—¿Vamos a otro casoplón como el de Amaranta?
Lo ha dicho Pascual al subir al coche.
—¿Te gustó? —pregunta Camino con una sonrisa mordaz.
—Necesito ideas decorativas para cuando me toque la lotería.
—Pues en este barrio no las vas a encontrar.
—¿Por qué tantas prisas ahora en hablar con la chica? —pregunta Pascual.
—Porque la compañía ya nos ha pasado el historial de llamadas y su número sale varias veces el día de la desaparición. Y por otro motivo.
—Quieres preguntarle lo que no te atreviste a preguntar a la madre.
Ella asiente y completa la frase.
—Si cree que Daniel tuvo algo que ver en la muerte de Pureza.
Pascual asiente a su vez con sobriedad y se concentra en su móvil. Un desesperante buen rato después, alcanzan el final de la avenida de la Palmera y se desvían hacia la izquierda a la altura del estadio Benito Villamarín. Penetran en las inmediaciones de Bami. Es una zona modesta, donde se vive sin alharacas, pero en la que no llega a imperar la desesperanza de Torreblanca o Las Letanías. Allí lo que prima es la cultura del trabajo, compatible con unas cañitas al mediodía y alguna que otra cena a base de croquetas y flamenquines en las terrazas que invaden cada acera. Camino conduce unos minutos más hasta dar con una calle de edificios setenteros en cuyos bajos sobreviven bares con olor a fritanga, alternándose con bazares de batiburrillo y peluquerías low cost. Han tardado tres cuartos de hora en recorrer los cuatro kilómetros que los separan de la Jefatura Superior de Policía de Andalucía Occidental. Desde que empezó a llover a cántaros, a Sevilla le han salido coches como setas. Nadie está dispuesto a mojarse si puede evitarlo bajo un techo de acero, pero a eso se suman las retenciones por bolsas de agua en la calzada y los semáforos apagados a causa de los cortes eléctricos. La policía local se las ve y se las desea para poner orden en mitad de la anarquía más aplastante.
Por fin han llegado a destino. La inspectora aparca en doble fila frente a un bloque de cinco pisos y balcones en su mínima expresión.
—Marta Martínez vive en el tercero C.
—Vamos allá.
—Oye, ¿y si tomamos algo antes? Tengo más hambre que Carpanta. —Camino mira con ojos de deseo el bar que albergan los bajos del edificio.
—En esos sitios solo ponen fritos —se queja Pascual.
—¿Ahora te me vas a hacer sibarita?
—He vuelto a engordar.
—Anda, si estás hecho un figurín.
—No me hagas la pelota, jefa, porque no es verdad. Mira. —Él señala la circunferencia de su barriga.
—Pues te tomas una lechuga.
—Mejor un café solo.
—Hecho. Yo pido algo rápido y me lo zampo en diez minutos.
—Pero nos quedamos dentro, va a volver a jarrear de aquí a nada.
—Hombre, Molina. Para un rato que no llueve...
—Odio las estufas de gas, me calientan la cabeza.
Camino acepta el trato un tanto resignada. A ella le gustan los veladores, poder echarse un cigarrito para gestionar la impaciencia hasta que llega el pedido, fumarse otro tras acabar de comer. Cosa que puede hacer durante todo el año desde que los bares invirtieron en esos calefactores que encienden junto a cada mesa, aunque Pascual tenga razón con respecto a la temperatura. Algunos son tan potentes que podría quedarse en sujetador en pleno invierno.
—La verdad es que podían ponerlas un poco más bajas.
—Tendrían que quitarlas. Es un despilfarro energético —rezonga Pascual.
—Como te oigan decir eso los de los bares, te cuelgan.
—Me lo ha contado mi Sami. Dice que una sola terraza produce más CO2 en una semana que un avión a cualquier destino europeo. Y que los adultos somos unos irresponsables que ponemos por delante del planeta nuestros caprichos.
—Que sepas que da mal rollo que tu hija se ponga fundamentalista con este tema.
—Mujer, no exageres. Son cosas de críos, ahora casi todos son así. Si no salvan ellos el planeta, a ver quién lo va a hacer.
—Ellos son los que se lo van a quedar. En fin, por hoy vamos a hacer caso a Samantha. Pero solo porque me muero de hambre.
Ambos entran en el bar. Pascual se sienta en una de las mesas mientras su jefa se dirige a la barra. De fondo, el estrépito habitual de una tasca de barrio a la hora de las cañas: conversaciones cruzadas, sonido amortiguado del televisor, golpeteo de platos y vasos, entrechocar de cubiertos. Camino alza la voz por encima del murmullo general para hacer el pedido. Luego toma asiento junto a Pascual y se dedica a observar el ambiente: varios parroquianos apoyados en la barra charlando entre ellos o con el camarero, hojeando el periódico, masticando el aperitivo que acompaña la cerveza, mirando sin ver las imágenes del televisor. Pascual, entretanto, lo que acecha desde la distancia son las tapas expuestas en la vitrina acoplada a la barra. No le haría ascos a ninguna: albóndigas en salsa, empanadillas, montaditos de panceta, de zurrapa de lomo, de palometa con roque, patatas bravas, boquerones rebozados, mejillones tigre... ¿Cómo?
—¡Una de mejillones tigre! ¡Y unas bravas! —grita al camarero sin pensar, quien lo repite aún con más brío mirando hacia la cocina y lo apunta con tiza en una pizarra.
Camino le mira burlona.
—¿Te los vas a tomar con el café?
—¡Y una cerveza!
—¡Que sean dos! —completa ella—. Así sí se puede trabajar.
Unos minutos más tarde, llegan las tapas y ambos se lanzan a la comida. Pascual comprueba que Camino ha pedido unos palitos de berenjenas, setas a la plancha y una tosta con aguacate. Todo muy lejos de su habitual dieta hipercalórica.
—Sigues con eso, ¿no?
—No sé de qué me hablas —dice ella con la boca llena mientras dirige la mirada hacia el televisor.
—Después del caso Especie no te he visto comer carne. ¿Te vas a hacer vegana tú también?
Camino tuerce el gesto, pero, en lugar de contestar una de sus borderías, acaba mirándole a los ojos con algo parecido al desamparo.
—No hay día que no sueñe con esos terneros degollados.
—No sabía que fueras tan sensible.
—Fue un puto horror. Y los patos, las gallinas...
—Pasaste demasiado tiempo con Evita —sentencia Pascual, y se arrepiente al segundo—. Lo siento, no debí decir eso. Come lo que te dé la gana.
—No pasa nada, tienes razón. Me sigue afectando mucho.
Va a añadir que por eso necesita averiguar quién está detrás del asesinato de Pureza y cerrar todo aquello de una vez, pero en lugar de eso opta por no darle más la matraca a su compañero y enfocarse en devorar los palitos. Pascual la imita y se concentra también en su plato.
A medida que ambos llenan sus estómagos, se van dejando transportar por el sencillo placer de saborear un almuerzo al tiempo que escuchan la cháchara de unos y otros.
—Venga, Edu, la última —el camarero trata de animar a un señor que está apalancado en la barra con un vaso vacío.
—Qué dices, yo me subo ya.
—Llevas una nada más, hombre. ¿Te ha puesto firme la parienta?
—Si solo fuera la parienta. Entre mi hija y ella me van a matar a disgustos.
—¿Otra vez la tienes liada en casa?
—Pues sí, porque el lunes a la señorita no se le ocurrió otra cosa que salir a cenar sin avisar siquiera, y encima con un vestido de la madre. Volvió borracha y con la cremallera explotada.
Se oyen risas de los contertulios.
—Hombre, es que la niña ya tiene más curvas que la madre —dice uno al fondo de la barra.
El tal Edu hace amago de enfadarse, pero cambia de idea en el último momento. Le da pereza y, total, si tiene razón.
—Lo de la cena mi mujer se lo habría perdonado, pero esto ni de coña —continúa desahogándose—. Y ahora tengo que estar yo de pacificador para que no estalle una batalla campal.
El camarero consulta el reloj de pared.
—Tira pa’rriba entonces, ya te pondré una doble cuando se fumen la pipa de la paz.
—Como vea yo a la Marta fumando, se traga la pipa con paz incluida.
El parroquiano suelta unas monedas en la barra y se levanta para irse.
Camino engulle el último bastón de berenjena, da un buen tiento a lo que le queda de cerveza, se limpia las manos en el pantalón y le sale al paso cuando está franqueando la puerta.
—¿Eduardo Martínez?
—Depende de quién lo pregunte.
—Camino Vargas, inspectora de policía.
El hombre pega un respingo. Mira a los lados con disimulo y baja la voz.
—Aquí no. Vamos a otro lado.
Camino se deja llevar, mientras Pascual paga la cuenta con un reniego y sale corriendo para darles alcance.
—Oiga, que yo solo quiero hablar de su hija.
—¿De mi hija?
—¿De qué creía?
—No, de nada.
—Eduardo, no me mienta.
El otro se rasca la barba antes de contestar:
—Pensé que era por unos asuntillos pendientes con Hacienda. No quería que los vecinos se enteraran de que tengo más deudas que kilos de más.
—Eso arréglelo con ellos. Nosotros somos de...
—De Desapariciones —se adelanta Pascual.
—Eso, de Desapariciones.
—¿Y quién ha desaparecido? —pregunta Eduardo con cautela.
—El exnovio de su hija, no me diga que no se ha enterado porque no me lo creo.
—O sea, que vienen por el gilipollas ese.
—¿Qué pasa, no había feeling?
—Pues mire, no. Ni filin ni filan. Llevo muchos años intentando transmitir a mis hijos el valor del esfuerzo. Y, cuando parece que lo voy consiguiendo, ese inútil empieza a meterle rollos en la cabeza a mi Marta.
—¿Como cuáles?
—Como vivir del cuento. Yo a los nini no los quiero ni en pintura. Y si encima van de listillos como ese, menos todavía.
—A muchos padres les gustaría ver emparejada a su hija con uno de los chavales más forrados de la ciudad —deja caer la inspectora.
—¿De verdad creen que soy tan ingenuo como para pensar que ese tipo iba a venir un día a pedir la mano de mi hija? Se entretendría con ella hasta que se aburriera. Sufrir, eso es lo único que Marta sacaría de esa historia. No vean los caretos de mustia que le tuvimos que aguantar cuando le dejó.
—¿Intervino usted en la relación?
—Todo lo que pude.
Los policías cruzan miradas.
—¿Le amenazó?
—A él y a ella. Pero no me hicieron ni puñetero caso. Ella menos todavía, que todo lo que sea llevar a su padre la contraria, bienvenido sea.
—¿Y por qué le dejó entonces?
—Pues mire, ese es uno de los misterios de la vida. Como cualquier cosa que pase por la cabeza de una hija adolescente. Si tienen alguna ya me entenderán.
Pascual cabecea con una vehemencia desmedida. Camino se apresura a seguir con la conversación antes de que esos dos se desvíen del tema y se pongan a hablar de la problemática de sus vástagas.
—Y usted, tan feliz.
—Pues sí, para qué le voy a engañar. Mi hija volvió a salir con sus amigas, que no es que sean ninguna joya, pero al menos son chicas del barrio. Toda la mala vida en la que se mete es hacer una botellona de vez en cuando, echar hasta el hígado, estar un día con cara de culo y vuelta a empezar. Al menos aquí, para salir adelante, hay que esforzarse. Y eso es lo que quiero que a mi hija le entre en la mollera.
—De acuerdo. ¿Podemos hablar con Marta?
El hombre titubea.
—Entonces no ha liado ninguna, ¿no?
—Solo queremos hacernos una idea mejor del desaparecido.
—Para eso no la necesitan a ella. Un cantamañanas, ya se lo digo yo.
—Quizá mantiene contacto con Daniel y pueda sernos de ayuda —tercia Pascual.
—Más vale que no. Como mi mujer se entere de que sigue tonteando con ese, me voy a tener que ir de casa para no aguantarlas.
—Relájese. Si hace falta nos llama para que le protejamos —se burla Camino.
—Le tomo la palabra.