22.

 

 

 

 

Caravaggio, Italia

 

—Llevo quince minutos esperando.

 

Maurizio Carduccio mira a Barbara Volpe con rencor. La indiferencia que ella le devuelve bastaría a cualquiera para recordarle la jerarquía establecida: los inspectores esperan a las subdirectoras, no al revés.

—Pase —dice ella tras empujar la puerta del despacho. Hace un gesto a Silvio para que siga a Maurizio, y ella entra la última.

—Hombre, Silvio. Mira por dónde. Estabas haciéndole la pelota a la jefaza.

Silvio mira hacia abajo y calla. A Barbara le saca de quicio que sea tan comedido, rayano en lo servil. El inspector nunca se ha esforzado en disimular cuánto le disgusta ese policía sensible y fofo, tan diferente al resto de los suyos. Le trata como a un insecto zumbón, una molestia constante pero que no vale la pena pararse a aplastar.

Barbara se acomoda en su sillón de jefaza. Eso es lo que Carduccio ha dicho que es, ¿no? Pues va a ejercer.

—Ha detenido a un hombre por el doble homicidio de la granja.

—Sí. Estoy a punto de conseguir la confesión —se jacta él. Es un farol, pero confía en sacársela antes o después.

—Sabe que tengo asignado este caso. Y, como subdirectora general, no puede hacer nada sin informarme previamente.

—Me dijeron que no se la podía molestar.

Touché. O, más que touché, zasca. Un buen zasca. Porque le ha puesto la respuesta a huevo, y porque el muy capullo esperó a quitársela de encima para ir por libre.

—Quiero que suelte a ese hombre.

—¿Se ha vuelto loca? —El inspector mira a Silvio buscando apoyo, quien mira a su vez hacia el lado contrario, de repente muy interesado en el retrato del presidente de la República colgado de la pared.

—Como se le ocurra volver a faltarme al respeto, no dudaré en incoar un expediente disciplinario.

Maurizio se remueve incómodo en la silla.

—Incluso el juez ha dado su visto bueno.

—El juez puede decir misa, en mis casos mando yo. Y hasta donde sé no hay nada que le incrimine.

Maurizio repite lo que ya conocen. Que Nesi era el archienemigo de las víctimas, que se habían enzarzado en público más de una vez, que se la tenía jurada...

—¿Eso es todo? ¿Qué pasa con la científica? ¿Tienen algo que apoye su teoría de que ese hombre despellejó a dos tipos solo porque les tuviera manía? ¿Una huella lofoscópica, algún rastro de ADN?

—Lo único que se encontró en la nave fue un pendiente de plata —Silvio habla por primera vez, echando mano de la carpetita que no deja ni a sol ni a sombra.

—Carduccio —la voz ronca de Barbara suena firme.

—¿Sí?

—El hombre al que ha detenido, ¿tiene agujeros en alguna de las orejas?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Ese pendiente podría llevar siglos ahí —Maurizio se defiende. Sabe que es un descuido negligente.

—Negativo —Silvio interviene de nuevo—. Habrían bastado unos cuantos días para que se ennegreciera por efecto del azufre.

Los dos rostros se giran hacia él. El de Barbara con expresión divertida, el del inspector apretando la mandíbula hasta hacerse daño. El teléfono de la subdirectora suena, y ella se apresura a zanjar la cuestión:

—Vaya y averígüelo, Carduccio. Solo si ese hombre tiene alguna oreja taladrada, solo en ese caso, tiene usted una mínima posibilidad de salirse con la suya.

 

* * *

 

Contesta al teléfono un segundo antes de que salte el buzón. Al otro lado escucha una voz masculina que habla en inglés. Tarda unos segundos en reconocer a Taylor, su enlace en Nueva York. Un tipo apuesto para sus sesenta y tantos, con una frondosa mata de pelo cano y unos ojos color miel que debieron de despertar muchas pasiones en otros tiempos. Probablemente aún lo hagan, aunque no en su caso. Por muchas indirectas que él dejó caer durante su estancia allí, a Barbara se le da muy bien no entender un idioma cuando no le interesa; estaba ella como para acrobacias en un colchón. Se pregunta qué se le habrá perdido ahora a Taylor.

—Barbara, ¿eres tú?

—Es mi teléfono, ¿quién si no?

—¿Qué tal la vuelta a Italia? —él hace caso omiso a su salida de tono. En las semanas que pasó con ella, acabó habituándose. Es más, le divierten—. ¿Ya te has desquitado de nuestra comida rápida?

Barbara reprime un conato de exasperación. Lo que le faltaba, un americano con ganas de cháchara.

—Oye, es tarde y tengo lío. Hablamos otro día.

—Espera, no cuelgues —se apresura Taylor—. No te llamo por los espaguetis carbonara.

—¿Alguna novedad? —el tono de Barbara cambia ligeramente.

—Sí. Hemos identificado el cadáver que apareció en aquella boutique del Distrito de la Carne.

Por el silencio al otro lado, Taylor sabe que ahora sí cuenta con toda su atención.

—Se trata de Claire Brooks, una mujer cuyo fallecimiento se había registrado en el Bellevue Hospital dos días antes.

—Espera, espera. ¿Me estás diciendo que la mujer que filetearon y empaquetaron en bandejas ya estaba muerta?

—Justo. Robaron su cuerpo de la morgue. En realidad murió por un cáncer de pulmón.

—Pero... no entiendo nada, Taylor.

—No tenemos asesino. Fue una puesta en escena, nada más. Una especie de performance macabra. Ahora te envío la información al correo, pero prefería contártelo antes.

—Gracias.

—Te llamaré si hay novedades. Cuídate, mi italiana favorita.

Cuando Taylor cuelga, es Barbara la que se queda mirando el cuadro del presidente de la República. Como si acaso ahí pudiera encontrar la respuesta a alguna de las preguntas que bullen en su cabeza.