87.

 

 

 

 

Viernes, 16 de noviembre

 

Camino despierta con un dolor de cabeza salvaje.

 

Nota la cara hinchada y cubierta de sangre reseca proveniente de su nariz. Está atada a una silla plegable de madera y tarda unos segundos en situarse. Cuando lo hace, todo su cuerpo se estremece. El parque, la mano que le tapa la boca por detrás, el olor intenso que penetra hasta el cerebro, el golpe en la cara al caer, el fundido a negro.

Piensa en Evita, en Pureza, en Daniel, en todas las víctimas de esa trama de locos. ¿Por qué ahora ella? ¿Acaso se está acercando demasiado? Si lo está haciendo, es la última en enterarse. Se siente cada vez más perdida con este caso demencial.

Oye unos pasos al otro lado de la puerta. Van de aquí allá, pero quien los da no parece decidirse a penetrar en la habitación. Entonces se dedica a mirar a su alrededor. Es un cuarto pequeño, sin ventanas, de paredes de un amarillo sucio por el paso del tiempo y grietas que llegan hasta el techo. La única luz proviene de un tubo fluorescente que titila de forma irritante. Ella está en el centro, y enfrente tiene una mesa barata sobre la que descansan un ordenador y una impresora de la Edad de Piedra, año arriba, año abajo. A izquierda y derecha no hay nada; la silla sobre la que está ella misma y la mesa componen todo el mobiliario. Si gira el cuello lo suficiente es capaz de abarcar casi toda la pared detrás de ella. Hay un corcho de los que usaba antes la gente joven para colgar fotos y recuerdos con chinchetas. Eso también ha quedado en desuso, ahora lo ven todo en sus pantallas, para qué perder el tiempo revelando fotografías. Hasta las entradas del cine, de un concierto que llevan meses esperando, el billete de avión del viaje fin de curso, todo se chequea desde el propio móvil sin necesidad de impresión.

Y ella necesita saber por qué eso funciona diferente en el lugar donde ha sido recluida. De modo que pega pequeños saltos con la silla, girando unos centímetros cada vez, con cuidado de no pasarse y dar de bruces en el suelo.

Minutos después ha conseguido virar unos cuarenta y cinco grados, lo suficiente para adquirir un buen campo de visión.

En el corcho hay un mapa de la ciudad, de esos que se compran en los quioscos y se despliegan por cuadrículas cuya forma queda marcada para siempre por más que uno los estire. Está pintarrajeado con líneas de colores que enlazan diferentes lugares de Sevilla. Conoce esos sitios, tan bien como conoce las imágenes que han sido clavadas junto a ellos: el edificio de la Brigada en Blas Infante, la academia de baile de Nervión donde acude dos veces por semana, el balcón de su propio apartamento en Los Remedios. También el portal donde vive su padre y el de su madre e incluso el supermercado que frecuenta con más asiduidad. Sus personas más queridas han sido fotografiadas junto a cada uno de los escenarios. Está Víctor, está Paco, está su hermano Teo, su cuñada Marisa, incluso sus sobrinillas Arya y Rihanna. Y, por si no quedara lo suficientemente claro cuál es el objetivo de toda esa parafernalia, ella misma sale en las imágenes de cada uno de los lugares. Su cara, ampliada y multiplicada decenas de veces, atesta hasta el último rincón del corcho.

Camino ha pasado por muchas situaciones angustiosas, en alguna de ellas incluso ha estado segura de que iba a morir. Pero nunca ha experimentado algo así. El rostro le arde y los ojos se le encharcan, a punto de derramar lágrimas de rabia al saberse violentada en lo más íntimo, amenazada en lo más importante de su vida: las pocas personas a las que ama. Y con la furia sobreviene el pánico, que se apodera de cada una de sus células.

Como si su raptor hubiera adivinado que ha llegado el momento propicio, una llave se introduce en la cerradura, el pomo gira y los goznes de la puerta rechinan al abrirse. Cuando una silueta recortada a contraluz aparece, Camino pestañea para enfocarla. Ha llegado la hora de las presentaciones.