dos millones de euros. No lo hizo, embolsándose el dinero, y se limitó a cegar las dos entradas con muros de ladrillos. En 1980, un explorador urbano llamado Bob Diamond descubrió el túnel y sus secretos. Estaba lleno de basura, apenas había espacio y adentrarse por él requería llevar bombona de oxígeno. Bob había averiguado la localización del túnel gracias a un artículo de un periódico de 1911 y a un mapa de 1868. Si ahora quisiéramos acceder, la única entrada la constituye una boca de alcantarilla que está en medio de la calle (antes habríamos de detener el tráfico y estar seguros de que no somos claustrofóbicos), aunque ya han retirado la basura e incluso posee un alumbrado alimentado por un motor diésel. Se cree, asimismo, que detrás de alguno de los muros que todavía no se han echado abajo se encontrarían las 18 páginas que le faltan al diario de John Waylwuth, el hombre que disparó al presidente Lincoln, que desaparecieron en el juicio que se celebró en 1865 y que le habrían inculpado.
Sin abandonar Nueva York, es obligatorio mencionar Chinatown, que a principios del siglo XX albergaba una macrociudad freática atestada de tiendas, clanes secretos y corrupción. Un lugar tan extraño y extramuros de la realidad en donde, quién sabe, quizá era posible adquirir un gremlin llamado Gizmo.
El discreto almacén que conduce a un mundo paralelo
O vayamos a Londres y pasemos de largo el Big Ben, hasta llegar a una calle como otra cualquiera, en el bullicioso mercado de Camdem. Allí hay una discreta puerta blanca que pertenece a un almacén totalmente normal. Sin embargo, este almacén es la entrada a un mundo paralelo surgido a rebufo de la Segunda Guerra Mundial. Tras cruzar una puerta, podréis descender 41 metros en un precario ascensor de 1940, todo hierro y chirridos ferroviarios. Y ante vosotros aparecerá entonces uno de tantos búnkeres que se construyeron bajo Londres para evitar los bombardeos alemanes. Se diseñaron 10 búnkeres como este, pero solo se construyeron ocho. Y de esos ocho, solo este todavía se usa para algo. Concretamente para almacenar 300.000 cajas de cartón que funcionan como archivadores de documentación de empresas que precisan más espacio en sus caras oficinas en la superficie. Así pues, al descender los 41 metros en ascensor, contemplaréis varias filas de cajas de cartón alineadas hasta el infinito, todas sobre unas estanterías de hierro que en realidad antes eran los armazones de las literas usadas por los refugiados. Sí, literas de hierro usadas como estanterías para apilar cajas de cartón con archivos empresariales. Así ha terminado este laberinto subterráneo de 900 metros de pasillos que, en su día, sirvió para hacinar a 8000 londinenses. Es un complejo enorme, inmenso, una maravilla de la ingeniería de la época que avanza hacia todas direcciones. Una biblioteca oculta que nació con fines bélicos que, gracias a sus refuerzos de grandes anillos de acero y hormigón, apenas vibra cuando solo a cinco metros más arriba cruza a 56 kilómetros por hora un tren de 600 toneladas.
Unidad técnica de control de vectores
Todas estas megalópolis subterráneas cada día son recorridas y controladas por ejércitos de hombres invisibles pertenecientes a unidades técnicas de control de vectores en busca de plagas de ratas y cucarachas, de infecciones exóticas o hasta de ataques bioterroristas. Estos centinelas del subsuelo persiguen a los llamados animales r-estrategas, aquellos que dan prioridad a la supervivencia de la especie frente a la propia como seres individuales. Son especies adaptadas para colonizar medios vírgenes o inestables, suelen ser de pequeño tamaño y de vida media muy corta. Para los animales r-estrategas el individuo no es relevante, de modo que se reproducen a gran velocidad (también tienen una alta tasa de mortalidad), y también son reservorios de agentes patógenos. ¿Os acordáis de esos videojuegos protagonizados por lemmings, en el que los lemmings se reproducían por millares y sacrificaban su propia vida para que el grupo salvara cualquier obstáculo? Pues algo similar, aunque con un pequeño matiz: los lemmings poseen una capacidad reproductora espectacular, pero lo de los suicidios masivos es solo cosa del juego, herencia de un mito que se popularizó a raíz de la película documental de Walt Disney Infierno blanco, de 1958, que fue un fraude absoluto. Aunque el origen del mito hay que buscarlo más atrás, a principios del siglo XX, donde ya en una influyente colección infantil de consulta en el Reino Unido, la Children’s Encyclopedia de Arthur Mee (1908) decía: «Avanzan en línea recta, por montañas y valles, a través de jardines, granjas, pueblos, manantiales y estanques; envenenan el agua y provocan fiebre tifoidea, (…) continúan hasta el mar, y provocan su destrucción metiéndose en el agua (…). Es triste y terrible, pero si ese éxodo funesto no tuviese lugar, los lemmings habrían dejado Europa pelada hace mucho tiempo». El hombre, por cierto, es una especie k-estratega, pues para él lo importante es la supervivencia del individuo por encima de la comunidad.
Generando mundos a causa de la contaminación
Tampoco es necesario recurrir a los legendarios cocodrilos transgénicos que algunos creen que pueblan las alcantarillas de Nueva York. Una leyenda urbana que se remonta a un artículo publicado en 1935 en el New York Times según el cual unos jóvenes de la calle 123, en las proximidades del río Harlem, se habían topado con un caimán emergiendo de una alcantarilla de Harlem y le habían golpeado con palas hasta matarlo. Algo totalmente imposible, sobre todo porque los caimanes no pueden sobrevivir en las alcantarillas a causa de la falta de luz: precisan de la radiación ultravioleta del sol para procesar el calcio que consumen. Ni tampoco hace falta recurrir al antecedente del cocodrilo transgénico: los cerdos gigantes de Londres. La realidad es mucho más terrorífica. Por ejemplo, en el mismo Támesis no existen tales cerdos gigantes, pero en sus aguas insalubres viven cangrejos, aves salvajes y hasta focas, y en 1833 se pescó el último salmón para alimentar al rey. Y a nivel microscópico, criaturas más extrañas, como los virus y bacterias que provocan gastroenteritis entre los remeros y regatistas de Kew y Barnes. Como decía Terry Pratchett en su saga de novelas de fantasía ambientada en Mundodisco a propósito del río Ankh (clara alusión al Támesis), «es probablemente el único río del universo en el que los investigadores pueden dibujar con tiza el contorno de un cadáver», aunque los ciudadanos seguían creyendo que el agua del río era increíblemente pura, pues cualquier agua que hubiera pasado por tantos riñones tenía que ser pura a la fuerza. No hay que tenerle especial manía al Támesis, esto ocurre con los ríos de muchas grandes ciudades. Por ejemplo, el Sena a su paso por París. En Encyclopédie, el triunfo de la razón en tiempos irracionales, Philipp Blom narra que el agua de la capital francesa era infame en la época de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert y, dado que las fuentes públicas escaseaban, la gente estaba obligada a recurrir al río: incluso bebiendo agua cenagosa si el río estaba turbio algún día. Y que por estar corriente abajo de fundiciones, tenerías y mataderos, el agua que llegaba a la ciudad tenía también cualidades muy poco salubres.
Aunque este río palidece si lo comparamos con el río que cruza la ciudad de Linfen (anteriormente conocida como Pingyang), en la provincia de Shanxi, China, una de las ciudades con mayor índice de contaminación del mundo. Linfen recuerda a la niebla que había suspendida en las calles londinenses en el apogeo de la Revolución Industrial. Pero en el caso de Linfen esta niebla es perpetua. Se denomina smog y es un manto tóxico que solo permite a los habitantes ver a unos metros delante de ellos. En los árboles es frecuente encontrar copos de nieve negra (ceniza) que brotan de las chimeneas. Algunos estudios estiman que la contaminación es incluso mayor que la encontrada en Chernóbil: no importa que el reloj indique que ya ha amanecido, es posible que la perpetua penumbra te obligue a encender las luces de casa. La zona industrial de Linfen descarga todos sus desechos químicos y orgánicos en el río convirtiéndolo en una pasta densa imposible de usar para nada que no sea eliminar la vida humana: el simple contacto con la piel puede ser dañino. Un final muy triste para Linfen, que en la década de 1980 se conocía como la «moderna ciudad de los frutos y las flores», antes de la imparable proliferación de centrales de energía que queman carbón día y noche. Un suicidio medioambiental que quizá no tarde en reproducirse en nuestras ciudades.
Aunque el río más contaminado del mundo, si nos fijamos en el hecho de que podemos caminar sobre él como si estuviera congelado, es el Citarum, en Indonesia, que funciona como el vertedero público de nueve millones de personas y más de 500 fábricas, muchas de ellas dedicadas a la industria textil. Lo sorprendente es que este río se usa para cocinar e incluso para beber, a pesar de que recuerda poderosamente a aquel vertedero espacial en el que terminan atrapados los protagonistas de la película La guerra de las galaxias. En el que es el mayor curso de agua al oeste de Java, los pescadores han cambiado de profesión: resulta más rentable recoger la basura para luego venderla.
Irónicamente, es la propia congestión de esta alfombra de desechos la que provocará, según el pronóstico de los expertos, que la planta eléctrica del lago Saguling deje de funcionar correctamente, privando del suministro de energía a las fábricas que producen dicha contaminación. Como el pez (inexistente en Citarum) que se muerde la cola.
Afortunadamente, puede que esta clase de ríos sean cada vez menos frecuentes gracias a la reunión sobre medio ambiente global más grande jamás celebrada, la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro. En ella se fraguó la llamada COP, la Convención de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes, que en mayo de 2001 fue ratificada por 91 países. El tratado prohíbe una serie de productos químicos que son dañinos para el medio ambiente en general, ya sea porque su toxicidad se dispersa con rapidez por el aire o el agua, o porque se acumula en la grasa corporal o los aceites, y se transmite de madre a hijo. Estos productos han sido llamados los «dirty dozen» («doce sucios»), una alusión al título de la película bélica de 1967, Doce del patíbulo. Los 12 sucios prohibidos son: los insecticidas aldrina, la clordina, el DDT, el dieldrin, el heptacloro, el mírex, el toxafeno, el raticida e insecticida endrina, el fungicida hexaclorobenceno, los PCB y los subproductos dioxinas y furanos. El tratado COP entró en vigor en mayo de 2004.
Pero centrémonos en los cocodrilos transgénicos y los cerdos gigantes. El horror que puedan provocaros palidece frente a las criaturas que realmente os podeís encontrar bajo vuestros pies. En cualquier cloaca podemos hallar ratas o cucarachas. Las ratas son, inequívocamente, los animales más sucios y los mayores transmisores de enfermedades del universo; y también las causantes de más muertes a lo largo de la historia: por ejemplo, transmitiendo la peste bubónica que asoló Europa. Tan solo las igualan las palomas, que por ello son llamadas «ratas con alas». Y las cucarachas, bien…, incluso muertas producen escalofríos, como si contempláramos el casquillo de una bala recién disparada.
Así que los trabajadores de alcantarillas, contenedores, vertederos o aljibes se me antojan como los héroes que en los libros de caballería se enfrentaban a dragones o demonios. Incluso los dragones y demonios son menos peligrosos.
Madrid es la única ciudad española que dispone de un equipo científico dedicado a controlar los riesgos biológicos, epidemiológicos y ambientales que produce la fauna urbana salvaje, y fue creado a finales del siglo XIX. Con sus sistemas pueden predecir focos infecciosos, transmisión de nuevas enfermedades o atentados bioterroristas. Porque los monstruos existen, viven bajo nosotros y tienen la cara de Mickey Mouse: una simple rata que haya estado en contacto con aguas fecales, y cuyos excrementos y orines crucen las puertas de la cocina de un restaurante, puede transferir tranquilamente hepatitis o salmonelosis. Un terrorista que quisiera crear alarma social ya no precisa de un aparatoso explosivo, basta con que inocule la peste bubónica a una rata del alcantarillado de la ciudad y provocar que esta se acerque a zonas residenciales.
Para radiografiar estas amenazas emplean un sistema de información geográfica que Clara Calvo Mora, uno de los 50 técnicos que trabajan en esta unidad, describe con la siguiente metáfora: «Es como ir colocando hojas transparentes, una sobre la otra, con datos de lo más diverso: desde la ubicación de contenedores y recipientes de agua hasta salidas de alcantarillado o niveles socioeconómicos por barrios. De esta forma, al cruzar los datos, aparecen los puntos críticos o peligros potenciales».
Porque el mal suele ser sibilino y casi siempre es invisible. Así que no podemos respirar tranquilos, y aun debemos confiar en el buen hacer de estos guardianes del inframundo, pues todavía estamos bajo la amenaza de enfermedades infecciosas que ya se creían extinguidas. Por ejemplo, la tuberculosis, que ha aumentado estrepitosamente sus tasas de incidencia debido al fenómeno migratorio. Porque en la simple maleta de un turista que ha viajado a zonas donde la malaria o el dengue son enfermedades endémicas puede pasar inadvertido un chinche transmisor del mal de Chagas. La unidad técnica de control, entonces, debería encargarse de que ese pequeñísimo animal no entrara en contacto con otros vectores y provocase una plaga. Algo tan peligroso que hasta los cocodrilos transgénicos y los cerdos gigantes huirían despavoridos.
Quien más o quien menos ha leído La isla del tesoro, del escocés Robert Louis Stevenson, una adictiva novela de aventuras publicada por primera vez por entregas en la revista infantil Young Folks, entre 1881 y 1882. Y quien no haya leído la novela habrá visto alguna de sus adaptaciones cinematográficas. O habrá leído alguno de los cómics que ha inspirado. O al menos habrá oído hablar de ella. Para quien no tenga la menor idea de lo que estoy diciendo, sin embargo, ahí va un resumen del argumento: un mapa cuya X marca el tesoro y un grupo de piratas que parten en su busca. El arranque más esencial de la aventura. Y es que ¿quién no ha soñado alguna vez con buscar un tesoro? (Aunque siento quitaros un poco la ilusión si os revelo que en realidad jamás se ha documentado que un pirata haya dibujado un mapa del tesoro, y mucho menos marcándolo con una X; y solo se sabe de un pirata, William Kidd, que enterrara un tesoro alguna vez, alrededor de 1645-1701, concretamente en la isla de Gardiners, frente a la costa de Long Island.) Fue precisamente Stevenson quien inventó lo de la X en La isla del tesoro, así como otras expresiones que caracterizan a los piratas o a la atracción Piratas del Caribe de Disney World (así como su versión cinematográfica), como «Yo-ho-ho», «Marinero de agua dulce» o «¡Preparados para el abordaje!». Tampoco se sabe de ningún pirata que tuviera un loro como mascota o usara una pierna de madera, salvo dos corsarios, el francés del siglo XV François Leclerc y Cornelis Corneliszoon Jol.
La escena que más recuerdo del cine de mi infancia corresponde a Los Goonies. Cuando los protagonistas, trajinando en el desván de la casa de uno de ellos, encuentran por casualidad, oculto en el interior del marco de un diploma, un mapa del tesoro que pertenece a un pirata llamado Willy, el Tuerto. Cuando veraneaba en un camping de la Costa Dorada, uno de los juegos que más nos divertía consistía en que uno de nosotros confeccionaba un mapa del camping y de las inmediaciones y en él marcaba una X que correspondía al lugar donde había enterrado algún pequeño tesoro del tipo una bolsa de canicas o el palo premiado de un polo (el premio consistía en otro polo gratis). Para añadir verosimilitud a la aventura, el propietario del tesoro nos entregaba el mapa previamente arrugado y restregado por el suelo para que este adquiriera esa pátina legendaria que acompaña a los mapas de verdad.
Hoy día, ya de adultos, cuando una bolsa de canicas ya no es capaz de conmovernos, creemos que los tesoros ya no existen. Y mucho menos los mapas con una X. Pero lo cierto es que existen. Aunque no sean como los esperamos, de alguna forma son tesoros que han sido concienzudamente ocultados por quienes, como el tío Gilito, no querían compartir con nadie su fortuna.
Uno de estos tesoros que aún sobreviven al mundo adulto es el que se esconde en las entrañas de la isla del Roble, en la costa atlántica de Canadá.
Enterrando el tesoro
Como el protagonista de La isla del tesoro, Daniel McGinnis era muy joven cuando llegó a la isla del Roble, una extensión de tierra de apenas cinco kilómetros cuadrados situada en Nueva Escocia. Bueno, en realidad, pese al nombre, la isla del Roble no es una isla, sino un istmo. Se llamó tradicionalmente «isla» porque, vista desde el mar, es lo que parece. Pero uno podría llegar a ella andando tranquilamente desde tierra firme. Por eso no ha de extrañarnos la juventud de Daniel. Tenía solo 16 años. El año era 1795.
También como el protagonista de La isla del tesoro, Daniel era un entusiasta de los relatos de piratas. Por ello, al toparse con una depresión circular de tierra removida, se detuvo a investigar. Cuando observó que el árbol que crecía junto a la depresión presentaba unas ramas llenas de rozaduras, como si se hubieran usado para ajustar una polea, y también restos podridos de aparejos de un barco, Daniel tuvo el pálpito de que allí abajo podría haber algo interesante.
Junto a sus amigos, John Smith y Anthony Vaughan, empezó entonces a cavar en el misterioso agujero. Al poco tiempo les asaltó otro hallazgo. Solo habían cavado unos 60 centímetros y el pico golpeó una especie de capa de losas que cubría una fosa. Rompieron las losas y continuaron cavando.
A tres metros encontraron otro obstáculo: una capa de troncos de roble. Se deshicieron de los troncos, no con pocos esfuerzos, y continuaron profundizando en el agujero, presos de la sensación de que se estaban aproximando a algo muy valioso. ¿Por qué, si no, alguien iba a tomarse la molestia de interponer aquellos obstáculos?
A los nueve metros, todo un logro para tres adolescentes, otro estrato de troncos dispuesto para desalentar su búsqueda. En esta ocasión era demasiada la profundidad para conseguir apartar todos aquellos troncos que obraban como la puerta de un templo lleno de tesoros inimaginables. De modo que se rindieron, pero solo eventualmente. Algún día regresarían mejor preparados, y con refuerzos.
Alrededor de 1803, junto a la compañía de minería Onslow, los tres aventureros regresaron a la isla del Roble con la convicción de que llegarían hasta el fondo de aquel hoyo. Equipados con muchos más medios, atravesaron la segunda barrera de troncos y empezaron a cavar de nuevo. Entonces se toparon con algo más extraño. Cada 10 metros, justo cada 10 metros, otra barrera les salía al paso. Capas de troncos fortalecidas con otras capas de carbón de leña y fibra de coco (la fibra de coco, por cierto, no existía en Nueva Escocia ni en cualquier otro lugar próximo: el más próximo sería Bermudas, a más de 2000 kilómetros de distancia).
Cuanto más penetraban en la isla del Roble, más impedimentos encontraban para seguir adelante. Pero esta circunstancia, más que disuadirles, avivaba su entusiasmo por el agujero: cuanto mayores fueran las medidas de seguridad, mayor sería el tesoro que estas medidas tratarían de proteger. Una lógica, en principio, bastante sólida.
Los buscadores de tesoros llegaron hasta los 28 metros de profundidad. Allí fue donde hallaron la señal que despejaba cualquier duda que pudiera haberles invadido durante el interminable trabajo. Desenterraron una gran piedra de pórfido (material también prácticamente inexistente en toda América del Norte) en la que vieron una inscripción llena de símbolos extraños. Finalmente, descifraron los símbolos al descubrir que estaban encriptados bajo un código sencillo de cifras. El mensaje decía lo siguiente: «Doce metros más abajo, dos millones de libras se encuentran enterradas».
Continuaron la excavación con energías renovadas, más excitados que nunca, pero entonces llegaron a una capa subterránea de agua que se filtró hasta el hoyo y lo inundó hasta una altura de 10 metros. A pesar de que bombearon el agua durante horas, el nivel no descendió ni un ápice. De nuevo se rindieron.
Al año siguiente, el equipo regresó con herramientas más sofisticadas y con una idea nueva: si el agujero estaba tan bien protegido, ¿por qué no cavar un agujero paralelo al agujero original que probablemente se hallaría exento de obstáculos? Una vez llegaran a la profundidad apropiada, solo tendría que cavar horizontalmente hasta llegar a la cámara donde se alojaban los prometidos dos millones de libras. Sin embargo, el agua acabó también inundando este segundo agujero. Aunque la bombearan, la trampa era tan sofisticada que el agujero volvía a llenarse siempre de agua de mar. No había forma de contener la inundación, de modo que la búsqueda fue abandonada durante los siguientes 45 años.
Y es que el rumor de que bajo la isla del Roble se hallaba un tesoro de dos millones de libras acabó por seducir a muchos otros ambiciosos que se creyeron capaces de superar las innumerables trampas del agujero. En 1849, una excavadora encontró en el agujero eslabones de una cadena de oro y un fragmento de pergamino que relacionaba el tesoro con Francis Bacon. En 1936, por ejemplo, un popular cazatesoros llamado Erwing Hamilton admitió que el agujero debía de ser artificial, aunque propio de una ingeniería muy avanzada para su tiempo. Además, la roca y grava que obstaculizaban el hoyo ni siquiera podían pertenecer a la geología de la isla del Roble, de modo que habían sido importadas de algún otro sitio. Hamilton no consiguió llegar al tesoro. En 1959, Bob Restall y su familia también lo intentaron. Pero Bob murió ahogado en el agua del hoyo. Su hijo y dos trabajadores que habían intentado rescatarlo se quedaron inconscientes cuando inhalaron algún tipo de gas, quizá el monóxido de carbono que desprendía algún generador. En 1965 incluso se construyó una calzada en la isla que permitía que las pesadas grúas se internasen por el terreno hasta el lugar de la excavación. Entre 1967-1969 se hallaron maderas del siglo XVI y un fragmento de latón muy antiguo.
En 1970 lo intentó la compañía Triton Alliance. Con muchos más medios tecnológicos fueron un poco más lejos, llegando a encontrar más cosas desconcertantes bajo la isla del Roble: diversas estructuras de madera con números romanos tallados y otras con más de 250 años de antigüedad que tenían clavos de hierro forjado. Ya nadie estaba seguro de la naturaleza del tesoro de la isla. Pero la isla estaba presentándose tan rara como la isla catódica de Perdidos, de modo que Triton Alliance, a modo de Hanso Foundation, adquirió la isla para seguir experimentando en ella hasta la década de 1990, cuando la exploración se detuvo debido a una batalla legal entre los socios de la compañía. Pero hasta 1990, Triton Alliance hizo nuevos hallazgos sorprendentes. El más importante fue el de 1976, en la perforación que se conocía como 10-x-237: pies de tubos de acero de 55 metros, hundidos al noroeste del agujero. También encontraron otras cavidades artificiales. Usando una cámara de vídeo que introdujeron subterráneamente por lugares infranqueables, grabaron algo que les dejó helados: partes de un cadáver humano, así como tres extrañas cajas que supuestamente eran tres cofres del tesoro. El intento de llegar hasta ellos resultó de todo punto infructuoso, pues el agua anegó la entrada del agujero y finalmente el agujero se derrumbó por completo.
En la historia por recuperar un tesoro que nadie ha visto, seis personas dejaron su vida en la isla del Roble, además de una inversión de millones de dólares.
¿Tesoro?, ¿qué tesoro?
A veces, la fe produce más daño que beneficio. La fe en encontrar un tesoro de incalculable valor en la isla del Roble es un caso de este tipo de fe. Todos los que allí cavaron lo hicieron bajo el dictamen de la inquebrantable fe en algo que jamás habían visto. Una fe que fue alimentada por toda clase de rumores e hipótesis sobre los orígenes del presunto tesoro. Unos decían que podría pertenecer a un rico constructor francés que hubiera escondido allí sus riquezas para protegerlas de los ingleses durante la colonización de América del Norte. Otros atribuyen el tesoro a los vikingos que visitaron América. Los más fantasiosos, que el tesoro pertenecía al capitán Kidd, quien ya había afirmado que su tesoro iba a ser enterrado en un lugar donde ni Satanás pudiera encontrarlo. ¿Qué mejor lugar podría ser ese que la isla del Roble? También se habló de otros piratas, como Francis Drake o Henry Morgan. Y los que sugerían que las inscripciones de la piedra de pórfido pertenecían a un dialecto copto sostuvieron que allí se escondía en realidad una tumba que guardaba relación con el antiguo Egipto.
Ahora, la isla del Roble está abandonada y llena de agujeros. Ni siquiera se conoce ya el paradero del hoyo original que supuestamente conduciría hasta la cámara del tesoro.
Y la ciencia la ha despojado de toda su aureola de misticismo. Materiales que no era posible que existieran en la isla, fibra de coco procedente de las Bermudas, obras de ingeniería que exceden los conocimientos de la época, un sistema de túneles que parecían inundarse cuando alguien intentaba acceder a ellos. Poco a poco, todos estos prodigios han perdido la cualidad que les atribuían los buscadores de tesoros. Continúan siendo sorprendentes, pero desde otro punto de vista. Así que ajustemos las lentes del microscopio y vayamos a ello.
Aunque por latitud Nueva Escocia está al mismo nivel que La Coruña, en Nueva Escocia hace mucho más frío que en Galicia debido a las corrientes de aire del Atlántico. El verano es agradable, pero también la región está sujeta a fuertes subidas y bajadas de la marea y a tormentas poderosas. Nueva Escocia es una región muy rica, pero también muy solitaria: la población canadiense no se concentra en las costas debido a los rigores del clima. En otras palabras: el lugar es accesible, pero poca gente llega a él porque en principio no hay nada interesante que ver, salvo quizá una exuberancia paisajística digna de cualquier cámara fotográfica.
En 1970, un análisis efectuado por el Consejo Nacional de Investigaciones de Canadá sobre las fibras de coco encontradas en la isla del Roble desveló que su datación se remontaba aproximadamente al año 1200 (tres siglos antes de que los primeros exploradores europeos visitaran la región). Entonces, ¿quién llevo hasta allí los cocos y los enterró a aquella profundidad? La verdad es que nadie que fuera humano, pues fue la propia geología de la isla del Roble la que lo hizo posible. El suelo de la región está compuesto básicamente de piedra caliza y de anhidrita, es decir, un tipo de suelo propicio para que se formen cuevas naturales. Los hundimientos naturales del terreno, junto a las tormentas que arrastraban troncos de roble y de abeto hasta los hundimientos, fueron los responsables de esos pozos que cada cierta profundidad presentaba capas de troncos. Esta hipótesis se confirma al estudiar los testimonios de otras personas que también cavaban en la isla por motivos bien diferentes (arando la tierra, por ejemplo) y a menudo se topaban con barreras de troncos, piedras y demás desechos que les dificultaban el trabajo. Las corrientes oceánicas, finalmente, trajeron cocos desde lugares lejanos, que se colaron por las cuevas submarinas de la isla hasta llegar a los pozos naturales que se formaban en aquel terreno con tendencia a ser una laberíntica colmena de abejas.
Luego quedan otros misterios que no han sido explicados satisfactoriamente. Como la gran piedra cuya inscripción prometía un tesoro de dos millones de libras. Lo cierto es que no existe ninguna prueba física de la piedra, ni tampoco fotografías. Y suena bastante sospechoso que los buscatesoros hallaran una inscripción tan obvia como esta justo cuando la compañía minera Onslow estaba a punto de retirarse de la excavación por problemas de financiación. A continuación, el hoyo se inundó de agua y la piedra desapareció. Así que muchos investigadores han llegado a la conclusión de que la piedra no fue más que un anzuelo que Onslow creó para atraer nuevas inversiones para continuar con su sueño. No hay filmaciones de vídeo sobre cadáveres o cofres. Tampoco se tienen registros fehacientes sobre el relato de Daniel McGinnis y el hecho de que se encontraran obstáculos justo cada 10 metros. Cualquier otro objeto extraño que la gente pudo haber encontrado en la isla del Roble simplemente fue traído por la marea e introducido en las aguas subterráneas de los túneles, como si fuera un vertedero de objetos descabalados que poco a poco irían situándose en diferentes estratos de tierra. Objetos que alimentaban cada vez más las fantasías de los que leían las noticias sobre la isla del tesoro, al igual que el niño que lee La isla del tesoro. La isla, por cierto, se puso a la venta por seis millones de euros, lo cual no resulta muy buen negocio si el tesoro que alberga se calcula que hoy día vale un millón de euros.
Todo el misterio de la isla del Roble, pues, se explica gracias a fenómenos completamente naturales. Pero entonces la isla del Roble se revela interesante por otros motivos. Esos motivos que provocan que la mente de tres adolescentes influidos por historias de piratas vuele sin control. Y entonces la búsqueda del tesoro continúa teniendo mucho sentido: el tesoro, entonces, ya no son dos millones de libras, sino la simple y llana verdad. La fascinante e instructiva verdad llena de oscuros misterios. Lo mismo sucede con el mapa del tesoro que obtuvo Jim Hawkins tras la pelea con la banda del ciego Pew en La isla del tesoro. Lo que le transmitía realmente aquel mapa lleno de indicaciones geográficas para localizar la isla, como latitud, longitud, sondas o nombres de colinas, bahías y calas, no era la X donde se escondía el tesoro. En realidad, ese pedazo de mapa era un anuncio de aventura, emocionante, intensa y absorbente.
Son muchas las ciudades que guardan otros mundos bajo sus cimientos, sobre todo las que están ubicadas en regiones con climas adversos. Ciudades subterráneas que en muchas ocasiones son más interesantes que la urbe que está sobre ellas. Tal vez si la gente conociera estos mundos subterráneos, muchos turistas dejarían de visitar la superficie y se encasquetarían un casco provisto con linterna para aventurarse por los hormigueros para humanos.
Irónicamente, en la actualidad China está creciendo justo en sentido contrario: hacia el cielo. Según la consultora McKinsey & Company, en los próximos 15 años en China se construirán alrededor de 50.000 nuevos rascacielos. Es decir, que cada 18 meses se construirá el equivalente a Manhattan. Según el Consejo de Edificios Altos y Hábitat Urbano, en los últimos 10 años se han construido 294 edificios de 50 plantas o más en el mundo, un número que supera a la cifra de rascacielos de los 100 años anteriores. La mitad de todos estos nuevos edificios se construyeron en China y Japón. Además, China cuenta con algunos de los rascacielos más altos del mundo, como el Centro Internacional de Finanzas de Cantón [Guangzhou] (483 metros, cien metros más alto que el Empire State Building), el Centro Financiero Nanjing Greenland (450 metros), la torre Zifeng [el antiguo Centro Financiero Mundial de Shanghái] (492 metros); y en Taiwán, el Taipei 101 (509 metros, solo superado por otro rascacielos, el monstruoso Burj Khalifa de Dubái, con 828 metros).
Pero volvamos a la China subterránea.
Beijing
Uno de los mayores problemas de China es su desbordamiento de habitantes por metro cuadrado. Conscientes de ello, la ciudad de Beijing (o Pekín, como se conoce tradicionalmente la capital de la República Popular de China), la segunda ciudad más poblada del país (y también la primera ciudad del mundo que alcanzó el millón de habitantes por primera vez, allá en 1750), está valorando la posibilidad de olvidarse de los rascacielos para centrarse en los «rascasuelos».
A causa de la avalancha de inmigrantes que llegan a la ciudad procedentes de las zonas rurales, hoy cuenta con una población aproximada de 16 millones de habitantes. Una masificación humana que es el origen de no pocos problemas de contaminación medioambiental, congestión de tráfico y disputas por el uso de las tierras en el centro de la urbe. Y si hacemos caso al informe Pronosticando la población de Beijing en el futuro, publicado por el Instituto de Investigación Demográfica de la Universidad de Beijing, se calcula que en 2020 la ciudad alcanzará los 20 millones de habitantes. Qu Zhenwu, profesor de este instituto, lo expresa así: «Debido a la llegada masiva de inmigrantes, el número de residentes en Beijing ha mantenido un crecimiento imparable durante los últimos cinco años, a pesar de que la natalidad confirió un crecimiento nulo a la capital china». Es por esa razón por lo que el Gobierno planea construir 90 millones de metros cuadrados subterráneos para el año 2020. Para adelantar trabajo, se aprovecharán de la inmensa red de túneles y 1000 estructuras antiaéreas ya existentes, construidas entre los años 1969 y 1970 por Mao Zedong, fundador de la China moderna, a fin de salvaguardar a parte de la población (unas 250.000 personas) de un posible ataque a la ciudad. Una antigua red de 85 kilómetros cuadrados espoleada por la paranoia nuclear que fue excavada a mano por 300.000 pequineses, entre soldados, civiles y niños en edad escolar. Un laberinto de túneles que une la estación de ferrocarril, la Ciudad Prohibida, la plaza de Tiananmen y Zhongnanhai, el complejo secreto donde reside la cúspide socialista. Para haceros idea de la monstruosidad de esta obra, uno es capaz de llegar hasta Tianjin, una ciudad industrial a 150 kilómetros al sur, sin necesidad de salir a la luz del sol. Miles de pasillos que entran y salen de la superficie por diferentes lugares y en cuyas paredes se pueden aún contemplar los retratos de los dirigentes maoístas o instrucciones del tipo: «En caso de ver fuego nuclear, tírense al suelo con las manos sobre la cabeza» . Túneles de hasta 18 metros de profundidad, decorados muchos de ellos con alfombras rojas, como de club de alterne, en los que jamás se alcanzan temperaturas superiores a los 27 grados gracias al complejo sistema de ventilación. Un refugio que era capaz de albergar en sus entrañas durante cuatro meses al 40 por ciento de la población de entonces. Como a Mao le molestaba sobremanera el ambiente húmedo de aquella ciudad subterránea, mandó sustituir las mantas de algodón por otras de seda, hasta entonces exclusivas de los emperadores, que fueron tejidas diligentemente por miles de soldados. Por eso no es extraño que ahora los turistas puedan visitar aquí abajo una fábrica de seda, en la que se hace una demostración del proceso de obtención de los capullos de los gusanos de seda.
Un mundo que, finalmente, nunca fue usado. Un mundo que ahora es un atractivo enclave turístico en el que incluso uno puede adquirir sábanas, pijamas o cojines como souvenirs en la tienda de seda.
Toda esta infraestructura se unirá a los nuevos túneles que se están cavando actualmente con la tecnología más avanzada. Así pues, estamos hablando de que en el año 2020 existirá un espacio habitable bajo las calles de Beijing capaz de brindar cinco metros cuadrados per cápita.
Hasta el momento ya se han construido fábricas, almacenes, restaurantes, hoteles, hospitales, colegios, teatros, salas de cine con aforos de 300 espectadores, pistas de patinaje, granjas de setas y demás en 17 áreas, incluyendo el distrito comercial de Wangfujing y el distrito financiero. Un total de 30 millones de metros cuadrados subterráneos llenos de todas las cosas que ya hay en la superficie, como reflejos especulares del mundo de allá arriba. Para evitar posibles congestiones, el 60 por ciento de este espacio bajo tierra se ha reservado para estacionamientos y redes viales.
Un submundo que crece a una velocidad regular de tres millones de metros cuadrados por año. Un mundo paralelo en cuya entrada, tras bajar los 20 escalones que hallaréis tras la puerta número 62 de la calle Xidamochang en Qianmen, podréis contemplar un tablero con la inscripción horizontal de caracteres chinos que dice: «La Gran Muralla Subterránea de Beijing», bajo el cual descansa el busto del expresidente chino Mao Zedong.
Los habitantes de Beijing aceptan de buen grado este nuevo espacio habitable underground. Tanto es así que los estudios de viabilidad revelan que los restaurantes subterráneos, por ejemplo, ya obtienen unos beneficios equiparables a los restaurantes de superficie, incluso mayores en algunos casos. También se estima que el turismo asistirá en masa a esta nueva ciudad china en la que nunca se distingue el cielo, por ello en los últimos años se han construido nada menos que 100 hoteles subterráneos. Es decir, que el traslado de infraestructuras, transportes, oficinas y centros comerciales y de ocio del mundo de arriba al mundo de abajo es total y absoluto, originando así una ciudad multidimensional en la que ya no todos aspirarán a vivir en la última planta del rascacielos más alto sino también en la última subplanta en lo más profundo de la tierra.
Para ventilar toda esta red del subsuelo se han horadado 2300 agujeros de ventilación por los que circula constantemente el fresco aire de la superficie. Los claustrofóbicos, sin embargo, no creo que se sientan mucho más cómodos con este dato.
«Ville souterraine»
Hasta que el mundo subterráneo de Beijing esté terminado, actualmente la ciudad bajo el suelo más grande del mundo es la ville souterraine de Montreal, Canadá. Debido a las bajas temperaturas registradas en invierno, bajo la ciudad de Montreal se construyeron 32 kilómetros de túneles que conectan siete estaciones céntricas de metro, siete grandes hoteles, multitud de edificios de oficinas, 2000 tiendas y 40 cines en un área de 12 kilómetros cuadrados. Una urbe que mantiene el calor para los 500.000 habitantes de Montreal que la recorren cada día. La ville souterraine fue renombrada como Réso, un homónimo de la palabra francesa réseau, que significa «red».
Pankstrasse
En Berlín, algunas estaciones de metro son en realidad refugios nucleares. Por ejemplo, Pankstrasse, en la línea U8, construida en 1977, en plena Guerra Fría. Hoy día es una estación de metro normal, pero originalmente fue concebida con el propósito de albergar, en caso de ataque nuclear, a nada menos que 3339 personas durante 14 días. Pero no es el refugio más grande: 4332 personas era capaz de acoger la estación de Siemensdamm, en Spandau, línea U7, construida en 1980. Está equipado con una planta de abastecimiento de agua potable, un generador de emergencia eléctrico y dispositivos de control de acceso para evitar la sobreocupación. La asociación Berliner Unterwelten (Mundos Subterráneos de Berlín, www.berliner-unterwelten.de/) ofrece recorridos por todos los refugios, donde un guía acompaña a los visitantes a través de las entrañas de algunos de los más de 3000 búnkeres que ocupan el mundo subterráneo de la capital alemana.
Derinkuyu
En la zona de Capadocia, Anatolia Central, Turquía, existen innumerables ciudades subterráneas que hoy día están deshabitadas, pero cuyo aspecto y proporciones exceden las fantasías de numerosas novelas de ciencia ficción. Un paisaje lunar que ha sido víctima de continuas invasiones a lo largo de la historia debido a que conectaba con diversas rutas comerciales. Es decir, quien controlaba Capadocia controlaba también las rutas comerciales, teniendo así garantizado un porcentaje de todas las riquezas transportadas que pasaran por allí. Sin embargo, bajo tierra es donde se esconden sus detalles más interesantes. La más impresionante de las 37 ciudades encontradas hasta el momento quizá sea la ciudad de Derinkuyu («pozo profundo», en turco), que se encuentra a 30 kilómetros en la zona sur de Nevşehir. Tiene 80 metros de profundidad y ofrecía refugio frente a los invasores romanos, persas y mongoles para unas 100.000 personas.
A pesar de todo, hasta 1963 no se tenía ningún conocimiento de la existencia de este submundo. Porque el imperio otomano había estabilizado la región a partir del siglo XV y las ciudades subterráneas que había servido de refugio para sus antepasados fueron selladas y olvidadas. Su descubrimiento no fue llevado a cabo por un arqueólogo aventurero de sombrero fedora y látigo de circo, sino por un simple hombre que se proponía hacer unas reformas en su casa. Al derrumbar uno de los muros del sótano, se encontró de repente con una extraña habitación que llamó la atención de los investigadores.
Poco a poco fueron descubriendo que esta habitación llevaba a otra, y a otra, todas ellas conectadas por pasillos y más pasillos. Hasta encontrar así una ciudad subterránea que databa del siglo VII, aunque muchos arqueólogos estiman que el primer nivel de la ciudad ya fue construido por los hititas alrededor del 1400 a. C., uno de los pueblos más avanzados del mundo antiguo. Así pues, estaban frente a una ciudad milenaria llena de habitáculos equipados para llevar a cabo las tareas que los habitantes de Capadocia acostumbraban a hacer sobre la superficie de la tierra. Es decir, que hallaron almacenes, bodegas, cisternas, prensas para el vino y el aceite, establos, cocinas, comedores, escuela y hasta una capilla cruciforme de 20 por 9 metros, con una altura de tres metros, situada en el séptimo nivel. También se halló una chimenea de ventilación de 55 metros de profundidad, que también se empleaba como pozo de agua, aunque no era usado por todos los niveles para evitar un posible envenenamiento masivo perpetrado por parte de los enemigos. Las zonas que debían estar más esterilizadas, como el hospital o los almacenes de comida, tenían las paredes cubiertas de cal, que evitaba que las blandas paredes desprendieran partículas de polvo. Muchos pasillos también estaban provistos de unos agujeros en el techo: era un ingenioso sistema de seguridad que consistía en esperar en un nivel superior a que el invasor pasara por allí para introducir una lanza por el agujero, que terminaba clavándose en la cabeza del incauto invasor. También poseían un rudimentario sistema de megafonía que se servía de conductos y del eco que estos generaban para mandar mensajes o alarmas desde una especie de sala de mandos en el nivel inferior hasta los niveles superiores. Además de todo ello, existía un pasillo mucho más largo que el resto, de nueve kilómetros, que conectaba Derinkuyu con una ciudad subterránea todavía más antigua e igualmente fascinante: Kaymakli. Bien, esto último solo es una suposición, pues este largo pasillo permanece obstruido por el momento.
Actualmente, ya se han excavado un total de 10 a 12 niveles, lo que equivale a unos 40 metros de ciudad. Aunque se estima que la ciudad podría llegar a una profundidad de hasta 80 metros, quizá más. Las visitas turísticas (abiertas al público en 1965) solo se permiten hasta los primeros ocho niveles, que están convenientemente iluminados con luz eléctrica, lo cual le arranca un poco del halo de misterio que en su día debería de tener la ciudad, solo iluminada por antorchas. Aunque a muchos turistas no les importa, porque han llegado hasta aquí bajo sugestión, fuertemente influidos por la lectura de La respuesta de los dioses, del suizo Erich von Däniken. Un amante de los misterios que mantiene la esperpéntica hipótesis de que estas ciudades subterráneas se construyeron hace miles de años para servir de refugio de alguna clase de guerra extraterrestre. Claro. Ahora se entiende mejor la razón de que Von Däniken haya abierto un parque de atracciones del misterio en Suiza, al parecer sin demasiado éxito. Pero volvamos a la Capadocia.
El resto de los niveles de Derinkuyu son áreas reservadas para la exploración arqueológica, decenas de pasillos interconectando diferentes zonas y niveles, zigzagueando, bifurcándose y retorciéndose hasta conseguir que el paseante nunca sepa dónde va a terminar. Sin embargo, la visita en pantalones cortos y cámara fotográfica en ristre os permitirá contemplar un universo lo suficientemente grande como para sobrecogeros. Además de que tendréis la oportunidad de examinar los sistemas de seguridad que usaban sus habitantes para aislarse del exterior en el caso de que los invasores trataran de acceder a los pasillos: portalones móviles en forma de discos de piedra de media tonelada de peso, medio metro de ancho y 1,5 metros de diámetro. Una oquedad en su cara interna era lo que permitía que el disco solo pudiera ser desplazado desde el interior de la ciudad. La alarma sonaba, desplazaban el disco y ya nadie podía penetrar en la ciudad desde el exterior.
Derinkuyu, gracias a sus fuentes y depósitos internos de comida, podía acomodar sin problema a 3000 habitantes. Pero en casos extremos, se estima que estas ocultas dependencias podrían ser ocupadas hasta por 50.000 personas. Una ciudad subterránea que también era fortín militar, una versión antigua y desproporcionada de lo que hoy día son los refugios antiaéreos. Imaginaos la situación: todo el mundo vivía en la superficie, de repente se avecinaba un ataque de invasores y la población desaparecía bajo tierra en pocas horas, sin dejar ni rastro de presencia humana sobre la tierra, como si un demiurgo hubiera pulsado la tecla delete o supr de su ordenador cósmico.
La razón de que sea esta inhóspita región la que albergue megametrópolis subterráneas se debe, en gran parte, a lo particular de su suelo. Todo el paisaje se formó hace diez millones de años por la erupción de tres grandes volcanes. Las primeras erupciones crearon una capa de roca blanda llamada toba, y las posteriores crearon una más dura de basalto, un material denso que aislaba la toba inferior y retrasaba su erosión. Un terreno de blanda roca volcánica que luego resulta asombrosamente fácil de excavar y que, también, mantiene su integridad sin demasiadas dificultades una vez cavado el túnel. Así los habitantes de la Capadocia podían comportarse como hacendosas hormigas, agrandando ciudades sin descanso hasta crear un submundo que se estima que, globalmente, era capaz de dar cobijo a casi un millón y medio de personas.
Refugios para todos los suizos
Y Suiza también está tan horadada como su queso nacional. La Ley Federal de 1971 prevé que cada suizo debe disponer de una plaza en un refugio que ofrezca una protección eficaz, tanto para las bombas clásicas como para las atómicas, químicas y bacteriológicas. Por añadidura, estas construcciones obligatorias también protegen contra terremotos, deslizamientos de tierra y aludes. O dicho de otro modo: si algún día se desencadena el apocalipsis, los únicos supervivientes serán suizos. Y la Tierra del futuro será repoblada por ellos. Concretamente, esto es lo que dicen los artículos 45 y 46 de la Ley Federal sobre la Protección de la Población y la Protección Civil: «Todos los habitantes deben disponer de un sitio protegido al que puedan llegar rápidamente desde sus casas» y «los propietarios de inmuebles deben construir y equipar refugios en todos los nuevos edificios habitables».
Todos los grandes edificios disponen de estos refugios, así como muchos bloques de edificios, que aprovechan los sótanos y los aparcamientos subterráneos para acondicionarlos convenientemente. Ello comporta una serie de requisitos que deben cumplirse a rajatabla: sistemas de extracción de aire, filtros de aire y de agua, bombas para residuos orgánicos, esclusas de descontaminación, grupos electrógenos autónomos, reservas de fuel y alimentos, instalaciones sanitarias y dormitorios comunes. Espacio reservado para cada persona: un metro cuadrado.
En 2006, en Suiza existían 300.000 refugios repartidos entre casas, escuelas y hospitales, a los que se suman 5100 refugios públicos. La suma de todos sus aforos equivale a 8,6 millones de puestos disponibles. Es decir, el 109 por ciento de la población. Este plus se ha dispuesto para alojar también a todos los visitantes ocasionales o turistas del país. De manera que si empezáis a ver hongos nucleares en el horizonte, corred hacia Suiza, es el lugar más seguro al que podéis acudir. El refugio más grande de todos, las galerías del Sonnenberg, bajo Lucerna, fue desmantelado en 2006 por problemas de seguridad, pero era capaz de alojar hasta 20.000 personas. En las siete plantas que componían este refugio, inaugurado en 1976, podía encontrarse un hospital con quirófano, un estudio de radio e incluso un puesto de mando militar. La conclusión podría ser esta: en Suiza hay más camas bajo tierra que en la superficie.
En otros países con tradición de refugios nucleares, como China, Corea del Sur, Singapur o India, los niveles de cobertura nunca superan el 50 por ciento de la población. En Israel, el 70 por ciento de la población puede encontrar un refugio en caso de ataque, pero a menudo estos refugios no son completamente impermeables. Solo hay dos países que pueden competir con Suiza en su nivel de autoprotección: Suecia y Finlandia: el 81 por ciento y el 70 por ciento de cobertura, respectivamente.
Imaginad los miles de kilómetros cuadrados de galerías y habitáculos que hay bajo Suiza. La cantidad de agujeros de queso emmental suizo practicados en todos los sitios a fin de que la población pueda sobrevivir una buena temporada a base de provisiones en forma de comida congelada y Tang sin azúcar. Un tanto paranoico, sin duda, como si la gente se pasara toda la vida esperando el «fin de los días». Así que, por supuesto, hay muchos ciudadanos suizos que se toman a guasa esta obligación y las regulares inspecciones de Protección Civil. Ciudadanos que entonces aprovechan sus refugios para actividades alternativas. Como bodega para los vinos, por ejemplo. O para celebrar fiestas. De alguna manera, es como la costumbre de la mayoría de los estadounidenses de los suburbios de construirse un sótano donde almacenar toda clase de cosas. Pero en Suiza los sótanos tienen una puerta blindada similar a la de un banco. Es una opción muy lícita darle salida a tamaña obra civil, pues la construcción de un refugio nuclear en una casa unifamiliar, por ejemplo, cuesta unos 10.000 francos suizos, aunque se pueden evitar los gastos pagando al municipio una contribución de 1500 francos por cada puesto protegido.
Otra opción mucho más lógica que está tomando el Gobierno para darle utilidad a todos estos habitáculos inservibles es la de aprovecharlos para cobijar a los miles de solicitantes de asilo político que tiene el país. La mayoría son jóvenes llegados de países como Eritrea, Somalia, Irak, Kosovo o Sri Lanka, y ya son varios los cantones, como Vaud, Ginebra, Berna o Neuchâtel, que han optado por abrir estos refugios para ellos. A pesar de todo, muchos asistentes sociales opinan que vivir bajo tierra no es humano, que se pierde la noción del tiempo, y, asimismo, los inmigrantes se sienten castigados en estas condiciones: incluso temen salir al exterior creyendo que serán devueltos a sus países de procedencia.