Comienza a reconocer sus costumbres.
Para ser inspectora de policía, no es que se lo curre mucho. Sale todas las mañanas a la misma hora, minutos arriba o abajo, y recorre exactamente el mismo trayecto hasta la Brigada. Ya puede hacer un sol de justicia o llover como si el mundo se fuera a acabar. Cuando finaliza la jornada, desanda el camino y regresa a casa, de donde ya no se ausenta salvo que sea martes o jueves, en cuyo caso coge el coche para ir a sus clases de baile. Una hora de salsa, diez minutos de ducha, y Camino aparece con el pelo mojado y ropa cómoda para, ahora sí, refugiarse hasta el día siguiente junto al novio madurito que se ha echado.
Él la observa desde la distancia ajustándose la gorra de visera que lleva bajo la capucha de un impermeable verde oscuro. Con la que está cayendo, nadie se extraña ante un atuendo así. Camino, en vaqueros y con una gabardina beis que a esas alturas ya chorrea, pelea con el paraguas. Afanada en la tarea, no ha mirado por dónde iba y ha metido el pie en otro charco. Sonríe divertido al oír las barbaridades que salen de la boca de la inspectora. Después, su rostro se torna serio y se le achinan los ojos. Como si no se perdonara ese gesto. Como si hubiera recordado de repente por qué está ahí. Y por qué odia tanto a esa mujer.