80.

 

 

 

 

—¿Has oído cómo llamaban a Fito?

 

—¿Mmmmm?

Camino está dispersa. No ha podido dejar de pensar en lo que le ha dicho Marta. Daniel, en el mismo barco que el Animalista. Y, probablemente, también en el de los asesinos de Italia. Los de la granja de visones, los del acuario. El barco de la forastera que no es forastera. Tiene la cabeza a punto de estallar. Tanto que apenas ha prestado atención a algo en verdad preocupante: la actitud de Paco. Ahora repara en ello. Ha llegado tarde al funeral de la madre de Fito, el pupilo al que le une un vínculo que supera en mucho las fronteras de lo profesional. Eso en sí ya es algo inexplicable. Pero además ha desaparecido sin decirle nada, ni siquiera se ha parado a saludar al resto del equipo. ¿Es que la está evitando desde la discusión? No, no puede caer en la vanidad de esa manera. Esto no es por ella, o, al menos, no solo por ella. A Paco le pasa algo, y no tiene ni pajolera idea de qué puede ser.

—Pirata. Los de su barrio le llamaban pirata —insiste Pascual. Sabe que, cuando la jefa se pone a mordisquearse las uñas, es que está en su propio mundo.

—Bueno, en los barrios suelen poner motes, ¿no?

—¿Sabías que tiene un hermano en la cárcel?

—¿En la cárcel?

—Sí, el tipo escurrido que estaba a su lado. Oí a varios preguntándole cómo le iba, parece que ha salido solo para el funeral.

—No tenía ni idea —confiesa Camino al tiempo que se arranca un padrastro a dentelladas. Le extraña que nunca le haya llegado el rumor de algo así, pero más aún que Paco no se lo haya contado. Hay tantas cosas que sigue sin entender de la persona que ahora es su pareja...

—Le trataban como a un héroe, al revés que a Fito.

—En un barrio como ese los polis somos los apestados.

—Tiene que haber sido duro para él —se duele Pascual.

Saca un cigarro y ofrece otro a la inspectora. Ambos están derrotados. Tras una noche toledana colaborando en las labores de rescate, han trabajado duro durante todo el día. En el caso de Pascual, lidiando con las consecuencias de la riada; en el de Camino, intentando desentrañar el misterio de Daniel. Y luego, por si no habían tenido suficientes emociones, el entierro. Quizá por eso, ambos necesitan sentarse unos minutos en la pecera para dejar que todo lo sucedido se pose en sus mentes y así ser capaces de continuar con sus propias vidas. Solo que la realidad no les da un respiro.

—El puerto de Huelva. —Mora entra sin llamar y los pilla con sendos cigarrillos en la boca.

—¿Qué?

Camino apaga el suyo rápidamente, como si acaso Mora no lo hubiera visto de sobra. Como si acaso sufriera de anosmia y no se enterara de que fuman en cuanto ella sale por la puerta. Pero eso ahora a la comisaria no le interesa lo más mínimo.

—Ya sabemos de dónde lo sacaron. Un petrolero descargó crudo a través de la monoboya flotante hace dos días. Se interpuso una denuncia contra la empresa de asistencia que se encargó de las labores de amarre y desamarre y de apoyar en las operaciones de descarga. Al parecer, fue durante las tareas de conexión de mangueras cuando se produjo el robo.

—¿Por qué no sabíamos nada?

—Asunto reservado. Lo estaban llevando desde la Comisaría General de Información por protocolo de seguridad. Han trasladado a sus instalaciones en Madrid a los trabajadores que estuvieron presentes en las maniobras y los tienen retenidos para interrogarlos. Pero hasta el momento no han soltado prenda. Tras ver el vídeo de Daniel, han decidido integrarnos en la investigación. Volvemos todos al caso, prioridad absoluta. —Mora lanza una mirada a Pascual—. Todos.

Camino cierra los ojos, pero cuando los abre la pesadilla sigue ahí.

—O sea, que nada de tinta de calamar.

Pascual y Mora la miran sin comprender. Tampoco importa demasiado. Están acostumbrados. La inspectora se rehace al segundo, no porque pueda, sino porque la situación lo exige.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

Pascual consulta el teléfono. En el perfil de Daniel hay un reloj con una cuenta atrás.

—Treinta y cuatro horas y diecisiete minutos.

—No. Cuánto tiempo nos queda antes de que muera —precisa Camino.

El oficial la mira confuso. Es Mora quien lo pone en palabras.

—Faltan treinta y cuatro horas para que el petróleo inunde por completo a Daniel. Pero en el momento en que le cubra la nariz no habrá nada más que hacer.

Camino ya está aporreando la calculadora.

—Ciento setenta y seis centímetros en cuarenta y ocho horas. Eso son unos tres centímetros y medio a la hora, más o menos. —Mide la cara de Pascual con la palma de la mano, desde lo alto de su cabeza hasta los orificios de la nariz. Luego, vuelve a echar cuentas.

—Hay que restarle unas cinco horas —concluye—. Después, solo nos encontraremos un cuerpo sin vida.