Era un jueves lluvioso y ella se encontraba sumergida en sus pensamientos de siempre. En la misma idea hambrienta y pobre de que su vida no había resultado como siempre soñó… ¡Así no tuvo que haber sucedido!
Ahí estaba Ada, escuchando caer las gotas e infiltrarse en su austera recámara. Una por una le decían que ella no era suficiente. No era suficiente para arreglar una gotera, para darle a su familia (o lo que restaba de ella) un hogar decente. Ni siquiera era una ama de casa, aunque fuese una de pueblo.
Su vida no era la vida normal y mediocre de la que todo el mundo se queja. No podía quejarse de las deudas porque no tenía dinero o la capacidad económica para endeudarse. Problemas de pareja: imposible, llevaba mucho tiempo sola. ¿Temas de salud? Lamentablemente sólo podía quejarse de cómo la artritis había ya engrosado un poco sus articulaciones, lo que resultaba particularmente penoso al momento de saludar a alguien. Sin embargo, no era nada que le impidiera sobrevivir el día a día.
Recordó cómo hacía ya treinta y cinco años había sido una mujer soñadora, una mujer que pensaba que la vida podía ser diferente, que se valía desear y querer cambiar al mundo, que, a pesar de todo, sin importar su género, su origen, su raza, podía triunfar y vivir una vida digna y de grandeza… A pesar de la sociedad, la discriminación, la economía, de su falta de educación y de aquellos tiempos difíciles.
¿Dónde había quedado esa niña de dieciséis años? ¿Qué había pasado con esa mujer soñadora, esperanzada, dispuesta a enamorarse y con un corazón obstinado en encontrar un nuevo camino y también a correr cualquier riesgo para comenzar un nuevo andar?
Ese nuevo camino se había convertido en el camino de siempre, en la rutina del para siempre y del hasta nunca.
Cada gota era una idea, un recuerdo, un anhelo de haber vivido una historia distinta, de haber contado una aventura diferente. “¿Cómo hubiera sido?”, se preguntaba una y otra vez.
Sin pensarlo más se puso de pie, reconociendo que sus piernas no eran las de una jovencita y que debajo de esa larga y pesada falda se ocultaba el sueño de una bailarina, una luchadora social, una empresaria que la vida había llevado a ser una simple sirvienta… una muchacha. Estaba ya acostumbrada al mal trato (incluyendo el de sus patrones), a ser tratada más como un aparato o algún artefacto frío, duro, sin emociones, desechable, sin inteligencia, sin sueños, sin deseos ni preocupaciones.
Decidió salir a pesar de la lluvia, que comenzaba ya a escurrir por su cabello negro canoso y a filtrarse por la suela de sus zapatos viejos. Los zapatos que su patrona anterior le había regalado de cumpleaños hacía ya seis años. Y ese regalo había llegado con la última felicitación que ella había recibido por haber cumplido un año más de una vida que no disfrutaba y que tantas veces había pensado terminar.
¿Cómo iba ella a saber que esos mismos zapatos viejos iban a ser los causantes de una desgracia? Que… pensándolo bien, esa desdicha se convertiría en la desgracia más grandiosa de su vida, la desagradable y fascinante desgracia que, contra cualquier probabilidad y cualquier posible escenario, iría a transformar su vida para siempre.
Cada paso acentuaba la distancia de la casa de sus patrones, y la lluvia, que caía sobre sus vestidos ya empapados, entorpecía su vista al caminar.
El corazón palpitante y las manos, hinchadas y temblorosas, revivían una y otra vez las veces en las que pudo haber hecho algo diferente pero no lo hizo, como en aquella ocasión cuando estuvo a punto de regresarse a su pueblo para buscar a su familia y sin embargo recordar las atrocidades de su pasado la hicieron postergar su huida “un día más… un día más…”. O aquel momento, hacía ya diez años, cuando su patrón intentó abusar de ella, y ella por miedo a no recibir su salario no hizo nada para evitarlo.
De repente, sin saber de dónde había salido, un joven la golpeó de lleno con su bicicleta, en el brazo derecho. Cayó al suelo, empapada, de manera abrupta. El golpe casi no se escuchó a causa de la intensa lluvia. El muchacho de la bicicleta se marchó dejándola ahí tendida en la banqueta.
Se levantó como pudo, las lágrimas de dolor que rodaban por sus mejillas eran lavadas con la lluvia que la mantenía total y absolutamente mojada. Comenzó a caminar. Su cuerpo le dolía intensamente. Sentía que casi no podía mover el brazo. Cuando hubo dado como diez pasos, sintió un dolor más profundo que el único parto que había vivido, aún más intenso que el recuerdo de ese bebé que hacía tantos años no veía. Algo había atravesado su pie derecho: una varilla de metal, seguramente la bicicleta que la golpeó había encontrado un pequeño hueco por entre la suela de su zapato y con la presión de su paso firme había atravesado su pie, y entonces el charco que pisaba comenzó a teñirse de rojo por la sangre que escurría de la herida.
El dolor fue tal que por unos segundos se quedó ahí sin saber qué hacer hasta, que un hormigueo comenzó a llenar cada pequeño espacio de su cuerpo y no pudo sostenerse más.