Camino se dirige a la puerta.
—¿Lo harás hoy?
—¿Qué? —ella se hace la despistada.
—Pedirle a Mora unos días de vacaciones.
—Ya veré.
—Lo prometiste.
—Vaaaale.
Paco sonríe satisfecho y le da un beso de despedida. Se queda mirando sus curvas marcadas por los vaqueros hasta que se da cuenta de algo.
—El paraguas, rubia.
Camino hace una mueca de fastidio y vuelve a por él. Le roba un último beso a Paco antes de ponerse en marcha de nuevo. El paraguas todavía está húmedo de la noche anterior. Y de la anterior, y de la anterior. A este paso le va a salir moho. Se ha acostumbrado a ir andando a la Brigada, y se empeña en seguir haciéndolo aunque llegue medio empapada todos los días. Pero pasear le aclara las ideas, y los días en que apenas duerme lo necesita más que nunca.
Tras la última y anómala ola de calor que sufrió Sevilla en octubre, y cuando los meteorólogos más reputados auguraban un año de terribles sequías, comenzó a llover y ya nunca volvió a parar. Camino no se fía ni de esos hombres y mujeres del tiempo, ni de las apps que predicen lo que podrías intuir si te pararas a echar un vistazo al cielo, ni tampoco de los climatólogos que lanzan previsiones que luego no se cumplen. Ella no cree en ningún tipo de experto, menos aún en los agoreros. El mundo se acaba, dicen con cada nuevo fenómeno meteorológico que se va un poco de madre. Pues vale. A ella la pillará bailando salsa. O en esas bañeras de burbujas de las que habla Paco.
El primer día que el cielo se encapotó, lo recuerda perfectamente, fue el de la cacería a la que sometieron a Paco. El día que creyó perderle de nuevo y en el que a quien perdió fue a la nueva policía de su equipo, Eva Gallego. Esa joven flaquita de rostro aniñado que nunca se dejaba en casa una sonrisa tierna con la que desarmaba a todo el mundo. Aún se reprocha muchas cosas que salieron mal en aquella investigación. El asesino murió también, y eso es, secretamente, lo único que la consuela.
El viento arrecia y le arroja goterones fríos sobre el rostro. El paraguas se revuelve contra su dueña, quien enfrenta la ofensiva con poca maña y mucho mal genio. En mitad de la encarnizada batalla, pisa un charco que le cala hasta el tobillo. Al sacar el pie, resbala y a punto está de pegarse un buen testarazo. Maldice en voz alta. Al principio todos se lo tomaban a cachondeo. Que si esto parece Galicia, que si fijo que es una maldición de Greta por no cuidar el planeta. Pero son muchos días y la cosa ya no es motivo de guasa. Se ha activado el Plan de Emergencias, lo que implica que hay circunstancias que no pueden atenderse con los recursos habituales. Calles cortadas, garajes sumergidos, personas aisladas en sus coches a la deriva, el hundimiento de algún muro en mal estado e incluso un anciano que fue arrastrado por el agua y precisó de atención hospitalaria. Hubo un tiempo no tan lejano en el que las riadas eran el pan de cada día en Sevilla, pero ya nadie se acuerda de eso. La gente no sabe cuáles son las zonas inundables. Construyen en mitad de ellas, se hacen un sótano para montarse la bodeguita, se pasan los desfasados planes de prevención por el forro. Es el río el que no olvida. De modo que las lluvias han pillado a todos con el culo al aire.
Se encuentra la cancela del parque de los Príncipes cerrada a cal y canto. Trata de abrirla presa de la contrariedad. Un hombre de chaleco fluorescente se acerca a ella con desgana.
—Se ha cerrado por precaución.
—¿Precaución de qué?
—Anoche un árbol se desplomó en María Luisa y no pilló a una madre con su hijo de milagro. Dicen que hoy las rachas de viento serán más fuertes.
Camino gruñe y emprende el rodeo al jardín urbano. Los apenas diez minutos en que respira cada día el oxígeno fresco del arbolado le insuflan fuerzas para enfrentar la jornada en el Grupo de Homicidios. Hoy no contará con ese atenuante.