Pascual ve el coche de Camino y sale del camuflado.
Se limita a seguirla inseguro. Cuando Camino trae esa cara es mejor no ponerse a tiro. Para colmo, ya sabe que hay que ir con pies de plomo con este interrogatorio, y eso con la inspectora nunca ha sido tarea fácil.
Se encuentran en un casoplón en la exclusiva urbanización de Simón Verde. Desde el exterior solo se atisban varias palmeras y una fila de naranjos tras la muralla de ladrillo, pero una vez dentro ven el amplio jardín y un porche donde la hiedra ha invadido cada rincón. El chalet, de tres pisos, es inmenso para una familia formada por dos personas. Recorren la senda de baldosas encharcadas hasta llegar al porche. A pesar de lo ostentoso del lugar, las malas hierbas le han ganado el terreno al césped, que crece sin ningún criterio estético. Hay una piscina enorme donde se acumulan todo tipo de cachivaches como en un trastero al aire libre. Una bici vieja, una colchoneta de playa pinchada, un macetero de cerámica desportillado. Algo más allá, una hamaca en desuso cuelga de los troncos de un par de jacarandas que tiñen de violeta el lugar y, al lado, una mesa y varias sillas cuyo polvo se ha convertido en un barro churretoso. Es como si ese lugar privilegiado no lo disfrutara nadie desde tiempo inmemorial.
Los dos policías han llegado al final del sendero y nadie ha salido a recibirlos. Pascual llama al timbre que hay junto a la puerta de motivos arabescos. Cuando está a punto de volver a tocar, se oyen unos pasos arrastrados. Frente a ellos aparece una mujer de complexión rechoncha, con medias lunas violáceas bajo los ojos y unos párpados hinchados que revelan que ha llorado mucho, aunque ahora parece serena, casi indiferente. La cara, redonda como una manzana y de carrillos inflados, no deja intuir la edad con sencillez, pero Camino apostaría a que los cincuenta ya no los cumple. Tiene una melena negra muy escasa, entre la que se vislumbra el cuero cabelludo aquí y allá, sobre todo en la zona de la frente, cuyo tamaño sobrepasa lo estéticamente defendible.
—Camino Vargas, inspectora jefa de la Policía Judicial —se acuerda de omitir el detalle del Grupo de Homicidios. Sin duda, se dice, está ganando en delicadeza—, y Pascual Molina, mi compañero. Venimos por lo de su hijo.
—Juli me dijo que aparecerían por aquí.
—¿Juli?
Camino parpadea. Quién coño es Juli. Tarda en comprender que se refiere a Álvarez Marcos, el jefe superior de Policía de Andalucía Occidental. Cree que nunca ha oído pronunciar su nombre de pila. No digamos ya «Juli».
—Sé que ya ha hablado con él, pero estoy al mando del caso, así que si pudiera repetirme...
—Sí.
Sin embargo, la mujer no se mueve. Camino la nota atontada, quizá demasiado.
—¿Nos permite pasar? No es por nada, pero nos estamos calando.
Ella reacciona lo justo para hacerse a un lado y ambos entran en la casa que, a diferencia del jardín, sí aparece impecablemente limpia. Mucho más que eso: fastuosa, diseñada para conjuntar confort y lujo hasta en el mínimo detalle.
La mujer hace una seña apática para que se dirijan a un amplio salón de dos ambientes. Los sigue con andares morosos.
—Tiene una casa preciosa.
Pascual siempre comienza los interrogatorios con un cumplido. Es su forma de congraciarse con quien tiene enfrente, de ganarse un poco la confianza, así sea a través de la vanidad. Ahora lo dice con una punzada de envidia. A él nunca le importó el lujo. Se conformaba con vivir una vida corriente, sin grandes preocupaciones. Pero desde el divorcio se las ve y se las desea para pagar el alquiler de un piso de cincuenta metros con su sueldo de oficial, y al encontrarse en una villa tipo ¿Quién vive ahí?, ese programa que a su exmujer tanto le fascinaba, no puede dejar de preguntarse por qué el mundo está así de mal repartido.
La mujer hace un ademán dando a entender que la casa no le importa lo más mínimo, lo cual incrementa la irritación de Pascual. La gente no sabe apreciar lo que tiene, carajo.
Camino tira de su nervio habitual y no espera a que ninguno tome asiento.
—¿Me dice su nombre completo?
—Amaranta Peñalosa de Castro García-Salazar.
—De acuerdo, señora Peñalosa. Estamos...
—Peñalosa de Castro —rectifica ella con tono rutinario.
—¿Perdón?
—No se puede cortar, va todo junto.
Camino la mira con fastidio. Un hijo desaparecido y se preocupa de corregir el apellido familiar.
—La inspectora decía que estamos al tanto de la denuncia, pero necesitaremos que nos lo cuente todo desde el principio. —Pascual coge las riendas para evitar males mayores.
—Anca.
Amaranta no lo ha pronunciado en un tono distinto, y sin embargo una mujer aparece de la nada. A diferencia de la propietaria, es menuda, tiene el cabello rubio corto y se ve bonita a pesar de ir vestida con un anacrónico uniforme blanquinegro de servicio.
—Tráeme las pastillas —la señora de la casa no se molesta en adornar sus palabras con «por favores».
—Se ha acabado el blíster con la última infusión —musita Anca.
—En el cajón hay más.
Anca desaparece con el mismo sigilo que llegó, y ahora los policías se explican esa apatía que envuelve a Amaranta. Pascual se adelanta con tono comprensivo y amable:
—¿La está asesorando un médico en... estas circunstancias difíciles?
—Llevan años recetándome antidepresivos.
—¿Puedo preguntarle por qué? ¿Tiene algún tipo de trastorno persistente?
Camino se remueve en su silla. Le exaspera la calma de Pascual, las preguntas que no parecen ir a ninguna parte, ese tono sosegado de quien tiene todo el tiempo del mundo. Hay tantas cosas que esa señora debería aclarar. Si algo de lo que Amaranta puede contarles le importa un comino es si la tristeza le viene de lejos. Pero ella lo cuenta con su tono cachazudo y la inspectora casi se arrepiente de esa indiferencia atroz:
—Mi hija murió en un accidente doméstico hace seis años y mi marido fue una de las víctimas de la primera oleada de coronavirus. Si quiere llamar a eso trastorno persistente, llámelo.
—Lo siento —reacciona Pascual, sobrecogido. Nadie es lo que parece, se dice. Y también una frase que no por manida le consuela menos: el dinero no da la felicidad.
—Así era mi marido, siempre preocupándose por los demás. Estaba dentro de los grupos de riesgo. Diabético y asmático, por partida doble. Y, aun así, se empeñó en seguir yendo al hospital cada mañana. Decía que sus compañeros estaban desbordados y que podía salvar vidas si acudía a trabajar. No sé si salvó alguna, pero él se quedó por el camino.
—Fue un héroe —dice Pascual, recordando con emoción los homenajes brindados a quienes dieron la vida en centros de salud de toda España.
—Fue un gilipollas —rectifica Amaranta—. Yo sí que le necesitaba, Dani sí que le necesitaba. Aquí era donde tenía que estar.
—¿Qué fue lo que pasó con su hija?
Los ojos de Camino miran hacia el techo ante la pregunta de Pascual. ¿De verdad era necesario remover eso? Por Dios bendito, así no van a terminar nunca.
La mirada de la mujer se nubla. Luego cierra los párpados, como si eso le permitiera bucear mejor en sus recuerdos. Cuando vuelve a hablar, su voz suena pastosa. Los ojos, ahora limpios, se clavan en la cristalera que da al jardín.
—¿Se han fijado en la piscina que hay al entrar? No llega a los setenta centímetros de profundidad. Inés había cumplido siete años, medía ciento dieciséis centímetros. Ahí está la marca, con la fecha apuntada. —Señala el marco de la puerta—. Tres días antes.
—Se ahogó —completa Pascual sin poderlo remediar.
De repente lo ha recordado todo. Noelia contándoselo en el almuerzo, «pobre madre, y encima con la prensa en la puerta de su casa». «Si la gente no viera esos programas, no irían». «¿También voy a tener yo la culpa de esa desgracia?». «Yo no he dicho eso». «Pues bien que te lees tú el ¡Hola! que tengo en el baño». Una discusión tontorrona de las de tantos y tantos días.
—Nadie se dio cuenta. La niñera estaba preparando la merienda, y su hermano jugaba con la consola portátil.
El recuerdo ha quebrado la voz de esa mujer que lucha por no deshacerse en lágrimas. Pero sabe que no es el momento.
—Ustedes han venido aquí para encontrar a Daniel. Vayamos al grano.
—Por favor —se le escapa a Camino, lo que le granjea una de las miradas censoras de su compañero.
* * *
Amaranta ha contado la historia de nuevo. Lo ha hecho de forma mecánica, repitiendo casi palabra por palabra lo que refleja la denuncia.
—¿Cómo se lleva con su hijo?
La pregunta de Pascual la saca del guion. Parpadea varias veces antes de contestar.
—Estupendamente.
—¿Están muy unidos? —insiste, un poco incrédulo. O quizá para que le cuente el secreto.
—Todo lo que pueden estarlo un adolescente y una madre trabajadora. Ya sabe, yo paro poco, él menos todavía..., pero nos queremos muchísimo. Lo que pasó..., supongo que reforzó nuestro vínculo. Nos tenemos el uno al otro.
—¿Cuándo se dio cuenta de que su hijo faltaba?
—Ayer no vino a cenar, pero no me preocupó en absoluto. Los jóvenes viven por la noche. Hoy empecé a mosquearme. Suele desayunar a media mañana. Las once, las doce como mucho. Yo vengo a almorzar sobre la una y media. Cuando llegué, la asistenta me dijo que no había rastro de él. Me asomé a la habitación y comprobé que no había dormido aquí.
—¿No tenía que ir a clases o algo así?
—¿Dani? Qué va. Dejó los estudios el año pasado.
—Y usted... ¿Se lo permitió? —pregunta Pascual con precaución.
—No hay nada peor que tratar de imponer algo a un hijo adolescente. Me gustaría que estudiara una carrera, claro, pero creo que él llegará a esa decisión por su propio camino. Supongo que necesita un tiempo.
Camino va a preguntarle a qué dedica entonces el chavalito su vida, pero se refrena a tiempo, quizá por una nueva mirada de Pascual, que la ve venir, o tal vez porque va aprendiendo. Quién dijo que la gente no cambia.
—Cuéntenos algo más de su vida, Amaranta —dice Pascual en un último intento de sacar algo en claro por ahí.
—No sé..., tenía una novieta, Marta, pero se dejaron hace tiempo.
—¿Qué ocurrió?
—Yo no pregunto, ya le digo, no hay que meter las narices en la vida de un adolescente.
Pascual se queda pensativo unos segundos. La inspectora está haciéndose la manicura a bocados, como es su costumbre. Los rastros de sangre se le acumulan ya en las cutículas. Ha llegado al límite, porque levanta la cabeza y mira directamente a los ojos negros de Amaranta:
—Háblenos del club de golf.
—¿El club de golf? —Amaranta la mira sorprendida.
—El de La Algaba. El complejo que construyeron.
—No entiendo qué tiene que ver eso con mi hijo.
—Al parecer, no fue del todo legal.
Pascual se lleva la mano a la frente. Al mismo tiempo, Amaranta se endereza como si le hubieran pinchado en el culo.
—No sé quién les ha informado, pero se equivocan. Todos los permisos están en regla, desde el primero hasta el último.
—Me pregunto cómo los consiguieron.
—¿Perdón?
—Una mujer... —comienza Camino.
Pascual le pega un codazo para que no siga. Ella se lo devuelve y luego termina la frase.
—... una mujer ha aparecido muerta en ese campo de golf. Supongo que estará al tanto.
—Creo que he oído algo en las noticias. No sabía que era en ese.
—Sí, era en ese. Y la mujer era la funcionaria que autorizó la construcción del complejo. Igual hasta la conocía.
—Pues lo siento mucho, pero yo les he mandado llamar por mi hijo, no por esa señora.
—Es que quizá ambas cosas estén relacionadas.
Amaranta la mira fijamente, como si tratara de descifrar sus palabras.
—¿Qué trata de decirme, inspectora?
—Nada en realidad. Solo que aquí hay muchas casualidades. Y los policías de Homicidios odiamos las casualidades.
—Nos limitamos a explorar todas las hipótesis —interviene Pascual, conciliador como siempre.
—¿Y cuál sería la hipótesis que vincula a Pureza con mi hijo?
—Exacto, Pureza. Pureza Bermejo —dice Camino, exultante. Acaba de pillarla.
—Aún no le habíamos dicho el nombre —admite Pascual. La jefa es tosca, pero a veces le sale bien.
—Supongo que se me quedó grabado de las noticias —dice Amaranta, impostando indiferencia.
Camino le clava los ojos y aprieta un poco más.
—Lo que quiero saber es si desde su empresa sobornaron o chantajearon a Pureza Bermejo.
—¿Cómo dice?
—Creo que lo ha entendido muy bien. Si usted, quiero decir, si su empresa hubiera tenido algo que ver con una posible prevaricación, puede que la desaparición de su hijo esté ligada a lo ocurrido.
—¿Me está diciendo que el perturbado que mató a esa mujer tiene a mi hijo?
—Esperemos que no.
Amaranta respira hondo. Se levanta, va a por un paquete de cigarrillos y se enciende uno. Camino lo mira con deseo, pero a la anfitriona ni se le pasa por la cabeza ofrecerles. Tras varias caladas, la enfrenta de nuevo.
—Peñalosa de Castro Constructora del Sur no se ha ganado la reputación que tiene con trapicheos, sino con un trabajo duro, honesto e impecable. No vayan por ahí, agentes. No encontrarán nada.
—Inspectora. Inspectora y oficial —ahora es Camino quien la corrige a ella.
Una calada más, un tono más grave aún.
—Lo que quiera que sean. Han dicho que exploran todas las hipótesis. Pues espero que se centren en la correcta. —Amaranta se pone en pie y aumenta la seriedad en sus facciones—. Encuentren a mi hijo.
Todos comprenden que da la conversación por finalizada. Incluida Anca, que ha salido de algún lugar invisible y ya los espera dispuesta a conducirlos a la puerta. Pero lo que Amaranta ignora, acostumbrada a ser obedecida en cada uno de sus deseos, es que aquí quien zanja las conversaciones es la inspectora Camino Vargas.
—Ha transcurrido muy poco tiempo, su hijo es un chico sociable. Puede que esté por ahí, alargando la fiesta en cualquier sitio.
—Me habría avisado —masculla Amaranta, tensa.
—Pero son cosas de jóvenes. Uno no se acuerda de su madre en determinados momentos. ¿Por qué esta preocupación?
Pascual se da cuenta de que Amaranta está comenzando a hartarse. En realidad, no sabe cómo no ha mandado todavía a freír espárragos a la inspectora.
—Porque soy su madre y ustedes los encargados de la seguridad ciudadana. Si le ha ocurrido algo, no voy a quedarme esperando de brazos cruzados. Y más vale que ustedes tampoco lo hagan.
El oficial dirige una mirada elocuente a Camino. «¿Nos vamos ya?», claman sus ojos. Pero la inspectora todavía tiene una última pregunta para la madre de Daniel. Bueno, dos.
—¿Qué cree que le ha pasado a su hijo?
—Eso es lo que necesito que ustedes averigüen.
—De acuerdo. Y... Amaranta.
—Qué.
—¿De verdad no hay nada más que debamos saber?
—El paradero de mi hijo. Eso es lo que tienen que saber. Y están tardando.