Después de una conversación tan enriquecedora y profunda, Erik había ido por algo de comer, dejando solas a Diana y Karen en aquel cuarto pequeño de hospital público. Como si se hubieran congelado el tiempo y el espacio, una mano abrió la cortina. Karen reconoció inmediatamente de quién era la mano y sabía que tendría que enfrentar tarde o temprano esa situación.
Detrás de ella aparecieron dos rostros muy familiares para las hermanas, rostros que habían aprendido a reconocer desde muy pequeñas como mamá y papá.
La apariencia de ambos era terrible. Lucían verdaderamente preocupados y angustiados. Al verla ahí, recostada, conectada al monitor de signos vitales y al suero, llena de moretones, hinchada y con los ojos llorosos, ambos padres comenzaron a llorar y abrazaron a su hija con todo el cuidado del mundo.
El llanto de Karen era intenso. Intentaba hablar, pero no podía.
Ada, que escuchaba todo del otro lado de la cortina verde, no pudo más quien sentir compasión por la chica, que sin duda enfrentaba uno de los momentos más difíciles de su vida.
David, por otro lado, sonreía conmovido. No porque le gustara lo que estaba sucediendo sino porque sabía que ese momento tenía un propósito que trascendería de manera grandiosa en la vida de la muchacha.
—¡Estás bien, estás bien…! —exclamaba una y otra vez Diana, la madre de Karen. Ésta no decía nada, y sólo escuchaba con los ojos cerrados lo que su madre una y otra vez le preguntaba.
Finalmente, los tres guardaron un silencio. Karen había aprendido a reconocer el fuego de su corazón y a apreciar el presente, sin embargo, sus padres eran una historia completamente distinta. Karen temía principalmente a su padre, de quien ella sabía que reaccionaba algunas veces de manera extrema.
—¿Ma… pa? —dijo Karen en un tono que les dejó saber a sus padres que algo andaba mal.
Con una mirada profunda en la que rebozaban lágrimas sobre sus ojos, mismos en los que había también cierta felicidad contenida, Karen comenzó a decir. Sus padres la miraron expectantes, suponiendo que su hija podría estar incluso al borde de la muerte.
—Estoy embarazada.
Silencio.
—Van a ser abuelos, van a tener un nieto o nieta y yo voy a ser mamá.
Como de golpe, Ada recordó. Esas dos palabras retumbaban en su mente y en sus oídos:
—Estoy embarazada.
Estaba frente a un señor de gran bigote y barba sin rasurar, con ojos negros paralizados que poco a poco se le llenaban de rabia. Un señor que parecía fuerte a pesar de su corta estatura que apretaba con fuerza su puño derecho, hasta que finalmente soltó un grito, con la cara completamente alterada y transformada.
—¿Cómo puede ser, maldita?
Ada, sin saber a ciencia cierta lo que sucedía y sin conocer bien el significado y las implicaciones de “estar embarazada”, echó a llorar hecha bolita, mientras ese señor la golpeaba sin piedad.
—¡Papá, déjeme! ¿Qué hice? … ¿hice, qué? —gritaba ella en un mar de lágrimas, sin dejar de recibir los golpes de su padre, que además la maldecía incesantemente.
La sangre corría por su rostro, espalda y de su brazo izquierdo, con el que intentaba defenderse de los golpes de su padre, aun con el dolor intenso que le causaba.
—¡Te voy a hacer que te saquen ese chamaco! —vociferaba su padre, hasta que de un golpe la dejó desmayada en el piso.
Ada abrió los ojos de ese recuerdo con un nudo en la garganta.
Se recordó en un lugar muy rural, en una ni siquiera casa. Era una choza con olor a tierra, poco iluminado, ya que no había luz eléctrica. Los techos eran de lámina y pedazos de cartón, y el lugar amontonado era pequeño y apretado. A pesar de la fuerte impresión, no le quedó ninguna duda de que había sido un recuerdo, un muy mal recuerdo.
Los padres de Karen no lo podían creer. Estaban viviendo lo que ellos pensaban que era un muy mal sueño del cual querían despertar cuanto antes.
Diana, la mamá, abrazó fuertemente a su hija para después decirle:
—¡Mi amor! ¡Mi amor! ¿Pero qué has hecho? ¿Por qué ahora, mi vida?
—No sé, mamá, perdón —decía Karen llorando nuevamente—. No quería, pero, pero pasó.
Su padre finalmente abrió la boca y en un tono severo exclamó:
—¡Lo que has cometido, Karen, es un pecado muy grave! Estoy muy decepcionado de ti —dijo mientras agachaba la cabeza.
Erik, quien recién llegaba y no entendía lo que pasaba, sintió la mirada del padre de Karen.
—Entonces, ¿tú eres el padre? —preguntó gritando un tanto agresivo.
—No, señor, mi nombre es Erik y soy amigo…
—¿Eres doctor? —preguntó sarcásticamente el padre interrumpiendo a Erik.
—No, señor, soy amigo… —repitió Erik, y de nuevo volvió a ser interrumpido.
—¿Trabajas en el hospital?
—No.
—Entonces sal, que no tienes nada que hacer aquí con mi familia en este momento —dijo de manera tajante y con un dedo señalaba la cortina para que saliera inmediatamente.
—¡Papá! —gritó Karen, enfurecida y llena de lágrimas—. ¡¿cómo te atreves?! Es un amigo y sólo me ha ayudado.
—Karen —dijo Erik—, tranquila. Todo está bien —y, llevándose una mano al corazón señalando el espacio en donde Karen tenía el dije, sonrió y añadió—. No te preocupes, esperaré afuera.
Con una gran sonrisa a su amiga se despidió, corrió la cortina y salió.
Hasta afuera se escuchaban los gritos de aquella sala de hospital público. Enfermeras y doctores eran buenos para disimular que no pasaba nada.
—¿Cómo te atreves, Karen? —dijo su padre—. ¿Sabes qué van a decir las personas de ti? ¿Sabes qué van a decir de tu madre y de mí? —gritó sin importarle que todo el hospital lo escuchara— ¡No tienes conciencia! ¡Además, eres una niña! Seguramente cuando te divertías con tu noviecito ese no pensaste en las consecuencias de tus actos. Pues bien, hija, tus actos tienen consecuencias. ¿Pensaste acaso cómo ibas a hacer para pagar el parto?, ¿los doctores? ¡¿Eh?!
Mark miraba fijamente a su hija esperando alguna respuesta.
Karen, desafiante, miraba directamente a los ojos de su padre, que continuó desahogándose.
—¿Sabes cómo vas a mantener a tu hijo? ¿Vas a pagar tú sus análisis y medicamentos? ¿Vas a trabajar al mismo tiempo que vas a ser madre? ¿Y si el niño enferma vas a poder cuidarlo todo el tiempo, alimentarlo y trabajar para pagar sus tratamientos y los doctores que lo atiendan? Y ahora que te mandas tú sola y vas por la vida pecando, ¿en dónde vas a vivir?, ¿cómo piensas pagar todo eso? ¡Karen, niña, tienes que abrir tus ojos, enfrentar la realidad y hacerte responsable por tus actos. ¡Todo en la vida tiene consecuencias!
—¡Pero Mark! —dijo la madre—, es una niña, nosotros estamos para ayudarla.
—No, Diana, estamos para educarla, y eso significa que ella enfrente las consecuencias de sus actos.
—¡Papá! —intervino Karen—. ¿Y dónde quedó tu “familia unida”? ¿Dónde está tu “hay que tener fe”? ¿En dónde está tu “plan perfecto de Dios”? A ver… —le terminó de decir gritándole, igual de enojada—, si tanto dices eso, ¿por qué no lo aplicas en este momento?
Mark respondió enfurecido.
—¡No te atrevas a levantarme la voz y a hablarme como si yo fuera el pecador, jovencita! Vas a afrontar la consecuencia de tus actos y lo harás sin que nosotros te rescatemos.
Mark, después de tanto gritar, se calmó un poco Bajó la mirada, y con una lágrima en los ojos y un tono de decepción, le dijo a su esposa:
—Vámonos, Diana —en ese momento se percató de su otra hija, que estaba ahí petrificada sin poder creer lo que estaba pasando. Su padre la volteó a ver y calmadamente se dirigió a ella—. Hija, tú puedes hacer lo que quieras. Tú no has hecho nada malo.
Diana, tragando saliva, dijo lentamente.
—Me voy a quedar con mi hermana.
—Pues bien —atajó Mark viendo a su esposa y con mucha firmeza—. ¡Vámonos!
—Mark, ten un poco de compasión, por el amor de Dios —dijo su esposa llorando.
—¡Vámonos! —respondió, y le lanzó la mirada más severa que pudo a su mujer.
Diana, quien no podía dejar de llorar, abrazó a su hija y, llenándola de besos, le susurró al oído:
—Felicidades, mi amor. ¡Vas a ser mamá y yo abuela! Te sucederá una de las dos mejores cosas que me han sucedido en mi vida. No te preocupes, que todo al final va a estar bien. Te amo, mi niña preciosa.
—¡Diana! —interrumpió el grito de Mark, mientras ella besaba a su hija para al fin marcharse con su esposo.
Del otro lado de la cortina se escuchaban todavía las palabras dolidas del papá, que exclamaba:
—¡Tiene que aprender esa niña, Diana, tiene que aprender! No lo puedo creer.