Lupe recibe una llamada en su móvil.
Se quita los cascos de las escuchas y duda si cogerlo. Lo que menos le apetece ahora es seguir calentándose las orejas, sobre todo teniendo en cuenta que es un número desconocido y lo mismo le quiere vender un pack completo de líneas de teléfono como hacerle creer que ha ganado un premio. Ella, que no gana ni al parchís. Sin embargo, algo la lleva a contestar. Quizá es la inercia absurda de creerse obligada a descolgar cuando la llaman, quizá el temor porque le haya pasado algo a su Jonás, siempre presente, o tal vez una excusa para liberarse por unos minutos de los frescos que intentan sacarle la guita a una madre angustiada por su hijo inventando una trola tras otra.
—¿Sí?
—¿Lupe Quintana?
—Al teléfono.
—Soy Tonino Marchena, me dio su número anoche.
Lupe se pone en guardia.
—Tonino, muy buenas. Dígame.
—Verá, cuando usted se fue bajé a estar con la gente. La fiestecilla de después del baile, que a veces se alarga, ya sabe.
Lupe no sabe, pero se lo imagina, sobre todo por la voz pastosa que se gasta el bailaor. Son las tres de la tarde y apuesta a que no hace mucho que se ha levantado.
—El caso es que comenté el tema con Rocío, la chica de los coros. Es que cuando salíamos juntos ella se llevaba muy bien con Puri, ¿sabe? Y me contó alguna cosa. No creo que tenga nada que ver con lo que le pasó, pero he pensado que igual le interesaba.
—Claro. —Lupe agarra papel y boli—. ¿Me da el teléfono de Rocío?
—Mejor quedamos los tres y le contamos. ¿Cómo le viene un cafelito?
Lupe recuerda que no ha comido nada desde bien temprano y sabe que un cafelito le va a caer como un puñetazo en el estómago.
—Genial. Me viene genial.
—Pues nos vemos en el Quitapesares. La esperamos aquí, que nos acabamos de pedir un jartón de papas aliñás.
La agente cuelga el teléfono, le maldice en voz baja y cierra el ordenador. Eso está en Santa Catalina, no le va a dar tiempo ni a pillar un sándwich del bar.
* * *
Lupe penetra en una taberna de entrada minúscula. Desde fuera parece de lo más común, el típico rótulo de Cruzcampo y una puerta de madera en un edificio estrecho de dos plantas con viviendas, pero una vez dentro toda la fuerza de Sevilla golpea a quien se introduce en el local: las paredes están atestadas de carteles y fotografías de personalidades del flamenco y el toreo, así como de toda la simbología cofrade que uno sea capaz de imaginar. Las tapas de caracoles, las cerámicas, los barriles de moscatel, los pedidos apuntados con tiza, los azulejos y, cómo no, buen flamenco sonando de fondo provocan una sensación de barullo que es a la vez anárquica y reconfortante.
En un banco la esperan los dos artistas. Rocío Salazar es una mujer metida en carnes de pelo rubio ondulado, ojos verdes y labios color fucsia. Lleva un escote imposible de obviar, ni siquiera ante la sonrisa de dientes grandes y blancos que le dedica a Lupe al verla llegar. En cuanto a Tonino Marchena, está impecable. Camisa blanca de lino que resalta su tez morena, vaqueros ajustados a un cuerpo en buena forma y unos mechones negros llenos de gomina que le caen sobre la frente con aspecto mojado y le dan un aire que Lupe no dudaría en calificar de madurito buenorro.
—Buenas tardes, Lupe —saluda Tonino.
A ella le coge por sorpresa esa familiaridad repentina, pero se dice que igual viene mejor para una charla informal.
—Buenas. Y encantada, Rocío —dice metiéndose en el papel y plantándole dos besos a la corista.
—Estamos con vinito de naranja. ¿Te pido un vaso?
—No, gracias. Mejor una botella de agua. —Luego se arrepiente de su frialdad y se enmienda. Ya lidiará con su estómago después—. Bueno, me tomo uno.
—Di que sí, mujé —Tonino sonríe mientras va a la barra a pedirlo.
—Yo quería mucho a Puri —se lanza Rocío sin previo aviso—. Aún no puedo creer que le hayan hecho esa barbaridad.
—Tonino me ha dicho que tienes algo que me podría interesar.
—Bueno, no sé hasta qué punto, pero él se ha empeñado en que la viéramos.
—Adelante, por favor.
Rocío no acaba de arrancarse, y Tonino, ya de vuelta, le da el empujón definitivo.
—Es por lo del jefe.
—Verá, hace unos años le hizo la vida imposible —comienza Rocío—. Se empeñó en que firmara algo, y Puri se negaba. Entonces empezó a putearla a saco, mobbing que se dice ahora.
—¿Qué jefe era exactamente?
—Uno de los peces gordos —dice Rocío sin dudar—. Lo sé porque sale en la tele de vez en cuando, y ella siempre lo decía: mira, ese mamón es. Emilio algo, no me acuerdo.
—Emilio Chaparro.
—Eso.
Lupe disimula una sonrisa triunfal. Ya tiene la confirmación que le pidió Camino.
—¿Qué le hizo?
—De todo. Le decía que ella estaba ahí para acatar órdenes, que era una mandá y que si no hacía su trabajo se encargaría de que le ocuparan la plaza. Ella tenía una interinidad, y, claro, el muy cabrón jugaba con eso. Tú verás, tantos años ahí y pensar en irse con una mano delante y otra detrás... También conseguía que no le concedieran los permisos que necesitaba, la metía en su despacho cada dos por tres y la seguía coaccionando con amenazas de todo tipo..., así hasta que firmó y ya la dejó en paz.
—¿Por qué no lo denunció?
—¿Está de coña? Esas cosas nunca tiran p’alante. Antes de que llegara al juez, Puri ya estaría en la cola del paro. Total, que acabó cediendo, pero lo llevó fatal. Ella no era como los demás, ¿sabe? Tenía un sentido de la justicia muy..., no sé, muy afilado. Aquello la dejó hecha polvo, decía que se sentía una mierda, que ella no había dado su vida en el curro para eso. Y no levantaba cabeza.
A Lupe le está subiendo la temperatura interior. Qué hijoputa el consejero. Entonces recuerda el comentario de Tonino de la pasada noche.
—Oiga, ¿qué hay de su compañero? El tal Pepe.
—El malasangre —recuerda Tonino.
—¿Ese? Ese no metió baza en el tema, pero le dio la puntilla a la pobre Puri —dice la mujer—. Se le puso entre ceja y ceja que firmó porque la habían untado, y, claro, le jodía que te cagas. Supongo que porque no le había tocado a él, que es como funcionan estas cosas. Ahí la película cambia. Total, que cuando paró de hostigarla el jefe la cogió él por banda. Puri no pudo más, empezó a cogerse bajas y, cada vez que se iba, el puto Pepe malmetía al resto de compañeras, que si esta es una fresca, que vaya jeta, y entonces las demás le hacían el vacío cuando volvía y la acababan de hundir, y al final pedía la baja otra vez. Y, así, el cuento de nunca acabar.
El rostro de Tonino ha ido poniéndose mustio al escuchar el relato de Rocío.
—¿Por qué nunca me contó nada? —dice con tono lastimero, más para sí mismo que para las dos mujeres.
—Lo intentó, Tonino —dice Rocío, mirándole muy seria—. Pero tú no vales pa escuchar penas. No te enterabas de na de lo que le pasaba por dentro.
Tonino da un buche a su vino.
—Es verdad —reconoce mirando a Rocío y luego a Lupe—. Conmigo nunca tuvo eso que tienen las mujeres con una buena amiga. Yo me he criado entre hombres y además ya tengo una edad. No se me dan bien ciertas cosas.
Lupe asiente despacio. Qué le va a contar a ella, que vive con un cabestro que tampoco se entera de nada.
—Resumiendo —dice la policía mirando a Rocío—, que el pez gordo la coaccionó para que firmara algo que le convenía. ¿Por casualidad sabe de qué estamos hablando?
—Claro, mujer, por eso te hemos llamado —Tonino contesta por ella—. Del club donde apareció muerta.
—Le cogió una tirria al golf que no veas —remata la corista.