A la mierda.
A la mierda todo. No puede con la angustia que lleva ochocientos cuarenta y dos minutos alojada en su pecho. Cincuenta mil quinientos veinte segundos en los que el oxígeno apenas le llega a los pulmones, en los que su corazón bombea sangre en una especie de latido irregular porque ni su propio corazón sabe ya cómo hacer las cosas bien. No puede seguir esperando, viendo cómo el conteo de la recaudación asciende mucho más lentamente que el petróleo alrededor del cuerpo de su hijo. Sí, eso sí lo sabe. No es un buen hijo. Ella tampoco ha sido una buena madre. Pero no es solo que no sea bueno con ella. No es una buena persona. Los padres dan por hecho que sus hijos lo serán, y, si la realidad les pega una hostia como un pan, se empeñarán en buscar justificaciones, en culparse ellos mismos si hace falta. Amaranta no. Ya no. A ella la vida también la ha maltratado, y no cree haberlo pagado con personas inocentes. No ha tenido suerte con Daniel, eso es todo. Le salió mal. A veces pasa. A algunos les toca un hijo que sufre, a otros un hijo que hace sufrir a los demás. Se pregunta qué es peor. Una enfermedad crónica, una discapacidad grave, o un malnacido de la peor calaña. No se sabe contestar, quizá porque no le tocó el hijo sufriente. Al menos le queda el consuelo de que su Inés apenas se enteró. Tuvo una infancia feliz y un día dejó de respirar y así se quedó, meciéndose en el agua, con la misma carita de paz que Amaranta observaba cada noche antes de apagarle la luz. Estas reflexiones la torturan en los últimos tiempos. Desde que descubrió los robos de Daniel y comenzó a espiarle. Primero fue el blog, luego aquellos mensajes en el móvil de prepago que descubrió oculto en su habitación. Después solo tuvo que seguir las pistas. Y, al hacerlo, querer morirse una vez más. Como cuando perdió a Inés. Saber que su hijo había sido cómplice de tales monstruosidades acabó de romperla por dentro. Al principio trató de buscarle esa justificación que todos los padres buscan con denuedo. Decirse a sí misma que lo pasó muy mal, que vivió una experiencia traumática siendo apenas un niño y nadie supo hacerse cargo. Pero sabe que eso no le exime de responsabilidad. Daniel lo ha pagado en las carnes de otros. Se ha amparado en su tragedia personal, que no es tal, y ha querido recuperar el control a través de un comportamiento fanático en el que ha volcado toda su rabia. No, no es tal. Porque Daniel sigue siendo un privilegiado, un joven que lo tiene todo mientras otros se juegan la vida por alguna de las oportunidades que él desprecia. Daniel tuvo un revés, sí, como todos tarde o temprano, pero podría haberse repuesto, conseguido lo que hubiera querido. Y lo que ha querido es hacer daño, el diente por diente, el pensamiento sectario, el mundo contra mí y yo contra el mundo. Y sin embargo.
Sin embargo, ella no quiere pasarse el resto de sus días pensando que pudo hacer algo y no lo hizo. Que se quedó mirando cómo el hijo que salió de sus entrañas era sepultado delante de sus ojos y los del mundo entero. Porque dejar morir al hijo que has parido en tus narices es como matarlo tú misma. Y Amaranta ha perdido sensibilidad, ha perdido capacidad de amar, pero no ha perdido toda la humanidad. Aún no.
De modo que es ella misma, sin intermediario alguno, quien se ha encargado de las gestiones. A la mierda Eulogio, su tupé irrisorio y su tono de sabelotodo. Inspira profundo y presiona el ratón con el dedo índice. Clic. Cuenta mentalmente. Uno, dos, tres... Al llegar a quince, la página se refresca de forma automática y ella deja escapar el aire que estaba conteniendo en los pulmones. La gráfica que representa la recaudación ha experimentado un crecimiento gigantesco. A su lado, la cifra actual: dos millones ochocientos cincuenta y tres mil doscientos treinta y nueve euros.
Amaranta se siente imbuida por una mezcla de sensaciones. Alivio, porque siente que ha hecho lo que le tocaba. Desamparo, porque se sabe sola, terriblemente sola y vulnerable a partir de ahora —el dinero acompaña, digan lo que digan—. E impotencia, porque no hay nada más que pueda hacer. Ha donado hasta el último céntimo que ha sido capaz de reunir. Ahora todo queda en manos del destino, o, más bien, de los miserables que tienen atrapado a su hijo.