THYANGBOCHE

Qué imponentes son los Himalaya. Cuánta belleza y majestuosidad pueden inspirar a un noble y humilde corazón que se deja maravillar y atrapar en un abrazo eterno de su presencia. Qué grandioso y apasionante sentimiento contemplar las maravillas y las bellezas que la naturaleza nos regala.

La emoción llenaba el corazón de cada uno de los presentes, de los dos sherpas, de los escaladores canadienses y del grupo de cinco aventureros. Ellos conformaban ahora un nuevo equipo, entre ellos esos locos soñadores que estaban cada día más cercanos a la cima más alta del mundo.

Su primera parada importante sería el Monasterio de Thyangboche, que está situado a cuatro mil metros de altura sobre el nivel medio del mar. Ahí pasarían tres días: realizarían una ceremonia muy importante de limpieza emocional y espiritual, para posteriormente continuar su viaje otros ocho días más rumbo al Campamento.

A pesar de ser un trayecto largo y en compañía de todo el equipo, el viaje realmente era uno muy solitario, ya que había muchos momentos de soledad empleados para la contemplación del bello panorama a la vez que también para la introspección.

Mientras caminaban un día particular y Ada iba sumergida en sus propios pensamientos, David se acercó junto a ella. A pesar de su edad, su condición física era extraordinaria, y aunque despacio, iba siempre constante y decidido cargando las cenizas de su esposa con la mejor actitud.

Ada no podía dejar de darle vuelta y vuelta a aquellos recuerdos que de un segundo a otro la acechaban despiadadamente. Su problema personal era grande. “A final de cuentas, ¿quién soy?” “¿Qué es lo que vale ahora, la persona que comienzo a recordar o la persona que había comenzado a creer que era?” Su dilema era abrumador. “¿Cómo cambiar mi identidad y la idea que tengo de mí de un segundo al otro?”, se preguntaba a sí misma una y otra vez.

—¿Qué sucede, hija mía? Te noto demasiado preocupada —le dijo David de repente sacándola de su ensimismamiento.

—¡David!… Papá —respondió ella, sorprendida, tratando de sonreír —. Todo bien —mintió—. Aquí estoy nada más mirando qué lindo está todo —suspiró profundamente.

—¿Segura de que no hay nada más ahí, hija?

—El otro día, cuando nos estábamos tomando el té en la ciudad a la que llegamos, me empecé a acordar de varias cosas. Me acuerdo mucho más de mi vida pasada. Todavía no tanto, pero sí me acuerdo de algunas cosas que hacen que me sienta de repente muy mal en mis emociones. No sé si está bien o está mal que me acuerde. Y luego no sé si es verdad o no. David, no me gusta lo que me está pasando.

—Hija, tú misma dímelo. ¿Qué piensas? ¿Crees que recordar te funciona?

—Pues no sé, una parte de mí… una parte muy grande me dice que necesito acordarme para entender. Otra me dice que ya mejor no, que ya tengo una vida nueva y que todo lo demás ya no importa.

—Creo que la respuesta está en ti, hija, y estoy seguro de que estás muy cerca de encontrarla.

David le sonrió con la misma mirada dulce de siempre, sin embargo, de manera inusual, continuó caminando. Ada notó que de su bolso sacó algo que se introdujo a la boca y se pasó con un trago de agua.

No obstante, el malestar, los pensamientos destructivos y el cansancio desaparecieron cuando los amigos, reunidos en un punto, pudieron presenciar uno de los atardeceres más hermosos de su vida.

—¿Recuerdan el día que juntos tomamos té por primera vez? —preguntó David.

Erik, Diana y Ada afirmaron casi simultáneamente mientras Karen asentía con su cabeza.

—Éste es uno de esos momentos que me hacen reflexionar tanto y en que me doy cuenta de que la vida es sólo un pestañeo y que ser conscientes, de las cosas simples y sencillas pero poderosas y grandiosas es por lo que vale la pena vivir —el viejo suspiró profundamente.

Los demás podían ver la añoranza en su mirada.

—¿Qué es lo más importante de este hermoso atardecer? —preguntó con su alegría habitual.

Cada uno respondió “Soy yo” indistintamente.

Y mientras se perdían en ese juego de colores, Erik se acercó lentamente a Karen y le susurró al oído:

—Eres tú.

Ella sutilmente tomó su mano.

Erik sintió una piel suave, tersa y divina. Ambos estallaban en oleadas de felicidad y alegría. El calor de la mano de Karen llegaba hasta el corazón del muchacho, que suavemente acariciaba el dorso de la mano de una princesa. Ella se sentía la mujer más protegida del mundo. A su lado sentía a un caballero que ella admiraba profundamente y al que desearía decir algún día que él era “su hombre”.

En ese momento el juego de luces era para ellos únicamente un acompañamiento de la verdadera sinfonía que ahora tocaba en sus corazones.

—¡Ah, qué hermosa es la vida! —exclamó David con una lágrima en sus ojos—. Ciclos, ciclos, ciclos.

Cuando el sol se ponía, Pasang, sin querer interrumpir el espectáculo, con tiento llamó la atención de los presentes:

—Aunque estemos a veinte minutos del Monasterio Thyangboche, no me gustaría que nos alcanzara la noche. Considero que es buen momento para el último tramo de caminata del día.

—¡Vámonos, chicos! —gritó Robert animando con una seña a los alpinistas a reanudar la marcha.

Mientras oscurecía y el frío de la noche comenzaba a calar cada vez más y más, llegaron al monasterio, donde vislumbraron la caravana de yaks que cargaban todas sus pertenencias y provisiones.

Los últimos destellos de luz hacían resplandecer el monasterio, que cobraba vida con cada rayo del sol que detrás de las nevadas montañas que rodeaban ese hermoso paraíso se despedían lentamente.

Lo primero que apreciaron fue la hermosa entrada, que a pesar de estar poco iluminada, lucía imponentemente. Sosteniendo un techo con cinco escalones invertidos, se erguían dos columnas entre las cuales todo aquel que deseara llegar al monasterio tendría que cruzar. Tanto las columnas como los cinco escalones invertidos y el techo estaban perfectamente decorados. No había espacio sin decorar. Cada columna de base cuadrada relucía en su cara exterior, la más visible, cuatro figuras acomodadas una enseguida de la otra. El contorno de cada forma era el mismo y asemejaba el de un mandala. Cada una de las cuatro representaciones tenía elementos y significados distintos. En los costados internos de las columnas del arco estaban las representaciones de ocho deidades en cada una, de tal manera que quien entraba era saludado y bendecido por al menos dieciséis deidades.

Cada espacio del arco estaba perfectamente aprovechado y lleno de un simbolismo maravilloso.

Delante de cada columna había un león protector, hermosamente decorado. Cada león posaba firmemente con sus cuatro patas sobre una base de aproximadamente setenta centímetros de altura.

A la mitad del arco, en la parte central y más alta, destellaban dos cabras dirigidas hacia el centro, cara a cara, una de cada lado; y en el centro mismo, justo entre las cabras se erguía una hermosa representación del sol.

Los colores vivos que utilizaban en diferentes tonalidades eran principalmente primarios: azul, amarillo, rojo, verde, además de blanco y dorado. Eran los mismos colores que ya varias veces habían identificado en las pintorescas y muy famosas “banderas de oración” a lo largo de todo su viaje.

—¡Qué arco tan hermoso! —dijo Diana apreciando la maravillosa obra de arte.

—Es muy hermoso y tiene un gran significado. Si te gusta este arco, entrar al templo a meditar te va a fascinar —le respondió Pasang Sona con una gran sonrisa.

—¡Sí, claro! —dijo Diana. Sin embargo, muy adentro de sí dudaba si era lo más correcto debido a su religión.

Al escuchar la conversación, David no pudo evitar llamar al grupo alrededor de Pasang Sona, y mientras se acercaban los demás, le preguntó en voz baja:

—¿A qué hora inicia la meditación el día de mañana?

—A las cinco de la mañana en punto —respondió el sherpa.

—Mis amigos, a las cuatro cincuenta de la mañana nos vemos aquí porque vamos a meditar todos juntos —anunció el viejo.

Karen y Diana intercambiaron una mirada rápida, sin embargo, la sonrisa de Karen inspiró seguridad y confianza a su hermana.

—¡Excelente! —exclamó Erik—, siempre quise meditar en un templo budista. Será una experiencia hermosa.

En el monasterio ya los estaban esperando. Pasang Sona habló rápidamente con uno de los encargados que se veía que conocía de tiempo atrás, y enseguida los acompañó a sus habitaciones. David y Erik compartirían una y las tres mujeres, otra.

Esa noche, antes de dormir, Diana volvió a sentirse un poco aprensiva, y le preguntó a su hermana:

—Karen, desde pequeñas se nos ha inculcado una religión. ¿No crees que sea malo que meditemos en el templo de un monasterio budista?

—¿Sabes, hermana? También me inquieta un poco, pero mi cansancio es más grande. Además, no me siento muy bien, seguro son las hormonas y el embarazo. Ahorita prefiero no pensar en eso.

—¿Qué tienes, Karen? —preguntó la otra, ahora preocupada.

—Me siento con asco y tengo mucho sueño.

—¡Ese bebé! —dijo la hermana mayor, aliviada y emocionada—. A veces se me olvida que estás embarazada. Es verdad, hermanita… Descansa.

Ambas se miraron y se sonrieron por un instante, y mientras se acurrucaban para dormir y se daban las buenas noches, Karen dijo una última cosa:

—Hermana, ¿me puedes abrazar? Extraño mucho a papá y me siento a veces un poco desprotegida.

Sin decir nada más Diana abrazó a su hermanita; una lágrima rodó por su mejilla.

“Se me están pegando los síntomas del embarazo”, pensó Diana.

Ambas cerraron los ojos y Diana cayó súbitamente dormida. Karen, a pesar del cansancio, seguía pensado, un poco preocupada, qué sería de ella. Su inquietud la llevó a pensar en alguien especial. Por un lado, sabía que se estaba enamorando. Por otro lado, tenía miedo a ser lastimada nuevamente y además en un lapso tan reducido.

Lo que Karen no sabía era que al día siguiente su vida daría un giro especial e inesperado.