Caravaggio, Italia
Maurizio Carduccio entra en el despacho sin llamar.
Se sienta frente a Barbara Volpe, que está en estado de shock. Aún no ha asimilado lo que la inspectora sevillana acaba de revelarle.
A Maurizio, en cambio, se le ve exultante. Trae una mueca triunfal que no ahorra un punto de desprecio. Barbara suspira. Ya puede ser subdirectora general o la mismísima ministra de Defensa. Maurizio es de esos que todavía piensan que cualquier mujer en un puesto de poder está ahí por alguna razón incomprensible. O por una cuota injusta para los hombres curtidos como él.
—¿Qué sucede?
—Tiene agujero.
—¿De qué estás hablando?
—¿Cómo que de qué hablo? El sospechoso de la granja de visones. En la oreja izquierda.
A Barbara aquello le suena tan lejano como si viniera de otra época.
—Olvídalo, Carduccio. Tenemos nuevos datos que nos hacen abandonar definitivamente esa hipótesis.
—De eso nada.
Él le lanza una fotografía que ella se ve obligada a apresar al vuelo.
—Es una imagen ampliada del señor Nesi en una de las manifestaciones —explica el inspector con tono condescendiente—. Fíjese en la oreja.
Barbara se aleja el folio para enfocarlo. Luego mira a Maurizio con pasmo: el pendiente es exactamente igual al que se halla custodiado en la comisaría. Un aro esculpido en plata, de unos veinte milímetros, con una cruz egipcia engarzada en el ojo de Horus.
—¿Qué significa esto?
—Está muy claro, Volpe. Paolo Nesi es nuestro asesino.