—Ya está.
Uriel lleva un rato tecleando en el portátil que han traído consigo.
—¿Seguro?
—Sé lo que me hago, querida.
—Ya, pues bien que localizaron el tanque con el petróleo.
—¡No por mi culpa! La IP estaba perfectamente enmascarada, el error no pudo provenir de ahí.
Laura se muerde la lengua. Sabe que lo que menos necesitan ahora es ponerse a discutir.
—El protocolo específico de seguridad es de chiste —sigue él—. Jaquear los circuitos de vigilancia fue un juego de niños, y bloquear los termómetros no me ha parecido mucho más difícil.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Lo que tarden en darse cuenta del chanchullo. Suficiente para el siguiente paso.
Laura extrae el artefacto explosivo de la bolsa de deporte. Contiene una buena dosis de triperóxido de triacetona, más conocido como «madre de Satán», un compuesto tan casero como mortífero a base de acetona, agua oxigenada y ácido clorhídrico, y al que le ha añadido unos cuantos kilos de metralla, así, para hacer más pupa.
—Vamos —dice Uriel.
—¿Cómo? ¿Tú también vienes?
—No voy a quedarme aquí esperando, quiero ver cómo lo haces.
—Ya. Y cómo mi cuerpo se desintegra con el zambombazo —a Laura le sale una mezcla de sorna y amargura.
—Estaría bien. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Polvo de estrellas, que eres tú, y que descansarás en la madre tierra para siempre. —Uriel da una última caricia a Laura.
—Muy poético todo.
—Sí, pero ya sabes que no me dará tiempo a verlo, desapareceré a la vez que tú. —Él retira la mano y endurece el gesto—. Venga, camina.
* * *
—Hemos detectado un fallo en el circuito de vigilancia.
Un compañero de la unidad antiterrorista se ha acercado al lugar donde aguarda el grupo de Camino.
—¿Qué?
—Es una grabación. Han vulnerado el sistema y han creado un bucle para que sus movimientos no queden registrados.
—O sea, que están aquí.
—Eso parece. Vamos a entrar.
Camino asiente y mira a Pascual y a Lupe. Es todo el equipo que le resta, y sin embargo se siente afortunada de tenerlos a su lado. Como se siente afortunada de haber compartido con ellos estos años, estos casos, esta locura de vida que es un Grupo de Homicidios en una ciudad donde lo mismo arrojan a una mujer muerta a una fuente llena de patitos de baño como le rebanan las piernas a otra; una ciudad donde explosionan un río o planifican una fuga de gas que arrase con todo ser vivo. En su mirada hay afecto, un afecto profundo que siempre, vaya usted a saber por qué, trató de ocultar. ¿Y qué consiguió con eso? ¿Demostró así ser más dura, más válida, estar más capacitada para este trabajo? En absoluto. Pero tampoco supo hacerlo mejor.
—Sois los mejores compañeros que una podría haber deseado.
Los ojos de Pascual se abren mucho, lo cual solo puede significar una cosa: ya sabe por dónde va.
—No se te ocurra, jefa.
—Estáis fuera de la misión.
—Ni de coña —replica Lupe.
—Estáis fuera —repite ella—. Ahora mismo os vais para casa. Tú, Quintana, te coges a tu niño y a tu marido y os largáis de aquí, lo más lejos que podáis. Hasta Málaga por lo menos, no paréis ni a mear. Molina, tú ve a casa de Noelia, reúnete con Sami. Y lo mismo. Te la llevas aunque sea secuestrada, y a su madre también, que la vais a necesitar. Aunque te quejes mucho de no tener la custodia, ser padre a tiempo completo tiene que ser una castaña de cuidado.
—Tú qué —dice Pascual, sabiendo la respuesta.
—Yo voy con ellos.
—Jefa...
Camino niega con la cabeza para que Pascual no siga. Mantiene la vista unos segundos más en esos dos compañeros con los que tanto ha compartido, y luego se da la vuelta, justo un segundo antes de que los ojos se le humedezcan. Y así, preguntándose por qué demonios oculta las lágrimas que comienzan a resbalar por su cara si justo acaba de pensar que esconder las debilidades no vale para nada, sigue caminando en dirección a la fábrica de químicos. Y se contesta lo que ya sabe. Que esa es ella, ya está.
* * *
En una misión de este calibre, una inspectora pinta menos que nada, por muy jefa de grupo que sea y por mucho que fuera ella quien los puso sobre la pista. De modo que se suma a la unidad operativa del Ejército en la que un capitán da las órdenes. Decenas de hombres y mujeres acorazados se distribuyen por toda la fábrica a fin de no dejar un solo resquicio donde mirar. Mientras, otro comando se dedica a sacar de allí todo el material posible y cargarlo en camiones que fuerzan las marchas a fin de alejarse al máximo del foco donde puede producirse la detonación. Necesitarían días, quizá semanas para dejar las instalaciones libres de mercancía peligrosa. Es como vaciar el Guadalquivir a cucharadas. Pero se consuelan pensando que cada camión cargado hasta las trancas puede restar magnitud a la catástrofe que está por venir, porque justo esa es la tarea en ese momento, ponerse en el peor de los escenarios para intentar minimizar sus efectos.
Camino se siente como un pato embutida en ese traje y para colmo se le empaña la pantalla del equipo que la aísla de la atmósfera exterior. Va con la pistola en alto, pero sabe que con ese campo de visión no acertaría ni a un palmo delante de sus narices. No conoce el espacio y así le resultará imposible hacerse siquiera una ligera idea de por dónde va.
—Al carajo.
Se desembaraza del aparato. Mochila, botella, pantalla y máscara, todo sale de una vez. Sigue sin total libertad de movimientos, pero al menos puede girar la cabeza a ambos lados y ver con normalidad. También puede oír mejor, de forma que, cuando la alarma comienza a emitir un pitido estridente, en su cabeza suena con más intensidad que en ninguna otra. Piensa en regresar a por el equipo de respiración olvidado sobre un palé, pero es o eso o dirigirse hacia la señal luminosa que muestra el lugar de donde parte el sonido. Que es justo lo que hace. Para kamikaze, la inspectora.
* * *
—¿Qué pasa?
Es Uriel quien grita desde abajo.
—Está controlado, no te preocupes.
«Y una mierda está controlado», masculla él para sus adentros mientras la alarma le mortifica los tímpanos. Acto seguido se pregunta si Laura se la está jugando. Si será capaz de hacerlo. Porque en ese caso no va a salirle bien. Nada bien. Con disimulo, extrae la pistola que guardaba en uno de los bolsillos de la silla de ruedas y la sostiene con la mano derecha dentro de la chaqueta.
Laura desciende por la escalinata de acero y regresa junto a él con las manos vacías.
—Ya está, impaciente. Detonará en diez minutos.
Uriel cambia la cara de preocupación por una sonrisa. Siente la euforia creciendo como la erupción de un volcán y eso le hace agarrar a Laura por la nuca, atraerla hacia sí y besarla en los labios. Más que besarla, le da un morreo torpe y pegajoso. Ella nota cómo la lengua de él penetra en su cavidad bucal y la inunda con un olor a ácido sulfhídrico, o, lo que es lo mismo, a una halitosis que echa para atrás al más pintado.
—Lo has hecho muy bien —dice él cuando la suelta.
Laura siente una cólera repentina que contrasta con la exultación de su compañero y que no entiende muy bien. No la entiende porque ella adoraba a Uriel, incluso en algún momento se cuestionó si lo que sentía era admiración o iba más allá, invadiendo el terreno del enamoramiento. Tampoco la entiende porque no se para a pensar que Uriel no tiene ningún derecho a obrar así, a dar por hecho que a ella le apetecía que la agarrara de esa forma y le metiera su lengua asquerosa hasta las amígdalas, que refregara sus labios contra los de ella sin pedir permiso, como si su euforia diera carta blanca para todo y los sentimientos de ella no contaran. ¿Acaso han contado alguna vez? No, claro que no. Porque Uriel es el típico que dice preocuparse por muchas causas pero por lo que nunca jamás se preocupa, es por los humanos que le rodean. Ni por ella ni por ningún otro. Como Yasmina, que todavía anda llorando por las esquinas a raíz de lo que le dijo tras llevarse el lechón del santuario. Claro que esa es Yasmina, que llora por todo. Y Laura ya no piensa más, porque de repente ve que bajo la chaqueta vaquera de Uriel asoma el mango de una pistola.
—¿Qué haces con eso?
—Por seguridad.
—Ya. —La ira crece, se densifica dentro de Laura—. No te fiabas de mí, ¿eh? Pensabas matarme de todas formas.
Uriel sonríe, y es la sonrisa peor fingida que ella ha visto jamás.
—A ver, Laura, no digas tonterías. Esto está a punto de reventar, vivamos con intensidad nuestros últimos momentos.
—Con intensidad... Con intensidad. Ya lo creo que los vamos a vivir con intensidad, no te jode. Sobre todo tú.
Y sin pensarlo, porque hemos quedado en que Laura ya no piensa más, le arrebata la pistola y le arrea un puñetazo en plena cara. La sangre brota de forma instantánea. Le salpica la ropa y después mancha los dedos que Uriel se lleva a la nariz.
—¡Estás loca!
—Menuda sorpresa —dice ella, cuya parte primitiva del cerebro (la que no piensa) ha olido la sangre y ha decidido sin consultar con nadie que no tiene ninguna intención de parar. El puño de Laura golpea de nuevo otra vez, y luego otra, y a la cuarta por su boca sale una maldición porque se ha hecho daño en el nudillo con los dientes rotos de Uriel. Pero eso no detiene su puño.
Él se tapa con ambos brazos la cara hasta que cae de la silla como un muñeco de trapo, y ahora Laura le da una patada en el estómago, y luego se acerca y, ¡zas!, un rodillazo en toda la cara ya magullada y sanguinolenta, pero ese rodillazo la ha hecho sentirse como deben de sentirse los luchadores de la UFC cuando van ganando en los combates que ella se chupa en el canal Gol: poderosa. Y si no le remata con una llave de sumisión es solo por dos motivos. Uno, porque no tiene ni idea de cómo ejecutarla, que una cosa es verlo en la tele y otra ponerlo en práctica. Y dos, porque en ese momento oye ruido de pasos acercándose y sabe que no da muy buena imagen que la pillen de esa guisa. Además, hay una cosa en la que sí que estaba de acuerdo con Uriel: no va a dejarse atrapar por las buenas.
* * *
Cuando Camino llega al lugar de donde procedían los gritos, lo que ve la deja estupefacta. Uriel yace en un suelo manchado de sangre. La silla de ruedas se encuentra volcada junto a él, que está boca arriba con el rostro desfigurado y no parece tener mucho ánimo de moverse. La inspectora se acerca despacio, pero no se la juega. Antes de cerciorarse siquiera de tomarle el pulso, le coloca las esposas. Lo de cerciorarse en realidad no llega a hacerlo, ni antes ni después, porque en ese momento se produce una detonación y todo lo demás deja de existir.
* * *
Le ha disparado. Ni siquiera sabe por qué lo ha hecho. Pero estaba ahí, poniéndole las esposas a Uriel, «como si fuera un vulgar delincuente», que diría él, y ese tampoco era el plan. Así que, con las emociones a flor de piel por la paliza que acaba de cascarle, Laura apunta con la pistola que, por supuesto, se ha llevado consigo, y dispara contra la tipa con atuendo de astronauta. Y como ignora si ese traje acolchado constituye también una especie de chaleco antibalas gigante, pues hace lo más lógico y normal, que no es otra cosa que apuntar al único sitio que no lleva cubierto la inspectora Vargas: la cabeza.
* * *
Todos han oído el retumbar del disparo, y por un momento se han quedado inmovilizados. El primero en recuperarse es el capitán, que da la orden de dirigirse hacia allá. La segunda, Camino, que observa el punto exacto donde ha ido a alojarse la bala. Si lo que ha intentado es matarla, o está situada muy lejos o, lo que es más probable, va floja de puntería. Pero lo que sí tiene claro la inspectora es una cosa: quién es la persona que ha apretado el gatillo.
—¿Laura?
Nadie responde, pero ella está segura de que puede oírla.
—¡Laura, sé que eres tú! ¡Acércate, tenemos que hablar!
Y, ante el silencio enconado de aquella nave a reventar de químicos, una nueva tentativa:
—¡Vamos, sal! ¡Soy amiga de Evita!
* * *
¿Qué dice esa tía? ¿Amiga de Evita, eso es lo que ha dicho? Evita está muerta, pedazo de imbécil, eso para empezar. Qué amiga ni qué ocho cuartos. A menos que se refiera a antes, a antes de... Y entonces quién es... Leñe, eso va a ser. Amiga, dice. Su puta madre amiga. La va a oír.
—¿Camino? ¿Eres Camino Vargas?
* * *
Estupendo, ha identificado el lugar de donde procede la voz. Debe de estar oculta tras aquel contenedor. Pero, claro, con todo este jaleo no va a ser la única que quiera tener unas palabras con ella. Si no, a ver para qué ha venido medio Ejército y tres cuartos de agentes antiterroristas. En pocos segundos, muchos de esos hombres y mujeres blindados están por todas partes, y resulta que ellos no llevan pistolitas como su semiautomática Heckler & Koch USP Compact o como la Glock 17 de Laura, sino que van con esos fusiles de asalto G36, que te entra un no sé qué que qué sé yo nada más verlos. No a Camino, claro, a ella no. Probablemente tampoco a Laura, que ya está de vuelta de todo. A cualquier otro ser humano.
—Salga con las manos en alto o abriremos fuego —dice el capitán al mando.
Pero es un farol, porque la etiqueta de mercancía altamente combustible del contenedor tras el cual se oculta Laura es tan grande casi como el propio contenedor, y eso disuade al más pintado.
—Empiece cuando quiera.
Hay un instante de máxima tensión. Aunque no dura mucho, ya que Laura vuelve a hablar.
—Pero, si se decide, hágalo pronto. Porque el artefacto debe de estar a punto de explosionar y los fuegos artificiales le van a quitar la vez.
* * *
—No lo creo.
Algunas cabezas se giran hacia Camino sin dejar de apuntar en dirección a Laura.
—¿Me has oído, Laura? No va a pasar nada. Y no va a pasar nada porque no lo has activado.
Laura asoma un poco la cabeza desde su escondrijo, lo suficiente para atisbar a la inspectora. Y esa qué sabe. Es otro farol, seguro. Estos maderos están jugando al póker con ella. Pues vale, siempre se le ha dado bien. No como a Evita, a quien se le notaba todo en los gestos nerviosos, las facciones agravadas, el tono más agudo. De buena, tonta. Siempre se lo dijo. Laura era la dura de las dos. Curioso que fuera Evita quien se hiciera policía. Así le fue.
—Eso es justo lo mejor que podéis hacer vosotros: nada. Esperamos todos y arrivederci.
—Te lo voy a pedir bien una única vez, Laura —la voz de Camino resuena con firmeza—. Quiero que sueltes la pistola y la lances a ras de suelo para que quede a la vista. Y después quiero que salgas de ahí con las manos en alto.
No hay respuesta, ni tampoco ningún otro ruido. En las respiraciones contenidas y en los brazos que sujetan los fusiles se puede palpar la tensión del momento.
Camino se acerca al capitán que coordina la operación. Le susurra al oído.
—No ha colocado el explosivo en lo alto del tanque.
—¿Está segura de lo que dice?
—Lo he verificado. Lo dejó en aquella esquina escondido, donde su compañero no podía verlo.
—Estamos en una planta química, qué más da dónde lo coloque. El peo lo pega igual.
—No si no traspasa el tanque de isocianato de metilo. Ese es el gas más mortífero de todas las sustancias que hay en la fábrica. Se echó atrás al ver que no tenía escapatoria.
El capitán desvía la mirada del objetivo para fijarla en el artefacto una milésima de segundo.
—Inspectora, si se equivoca salimos todos volando.
—No me equivoco. He examinado con lupa los documentos en los que dejó trazado el plan.
Él asiente y da la orden para que rodeen a la malhechora. Poco a poco, la distancia entre los agentes y Laura se va acortando.
—Voy a disparar —amenaza ella, apuntando a unos y otros.
—Calma, Laura, calma. —Camino avanza por su flanco derecho.
Laura da un grito desesperado. Esa tipa tiene razón, en el último momento se dio cuenta de que no estaba preparada para morir. Pero quizá debió hacerlo y acabar con todo de una vez. Ahora no le resta otra salida. Pega con más fuerza el dedo al gatillo, pero no amedrenta a nadie. Siguen acercándose. Tampoco se ve capaz de disparar a quemarropa. Ella era la de la logística, diablos, no la que asesinaba a sangre fría. Para eso ya estaba Rodolfo, que lo disfrutaba como nadie, y luego Uriel, que tampoco se queda atrás.
Es justo la voz de este último la que se abre paso en ese instante.
—¡Todavía podemos conseguirlo! ¡Dispara al tanque, Laura!
Y sin pensárselo, porque Laura ya sabemos que no está para pensar más, alza la pistola y abre fuego. Camino comprende, pero sabe que es imposible que llegue a tiempo de quitarle el arma. Todo sucede en milésimas de segundo. Y aun así, aun sabiendo que no podrá pararla, lo intenta.
¡BUM!
* * *
No transcurren más de cinco segundos desde que resuena el disparo de Laura hasta que los agentes la inmovilizan, le retiran el arma y se la llevan esposada. También prenden a Uriel. Los dos tipos que le levantan están tan cuadrados y le tienen tantas ganas que ni se molestan en llevarle en la silla. Lo alzan por las axilas, arrastrando los pies como un pelele.
La tensión comienza a aflojarse al tiempo que los militares inician la retirada. En aquellos que se han levantado las máscaras se ven las sonrisas de júbilo y de satisfacción.
—Aseguraos primero de que no hay nadie más en las instalaciones —ordena el capitán.
Luego busca la mirada de Camino. Se ha dejado caer en el suelo y tiembla como un pajarillo.
—Buen trabajo, inspectora.
Camino se agarra al brazo del capitán y trata de sonreír, pero no le sale. Se levanta haciendo acopio de la máxima energía que es capaz de reunir. Es como si todo el cansancio del universo le hubiera sobrevenido de repente. Tiene los ojos rojos y congestionados y la cara luce un extraño tono azul grisáceo. El capitán se pregunta si es por el susto o si será acaso efecto de la luz artificial de la fábrica. Le da una palmada en el hombro.
—Lo ha hecho muy bien.
—El plan B... —murmura Camino con dificultad.
—¿El plan B?
La inspectora quiere explicarlo, pero cuando trata de articular nuevas palabras se da cuenta de que no le sale la voz. No entiende qué le ocurre. Los ojos le abrasan y está empezando a ver una mancha negra donde debiera estar el capitán. Hace un nuevo intento, pero siente una quemazón devorándola por dentro. Se lleva la mano a la garganta justo antes de que las piernas le fallen como dos pajitas de plástico y el suelo se lance contra ella hasta estrellársele en la cara.
El capitán comprende de inmediato. Tan de inmediato como ve caer a otros compañeros a su alrededor. Justo aquellos a los que se les veía la sonrisa.
—¡Fuga de gas! ¡Fuga de gas! ¡Poneos las máscaras!