101.

 

 

 

 

Sevilla, España

 

A Camino le duele todo.

 

Empezando por los huecos de uñas que faltan en su mano izquierda y siguiendo por la cabeza, el estómago, el pecho. Trata de sobreponerse y analizar con visión pragmática la situación en la que se encuentra. Ramón ha salido aullando por el mordisco, pero volverá en cuanto se recupere. Está cautiva y no dispone de mucho tiempo para que eso cambie, pero ¿cómo? Ramón la tiene atada a la silla, y en las muñecas le ha colocado sus propias esposas. Aparte del corcho y los elementos de tortura, no hay mucho más de lo que pueda servirse en esa habitación. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? Quizá estén preocupados por su ausencia. O quizá no. Entre la riada, la cuenta atrás de Daniel y toda la que hay montada en Sevilla, que alguien se pregunte dónde está ella y concluya que hay que localizarla sería casi un milagro. Quizá Paco... Pero la noche anterior no pasó por casa, y puede pensar que es otra más. Sobre todo tras aquella pelea. Los ojos se le humedecen ante el recuerdo, y eso espolea su determinación. No puede permitir que sea el último recuerdo que Paco tenga de ella.

Forcejea con las esposas, aunque sepa de sobra que el diámetro está concebido para ajustarse a la muñeca. La presión del metal le hace daño, pero es un daño ínfimo comparado con el ardor que siente en las terminaciones nerviosas de los tres dedos en los que Ramón le ha amputado las uñas. También es ínfimo en comparación con la adrenalina que carga su cuerpo como única herramienta de supervivencia. Sigue tirando y tirando con denuedo. Vamos, ella es de manos pequeñas. Tienen que caberle. Además, la sangre que ha manado de sus dedos y le empapa manos y muñecas ejerce una función lubricante.

Oye gritos del otro lado de la pared. Es Ramón. Se pregunta qué demonios le pasa ahora, pero no hay tiempo para detenerse a pensar en una respuesta.

Cambia de técnica. Coge impulso y se tira al suelo con la suficiente fuerza para que la silla plegable se parta. Lucha con su propio cuerpo en posiciones y estiramientos imposibles, más propios de un maestro yogui que de la inspectora rellenita que ella es. Tras mucho esfuerzo, logra desenredar la cuerda que ata sus pies. Ahora se levanta con torpeza, venciendo el agarrotamiento de sus músculos, los temblores en las piernas que amenazan con dejarla caer, las miles de agujas en su cabeza que aún sufre los efectos de la concusión. Va hacia la mesa con las herramientas. Ramón no ha escatimado en gastos, ahí está el instrumental completo de un quirófano. Se pregunta si piensa utilizarlo todo con ella. Necesita algo para introducir en la cerradura de las esposas. Escoge unas pinzas de disección con la punta curvada, pero tras varios intentos se da cuenta de que son demasiado gruesas. Las cambia por un estilete y comienza de nuevo a manipularlo dentro de la cerradura. Es un proceso que puede llegar a ser muy lento, y ella lo que no tiene es tiempo. No lo está consiguiendo, no va a poder. Oye otro grito terrorífico y el estilete se le cae de las manos. Se agacha para cogerlo con un gañido de frustración. Justo cuando lo alcanza, escucha el sonido de unos pasos acercándose. Ramón vuelve a por ella.

 

* * *

 

Cuando Ramón entra en la estancia, sus ojos topan con un estilete a un palmo de su cara.

Lo sujeta Camino con ambas manos, que siguen apresadas.

—¡Quieto ahí!

En condiciones normales, le bastaría una bofetada para quitarla de en medio. Pero esto dista mucho de unas condiciones normales. Para estupefacción de Camino, Ramón aparta el estilete con un brazo indolente, la mira con ojos vacíos de contenido y se deja caer hasta quedar sentado en el suelo. Con la espalda apoyada en la pared, habla a Camino desde abajo. Su voz emerge con un tono ronco.

—Evita está viva.

—¿Qué dices?

—Está saliendo en la tele. Ahora.

—¿Evita? ¿Has perdido el juicio?

Pues claro que lo ha perdido, se contesta la inspectora ante sus manos ensangrentadas, las muñecas esposadas, el estilete que aún sostiene y que ese hombre pensaba usar contra ella.

—Ve a verlo tú misma. —Ramón señala en dirección a la puerta, y después deja caer los párpados como si eso fuera todo.

Camino no pierde el tiempo. Sale al pasillo, cierra la puerta tras ella y echa la llave. Luego manipula con el estilete hasta que, tras otros mil intentos infructuosos, por fin queda liberada de las esposas. Solo entonces se adentra por el piso. Desde la otra punta suena un televisor. Hay una tertulia de esas vespertinas en las que solo se escucha al que levanta más la voz. De fondo están reponiendo las imágenes de Torreblanca arrasada por el agua. Busca hasta dar con el móvil de Ramón. Comprueba que está bloqueado, pero siempre se puede llamar a emergencias, que es justo lo que está a punto de hacer cuando las imágenes de la televisión cambian y la voz de la presentadora la distrae de su maniobra.

 

Antes de irnos a publicidad, volvemos a difundir los retratos robot de dos personas que podrían encontrarse implicadas en las tragedias que se vienen sufriendo en la ciudad de Sevilla. Si alguien los reconociera, le rogamos que se ponga en contacto con el número que aparece en sus pantallas.

 

La forastera, la mujer que con tanto ahínco lleva días persiguiendo. Por la que le pidió a Barbara que hicieran esos retratos robot que el secuestro de Ramón le ha impedido ver antes. Al fin la tiene delante. Pero resulta que el rostro que contemplan sus ojos es el último que jamás habría esperado. Entonces comprende que está delirando, que nada de esto es real. No ha escapado de Ramón y no está viendo lo que está viendo. Ha debido desmayarse y está soñando, inconsciente. Porque ve a menudo a esa persona, pero solo de noche, en sus sueños. Es el único lugar en el que ya es posible que Evita se le aparezca.