108.

 

 

 

 

La casa sigue apestando a humo.

 

Llevan todo el día fuera para que se ventile, tal y como les han recomendado. Susi volvió a la peluquería a organizar el caos que había dejado y Fito, tras abandonar el coche en el lugar convenido, se fue a pasear por su antiguo barrio. Necesitaba pensar, pero la caminata lo único que ha logrado es desasosegarle aún más. Los rastros de la catástrofe persisten, y lo harán durante mucho tiempo. Le parece irreal cómo la vida puede cambiar en un suspiro. Hace unos días era un subinspector de policía moderadamente feliz, y en cuestión de cuarenta y ocho horas su madre ha muerto ahogada, el barrio de su infancia ha quedado destruido, ha descubierto que su amigo del alma se ha hecho adicto a las drogas y ha acabado implicado en un homicidio. Ojalá pudiera dar marcha atrás en el tiempo. Se llevaría a su madre a casa a pasar unos días, así fuera por la fuerza. Josele nunca habría salido de la cárcel y Paco no se habría puesto en peligro. Su propia vida no estaría del revés y un alma menos abarrotaría hoy el infierno, que es donde de todas formas habría acabado el Loco más temprano que tarde. Pero retroceder en el tiempo es algo que todo ser humano ha deseado desde que la especie existe, y hasta la fecha no hay constancia de que se haya logrado. Así que toca apechugar y tirar para delante, con mal de ojo o sin él. Porque Susi tiene mucha razón. Al fin y al cabo, él es un hombre decente que tan solo intentó ayudar a un amigo y a un hermano. Incluso puso en riesgo su propia salud permitiendo que le extrajeran toda esa sangre en aquel cuchitril para salvar a un desconocido.

En su camino de vuelta paró en un bar cualquiera, uno de esos lugares anodinos que son iguales a otros mil. Suelo lleno de servilletas arrugadas, huesos de aceituna y cáscaras de pipas, camarero graciosete, mesas pringosas a pesar de las medidas de higiene que rezan los letreros de la puerta. Uno de esos sitios cuya función principal es empapar los problemas en alcohol para que encojan antes de regresar a casa. Pidió un whisky y se lo bebió a traguitos, como en las películas. Solo que él no es un tío como los de las películas. El líquido dorado le revolvió el cuerpo. Probablemente tampoco le sirvieron el más exquisito. Con suerte, sería el de oferta en el Lidl en lugar de uno de garrafón.

Ahora entra en el piso y la pena que se ha instalado en su interior rezuma hacia fuera, traduciéndose en una espalda curvada, una cabeza hundida entre los hombros, una comisura de los labios caída. Hasta hoy, él se consideraba un hombre corriente, y le gustaba. Madrugar cada día, soñar con que le toque la quiniela, sentirse pletórico cuando gana su equipo, contar con la estabilidad de un trabajo indefinido, hipotecarse para pagar el piso, salir a correr de vez en cuando, meterse en el gimnasio a curtirse un poco. Y, por las noches, leer unas páginas de alguna novela y dormir haciendo la cuchara con su novia de siempre. No pedía más. Pero siente que todo se ha derrumbado. Que, aunque las cosas salgan bien, su vida no volverá a ser la que era.

Las ventanas siguen abiertas y Susi trapichea arriba y abajo analizando el estado de los objetos del dormitorio. Escucha un lamento suyo cada vez que encuentra un vestido echado a perder o uno de sus libros favoritos devorado por las llamas.

Fito ve el sobre en la mesita de la esquina del salón. Lo observa con inquina: lo responsabiliza de todos sus problemas. Sin embargo, una fuerza más poderosa que su voluntad hace que se levante y vaya hacia él. Mecánicamente, vacía su contenido en la mesa y comienza a hacer montoncitos con los billetes. Nunca ha visto tanto dinero junto, y tendría que admitir que esa tarea tiene un algo de relajante, de bálsamo que aligera los pensamientos que le ocupan. Solo que le dura poco, porque enseguida detecta que algo falla.

—¡Susi!

Su novia se asoma por el quicio de la puerta.

—Dime, cariño.

—Aquí falta dinero.

Ella se acerca y se sienta junto a él.

—Ya lo sé.

—¿Cómo que ya lo sabes? ¿Qué has hecho, Susi?

—Le he dado una parte a mi padre.

—¿Cómo dices?

—No me mires así, nos ha salvado el culo y ha arriesgado el suyo. Se merecía una ayudita.

—¡Susi!

—Con lo mal que lo ha pasado mi padre en esta vida, cariño, tú lo sabes.

—Cuánto —es lo único que el subinspector es capaz de articular.

—Cincuenta mil.

—Cincuenta mil —repite como si necesitara pronunciarlo él mismo. Después, con tono quejumbroso—: Teníamos que devolver ese dinero.

—¿Devolverlo? ¿Y a quién, si puede saberse?

—A su legítimo propietario.

—¡Si ni siquiera sabes quién es!

—Vi al Pulga con mi hermano en el funeral, creo que tiene algo que ver —confiesa—. Quizá si hablo con él...

—Mira, Fito. El dinero pertenece a quien lo encuentra, ya te lo he dicho. Y a nosotros nos apareció en esa guantera.

—¿Y si vienen a buscarlo? El incendio forma parte de todo este lío, estoy seguro. Dile a tu padre que no gaste ni un euro de ese dinero, por favor.

Susi toma aire y le mira como si fuera un niño de cinco años a quien hay que explicar las cosas muy sencillitas.

—Si lo hubieras entregado en la Brigada, podrían venir a buscarlo igual, y encima no tendríamos forma de protegernos. ¿Es que eso no lo pensaste entonces? —dulcifica aún más el tono, que es ahora casi un murmullo en su oreja—. Mi padre sabe cómo hacer las cosas. Se encargará de resolver este asunto para que nadie nos moleste.

—Entonces, le has contado todo.

—Claro, a ver si te piensas que ha nacido ayer.

—No sé, Susi. ¿Y qué pasa con el resto del dinero?

—¿Cómo que qué pasa? Tenemos la mitad de los muebles echados a perder, el puto seguro no nos va a pagar nada porque ha sido provocado y, para colmo, si algo sale mal con este lío, te quedarás sin trabajo y yo tendré que sacar la casa adelante sola.

—Yo no te dejaría nunca sola.

—Ni yo a ti, amor. Y ese dinero es nuestro seguro particular.

Fito permanece en silencio durante un lapso de tiempo que a Susi se le antoja eterno. Conoce bien a su pareja, sabe que no es como la mayoría de tíos del barrio. Cualquier otro no dudaría en trincar la lana y salir pitando. A él, en cambio, su sentido de la ética le exige mucho más que al resto. En el caso de que acceda, los remordimientos van a devorarle durante mucho tiempo.

—¿Seguro que tu padre se encargará de todo?

—De todo. Sabe cómo moverse, recuerda que ha sobrevivido sesenta y siete años en ese barrio sin pasar por el trullo. Si tiene que untar a alguien, lo hará.

—No quiero oírlo.

Susi asiente y toma nota en su cuaderno mental, del que nunca se escapa nada. Fito ya ha tenido suficiente, no puede con una sola transgresión más.

—Anda, asómate a la ventana —le dice con tono animoso.

Cuando Fito lo hace, ve su coche aparcado justo enfrente.

—¿Ves? Todo arreglado.

Él fuerza una sonrisa y vuelve a dejarse caer en el sofá. Alguien poco avispado podría pensar que se está dejando manipular por su chica, que está siendo un títere en manos de otro. Pero, en realidad, uno siempre tiene la última palabra, y es absurdo responsabilizar a otros de las decisiones que toma. Si Adolfo Alcalá, subinspector de Homicidios de la Policía Nacional, ha llevado su coche a un tipo para que se deshaga de un cadáver, ha sido porque así lo ha decidido. Y si el mismo Adolfo Alcalá renuncia a entregar doscientos treinta mil euros a la policía o a buscar a sus legítimos propietarios y se los reparte junto con su novia y su suegro es porque así, en el fondo, lo ha querido.