Se espabila al oír el barullo.
No sabe qué tienen los boquerones que siempre le dan sueño. Se ha quedado traspuesta en el sillón, pero ahora escucha atentamente. Está acostumbrada a las reyertas de su barrio, aunque algo le dice que esto es distinto. Amortiguados por el crepitar incesante de la lluvia, los gritos de los vecinos suenan desesperados. Un desasosiego comienza a crecer en su interior. Se pone en pie, se ajusta el cordón de la bata y va hacia la ventana de la cocina, la que queda a unos palmos de la de Manoli, dispuesta a preguntarle por el motivo de tanto jaleo. No llega a hacerlo. Sus ojos se abren desorbitados al ver una avalancha de agua que avanza por la calle arrasándolo todo, como si el mar hubiera llegado de golpe hasta el pie de su casa. Vehículos y contenedores flotan arrojados por la corriente. Se precipita hacia la puerta, pero no consigue abrirla. El agua presiona hacia el otro lado. Su casa no tiene terraza o azotea ni ningún otro sitio por el que trepar hasta el tejado. O espabila o se quedará atrapada. Forcejea como solo hacen los que ponen la vida en ello y consigue que la puerta ceda. El alivio le dura una décima de segundo, porque una ola de fango la empuja hacia atrás penetrando con violencia en el interior. Trata de salir a flote. Bracea torpemente, preguntándose por qué nunca aprendió a nadar.
Si la muerte le cayera a una encima con la reproducción a cámara lenta de las películas, a Josefa le hubiera dado tiempo a pensar en el marido con el que quizá se reúna tras tantos años, en la vida que ahora parece que pasó como un suspiro pero que en realidad fue lenta y, a veces, agónica. En los hijos que quedan de este lado. El mayor, perdido sin remedio y que ya no podrá contar con su apoyo cada vez que naufrague en los lodazales de la vida. La mediana, a quien nunca dijo que no le permitiera a ese hombre que le pusiera la mano encima, que hiciera lo que fuera con tal de protegerse a sí misma. Porque, si no te cuidas tú, nadie lo hará por ti. El pequeño, ante el que no fue capaz de reconocer lo orgullosa que está de él. Si la vida fuera una película, quizá sería eso lo que Josefa lamentase más. Pero lo único que le da tiempo a sentir es cómo el agua sucia se le mete en nariz y boca, penetra hasta los pulmones y al mismo tiempo la golpea contra el mueble del salón, que se derrumba con las enciclopedias por fascículos, la vajilla del ajuar que usó en las pocas ocasiones que encontró dignas de ese mínimo festejo, los jarrones con flores secas regaladas en cada Día de la Madre de muchos años atrás, las fotografías que reflejan el crecimiento de los hijos y el declive de una misma. Y, así, recuerdos de toda la vida caen sobre ella sin necesidad de que su cerebro los recorra en esos últimos segundos. Y la sepultan.