RECORDAR

El frío se hacía evidente en cada respiración. Y otra vez tenía delante de sí el Chomolungma. “¿Serás misericordiosa conmigo una vez más, gran Diosa?”, preguntaba Sungdare. “¿Me permitirás regresar a casa con mi familia?” Se arrodilló ante la inmensidad de la montaña. La gran proeza, como cada año, estaba por comenzar.

Sungdare pensó en su familia. Llevó su pensamiento a su corazón, sintiendo así la presencia de sus seres amados. Era parte del ritual que siempre practicaba antes de subir por las faldas del Chomolungma. Con el amor de su familia presente, se puso de pie. Tomó su equipo, probó los radios y la comunicación con el resto del equipo; después de una inhalación muy profunda, echó a andar con paso firme y decidido a descubrir una vez más lo que la Diosa había preparado con su bellísima obra de arte apreciada y conocida por tantos en el mundo.

El frío de la mañana era mucho más intenso que cualquier otro día y, a pesar de traer tanta ropa encima, lograba calarse por los más minúsculos espacios y poner la piel de gallina.

El mismo sol que comenzaba a calentar la cordillera, tocaba ahora el de Thyangboche.

—¡Buenos días con alegría y mucho amor!

—¡David! —gritó Karen y corrió a saludarlo y a darle un beso de buenos días.

—Hija mía, estás temblando —le dijo a Ada cuando la estrechó al dirigirse ella también a abrazar a su padre.

—Hace demasiado frío. ¡Demasiado! —dijo Diana al saludar a su vez a David, cuando de pronto una mujer joven, de baja estatura y vestida con una túnica anaranjada, pasaba justo al lado de la comitiva y, sonriente, los miró diciéndoles:

—¡El frío es maravilloso! Nos recuerda que estamos vivos. Nos hace sentir más, estar más presentes y expandir nuestros instintos. Y si lo elegimos, también nuestra experiencia de vida y nuestra consciencia personal.

Las otras mujeres agradecieron el gesto y la saludaron con una gran sonrisa.

Erik, quien ya se había incorporado y posaba reluciente y con una enorme sonrisa, se le acercó diciéndole:

—Qué gusto conocerla, mi nombre es Erik. ¿Cuál es el suyo?

—Soy la monja Rinchen —Respondió ella, radiante, y sus ojos bien abiertos relucieron grandes y brillantes contrastando con su cabeza rapada por completo. Hasta ese momento fue que Diana y Ada se dieron cuenta de que era una mujer.

—¡Rinchen! Hermoso nombre y hermosa sonrisa. ¡Eres bella, Rinchen! —le dijo David con la alegría de siempre.

Ada lo contemplaba y seguía sorprendida de cómo podía existir alguien tan alegre y tan sonriente como David.

—Gracias —dijo ella mostrando aún más los dientes—. Soy simplemente un reflejo de su alma. Lo que usted ve en mí es lo que lleva consigo.

“¿Sí?”, pensó Diana en voz alta.

Rinchen la miró con dulzura. Diana se apenó muchísimo, ya que su intención no había sido expresar su incomprensión.

—Claro, linda. Todo lo que veo, pienso y hago refleja algo que hay dentro de mí. Por eso, cuando los budistas buscamos la iluminación, nuestro camino es interno. Mientras más luz hay en mi consciencia, más puedo apreciar de la vida y de la luz de los seres que me rodean.

Todos estaban muy atentos a lo que decía Rinchen, quien continuó:

—Piensen en un bebé, uno pequeñito. Por más que su padre le muestre un bello amanecer, el pequeño ser humano no va a entender y no lo va a poder apreciar. Para el, el amanecer no existe. Cuando crece y su conciencia se amplía, cuando comienza su camino a la iluminación, el niño primero siente y entiende y después ve y es consciente de un bello amanecer ante el cual puede sentirse lleno y cautivado. Lo que antes no era, ahora es, porque hay luz, la luz de la consciencia, fuente de transformación y fuente de iluminación.

Todos reflexionaban, en especial Diana, quien cargaba un gran conflicto personal con el hecho de meditar en un monasterio budista.

—Rinchen… —dijo Diana, cohibida—, entonces, meditan no están practicando una religión?

—El budismo es un camino al encuentro con tu ser y con tu propia divinidad. Si practicas alguna otra creencia o una religión y decides meditar, puedes entrar en conexión con tu Dios. Nosotros no promulgamos que una cosa sea mejor que otra y respetamos la ideología y la libre voluntad de cada ser humano.

Las hermanas, al escuchar esas palabras, se sintieron un poco más tranquilas.

—Vamos, entonces, es la hora perfecta para meditar —dijo Rinchen manteniendo su paz y su alegría.

Cuando entraron al corazón del templo, a ese cuarto conocido como Dokhang, ese santuario para meditar, se llevaron todos una de las sorpresas más gratas y deleitosas de todo el viaje.

Nunca habían entrado a un lugar con tantos colores. Lo único que no estaba adornado con telas coloridas o representaciones de budas o dioses era el piso de madera.

Todo estaba iluminado por unas pequeñas velas colocadas alrededor del cuarto y unos cuantos focos que colgaban del techo, produciendo una sensación de calidez y acogimiento.

Al fondo del Dokhang se posaban verticalmente dos grandes tambores de piel pintada de verde. Adelante de ellos había dos caracoles listos para hacerlos sonar.

Todos los pigmentos utilizados eran los mismos que adornaban la hermosa entrada del monasterio: dorado, blanco y colores primarios en sus distintas tonalidades.

Por doquier había representaciones de budas, dioses y muchas otras figuras. Ninguna tan vistosa ni tan hermosa como la de un buda sentado en posición de loto, con sus ropas y adornos de colores y una enorme sonrisa. Dicha estatua iniciaba a la altura de los ojos y llegaba hasta el techo como un metro y medio más arriba.

Entre luces, aromas, colores, texturas y sonidos, el lugar era definitivamente perfecto para generar una conexión espiritual profunda.

Lo primero que hizo Ada fue inhalar profundo y simplemente dejarse llevar y deleitar con el aroma tan exquisito y la paz que de un segundo a otro comenzó a inundar su pecho. Fue recibida con una enorme sonrisa por los monjes y los otros escaladores canadienses que ya estaban ahí.

“Si todos los días fueran como éste…”, pensó mientras se sentaba sobre una colchoneta que descansaba a unos cincuenta centímetros del suelo sobre una banca de madera muy sólida y muy ancha. Se tapó con una cobija que había en su lugar y se dejó guiar.

Comenzó a sonar el caracol seguido de los tambores, al rato eran voces. “Voces celestiales”, pensó Ada. “Las voces del amor, la paz y la tranquilidad”.

Sintió su corazón y un cosquilleo profundo a lo largo de todo su cuerpo. Cada sensación era nueva para ella. Toda ella era su latido.

Sentía cómo su cuerpo crecía más y más, como si ya no cupiera en ese espacio tan cálido, maravilloso y reducido. Ese espacio en donde había otros seres meditando. “Que seguro son igual de grandes como yo”, pensó Ada. “Porque si es así, todos ocupamos el mismo espacio al mismo tiempo. No podríamos caber juntos así tan grandes”.

Reflexionaba en la emoción que la inundaba, y vio, a pesar de tener los ojos cerrados, cómo de un segundo al otro los colores comenzaban a manifestarse: rojo, azul, violeta, rosa, verde.

Ada se sentía muy conmovida, como pocas veces en su vida. Podía escucharse a sí misma. Escuchaba no sólo sus pensamientos, sino también sus emociones, anhelos, su fortuna y su maravillosa oportunidad de vivir.

En lo que para ella fue un simple pestañeo, el sonido de la tranquilidad la hizo consciente del lugar en donde estaba y lo que sucedía en su vida. Como regresando de un sueño que se había convertido en su realidad, Ada tomó una vez más consciencia y recordó que su estancia en ese monasterio era parte de un viaje al Monte Everest y que toda su aventura no era más que una misión por cumplir el sueño de una mujer de nombre Lisa que había fallecido hacía poco tiempo, y que de cierta forma era también su madre. Se dio cuenta también de que había conocido a David en un hospital por el accidente que había tenido aquel día lluvioso, día de su cumpleaños que, deprimida por la triste realidad que vivía por el maltrato de sus patrones, había salido a la calle y que a causa de la intensa lluvia un muchacho se había estampado contra ella en su bicicleta.

Su corazón latía con fuerza mientras se reincorporaba de aquella meditación profunda. Al abrir los ojos vio cómo todos los presentes hacían justamente lo mismo. El rostro de cada uno expresaba un estado de bienestar y satisfacción sin límites.

Ada no sabía qué pensar. Estaba totalmente confundida. Por un lado, deseaba seguir en ese estado tan grandioso y pacífico que rebozaba en su corazón. Por otro lado, sentía ganas de gritar y de llorar desesperadamente por la angustia que le provocaba pensar en el último recuerdo que había llegado a su mente. Lo que más le afligía era no sólo recordar que estaba deprimida, sino recordar exactamente por qué estaba deprimida.

Todos comenzaron a levantarse y, llenos de gratitud, a abrazar a los monjes que los habían asistido en la meditación.

—¿Todo bien, hija? —le preguntó David a Ada mientras se disponía a salir del santuario.

—Sí, padre —dijo ella, mintiendo, todavía confundida—. Me voy a quedar aquí unos minutos más, y los alcanzo para desayunar.

—Excelente, hija, excelente —le dijo David, le dio un beso en la frente y salió con los demás, que ya conversaban sobre su experiencia alegremente.

Mientras se alejaban, Ada escuchaba el murmullo que se perdía en la lejanía.

Necesitaba tiempo para pensar. Se puso de pie y salió rápidamente. Rinchen le dijo algo, pero ella no alcanzó a escuchar qué fue. Bajó los escalones corriendo y cruzó el atrio al que daban los cuartos del monasterio. Bajó las escaleras que la alejaban de todo, hasta que finalmente cruzó el hermoso arco por el cual habían pasado la tarde anterior al llegar al monasterio.

Estaba agitada y respiraba muy profundamente jadeaba, y no precisamente de cansancio sino por la angustia que experimentaba.

En su mente llegaban una y otra y otra imágenes.

Era demasiado. Eran imágenes muy fuertes. Su corazón latía cada vez con más fuerza, y ella seguía alejándose del monasterio.

En su mente veía cómo quien había sido su patrón, cuando era una ama de casa, se burlaba de ella y la humillaba delante de un grupo de hombres, borrachos y fumadores, que jugaban póker y tocaban sus pechos en contra de su voluntad.

Podía sentir cómo cómo el patrón en otro momento la obligaba a hacer cosas espantosas y después la amarraba de los brazos para enseguida abusar sexualmente de ella, insultándola y golpeándola. Podía verle la cara a aquel hombre, deformada por la rabia.

¡Era demasiado para Ada! No podía soportar el dolor de recordar eso. Quería alejarse de ese sentimiento a como diera lugar. Tenía que escapar de esa realidad que se estaba apoderando de ella.

Ahora sentía el dolor de una madre que no vería más a su recién nacido. Recordaba cómo después de dar a luz en una casa humilde llegaba su enfurecido padre y, maldiciéndola, arrancaba al recién nacido de las manos de la partera y salía corriendo con él sin que ella pudiera siquiera ponerse de pie.

El dolor la hizo correr más dura y rápidamente. No lo podía aguantar, no podía soportar su vida, su historia, ni recordar tanta vergüenza. Cayó con estrépito al suelo, pero se puso de pie y siguió corriendo. Ahora huía de una noche fría de invierno en en la que sin tener absolutamente nada dormía bajo un puente sobre una alcantarilla que la calentaba un poco. Podía ver cómo las ratas se le trepaban y una de ellas la atacaba y le mordía una pierna.

El dolor de haber sido abusada, maltratada e incluso humillada por sí misma y por la vida, que simplemente dejó de pensar, era inmenso. Corrió más rápido. Y a pesar de tropezar varias veces, siguió corriendo queriéndose alejar de los demonios que la acechaban en su mente.

Llegó al punto de la locura, de pensar que no podía escapar nunca más de esa pesadilla porque ella era esa pesadilla. Su vida lo era y ahora lo podía recordar. Podía ver a su padre abusando de ella incontables veces, a su madre sufriendo, siendo golpeada; y también también cómo centenares de veces había pasado hambre y sin un lugar caliente en donde pasar la noche.

Solo tenía un pensamiento, una sola idea: terminar con ese dolor. Y sabía cuál era la única manera de hacerlo. Esa idea la acechaba el día del accidente, pero ahora sí no había nada que la pudiera detener.

Corrió más, y a lo lejos vio un acantilado.

Estaba decidida.

No había nada que la pudiera detener.

Se dirigió hacia ahí, sintiendo cómo se le iba el aire de sus pulmones.

Estaba cada vez más cerca del precipicio.

Todas las imágenes mentales que la sometían en ese momento desaparecerían. El patrón y sus amigos, su padre y su recién nacido que no conoció, del que ni siquiera sabía si fue niño o niña. La soledad, el hambre, el frío y la desesperación, la vergüenza por su cuerpo, la ira contra la gente.

En su mente no había otra cosa.

Pero todo desaparecería.

Estaba a diez metros del precipicio.

Corrió más y más, ahogada en dolor y en desesperación.

Estaba a cinco metros.

Por fin el dolor se iría. Por fin el sufrimiento terminaría.

Estaba a menos de un metro…

Abrió sus brazos, dobló sus piernas y no lo pensó.

“Voy a sentir el viento por última vez”, se dijo a sí misma entre lágrimas de dolor y desesperación.

Dio el grito más profundo e intenso de su vida. “Mi último grito”, pensó mientras sus pies se desprendían del suelo hacia el precipicio.