Es un Daniel desmejorado.
Mechones de flequillo seboso le caen sobre la frente y apenas dejan a la vista unos ojos encarnados como si acabara de salir de una piscina de cloro. Está hecho un trapo: camiseta arrugada y sudada, pantalón mugriento, nariz moqueante, el cabello convertido en el mocho de una fregona vieja. Se encuentra de pie en un receptáculo circular, de no más de un par de metros de diámetro. Dirige los ojos a lo alto, desde donde enfoca la cámara. Pero la suya es una mirada angustiosa, como si contemplara algo que escapa a la vista del espectador, como si temiera que algo terrible sucediera allá arriba.
De repente, alguien habla fuera de plano encubierto por un distorsionador de voz.
Hola, amigos. Lo que vais a ver no es ningún fake.
Tras unos segundos inquietantes en los que nada ocurre, un líquido negro y espeso comienza a caer. Los grumos salpican a Daniel en los hombros, el cabello, las ropas. El chico ahoga un gemido y cierra los ojos. Poco a poco, el chorro pesado va empantanando el suelo. Envuelve los pies descalzos de Daniel y sigue avanzando, cubriendo cada rincón del cuchitril en el que está retenido.
Esto que está cayendo es petróleo. Ha sido programado para rebasar los ciento setenta y seis centímetros dentro de cuarenta y ocho horas. Como tal vez sepáis sus más fieles seguidores, ciento setenta y seis centímetros es exactamente lo que mide vuestro querido instagramer.
Otra pausa, ahora con un toque teatral para crear expectación antes del dato final.
¿Que si podéis hacer algo? Claro, de eso se trata. Hemos puesto en marcha un crowdfunding para que le ayudéis. Si antes de que se cumpla el plazo de cuarenta y ocho horas se alcanzan los tres millones de euros, el vertido se interrumpirá y vuestro principito podrá salvar la vida.
La cámara hace zoom sobre el rostro de Daniel. Los sollozos se han abierto paso hasta su garganta y ahora se convulsiona sin parar. El fluido sigue cayendo sobre él. Un goterón negruzco y denso resbala por su frente penetrándole en el ojo izquierdo. Se sacude ante el escozor y al hacerlo cae al suelo como un fardo. Trata de ponerse en pie, pero el espacio es demasiado pequeño y resbala una y otra vez de forma patética y aparatosa. Lo único que consigue es revolverse en el fango negro. Se escucha un aullido de desesperación que le nace de lo más profundo de las entrañas. Cuando al fin logra levantarse, todas sus ropas están impregnadas de esa sustancia tóxica.