JANGBU

Sungdare sentía el dolor físico más profundo que había experimentado en su vida. Sus manos temblaban, al igual que sus piernas. Con todas sus fuerzas sostenía a Jangbu, quien colgaba en el precipicio.

Sungdare se dio cuenta de que poco a poco se iba desplazando él también hacia la grieta. Estaba sobre la nieve, que, aunque un poco compacta, no estaba muy firme y con el movimiento del glaciar y la salida del sol, seguía moviéndose.

—¡Jangbu! —gritaba Sungdare a todo pulmón—. ¡Jangbu! — pero no tenía ninguna respuesta de su amigo.

No sabía cómo estaban sus otros sherpas, no sabía si los demás estaban vivos.

—¡Sungdare! —escuchó de repente. Era uno de sus otros sherpas, que le gritaba por atrás, a unos veinte metros.

—¿Están bien? —preguntó Sungdare—. ¡¿Están bien?! —gritó ahora desesperadamente sintiendo cómo el peso de Jangbu lo arrastraba lentamente hacia el precipicio y cómo sus manos comenzaban a entumecerse y la fuerza comenzaba a desaparecer—. ¡Necesito ayuda! No puedo solo con el peso de Jangbu, me estoy resbalando también al precipicio, no tengo en donde anclarme.

—Sungdare. para llegar a ti tenemos que poner una escalera y cruzar. Hay un precipicio que nos separa.

—¡Me estoy resbalando! —gritó Sungdare desesperadamente—. ¡Jangbu!… ¡Jangbu!

Sungdare sabía que tenía que tomar una decisión. Podía seguir aguantando a Jangbu y esperar a que los otros cruzaran y entonces entre dos o tres subir a Jangbu, o simplemente dejarlo ir y salvarse él. Su gran dilema era que no sabía si Jangbu estaba vivo o no.

La montaña volvió a rugir estrepitosamente. Todos comenzaron a sentir el tambaleo. Sungdare se movió todavía más hacia el precipicio. A pesar de tantos años de preparación no sabía qué hacer. Necesitaba actuar rápidamente. Estaba a tan sólo dos metros de su muerte y cada segundo que pasaba sentía cómo esos dos metros se hacían cada vez más y más pequeños.

—¡Tsewang, vengan lo más rápido que puedan, voy a aguantar lo más que pueda a Jangbu!

—¡En eso estamos! ¡La nieve no está muy firme para poner la escalera!

—¡Apúrense, Tsewang! ¡Nuestra vida está en sus manos! ¡Ya no aguantamos otro derrumbe!

Mientras Sungdare continuaba deslizándose hacia el precipicio y ya estando a tan sólo metro y medio sintió una vez más otro movimiento. Esta vez era algo diferente. El movimiento venía de la cuerda.

—¡Jangbu! ¡Estás vivo!

—Suu… Suuung…dare —balbuceó el otro esforzándose mucho.

—¡Jangbu, necesito que me ayudes, necesito que quites todo el peso que puedas! ¡Suelta todo tu equipaje, tira todo lo que puedas!

Silencio.

—¡Jangbu!, ¿me escuchas? —gritó Sungdare más fuerte, sin dejar de deslizarse hacia el precipicio, ahora a sólo ochenta centímetros de distancia.

—¡Sungdare…! exclamó el otro con mucho esfuerzo—. Estoy… tengo… yo…

Sungdare seguía acercándose cada vez más al precipicio, la distancia era ya muy corta.

—¡Jangbu, me estoy yendo contigo al precipicio! ¿Me escuchas? ¡Si no quitamos peso, nos vamos a ir los dos! ¡Jangbu!

Jangbu, a pesar de estar malherido, sabía lo que estaba pasando. Sabía perfectamente bien qué tenía que hacer.

—S…sí Sung….dare. Sé qué ha… ha… hacer…

—¡Apúrate, Jangbu! —le gritaba mientras con todas sus fuerzas resistía lo más que podía y veía cómo viente, quince, diez centímetros delante de él las fauces de la tierra congelada se abrían en un precipicio que significaría la muerte para ambos.

Tsewang había terminado de colocar ya la escalera, pero todavía tendría que cruzarla, lo cual tomaría tiempo, más del que podía ser suficiente para llegar con Sungdare y ayudarlo a subir a Jangbu.

—Sung…dare… —decía Jangbu con su mayor esfuerzo mientras el otro veía el filo de la cascada de hielo a escasos tres centímetros de sus crampones.

—Gra… gracias… por… por… to… do… a…migo.

—¡Jangbu! ¡No! ¡Resiste!

—Fa… milia… amo…

Con un pie ya fuera en el precipicio y creyendo que la vida terminaría para ambos en ese instante, Sungdare sintió que la cuerda a la que se aferraba con su vida se aflojaba por completo.

—¡Noooooooo! ¡Jangbu! —gritó Sungdare soltando el llanto de manera descontrolada.

Su amigo acaba de dar su vida por él. Ocho años de historia, compañerismo, amor fraternal y complicidad los unían.

Una esposa y tres hijas se habían despedido de él sabiendo que podría ser la última despedida, pero también deseando y creyendo fervientemente que no sería así, que una vez más, como cada año, papá regresaría a contar historias heroicas.

Ahora él era parte de una de esas historias. Ahora él era el héroe que no volvería a ver nunca más a su familia.