Jueves, 15 de noviembre
Sevilla, España
Lo más duro es ver sacar los cuerpos de las casas.
El suelo de la calle principal está reventado, el agua entró en tromba llevándoselo todo por delante. Ahora que el nivel ha descendido, los restos del naufragio se ven al descubierto y se percibe con mayor nitidez la tragedia que ha sacudido el barrio. Vehículos estallados, casas derrumbadas y otras en las que puertas y ventanas se han quebrado ante la fuerza de la ola enemiga. Desde fuera se ve el revoltijo de enseres rotos y pertenencias embarradas. Una mecedora donde alguien pasaría la tarde remendando ropa vieja con un huevo de madera, una guitarra escacharrada, un brasero que surca la corriente, un carrito de bebé sin nadie dentro, la bicicleta que a un niño le cayó por Reyes. Todo, incluido el personal que trabaja en la catástrofe, se ha coloreado de ese tono parduzco. Barro de la cabeza a los pies. Barro hasta en las orejas. Hasta en las entrañas, en el corazón de quienes asisten a la desgracia, teñido del mismo color sombrío.
Apenas despunta el día y ya van diecinueve cadáveres. Diecinueve hombres y mujeres de todas las edades a quienes el agua traicionera ha arrebatado la vida en un instante. Pero también hay algún rayo de luz. En medio del inmenso drama han conseguido rescatar a una mujer de setenta y tres años que permaneció durante horas sobre la encimera de la cocina, agarrada a la ventana para evitar que la corriente la arrastrara. Tenía el miedo tan metido en el cuerpo que a los bomberos les costó que se soltara de los barrotes y se dejara llevar hasta una ambulancia, abriéndose paso entre el lodazal. Eso, y ver cómo todos se vuelcan en los trabajos de rescate, es el único consuelo. Militares, policía local y nacional, bomberos y voluntarios van de la mano en una faena colectiva que hace sacar fuerzas de flaqueza para continuar tras una noche que ninguno de los que están ahí olvidará jamás.
El sonido estridente de un teléfono móvil logra colarse entre el barullo generalizado, y Pascual busca en el bolsillo de su chubasquero. Se queda observando la pantalla con extrañeza.
—¿Qué ocurre? —Camino teme que sean más malas noticias. Cuando el universo se te pone en contra, buena gana.
—Es mi hija. Nunca llama, y menos a estas horas.
—Pues razón de más para que contestes, venga —le espolea ella, intranquila.
Pascual desliza un dedo gigante para descolgar la llamada mientras siente una garra oprimiéndole la boca del estómago.
—¿Samantha?
—Papá, menos mal que lo coges. Ya se iba a colgar.
—¿Qué pasa, hija? ¿Estás bien?
—Mira Instagram.
—¿Cómo que mire Instagram? —Pascual no sabe si sentirse aliviado o molesto—. ¿Para eso me llamas?
—Pues claro, me dijiste que te ayudara. Ve al perfil de @andalusian_prince, rápido.
—Sami, ahora no puedo.
—¡Tienes que hacer algo, papá!
Ahora Pascual se percata del tono histérico de su hija.
—¿Qué ha pasado?
—Ya ha llegado la profe, tengo que guardar el móvil. Cuéntame por WhatsApp, por favor. Por favor.
Pascual mira a Camino aturdido.
—Me ha colgado.
—¿Qué quería?
—Que visite el perfil de @andalusian_prince.
—Claro, como si no tuviéramos otra cosa que hacer.
Pero él ya está abriendo la aplicación en su teléfono.
—Parecía importante.
A Camino le fastidia que Pascual entre en el juego de su hija. Tienen que volver al trabajo de inmediato, hay demasiada gente que necesita ayuda. Sin embargo, la curiosidad la acaba venciendo a su pesar. Total, solo es un segundo. Se arrima a él y estira la cabeza para ver bien: ha aparecido un nuevo vídeo. Pero esta vez no es a Amaranta a quien enfoca la cámara, sino al propio Daniel. Un Daniel cuyos ojos llenos de resentimiento llenan la pantalla.