La escena es desgarradora.
El agua rebasa el metro y medio de altura en todo el barrio. La mayoría son casas bajas, y los vecinos se apiñan en los tejados, cubiertos con mantas y expresiones de horror. Algunos han llegado ahí nadando, otros haciendo el mono por las azoteas hasta alcanzar un punto más estable. Están empapados y tiemblan de frío y pánico. Se desgañitan al grito de «socorro» para llamar la atención de los bomberos, quienes se ven sobrepasados por la magnitud del trance. Los coches chocan unos contra otros en la corriente, varias viviendas se han hundido ante la fuerza del agua y hay otras en las que alguno de los muros ha comenzado a desprenderse. Quienes están en lo alto notan la vibración bajo sus pies, y esa es una de las sensaciones más sobrecogedoras: de un momento a otro la casa puede venirse abajo.
Hay una zódiac que navega entre escombros, farolas y árboles partidos. Va recogiendo a todo el que puede, de tejado en tejado. De momento impera la urgencia del rescate, nadie se atreve aún a preguntarse cuántos han quedado atrapados en sus casas o han sido arrastrados por la lengua de agua quién sabe hasta dónde. A qué número ascienden las víctimas mortales, a cuál los damnificados por la catástrofe.
Un perro sin raza nada desesperado en su dirección, agitando las patas como si estuviera en una carrera contrarreloj. Uno de los hombres lo mira con pena y comenta algo al resto. El patrón de la zódiac mueve la cabeza a uno y otro lado con rotundidad. Solo pueden cargar veinte personas en cada viaje: no hay tiempo ni espacio para él.